«¿Estás segura, cariño?»
«Si, segura»
Sandra apoyó nuevamente su cabeza en mi hombro y miró al camino que mi vehículo devoraba ansioso por arribar luego al Motel donde nos dirigíamos.
Con delicadeza pasé mi brazo por detrás de su cabeza y la acerqué a mí, como temiendo que se me escapara.
No podía creer que mis deseos de poseer a mi sobrina de veinte años se fueran a hacer realidad en pocos momentos más, a raíz de un encuentro casual que nos llevó a la oscura sala de un cine donde no supimos de la película, entretenidos como estábamos descubriendo nuestros cuerpos con las manos y la boca, ansiosos el uno por el otro.
Y ahora iba a mi lado, arrullada por la suave música del CD del auto, dispuesta a que entre ambos sucediera lo que nuestros cuerpos deseaban.
Ella me deseaba casi tanto como yo a ella, me lo había dicho en el cine.
Mi pasión era correspondida y yo no lo había sabido. ¡Qué felicidad saber que me deseaba y que estaba dispuesta a entregarme su cuerpo sin límites!
La entrada al Motel produjo un momento de nervioso silencio en ambos: había llegado el momento de la verdad. Ahora las palabras y deseos darían paso a la cama y a nuestros cuerpos desnudos sobre ella, entregándonos en una sinfonía de amor y sexo.
Entramos a la cabaña y nos encontramos en una pequeña sala de estar con dos copas de champagne ya servidas, un baño a un costado y la cama al fondo.
Nos sentamos sin mirar a la cama, como si ninguno de los dos la hubiera visto, aunque ambos teníamos nuestros pensamientos puestos en ella y en lo que pronto sucedería sobre ella.
Nos servimos el champagne, la tomo entre mis brazos, con suma delicadeza, y la atraigo a mí. Ella se abandona en mi pecho y la cubro de besos que son correspondidos con suavidad.
Parece que nos besáramos por vez primera por la delicadeza que imprimimos a nuestros labios, como si los besos apasionados que nos dimos en el cine no fueran nuestros.
El paso de la oscuridad de la sala del cine a la semi claridad de la cabaña del Motel había impreso un sello delicadeza a nuestro encuentro, mostrando que no era solamente el deseo lo que nos tenía ahí sino un sentimiento de cariño que afloraba recién ahora, cuando nos rostros se miraban frente a frente.
Me siento y la atraigo a mi regazo, donde la siento y abrazo. Ella se abandona y me abraza, devolviéndome con creces cada beso que le doy. Pongo una mano en su pecho y acaricio sus senos suavemente, a lo que ella responde con un largo suspiro junto a mi oído.
Desabrocho su blusa, hago lo mismo con su sostén y dejo expuestas sus dos palomas, que cubro de besos.
Se levanta y me acerca sus senos para que pueda besarlos con mayor comodidad, mientras ella me toma la cabeza.
Sigo sentado mientras beso sus montes de seda, ligeramente húmedos por el calor que Sandra siente debido a la pasión que empieza a apoderarse de ella, llevo mis manos a sus nalgas, las que tomo suavemente y las atraigo hacia mí.
Una en cada mano, semejan dos inmensos duraznos maduros que en la suave delicadeza de su piel se dejan acariciar por mis manos deseosas de tocar todo su cuerpo, para impregnarme de su suavidad.
Bajo las manos por su estómago, alcanzo su falda que recorro de arriba a abajo e introduzco mis manos por los pliegues hasta alcanzar sus piernas desnudas, que acaricio con suavidad, lentamente, partiendo de sus rodillas, siguiendo por sus muslos hasta alcanzar sus nalgas, apenas cubiertas por unas bragas de seda, que hacen más erótico el contacto con su piel.
Introduzco mis dedos entre su braga y la voy bajando lenta pero sin pausa, mientras Sandra cierra sus piernas para facilitar la operación.
Ella misma se desprende de su prenda íntima cuando ha llegado al suelo y me la pasa. Huelo intensamente el suave olor ocre de esa seda que acarició antes el sexo de mi amada.
Me levanto y la tomo en mis brazos. Cruzamos la salita y le deposito sobre el tálamo incestuoso, donde ella queda de espaldas, con su blusa abierta, la falda subida hasta la cintura y los ojos cerrados, a la espera de lo que inevitablemente sucederá.
Me observa con sus ojos inmensamente abiertos, clavados en los míos. Su frente perlada de sudor, la falda a la altura de su cintura, sus senos al aire.
Sus piernas abiertas esperan el visitante que goloso está presto a penetrarla, a hacerla mujer, a recibir su virginidad, a desflorarla. Si, desflorarla
La miro a los ojos, para encontrar en ellos la fortaleza que me permita continuar, olvidando prejuicios y moral. Y ella sigue con sus grandes ojos claros enormemente abiertos fijos en mí, dispuesta a que sea yo el depositario de su preciosa joya, a ser completamente mía. En otras palabras, dispuesta a ser mujer, mi mujer.
Me acerco dispuesto a explorar su intimidad, con los ojos semi cerrados, intentando guardar en mi mente este momento único para ambos: para ella por ser su primera vez y para mí probablemente la única, pues no creo que vuelva a tener otra oportunidad como esta, pues temo que cuando reaccione se recrimine el haber cedido, aunque las circunstancias fueron tan especiales que difícilmente podría haber sido de otra manera.
Cierra sus claros ojos, preparándose a recibir el intruso que se acerca raudo, mientras sus senos suben y bajan acompasadamente al ritmo del aceleramiento de los latidos de su corazón, presintiendo que en unos segundos su vida cambiará radicalmente.
La tibieza de sus labios vaginales hacen resistencia a la penetración, pero al mismo tiempo rodean la cabeza de mi verga como invitándome a entrar a pesar de la oposición de la entrada inviolada hasta ahora.
Ella siente la fuerza del pedazo de carne a la entrada de su sexo, pugnando por penetrar, pero su virginidad se lo impide.
En un acto de entrega total, me abraza y junta su cuerpo al mío, fundiéndolos en una cópula a la que nos entregamos frenéticamente.
Finalmente mis sueños se hacen realidad. Ahora vivo la realidad de mis sueños y es como un sueño del que no quisiera despertar. Ahora finalmente es mía, ahora se cumplen todos mis deseos incestuosos con ella.
Y mientras nos movemos sin freno en nuestro frenesí sexual, ella se abraza a mí y yo la penetro con la intensidad de mi furia contenida por tanto tiempo, de mis deseos tanto tiempo postergados.
«M’hijita linda, qué rico»
«Te quiero, te quiero, tío»
«Toma, toma, mi amor»
«Voy a acabar, tío, voy a acabar»
«Goza, Sandrita, goza cariño»
«Ya viene, tiíto, ya viene. Síiiiiiii»
«Toma, cielito, recíbelo todo dentro tuyo. Toma, toma»
«¡Qué sensación más rica, tíooooooooo»
El insistente repicar del celular me saca de mi sueño. Vuelvo a la realidad de mi escritorio, de la pantalla del computador que permanece muda ante mis ojos y la música ambiental que facilitó mi ensoñación.
En mi febril ansiedad por poseer a mi sobrina nuevamente me había sumido en la fantasía de sucesos que se suceden de acuerdo a mis deseos pero que no tienen correspondencia en la realidad.
Ni estuvimos en el cine ni fuimos al Motel. Ni bebí la miel de sus labios ni saboreé con mis labios la delicadeza de sus senos. Ni fue mía.
La frustración de mis anhelos no satisfechos aumenta mis deseos hacia mi sobrina, que cada vez que se hace más cercana en mis sueños, más inalcanzable se hace en la realidad.
La interrupción de mis sueños eróticos me trae a la realidad prosaica de mi trabajo y me vuelco con rabia a la solución de los problemas pendientes, arreglando papeles, despachando órdenes y retando a mis subordinados, volcando en ellos mi frustración.
Tan real era mi sueño que casi parecía una experiencia verdadera, de la que guardo todos los detalles.
Y lo que más me molesta es que el objeto de mis deseos ni siquiera sospecha la pasión que ha despertado en su tío. Pero eso no es culpa suya sino que el problema es enteramente mío y no puedo descargar mi rabia en terceros inocentes.
Lo mejor será continuar con refugiándome en mis fantasías, pero poniéndoles límites de manera de no enloquecer cuando me enfrente a la frustración de mi realidad insatisfecha.
Rumiando estos pensamientos continúo mi trabajo por el resto de la tarde. Casi al final de la jornada, estando en medio de una reunión de trabajo, suena nuevamente el celular, que interrumpe mi exposición. Respondo con cierta impaciencia y escucho la voz de Sandra con su familiar «hola tío».
Intentando disimular la turbación contesto lo habitual y ella me pide que si puedo ir a la casa a ver un problema con su computador.
«¿Cuándo?»
«¿Podría ser hoy?».
«Ningún problema, cariño, ahí estaré como a las 8, ¿te parece?».
«Listo tío. A propósito, mis papis no van a estar. Espero no sea problema para ti».
Y su despedida fue el siempre esperado «besito, tío» que me queda resonando mientras intento reanudar mi exposición. Su última frase me resuena insistentemente, queriendo extraer de ella algo que dé esperanzas a mis deseos tantas veces insatisfechos.
Bueno, ahí estaremos ella y yo solos. Veremos qué sucede.
Ella y yo solos. Los dos solos.
Solos.