Sexualidad personal

Teresa miraba el humo de su cigarrillo con el mismo dejo de abandono con el cual yo miraba el movimiento del vino en mi copa.

Si parecíamos un par de mujeres aburridas era porque todas las noches lo estábamos, después de la cena, mientras nuestros maridos hablaban de caballos.

Esa noche era de caballos, pero la anterior había sido de automóviles como la siguiente lo sería de política.

Por nuestra parte hablábamos de sexo, repitiéndonos las mismas confesiones que quizás la primera vez resultaron inquietante y hasta motivadoras, pero que en este momento no eran sino una comprobación de que nuestra realidad seguía el mismo patrón ya definido durante años.

Hasta que Teresa dijo, así como si la frase se le escapara por su propia cuenta, sin que mi hermana quisiera pronunciarla.

– A mí me gustaría en esos momentos estar sola.

Y yo me reí. Me reí tanto, que nuestros maridos súbitamente sorprendidos se volvieron hacia nosotros unos instantes para luego seguir en su cerrado coloquio.

Y no fue hasta la noche que comencé a comprender el significado de su frase.

Cuando el silencio promiscuo de mi cuarto era quebrado por los ruidos de nuestra cama y el espacio se llenaba de los quejidos de mi marido que anunciaban el desenlace de su orgasmo tan fácilmente conseguido.

Si, porque en seguida, liberada del peso de su cuerpo aplastándome, me quede sola y pude concentrarme en el lenguaje de mi propio cuerpo y empezar a disfrutar ese placer retardado, lento, desgranándose dentro de mi sin la intervención de nadie y haciéndose presente de manera gloriosa en cada fibra de mi intimidad.

Era la soledad a que aludía mi hermana.

La noche siguiente quería contarle a Teresa, decirle que me había pasado, que entendía, que tenía razón.

Sin embargo no había hecho nada de eso y simplemente caminaba tras ella, en silencio.

Apartando algunas hojas mojadas con mis zapatos que ya estaban empapados.

Cuando me invitó a caminar por el parque después de la cena, tuve la percepción que ella quería huir de algo.

Quería huir no solo de la conversación de nuestros maridos y de lo que inevitablemente seguiría después.

Quería huir de esa unión que ahora le parecía promiscua, como me lo había parecido a mi la noche anterior, quería huir de esa forma obligada de compartir algo que era únicamente suyo y en silencio yo la comprendía aunque no habláramos una sola palabra.

Sin embargo nuestro caminar en medio de la noche y del pequeño bosque no tenía la premura de una huida sino más bien la serenidad de una búsqueda, el recorrer de un camino anhelado cuyo final se intuye y casi se desea.

Esto no lo decía Teresa, pero yo sabía que lo estaba pensando, desde anoche cuando me dijo que quería estar sola en esos momentos.

Yo lo sabía porque me había pasado lo mismo y un egoísmo especial me había invadido, una actitud de soledad en la cual yo pudiese disfrutar placeres que eran solamente míos y estaban en la definición corporal de mi propia y personal sexualidad.

Ensoñada en mis pensamientos no me había dado cuenta en qué momento Teresa había desaparecido de mi vista.

No me atreví a llamarla para no quebrar el silencio protector de nuestra ausencia de modo que camine dando un circulo como para descubrirla y de súbito pude verla en medio de los matorrales espesos.

La visión me conmovió.

Teresa rodaba desnuda por la hierba.

Su cuerpo cubierto por las hojas mojadas que se le habían adherido parecía un extraño y hermoso animal erótico retorciéndose de placer como si estuviese invadido por un celo súbito y primario.

El impacto tardó solamente unos segundos en convertirse en una invitación a la que no pude resistirme.

De alguna manera lo que ella estaba haciendo era parte de lo que nos había estado pasando al compartir nuestras experiencias.

Ahora sabía yo también lo que era sentirse rodar libremente por la hierba, dejar que las hojas tapizaran mi cuerpo desnudo, extenderme de las formas más grotescas para facilitar que el rocío empapara mi pelo, mojara mis pechos duros fríos por fuera y ardientes por dentro como ardía todo mi cuerpo conteniendo el fuego que se estaba generando en su caldera.

Éramos dos bestias en celo.

Un extraño celo que no venía del estímulo de un macho anhelante sino que parecía entrar en nosotros desde la misma naturaleza sin que mediara un obligado acoplamiento.

Era un celo, una calentura, carente de abrazos, sin besos ni caricias extrañas, sin longitudes ni grosores, sin cavidades ni derrames y que por eso mismo era más arrebatador.

Rodamos un tiempo la una junto a la otra, rodamos frías por fuera y devoradas por dentro por una hoguera inevitable en la cual queríamos quemarnos sin resistencia.

Nuestras manos recorrían los cuerpos como para convencernos que lo que estábamos viviendo era realidad.

Y nos acercarnos hasta tocarnos casualmente primero intencionadamente después.

Nos acercamos para reconocernos, para convencernos que estábamos igualmente desnudas igualmente frías igualmente ardientes.

Y nos decíamos con palabras lo que nos estaba pasando y las palabras eran las mismas describiendo las mismas sensaciones, los mismos latidos, las mismas sacudidas internas, los mismos orgasmos, que como una corriente pasaban de la una a la otra, ahora abrazadas porque éramos un mismo cuerpo con dos lenguas lamiendo nuestra piel, escurriendo el rocío que cubría nuestros pechos y nadie nos habría detenido porque estábamos entendiendo que éramos parte de un solo universo de placer en el cual habíamos encontrado por fin la manifestación más pura de nuestra personal sexualidad.