Mi mamá

Mamá no sospechaba nada.

Papá y yo, seguimos amándonos por las mañanas mientras ella dormía.

Mi recámara fue ahora el espacio para nuestro amor desbordado.

Mi padre se mostró, como lo sentí la imborrable y feliz mañana que el Dios Cupido nos ayuntó, tierno, amoroso, potente, gozando y haciéndome gozar hasta el infinito.

Yo, en cada encuentro, encontraba nuevas formas de satisfacerlo e inéditas formas de él para darme satisfacción.

Papá no volvió a mencionar la participación de mamá, tampoco volvió a referirse a una presunta traición.

Sin embargo, estoy segura, sí lo pensaba, y se entristecía.

Sin embargo, yo estaba segura: iba a lograr la aceptación consciente de mamá en el amor en construcción colectiva; él, lo escuché muchas noches, era poseedor de los encantos de mamá, se la cogía con la ternura y la excitación con que me cogía a mí.

Y no en mí, confusión o miedo, no, no era eso. Era que, el día venturoso de mi desfloración exquisita, decidí: mamá debería de tener la misma, o similar, experiencia a la de mi padre conmigo.

Pensando así, esperaba el momento oportuno para seducirla.

Sí, seducirla, era mi decisión. No pensaba que seduje a papá, no, para nada. Con papá fue Cupido quien intervino, al margen de mi voluntad y de la suya.

En esa ocasión fue el calor del ambiente, el olor de su cuerpo, la intranquilidad de mi cuerpo, y la lozanía de mi espíritu que solo deseaba dar y recibir amor, y amor que fue expresado tanto en lo anímico como con el sexo, sin mayores consideraciones filiales.

Y fue maravilloso, espléndido, inigualable. No cambiaría por nada de este mundo esa divina experiencia, esa amorosa y mutua aproximación profunda y placentera, esa entrega de amor sincero, hermoso, perdurable, imperecedero.

Por la noche del último domingo de nuestra estancia en el paraíso tropical, papá dijo que iría al pueblo, al día siguiente temprano, en la mañana, a comprar víveres. Dormí tranquila sin pensar en nada, exhausta de tantas cogidas que durante esos días habíamos dado papá y yo.

Aprovechábamos cualquier momento, con mi madre ausente, para que él me acariciara, y yo respondía profundamente llevándome, y llevándolo siempre al goce feliz, a la cúspide del placer sexual sin dejar fuera ninguna de las caricias nacidas el primer día y otra más inventadas sobre la marcha del placer. Cientos de sublimes orgasmo me conmovieron, y me hicieron convulsionar no pocas veces de tanto placer; lo mismo a él.

Al despertar, extrañé el ruido de papá en la cocina. Entendí que ya se había ido. Estaba desnuda, sentí frío.

Me cubrí con la sábana. Sentí uno de mis pezones, y sonreí al pensar que el pobre hoy no tendría las chupadas matutinas de la boca de mi padre.

Mis manos acariciaban mis chichis con fruición, cuando escuché ruidos precisamente en la cocina, lugar donde no debería de haber ruidos.

Recordé que mamá se levantaba tarde, por eso me levanté yo. Escuché con más cuidado, y los ruidos se repitieron. Intrigada, me puse una batita transparente de tela muy delgada usada para cubrirme del sol cuando íbamos a la playa, y bajé de puntillas.

Con sorpresa, vi que era mamá. Estaba parada frente a la estufa y movía su mano derecha como si estuviera moviendo algún guiso. Sonreí al recordar la mañana en que papá estaba en la misma actitud, y en la misma actividad que ahora tenía mamá.

Mi corazón latió presuroso, mis pezones se endurecieron. Mi alma me dijo: debes estar lista para el amor. Era diferente a la ocasión cuando fue mi padre el ocupante de la cocina.

Aquella vez, no pensé nada. Mi mente estuvo ausente cuando me acerqué a papá, y gozó hasta que nuestros sexos se agotaron en el placer. Hoy, era diferente.

Y era diferente; me acercaba con el claro propósito de acariciar y seducir a mi madre. No obstante mis reflexiones, hoy tenía dudas. Y no era solo que fuera mi madre, además implicaba el hecho de que era mujer; es decir: la homosexualidad se sumaba al incesto.

Hoy, la intención era clara: seducir a mi progenitora; antes, con mi padre, fue la cercanía de los cuerpos y el amor de las almas que hasta ese momento se encontraron en situación propicia para el sexo amoroso; lo demás se dio porque la naturaleza así los dispuso. Creo que el amor se daría siempre así, de no impedirlo las tonterías que reprimen a la naturaleza por moralinas absurdas e inaceptables.

Me acerqué paso a paso, sonriendo, temblorosa, agitada, excitación creciente. Casi sin proponérmelo, mi mano izquierda fue a posarse en la cintura de mamá, cintura con la piel desnuda. Mamá vestía una blusita suelta, y muy corta, que se ponía para dormir; abajo llevaba unos pantaloncitos de dormir de tela delgada, y nada más. «Buenos días hija», dijo mamá al sentirme a su lado.

«Buenos días, madre. ¿Qué haces?, ¿por qué levantada tan temprano?», y mi mano acarició levemente la piel en la que reposaba. «Preparo la carne con chile que tanto le gusta a tu padre», dijo, y volteó sonriente a verme. Yo recliné mi cabeza en su hombro, y ella pasó la cuchara del guiso a la mano izquierda; la derecha vino a sujetar mi cintura.

Mi respiración se agitaba momento a momento, mi respiración era cada vez más caliente y frecuente; la situación se estaba presentando similar al inicio de la bella relación con mi padre; mis pezones estaban tan duros que podrías ser rotos con el más mínimo golpe; y escurría, escurría como en los más álgidos momentos de excitación sexual.

Madre sintió el calor de mi aliento, volteó, me vio, «¿Estas enferma?», me dijo. «No mamá, estoy más sana que nunca, ¿por qué?», «Tu respiración está agitada, además de caliente, como si tuvieras calentura», dijo, mostrando un dejo de preocupación en la voz. Me reí alegre, y dije: «Nada de eso madre. Lo que pasa es que… no sé, pero al acercarme a ti, sentí el olor de tu cuerpo recién levantado de la cama y… bueno, quiero absorber más de ese olor. Tal vez por eso respiro con mayor frecuencia y, por lo mismo, mi respiración ha de estar un poco más tibia», dije tratando de no alarmarla con mi acercamiento. «Eso ha de ser», dijo.

Sentí que la mente de mamá, sobre todo su cuerpo, le indicaba que algo más había para que mi respiración fuera así en ese momento. Incluso, hice esfuerzos por moderar mis claras manifestaciones, inútilmente. La mano de mamá apretaba mi cintura, cosa que más me agitaba.

Pero yo deseaba más. No debía acelerar los acontecimientos, pensé, la cercanía de los cuerpos estaba consumada, mamá reaccionaba con naturalidad, y su respiración también se agitaba, probablemente sin que ella lo sintiera así, y menos que tuviera una explicación para eso. Mi mano, en la piel desnuda, hizo los mismos movimientos que hacía la de mamá en mi cintura, tratando de ascender; sentí las costillas del esbelto tórax de mamá, y mi raja se inundó definitivamente.

Mamá, sonriente, volteó, me vio, suspiró, frunció el entrecejo, volvió a suspirar, y depositó un cálido, tierno, fugas beso en mi frente. «Me gusta que estemos juntas, así, una al lado de la otra… y más, que te recargues en mí. ¡Hacía tanto tiempo que no te tenía tan cerca!», yo tragué saliva, ella continuó.

«Cuando eras más pequeña, con mucha frecuencia te gustaba venir a acurrucarte en mi regazo, a poner tu cabecita en mis muslos, a pedirme acariciara tu cara y tu pelo, pero… ¡creciste!, y te has alejado. ¿Ya no te gustan mis cariños?», dijo con ese dejo de tristeza que descubrí desde las primeras palabras. «¡Ay, mamacita!, ¿cómo puedes pensar que no me gustan tus caricias?, enternecida. Sin pensar ya en nada, besé a mamá en la mejilla, con un beso prolongado y húmedo. Y continué:

«Al contrario, madre, quisiera que tus caricias fueran muchas, y también, más… amorosas». Y volví a besarla, esta vez, mi lengua salió, aunque solo la puntita, como para dejar constancia de estar allí, deseosa de acariciar. Madre besó de nuevo mi frente sin dejar de mover su mano derecha en mi cintura, y la izquierda moviendo la cuchara del guiso. Mi mano en su cintura la apretó, y luego subió hasta sentir la raíz de los bellos senos de mamá.

Sentí el estremecimiento de mamá, luego la escuché, decía: «¿Sientes que mis caricias no son amorosas?», preguntó con mucha más tristeza en su voz. «No, madre, no es eso. Lo que quiero decir es… bueno, podemos acariciarnos más pródigamente, con más placer… creo Claro, con el cariño que siempre has puesto en tus caricias dirigidas a mí».

La sentí confusa. Se estremeció. Los instintos le decían insistentes que se estaba planteando algo inusual. Volví a besarla, estaba vez abriendo mucho los labios, sin llegar a depositar saliva en su mejilla. La respiración de mamá se agitaba, su mano en mi cintura se estremecía, apretaba mi piel, un tanto involuntariamente, pensé. Y la mano del guiso se detuvo. «No te entiendo, cariño.

No te entiendo. ¿No te han dado nunca placer… mi caricias?, digo, las que siempre te he dado… Por mi parte siempre he tenido inmenso placer al darte caricias con todo mi amor. ¿No lo sientes así?. Mi boca, ansiosa, la besó de nuevo en la mejilla. Este beso la hizo voltear con mirada aún más interrogante, en tanto su piel se ponía chinita y su mano en mi cintura pellizcaba mi carne.

«No nos estamos entendiendo. Mira, madre, yo quiero decir… – no sabía si mostrarme cínica, o continuar guardando la ambigüedad – podríamos tener mayor placer, mayor demostración de nuestro amor, si nos prodigáramos en las caricias, si no las limitáramos, si pudiéramos besarnos… con libertad, con mayor profusión, en más sitios, en fin, madre, quiero decir… podríamos tenernos más afecto, más amor y también mayor placer al dar y recibir caricias y besos por doquier». Yo escurría como venero derramándose.

Mi madre no apartaba la vista de mis ojos. Su frente estaba perlada de sudor y su respiración se entrecortaba; su agitación era más que evidente.

Apagó la estufa. Me encaró de frente. Frunció la boca. Soltó mi cuerpo y llevó una de sus manos a su rostro como enjugándolo. Suspiró notoriamente; yo, me estremecía. Percibía con claridad la enorme confusión de mamá, también vi los pezones tras la delgada tela, erguidos, soberbios, de un color café oscuro exquisito.

Supe en ese momento que estábamos en la crisis; es decir, mamá titubeaba, aunque ya tenía más claridad en cuanto a mis eróticos planteamientos. Yo temblaba como gelatina; comprendí: mamá podría rechazar el intento de acercamiento amoroso, la no tan sutil intención seductora puesta en práctica por mí. Sentí el sufrimiento de mamá. Pensaba mi reclamo de escaso cariño y escasas caricias en el pasado, eso supe.

Pero también aprecié que, para mamá, estaba más o menos clara cuál era en realidad, mi demanda. El titubeo de mamá me hizo actuar. En fracciones de segundo, decidí jugarme el todo por el todo. Es decir: si el rechazo se iba a dar, lo mismo sería en este momento que en el siguiente a la acción decidida. Rodeé su cuello con mis manos, la atraje notando una cierta resistencia, y luego la besé en la boca, con mi boca abierta y mi lengua lamiendo sus labios que permanecieron cerrados, sorprendidos.

Froté mi boca contra la de ella. Respiré agitada. Suspiré y dije: «A estos besos me refiero, mamá. Besos que no por ser míos para ti, tienen menor contenido afectivo, amoroso, pasional…, erótico. Y las caricias… bueno, esas también te las puedo demostrar… si tú quieres, claro», dije tratando de dar naturalidad a mi voz, y no solo, también alegría, cariño, hacerlas sonar amorosas como era en realidad su intención.

Mamá se agitaba. Estrujaba las manos, el sudor se hizo abundante, sus mejillas estaban arreboladas, sus pezones sumamente erguidos, y en sus ojos creí ver una lágrima que amenazaba con manifestarse abiertamente. «¡Hija, por Dios….!», dijo en un intento de paralizar las acciones.

Pero no se movió, tampoco apartó su mirada de mis ojos. Su tórax subía y bajaba indicando lo agitado de su respiración, y esta se tornaba anhelante. Entonces, volví a besarla. Esta vez decidida a vencer sus resistencias, o perecer en el intento. Con la punta de mi lengua metida entre sus labios, hice presión para abrir esa boca negada al beso franco, abierto, erotizante.

Mis manos la apretaban contra mi boca. Mis ojos estaban cerrados, sabía que ella los tenía abiertos con expresión casi aterrorizada. No obstante esas claras manifestaciones de resistencia, mi lengua sentía que los labios negados titubeaban.

Percibí una leve apertura, y presioné con mayor cariño, con más amor. Sin verlos, sentí los ojos de mamá cerrarse, y sí escuché claramente el suspiro casi desgarrador; las manos de mamá salieron de su inmovilidad para tomarme de la cintura.

La apertura apenas como señal de los labios de mamá, permaneció así, sin dejar que se abrieran más. Luego, el rostro de mamá se alejó con brusquedad. Me veía entre atónita y aterrorizada. Una de las manos en sus labios, sin intentar limpiarlos del beso profano.

«¿Qué haces, hija?, ¡por Dios, no sigas!, pero su voz la traicionaba. Su razón moral la impelía a protestar, aún en contra de otro convencimiento, de otro deseo más real, solo como reacción automática a los preceptos, sin ser racional y sentida. Yo sonreí. Con mi mano derecha hice una tierna caricia en el rostro de mi madre, y dije: ¿Rechazas mis besos?, ¿no te demuestran cariño, amor, deseo de estar más cercana a ti?, ¿es mi boca algo asqueroso?, ¿no has sentido los besos amorosos aderezados de saliva untada con la lengua ajena antes que éste mío?, ¡estoy segura, conoces mucho del placer que dan los besos de amor… y deseo!, y mis besos, madre, quieren demostrarte eso, mi amor, mi deseo, mi inmensa dicha de poder allegarte placer y… ser correspondida por un amor y un deseo iguales. ¿Te doy asco?», cesé; y me avergoncé del contenido chantajista de mi discurso.

Mamá sufría enormidades; sus contradicciones internas eran poderosas, casi insalvables, además con los sentimientos prensados por el chantaje que mi amor y erotismo pusieron en juego. Las lágrimas apenas entrevistas, se derramaron. Entre sollozos imponentes, con voz entrecortada por la emoción, mamá dijo:

«¿Cómo puedes decir semejantes cosas, hija?. ¿cómo puedes decir que me das asco, si eres la niña de mis ojos, la razón de mi vida, mi más preciado tesoro? Y sí, claro, conozco los besos… a los que tú te refieres…, de los que me has dado una muestra… ¡increíble!. ¡Ay, hija mía!, ¿no me entiendes?, porque, te seré franca, yo… apenas si empiezo a entenderte, en estas tan insospechadas e inesperadas manifestaciones de… cariño, según dices. ¿No sientes que está mal… digo, querer así, desear ese tipo de besos, de caricias inusuales que dices deseas?, me siento…, cuando menos, muy confundida. Sé que tus deseos y tus besos… son sanos, son cariñosos, me demuestran mucho amor, pero… ¿por qué no te conformas con los besos… habituales entre madre e hija?, esto es lo que no entiendo y es lo que me tiene al borde del desquiciamiento.

Perdona, no sé qué hacer, cómo actuar… qué decir de esto tan… increíble. Por favor, hija… ¡dime lo que piensas, y cómo lo piensas, y por qué lo piensas así, dímelo por favor, quiero entender… y entenderte para acercarme, para satisfacer tus… deseos, pero necesito… ¡entender!», sollozaba a pausas, con las lágrimas escurriendo de sus bellos ojos. Sus pezones se habían escondido.

«Madre mía, no sufras. Si es tanto tu rechazo a una manifestación de amor más allá de las tonterías que siempre se han dicho respecto al amor entre las gentes sabias, me abstendré de hacer cualquier otra manifestación como las que nos han llevado a este momento de sufrimiento en lugar del placer que debemos tener cuando nos queremos, y cuando deberíamos besarnos y acariciarnos mutuamente sin tontas cortapisas. Tranquilízate, madre. Si esa es tu decisión, hasta aquí llego.

Esto no quiere decir que dejo de amarte; sigo queriéndote muchísimo, y mi deseo de caricias y besos continuará latente, sin manifestarse, muy dentro de mí… Ya mi amor, ya», dije verdaderamente conmovida por la reacción de mamá. Ella enjugó las lágrimas, suspiró, sorbió los mocos que llenaban su nariz, suspendió los sollozos, y dijo con voz más segura, menos titubeante:

«No contestaste. No era mi intención alejarte y suspendieras tus inesperadas e insólitas manifestaciones amorosas hacia mí. Sólo quería, y quiero, me des una explicación a lo dicho y hecho por ti. Entiende, soy vieja, educada en un pueblo mojigato, incluso nos obligaron, a tu padre y a mí, a casarnos a muy temprana edad, y es… digo, es natural… me sea no solo sorprendente y asombroso, sino casi terrorífico… sentir y hacer cosas que desde siempre he considerado como aberrantes, degeneradas, perversas, degradantes y depravadas, prohibidas para todos y… condenadas por todos.

Porque…, debo confesar, mi cuerpo y parte de mi espíritu, sientes el amor que me manifiestas con ese beso tan sorprendente y tan sentido por mi como algo muy especial y… la verdad, excitante. Por favor, hija, dime las ideas que te mueven a… bueno, a no tener en cuenta lo que para mí, es obligado considerar. ¿Cómo puedo olvidar que eres mi hija, y yo tu madre?, ¿cómo puedo descartar que tu seas tan mujer como yo?, ¿cómo puedo aceptar algo que es condenado por todos, por la sociedad entera? ¿Me puedes hacer este favor, el favor de decirme tus ideas, la forma como tú descartas todo esto que yo, hija de mi alma y de mis entrañas, no puedo hacer… sin tu explicación?»

Yo estaba conmovida, con mi amor exaltado, mis deseos incrementados, con mi alegría retornando. «No creo que haga falta mucha explicación. Simplemente debes pensar en lo ya dicho, y dar respuesta a las interrogantes que te hice. Mas debes tratar que sea tu propia voz, que sean tu cuerpo, tu alma, tu espíritu y tu inteligencia los que hablen, y no otras voces, voces que incluso no sabemos de quién son, por qué dicen lo que dicen y para qué enfatizan… ¡la prohibición de amarse! Cierras tus oídos a esas voces fantasmales, y deja hablar a tu corazón, a tu cuerpo, a tus amores y deseos. Nada más, pero también nada menos. Eso, creo, te puede resolver tus dudas, y pueden hacerte comprender… ¡lo que tú, con tu sabiduría quieras, sinceramente, comprender!», dije con mucha tranquilidad a sabiendas de la dependencia, como estaba planteado, de mi madre, obstruyera el camino de las voces condenatorias, para abrir el paso a las voces propias.

Mi madre me escuchó con atención, rostro serio, no enojado, tampoco sufriente. Su boca mantenía el rictus del miedo, sus manos se habían tranquilizado.

Me veía con ojos brillantes y pupilas dilatadas, haciendo un verdadero y gran esfuerzo por desechar las voces que la aterrorizaban. Las manos fueron al pelo, lo alisaron con suavidad intentando que los mechones que se iban al rostro, regresaran a la parte posterior de la cabeza. Yo sonreía sintiendo inmenso amor, una dicha enorme de tener esta explicación y acercamiento con mi madre.

Casi me había olvidado de mis deseos eróticos. El tiempo parecía detenido, el silencio era espectacular, el olor del guiso se había extinguido; a mi nariz solo llegaba el tenue aroma del cuerpo de mi madre, olor que mantenía mis deseos cálidos, lúbricos.

Madre cerró los ojos, haciendo verdaderos esfuerzos por reflexionar en los cuestionamientos que estaban hechos, en las dudas que la atormentaban al tener conciencia de los deseos eróticos de su hija, al sentir que, por un lado, ansiaba amarme, y por otro había impedimentos fuertemente establecidos en su mente.

Comprendí. Mi ayuda era necesaria para que mamá se liberara, y ya no tanto para llegar a la seducción, seducción que no dejaba de estar en mi deseo. Entonces me acerqué hasta poder abrazarla, lo hice con suavidad, como intentando envolverla con mis brazos pero sin que esa envoltura fuera percibida, cuando menos no se sintiera como una reanudación de las caricias tan temidas.

Madre me sintió, permaneció estática, sin realizar ningún movimiento, si acaso un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo. Mi boca fue a las cercanías de su oído y, con todo el cariño y el amor de que soy capaz, empecé a murmurar:

«Comprende madre, el amor nunca ha sido malo, siempre ha sido la más clara y sublime manifestación de unos humanos para con otros humanos. Yo sé, tienes claro que las manifestaciones del amor son muy conocidas y esas hermosas manifestaciones nos proporcionan placer.

Placer que las voces contrarias al amor tratan de negar, o impedir se den. – mi voz seguía siendo muy suave, apenas audible, preñada de afecto, de amor – piensa, madre, en todo el amor que le tienes a papá, y en cómo le haces patente ese amor. Piensa también, en todo el amor que él te tiene y en aquellas demostraciones de ese amor que él te hace, y en cómo y con qué te hace esas demostraciones de amor, de cariño, de afecto.

Estoy segura, si él se negara a realizar esas demostraciones, esas expresiones de amor, tú se las pedirías, las exigirías en un momento dado. Y también piensa en las cosas que haces y has hecho para hacerlo sentir tu amor, y él disfrute tu amor, para que él tenga placer con tu amor dicho en los besos y las caricias que le haces hasta que el grita su placer, sintiendo al máximo tu amor. – La respiración de mamá era más frecuente, sus narinas aleteaban; sentía caliente su aliento; su cuerpo estaba tranquilo. – Piensa madre, no hay diferencia entre papá y yo. Somos dos seres humanos que tienen esa misma necesidad de amor, de afecto, de caricias, de saber el amor tuyo con las caricias que nos haces y el placer que esas caricias nos proporcionan.

Placer que, además de ser emocional y espiritual, debe ser físico, claramente sentido como placer del cuerpo, como complemento de lo intangible del amor emocional. Y también hacértelo saber con esas mismas expresiones del amor, porque, madre, el amor no tiene otras expresiones que las palabras y los hechos y, siempre, si los hechos no corroboran las palabras, tenemos que dudar de la verdad dicha con esas palabras. Y el revés: si sientes los hechos, si los compruebas con los diferentes testimonios de las caricias y los besos, no importan las palabras para sentir el amor.

Como ves, madre, son más importantes los hechos a las palabras para todo, pero lo son más para demostrar el amor de una persona por otra. – Mis brazos ya la rodeaban y mis manos iban lenta y suavemente de la nuca a la cintura de mamá. Las extremidades de ella continuaban inertes pendiendo a sus costados – Piensa madre, no puede ser cierto que un beso mío sea, por fuerza, diferente a un beso de papá.

No es posible pensar en una caricia mía pudiera despertar en ti otras sensaciones diferentes a las que despiertan en ti las de papá. Por supuesto, eso sucede cuando se niega la calidad de igualdad de un humano con otro; porque yo soy tan humana como papá, y como tú.

Que sea tu hija es solo un concepto que no agrega ni quita nada a mi cuerpo, a mi espíritu, a mis afectos, a mis apetencias de placer, a mis necesidades de dar y recibir mucho amor y placer de quienes amo, desde niña, entrañablemente, tan entrañablemente como ser producto de tus entrañas y la simiente de mi padre.

¿A quién podría amar más que a ti y a papá?, a nadie, y lo sabes. En todo caso se agregaría otro humano para quien las demostraciones de mi amor no tienen por qué ser diferente a las expresiones con las que les manifiesto a ti y a mi padre, mi amor. – Me acerqué más, hasta tener contacto con el cuerpo de mamá. Sentía su aliento caliente en mi cuello y su respiración estaba más agitada, sus ojos continuaban cerrados y su boca ya no tenía el rictus de dolor y sufrimiento, por el contrario, se veía tranquilo, tal vez hasta contento. – Los besos de hace un momento, ¿no fueron besos llenos de amor?, ¿Cuál es la diferencia entre besarte en la mejilla o besarte en la boca?, no tiene porque haber diferencia en cuanto a que ambos besos son expresiones de mi amor.

¿Por qué uno de ellos es permitido y el otro prohibido si revisten la misma calidad de manifestaciones de amor?, ¿por qué papá si puede, y debe según eso mismo, besarte en la boca, penetrar tu boca con su lengua y darte placer además de amor con ese beso, y yo no puedo hacer lo mismo? ¿No es tontamente impertinente negarte, negarnos ambas el placer de amarnos tú, él y yo de las misma manera y con las mismas expresiones y caricias de amor?, ¿sientes, crees que mi cuerpo es diferente al de papá en el sentido humano de la comparación, y no en el de género?, nuestros cuerpos son iguales, ¿no es verdad, y sí verdad que nuestros afectos y emociones son idénticas?, ¿verdad que para decirme tu amor sin palabras tienes que recurrir a caricias?, ¿por qué esas caricias tendrían que ser diferentes a las caricias que dedicas a papá?

Los brazos de mamá se movieron, yo sentía sus estremecimientos, sus ya evidentes jadeos, jadeos que podrían continuar siendo la expresión de sus miedos, pero mi intuición me decía, esos jadeos eran ya, la expresión de su excitación.

Besé casi con un gesto, la oreja de madre, y sentí como sus brazos apresuraban el paso hasta hacer que me envolvieran; luego sentí las manos de mamá replicando la caricia que mis manos hacían en su espalda. Su rostro se juntó al mío y la cadencia de su respiración adquirió un ritmo acelerado.

Vinieron suspiros muy sentidos, muy expresivos, profundos. Su mejilla unida a la mía, se frotaba contra la mía. Enseguida escuché: ella decía con la misma tonalidad y suavidad de mi voz:

«Tienes razón hijita, lo que dices es cierto, es la verdad. He sido una estúpida que ha vivido pendiente del cumplimiento de las normas; bueno, no de todas, por fortuna.

Mira que rechazar las bellas manifestaciones de tu amor, ¡caramba!, no tengo perdón de Dios. Tienes razón cuando dices que nuestros cuerpos son iguales y que solo es un concepto el que seas mi hija.

Recuerdo que cuando eras pequeña, sí tenías un cuerpo diferente por inmaduro, y te besaba con mucho… ardor, con mucho deseo de que sintieras ricos mis besos, además eran besos que se extendían por todo tu cuerpo. Para mi desgracia, y qué bueno que tú lo has superado, cuando tu cuerpo maduró y podría sentir esas caricias mías como la más clara y patente demostración de mi amor, suspendí, tontamente, esos besos tan sentidos que antes te daba.

Y no digamos las caricias, ese ir con mis manos por tu cuerpo me proporcionaba inmenso placer, placer que, otra vez tienes razón, no era solamente un placer emocional, para nada, era placer completamente identificado con lo corpóreo, con las mismas sensaciones que las caricias de tu padre despertaban en mí y que, seguramente, las mías despiertan en él.

Pero no, no se podía continuar porque, ¡Dios mío, qué tontería, porque eras mi hija!. Una vez más tú expresas la verdad. ¿tu cuerpo era otro cuerpo solo porque había crecido?, ¡claro que no!, era el mismo cuerpo, solo que más bello, más lindo, despertaba más la necesidad y el deseo de acariciarlo, de besarlo intensa, pródigamente.

Pero había que suspender esas sublimes manifestaciones del amor porque eras mi hija, además, ¡caramba!, además eras… ¡mujer! – yo besaba tenuemente sus mejillas, su cuello, lamía su oreja, arrojaba mi aliento ardiente a su oído. Sentía la agitación en ascenso y sus manos, rodeándome, me apretaban con cariño y placer – Sí hija, sí, te amo más allá de cualquier consideración de estúpida moral.

Te amo y deseo febrilmente hacértelo sentir con toda mi alma y con todo… ¡mi cuerpo!, te quiero hija, te quiero… ¡y ahora te deseo!, como deseo las caricias de tu padre, los besos de tu padre, el placer de tu padre. – Entonces se separó un tanto de mí, tomó mi cara con sus dos manos, me sonrió arrobada y alegre, viéndome a los ojos con sus ojos brillando de amor, de afecto, de deseo. «Te amo», dijo, para luego besarme con su boca abierta y su lengua penetrando a mi boca.

El beso se prolongó. Cuando nuestras bocas se separaron, ella dijo: ¡Te quiero mi niña, te quiero!, además… te deseo, deseo tus caricias… como caricias de una humana para otra humana, ¿no es así como tú las quieres? Por respuesta la besé con la pasión y el amor puestos en ese beso.

Ya no había reticencia, no había sino manifestaciones de amor en el beso y las lamidas que la lengua de mamá empezó a darme por mi cara y mi cuello. Y sus manos fueron a mis nalgas desnudas, las acariciaron con suavidad, con un hermoso y sentido impulso erótico. La batita ya hacia rato estaba en el piso.

Mis manos hicieron esa misma caricia en las nalgas de mamá y ella jadeo excitada, caliente, deseosa de dar y recibir caricias. «déjame verte», dijo mamá separándose para poder admirar mi cuerpo que ella ya sintió desnudo.

«Eres hermosa, demasiado bella. Y yo que me abstenía de admirarte. Tonta de mi, más que tonta. Deja que te vea, deja tener el placer de ver tu magnífico cuerpo». Jadeaba totalmente excitada. Yo sonreía y realizaba movimientos para dar realce a mi belleza.

«Yo también quiero admirarte, madre», y le quité la ropa con suavidad, con toda la ternura que pude darle a mis acciones para desnudarla. «Eres mucho más bella que yo, madrecita linda» y fui a besarla con pasión, con mucho amor, en tanto mis manos se solazaban acariciando la piel a la que podían llegar. Y nuestros frentes desnudos se frotaron uno contra el otro.

Sus chichis eran una maravilla, una escultura viviente, sus pezones prietos y erguidos eran todo un regodeo de la belleza, sus nalgas se antojaban para lamerlas y admirarlas teniendo el inmenso placer de la vista.

Pero sus pelos del pubis eran en verdad lo más hermoso y sobresaliente de la hermosura de mamá, lindos pelos se arremolinaban sobre lo que debería ser una hermosa vagina, vagina que yo ansiaba conocer, lamer, mamar, sentir con mis dedos y con mi lengua, con mis labios, con toda mi boca y con una de mis chichis, o con las dos. Pero yo deseaba tener los senos preciosos, esculturales de mamá en mis manos, en mi boca.

Mis manos tomaron uno de los senos y lo acariciaron con ternura, con inmenso placer para ella y para mí. Y las manos de mamá se fueron a mis hermosas chichis y las acariciaron deteniéndose mucho, mucho tiempo acariciando mis pezones erguidos y duros como nunca.

Y mamá me jaló de los pezones para poder metérselos a la boca casi simultáneamente. Esa caricia la sentí más excitante y placentera que las que papá me hacía y vaya que papá me mamaba los senos de una manera exquisita.

Yo no quise quedarme sin el placer de mi boca mamando los pechos de mi madre y, sin permitir que la boca de mamá se fuera de mis chichis, tomé uno de sus pezones con mis labios y sentí la gloria, gloria que no podía sentir con mi padre y que ahora era un intenso placer mamar los bellos pechos y los duros pezones de mamá.

Así duramos buen rato amándonos mutuamente las chichis, al tiempo que nuestras manos adquirían movilidad y caminaban por nuestros cuerpos. Las mías fueron las primeras en llegar al hermoso bosque de pelos de mamá. Suspiré y gemí de placer cuando mis manos sintieron la maravilla de esos pelos, y más cuando mis dedos se metieron en la raja anegada.

Luego mi mano acarició toda la concha de mamá sintiendo un placer exquisito y hasta ese momento conocido, percibido en toda su intensidad.

Madre llevó las manos de mis nalgas a mi pucha. Suspiré, jadeé, sollocé de placer, cuando la mano de mamá imitaba a las mías aplastando con cariño y suavidad toda mi pucha, y más cuando los dedos, sabios dedos, se metieron en mi hendidura y empezaron a acariciar los labios grandes, los pequeños, para estacionarse con inmensa sabiduría en mi clítoris. En cuanto sentí el dedo en mi cabecita oculta, tuve mi primer maravilloso y potente orgasmo.

Grité como siempre gritaba mis orgasmos.

Y mamá sollozó de placer y tuvo su propio orgasmo casi sin la participación de mis dedos. Jadeábamos y nuestras bocas y manos se tornaban más agresivas, más deseosas de dar caricias, de llegar a todos los rincones de nuestros cuerpo.

Y eso hice, tratando de acallar mis jadeos por la continuación del orgasmo maravilloso que recorría todo mi cuerpo y daba inmenso placer a mi alma. Y volví a besar la boca de mamá.

Beso que fue respondido con todo el amor y la lujuria de que era portadora mi madre. Luego mis manos se fueron a las nalgas monumentales de mamá, las tomaron desde abajo para subirla, para cargarla y hacerla llegar a la cubierta de la mesa.

Allí la deposité con todo cariño, dejándola de espaldas sobre la mesa. Ella entendió, y abrió sus muslos al máximo al tiempo que retraía sus talones para que su pucha quedara fantásticamente expuesta, abierta, escurriendo jugos que yo ansiaba beber.

Sin dilación, mi boca corrió a hundirse en la laguna que era ya la pucha de mamá. Sorbí los jugos y lamí los pelos negros, hermosos, excitantes de la pucha materna. Luego mis labios aprisionaron los labios verticales de la vulva expuesta y luego los chupé casi con desesperación.

Y madre tuvo otro potente orgasmo que hizo salir demasiado líquidos de su vagina, líquidos que yo continué bebiendo sin saciarme. Y cuando la punta de mi lengua encontró el clítoris enhiesto y lo lamió, mi madre casi convulsiona de placer y sus maravillosos orgasmos.

Pero yo quería sentir ya, la lengua de mamá metida en mi pucha. Y recordé los fantásticos sesenta y nueves que mi padre y yo hacíamos cuando nos mamábamos mutuamente.

Y eso hice. Me trepé a la mesa, recliné a mamá sobre su espalda, abrí los muslos por sobre su cabeza y bajé las nalgas para que la boca de mamá llegara con facilidad a mi pucha deseosa de las caricias de la que yo estaba segura era una sabia lengua para dar placer.

Mis dedos quisieron sentir la laguna de la rendija de mamá, y se metieron, pero se fueron hasta donde pudieron llegar dentro de la vagina.

Y uno de mis dedos chocó con el culo de mamá y mi deseo fue penetrarla como penetraba en el culo de papá.

Y eso hice, deseando que mamá fuera recíproca y me hiciera las mismas penetraciones que yo le hacía.

Cuando sentí que dos de sus dedos se metían a mi vagina, estallé en un nuevo y poderoso orgasmo que me hizo llorar de tanto placer, placer que se prolongó e hizo más potente, cuando uno de los dedos de mamá, mojado en mi pucha, se metió sin consideración ni pérdida de tiempo a mi culo que tanto deseaba una penetración así.

Cuando los dedos de las dos metidos en las puchas y los culos de las dos, se empezaron a mover casi sincrónicamente, los estallidos manifestados en fuertes y estentóreos gritos de placer fantástico llenaron el ambiente y retumbaron por todos los corredores de la selva y acompañaron en su ir y venir a las olas del mar.

Nuestro placer, nuestros orgasmos no cesaban. Nuestra bocas y nuestras lenguas continuaban extasiadas mamando a la otra y los dedos entraban y salían casi con desesperación de los agujeros que invadían.

No se cuanto tiempo y cuantas explosione después, mi madre gritó desesperada pidiéndome que dejara de mamarla, que le permitiera un respiro, que iba a morir si mi lengua continuaba dándole tanto placer.

Yo estaba al borde de pedir lo mismo. Grité un sí madre como no, y me levanté solo para ir a abrazarla, para besarla, para lamer mis jugos y su saliva y para que ella hiciera los mismo, lamidas que dieron como resultado un nuevo, potente y simultaneo orgasmo que no cesó hasta mucho tiempo después de que nuestras bocas, soldadas en un beso interminable, solo emitían jadeos disminuidos de intensidad.

Dormitamos tierna y suavemente abrazadas.

Al despertar, lamí los restos de mis jugos de la boca de mamá. Ella tenía los ojos cerrados y respiraba apaciblemente, con una gran sonrisa en sus labios. «¿Gozaste, mamá?, sé que es una pregunta idiota, pero quisiera que me lo dijeras».

«¡Ay, hija de mi alma y de mis entrañas! ¡Nunca había tenido tanto placer como el que me has dado esta mañana!, tus besos en mi boca, en mis chichis, en mis pelos, en mis nalgas, sobre todo en mi pucha, han sido una maravilla placentera!. He tenido todo el placer al que se puede aspirar, yo creo que el máximo placer que es posible sentir. Ha sido un placer inigualable, incomparable.

Ni siquiera el placer que las caricias de tu padre me dan, han sido, nunca, tan bellas, potentes, portentosas, como las que he sentido con esas amorosas manifestaciones de tu amor. Además, sentir tus chichis tan duras, bellas, erguidas, y esos pezoncitos tan hermosos en mi boca, no se puede comparar con nada, con ningún placer que se pudiera inventar.

Pero más, adentrarme con mi lengua entre tus pelos, sentir tus labios de abajo con mis labios de arriba, y luego sentir las ninfas celestiales, y después ese clítoris tan duro y grande que tienes, me llevaron a experimentar, repito, un placer divino, incomparable.

Y más sintiendo que simultáneamente me mamabas igual que yo te mamaba. ¡Ay, hija!, el placer amoroso que me has dado, es superior al placer que siempre he tenido con los besos y las caricias de tu padre. Incluso puedo decir que ni siquiera las metidas de verga que tu padre me da, me proporcionan tanto placer como tu lengua, tus labios o tus dedos me lo proporcionan.

Y mira que tu padre tiene una verga en verdad buena para coger, grande y dura, gruesa y que me llena la vagina hasta que no puedo tener más de ella adentro. A propósito, ¿ya has sentido una verga en tu vagina? – yo reí alegre, dichosa, sintiendo un enorme placer por el elogio que de la verga de mi padre, hacía mi madre.

«Claro que sí madre, la he sentido muy metida, bueno, solo los huevos se han quedado afuera. Y tienes razón madre, papá tiene una verga maravillosa. Ella irguió la cabeza más que sorprendida, casi escandalizada, para luego estallar en carcajadas. – No lo puedo creer, no puedo concebir que… ya conozcas la verga de papá. ¿Es verdad?, ¿o es solo otra de tus argucias para calentarme de nuevo? – Es la pura verdad, madre. La verga de papá es la primera verga que perfora mi pucha y… me enorgullezco de eso. Papá fue el que me quitó la horrorosa virginidad, otro más de los signos de opresión que casi nos están matando. ¿Te enoja… me haya cogido a papá?, dije un tanto preocupada. – Pero hija de mi alma, puchita de tu madre, ¿cómo puedes pensar que, después de amarnos como se deben de amar todos los humanos, pudiera enojarme que ames a tu padre como me amas a mí?, estoy segura que lo amas con el alma y, por lo que puedo sentir, con todo tu cuerpo, tus chichis y tu pucha, con todas tus nalgas como se decía en mis tiempos.

Estoy segura, y quiero ver que lo besas con esos besos tan hermosos y amorosos que tu boca sabe dar. Y también, seguramente, le mamas la verga cómo a él le gusta y cómo a mí me da más placer mamarla. ¿No te la ha metido por el culo? – preguntó un tanto curiosa y ya excitada. No mamá, no me la ha metido.

Y es que apenas sin tenemos unos cuantos días amándonos como se debe amar. Ni siquiera habíamos pensado en eso… pero ahora, ¡caramba, madre!, que hermosa fantasía has planteado. ¿A ti, ya te la metió por el culo? – ¡Ay, hijita, no, no me la ha metido. En varias ocasiones lo hemos intentado, pero la verga de tu padre es demasiado gruesa y larga y… me duele, me ha dolido mucho cuando lo hemos intentado.

Claro que me pone bien caliente pensar que ese portento de verga me desflore el culo, ¡carajo!, el dolor es insoportable. Y él, tu maravilloso y amoroso padre, se ha negado a lastimarme.

Dice que el amor y la cogida es para dar placer, gusto, gozo, y no dolor. Y tiene razón. Consté que en ocasiones me nalguea de una exquisita manera que a mi me desquicia y me hace estallar en grandiosos orgasmos cuando me estoy viniendo y el me da nalgadas sonoras, fuertes, que me causan poco dolor y sí mucho placer.

¿A ti no te ha dado nalgadas?, bueno, pues la siguiente vez que te lo cojas, pídele nalgadas, verás que yo tengo razón y tendrás grandes y potentes orgasmos. – Pues yo sigo pensando en que quiero que me la meta por el culo. ¿No sentiste mis dedos dentro de tu culo?, porque yo sí sentí los tuyos yendo y viniendo dentro de mi culito.

Sentí hermoso, mucho placer, placer que aumentaba el placer de sentí tu mamada en mi pucha y tus otros dedos dentro de mi vagina. Y claro que le pediré unas sonoras y fuertes nalgadas cuando me esté cogiendo desde atrás y yo en cuatro patas recibiendo su inmensa verga en mi pucha.

Y, pensando, creo que podríamos… dijéramos entrenar a nuestros culos para que reciban esa verga del amor de papá muy dentro de nuestro culo; creo que… (me reí alegremente imaginado lo que pensaba podría ser ese entrenamientos de los culos de mamá y el mío) si cuando te estoy mamando ricamente tu pucha meto mis dedos y los hago que hagan un círculo dentro de tu culo, éste poco a poco se irá dilatando y bien podría irse ampliando hasta que pueda admitir esa verga que tanto queremos y que tanto nos hace gozar. ¿No crees que es factible que tu culo se dilate hasta soportar todo ese grueso leño de papá? -.¡ay hija de mi alma!, que cosas dices.

Mira, ya estoy caliente… ¡mama mi pucha, hija, quiero que me mames! – y jaló sin consideración mi cabeza para meterla entre sus muslos. Yo también estaba caliente, aunque no tanto como mamá.

En cuanto sentí el olor super excitante de la pucha de pelos negros de mamá, me puse tan caliente como ella. Y así volvimos al fabuloso 69 que nos permite mamarnos mutuamente con todo el placer que eso agrega a las propias mamadas.

Y entonces empecé a meter un dedo que primero lamí, luego lo metí a la pucha de mamá, y después lo metí al culo cerrado y duro de mi madre. Y sentí que ella hacía lo mismo, además de mamarme con esa exquisita sabiduría de mamadora, metía su dedo en mi culito y dos más en mi pucha.

Conforme mi dedo circulaba el culo de mamá, se iba aflojando el esfínter y mi dedo tenía menor resistencia y mayor placer, placer que se me transmitía hasta mi coño, hasta mi clítoris que la lengua de mamá lamía como gran experta en la mamada.

Cuando estallamos en tremendos orgasmos, estos se continuaron con el movimiento de los dedos de ella y el mío, dentro de nuestros respectivos culos, culos que ya pudieron admitir dos dedos y que, cuando nuestros orgasmos interminables llegaban a inundar totalmente nuestro ser, fueron tres los dedos que enterramos en cada uno de los culos, culos que gozaban ya sin la necesidad de sentir las caricias de las lenguas.

Entonces comprendí todo el potencial del culo para hacernos gozar teniendo una verga dentro de él.

Fue mamá la que de nuevo no pudo más y pidió, a gritos destemplados, que sacara mis dedos, y no porque me duela o me estés haciendo daño, sino porque ya no puedo seguir gozando más, dijo entre sollozos de placer y gritos de gozo. Entonces chupé los dedos que se habían metido en mi culo, caricia que hizo estallar nuevamente a mamá porque, dijo, sentí esa caricia como una manifestación casi extrema del amor que me tienes.

Y ella a su vez lamió mis dedos que habían dilatado su culo y que le habían dado inmenso placer, y yo tuve las misma sensación de amor cuando sentía la lengua de mamá lamiendo los restos salidos de su culo.

Dejé los muslos de mamá, para ir a anidarme entre las bellas chichis, chupando lenta y tiernamente uno de los preciosos y querendones pezones.

Cuando nuestras respiraciones recobraron la calma y el ritmo pausado, mamá pegó un brinco que casi la hace caer de la mesa.

«Tu padre está por llegar», dijo llena de angustia. Yo la besé con ternura, me reí, toqué con cariño sus pezones que tanto admiraba, que tanto me gustaban y que tanto placer me daba ver, oler, chupar y mamar. «Tranquila madre, no hay porqué angustiarse. Total, si llega mientras seguimos descansando nuestro tremendo y amoroso placer, pues simplemente que se sume y también se suba a la mesa.

No sé si cabemos los tres, si no, pues que él vea la forma de acomodarse, porque yo, madre, no quiero que este sublime momento en que hemos conocido todo el amor y todo el placer que nos podemos dar, se termine, cese, nada de eso; quiero, deseo ardientemente que el momento se prolongue lo más posible.

Lástima que el tiempo no pueda ser detenido, porque si eso fuera posible, hace muchos minutos que ya lo hubiera detenido».

«Tienes, de nueva cuenta, toda la razón. Ven, bésame hasta que me hagas gozar con tu lengua en mi boca, conste, solo tu boca y tu lengua en mi boca con mi lengua como anfitriona. Y nos besamos.

Dormitábamos gozando nuestras lenguas en continuo movimiento dentro de la otra boca, cuando llegó papá.