Somos tres en casa, mi madre, mi hermana y yo. 

Sucedió no hace mucho que, debido a la escasez de terreno edificable, hubo una normativa por la que cada vivienda de la superficie de la nuestra debía ser ocupada al menos por cuatro personas a fin de repartir más equitativamente la cantidad disponible en nuestro país. 

Se daba un plazo de un año para cumplir esta norma; y si no se cumplía había que abandonar la vivienda para ocupar otra asignada de menor tamaño.

Naturalmente esta situación nos produjo una gran preocupación puesto que estábamos acostumbrados a nuestra casa, al barrio, a los vecinos; en definitiva, era nuestro hogar de toda la vida. Estuvimos dando vueltas a innumerables posibles soluciones, pero no había manera de encontrar ninguna mínimamente posible.

Cierto día mi madre, María, y yo comentábamos sobre la relación de mi hermana Cristina con su novio. 

Nos preocupaba que por su juventud, 17 años, no tuviera la sensatez de tomar las precauciones necesarias a la hora de hacer el amor, ya que aparentemente no teníamos dudas de que lo practicaba. Charlábamos sobre las consecuencias que podría traer un accidente en ese aspecto, e imaginábamos los problemas que acarrea un bebé con una madre tan joven. 

De pronto, un sobresalto nos invadió, a los dos a la vez por los ojos que puso mi madre; no comentábamos nuestra idea pero estaba clara: un bebé sería el cuarto miembro de nuestra familia. Nuestro mayor problema solucionado. «Al final lo querríamos, ¿verdad?», comenté imaginando un angelito celestial solucionando nuestra vida. «Y seríamos felices aquí», sentenció mi madre corroborándome que había tenido la misma idea que yo.

En los siguientes días medité mucho el asunto. Ella también parecía ensimismada con el tema. Hasta que pensé que había que conversar sobre ello y le comuniqué cual había sido mi idea. Por supuesto, mamá había pensado lo mismo y así me lo dijo. 

Estábamos aliviados porque a ambos nos daba reparo el sacarlo de nuestra cabeza, pero en lo sucesivo lo hablamos continuamente. Calculábamos los pros y los contras, en qué situaciones nos encontraríamos, cuál sería el futuro de Cristina. Al final estábamos decepcionados pues llegamos a la conclusión que arruinaríamos el porvenir de mi hermana para salvarnos nosotros dos. 

Seguimos sopesando más soluciones diferentes, mas no había ninguna comparable a la de un bebé, que era con creces la mejor y más realizable. Al final, llegamos a la conclusión que mi mamá sería la más idónea aunque el riesgo en el embarazo fuera mayor, puesto que ella ya no debía pensar en formar una futura familia. A partir de ahora venía el problema de decidir quién habría de ser el hombre que la embarazara. 

Si el desconcierto de pensar en mi hermana como madre era grande, este otro dilema no le andaba a la zaga. La sola idea de pensar en pedir a un conocido que se prestara como semental de ella la hundía en la vergüenza. Y con un desconocido le resultaba repugnante imaginarlo. Hicimos una gran lista de nombres posibles: amigos, vecinos, compañeros de trabajo, desconocidos en potencia -apuntábamos la forma de contactarlos-, incluso familiares; hasta me puse yo, ya bromeando ante la imposibilidad de encontrar nadie más posible. Íbamos borrando nombres, unos por vergüenza, otros por repugnancia; Con sorpresa me daba cuenta que mi nombre no se caía de la lista. 

Mamá nombraba a uno, o bien se le ponía cara de asco, o se ruborizaba, y lo tachaba con fuerza. Con estupefacción conté los nombres que quedaba por eliminar: 3. Y yo era uno de ellos. Ella pareció en ese momento darse cuenta también de la paradoja. Se puso pálida mordiéndose el labio superior. Me dio un vuelco el corazón porque comprendí claramente: ella no tenía ni la más remota intención de acostarse con los dos hombre restantes de la lista que no eran yo, ¡su hijo era el primer hombre del mundo con quien ella tendría sexo ¡Se dirigió al cuarto de baño de un salto a vomitar, y yo me quedé helado sin saber qué pensar.

En los días posteriores evitamos el tema, pero íbamos comprendiendo que el tiempo se echaba encima y había que decidir sin más dilación. Una noche hablamos ya muy seriamente, y llegamos a la conclusión de que no había elección: debía ser nuestro secreto, pero tendríamos ese bebé con mi colaboración. 

Tuvimos que poner una fecha concreta para realizar nuestra primera experiencia. Era un sábado por la noche, pues mi hermana salía hasta tarde y tendríamos tiempo. Llegó el momento de empezar. Decidimos que después de cenar tomaríamos unas copas que nos ayudaran a desinhibirnos. Así lo hicimos. Yo le había pedido por favor que eligiera un vestido sexy para esa noche que me ayudara en alguna manera. La verdad es que se veía atractiva. 

Llevaba una camiseta blanca ajustada que mostraba sus rellenas y aceptablemente firmes tetas y una falda cortita -que no sabía yo que existiera- y elástica que se torneaba en su esbelto culo, y que se subía con los movimientos de las piernas. Al menos, la excesiva timidez que mostraba al comienzo de la noche al llevar esa vestimenta fue mitigándose con el alcohol. Al tomar mi último sorbo pensé: «bueno, si alguna vez tengo que follar a mi madre que sea con esta mujer y esta noche; no me puedo quejar».

Nos dirigimos al dormitorio. Habíamos convenido poner un vídeo porno para ayudarme a ponerme en condiciones. Nos echamos sobre la cama; yo me había quitado los pantalones y la camisa, pero no los calzoncillos. Sólo era capaz de mirar la televisión: una rubia y una morena se tiraban a un negro bien dotado en la playa, sobre una toalla. 

Aparté un momento la mirada hacia mis calzoncillos, y apenas abultaba nada. Levemente miré a mi mamá de reojo. Estaba aún vestida, pero la faldita, con las piernas dobladas sobre la cama, estaba tan subida que un reflejo blanco se adivinaba entre sus piernas. Volví a observar la película: el negro derramaba leche sobre las bocas de las chicas. 

Comenzó a subirme calor, miré abajo y un bulto tenue se notaba latir y crecer despacio. Oí la voz de mamá: «¿necesitas algo más, nene? ¿Si quieres lo dejamos por esta vez?». A la primera pregunta me vinieron varias imágenes confusas a la mente a las que no quise hacerle caso. A la segunda pregunta respondí con una negativa algo ronca. Unos instantes después mi miembro ya podía ser utilizado sin problemas. Me sentía un poco turbado en esa situación, con una gran tranca bajo mis calzoncillos, y un trozo de glande asomando, sabiendo que mi mamá miraba sin duda con atención.

«¿Estás lista, mamá?»

«Si, nene»

Me volví hacia su lado, mientras ella hacía lo mismo para el mismo lado. La verdad es que no habíamos planeado la forma en que lo haríamos, tanta era nuestra vergüenza. Así quedamos los dos mirando para el mismo lado. Con el movimiento mi pene había quedado libre, y parecía indicar con su señalización hacia donde quería dirigirse. 

Con el movimiento también la faldita de ella se había subido hasta medio culo, dejando a la vista unas braguitas blancas que constituían la barrera que nos separaba. Como no vi ademán por parte de ella de quitárselas, tuve que tomar esa iniciativa y bajárselas nerviosamente hasta sacarlas por un pie sólo. No podía entenderlo: mi pene no sólo no se había deshinchado hasta ese momento, sino que había alcanzado el zenit de sus posibilidades y se mantenía tranquilamente como un garrote.

«Creo que deberías humedecerlo un poco», le aconsejé.

«Hazlo tú, por favor», dijo dando a entender que se disponía a ser todo lo pasiva que estuviera en su mano.

Me mojé dos dedos en la lengua y los dirigí a su vagina. Me sorprendí al ver que no estaba del todo seco. Los restregué un poco por sus labios. Introduje con precaución la yema de un dedo, pues pensé que adentro debía humedecer también; automáticamente pegó un respingo que me asustó, pero ahí quedó la cosa. La lubriqué interiormente -quizá algo más de lo necesario-. Por la posición necesité apoyarme en ella con la otra mano; tuvo que ser en un costado, tocando el exterior de un seno. Empecé a sentirme menos mal de lo que me había sentido antes. Terminé con los dedos. Me cogí la polla y la dirigí despacio, mientras que con la otra mano intentaba abrirle el camino estirando del culo hacia fuera.

«Voy a hacerlo ahora», avisé.

Primero entró la punta, luego el resto. Sin problemas. Fácilmente. Me mordí los labios para que mi mamá no escuchara el gemido que se me venía a la boca al penetrarla. Cuando mi pene llegó al final, pensé que ahora debía moverme. Así lo hice. Lo más dulcemente que pude, atrás y adelante. 

Despacio pero sin parar. Con una mano apoyada en su cadera. No veía su cara, la notaba inmóvil, como ausente, a no ser porque levemente empecé a notar, por debajo del sonido de la cama al moverse y el chapoteo de mi cipote húmedo contra su coño, un leve gemido rítmico ¿de placer? Me empecé a sentir a gusto con la situación, los prejuicios normales estaban casi apartados; sentí que la eyaculación no estaba aún cerca, y dominaba la situación. Decidí experimentar con un parón en el movimiento para ver su reacción.

«¿Te pasa algo, cariño? Nunca me llamaba así. Me excité y quise llevarlo más lejos.

«Estoy un poco turbado, ¿quieres que lo dejemos para más tarde?».

Tardo unos momentos en responder: «Bueno… si tú… pues…», no sabía cómo responder hasta que se convenció sin duda que sólo se le venía una respuesta a la cabeza: 

«… Sigue».

Una sonrisa se me esbozó y comencé de nuevo un vaivén, esta vez más pronunciado y sensual. Un resoplido dejé escapar al fin, seguido de un leve pero creciente y continuo jadeo. Esto pareció dar permiso a mamá a dejar escapar también sus gemidos con más intensidad. Mi mano, que antes se posaba suavemente sobre su cadera, ahora la asía con fuerza tomando apoyo para las venidas hacia su coño. Tuve varios instantes de turbación donde casi se me escapaban las manos para acariciarla y sobarla ampliamente, aunque no se llegó a producir. No obstante, en su defecto, le sostenía el culo, manteniendo la vagina abierta, mientras la sacaba en el ven del vaivén, y la volvía a introducir desde el exterior como certera estocada mientras me mordía los labios y observaba con atención; estas «entradas» le producían a mamá un gemido más fuerte que los demás.

La situación era ya insostenible, y con un chorro inmenso la inundé por dentro, mientras casi gritaba de placer y oía los apagados gemidos de la hembra. Me quedé tendido sin ni siquiera sacar mi pene. Exhausto y satisfecho.

Apenas podía creer lo que había hecho, y además había disfrutado con pasión; y mamá no parecía disgustada. ¿Cómo sería a partir de ahora esta relación? Lo que podía imaginar en ese momento, aun siendo fuerte, no podía llegar a vislumbrar todo lo que ocurriría.

Continuará.