El verano de ese año fue especialmente caluroso, aunque la sombra de los árboles que poblaban el patio de nuestra casa quinta nos brindaba unas tardes de siestas bajo la parra o la higuera que nos aislaban tanto de la temperatura ambiente como de la actividad reinante en las calles.
En esa época vivíamos en esa casa mi madre, separada desde hacía unos cinco años, y mis dos hermanas mayores, Claudia y Teresa.
Al lado nuestro vivía Patricia, una bella mujer de 30 años, casada hacia poco, de cabello rubio, ojos chispeantes y sonrisa siempre presente en sus labios finos y carnosos.
Tenía un cuerpo escultural, que hacía resaltar con unos pantalones apretados que dibujaban los bellos contornos de sus piernas largas y bien formadas y de su trasero parado que al verla de perfil parecía aún más enhiesto.
Sus senos eran fuera de serie: siempre altivos, insinuando una dureza que invitaba a apretarlos. Ella estaba consciente de lo hermoso de su busto, que resaltaba con unas blusas tan apegadas a su cuerpo como los pantalones a sus piernas.
Y por encima del escote se insinuaban dos masas que pugnaban por salir a la libertad, lo que hacía difícil apartar la vista de ellos. y Patricia lucía sus senos con una naturalidad que la hacía más apetecible aún.
Aun cuando desde el primer momento me sentí atraído por los encantos de nuestra vecina, cosa que estaba seguro ella había captado, nunca tuvo un gesto, una mirada o una palabra de denotara molestia o complacencia. Su actitud en todo momento era abierta, alegre, sin dejo de segundas intenciones.
Yo había cumplido recién los 18 años y siempre que ella venía a nuestra casa, cosa que sucedía casi todas las tardes, buscaba cualquier pretexto para estar cerca de donde ella se encontrara, con mi madre o alguna de mis hermanas mayores.
Ellas acostumbraban a conversar en el living de la casa, mientras yo me dedicaba a revisar discos, resolver puzzles o leer, por lo general tirado en el suelo, aparentando que estaba sumido en mis cosas, pero pendiente de Patricia, de sus gestos, de sus piernas, de su risa, de sus palabras.
Todo no habría pasado de ser una atracción juvenil sin mayores consecuencias posteriores si no hubiese sido por el hecho de que un día Patricia empezó a ir con minifalda, aduciendo para ello que el calor era mucho para usar pantalones. Al ver por primera vez sus piernas libres del encierro de los pantalones, casi pierdo el aliento: eran llenitas aunque no gordas, delgadas aunque no flacas. tenían lo justo que deben tener unas piernas para despertar los apetitos de un hombre. Y sus muslos insinuaban una región que invitaba a conocerla, con curvas que presagiaban placeres sin límites y que despertaron mis mayores fantasías.
La tarde en que sucedieron los hechos que motivan este relato la conversación se había centrado en la minifalda de Patricia y en lo bien que le sentaba, por lo que mis miradas ardientes a sus bellas y deseadas piernas pasaron desapercibidas a mis hermanas, aunque no a mi vecina, que en un momento dado me miró con una mirada que me dejó helado, pues me clavó sus verdes ojos intensamente, calladamente. No sabía si estaba molesta, curiosa o halagada por el deseo que reflejaban mis miradas a sus piernas, lo cierto es que me miró durante unos segundos que se me hicieron eternos y que me turbaron completamente, lo que me obligó a desviar mi mirada mientras mi rostro se cubría de un rosado intenso, producto más de la vergüenza que del calor ambiente.
No podía seguir cerca de ellas, pues la mirada de Patricia me había desarmado completamente y sabía que ahora estaba advertida de que era objeto de mis deseos. ¡que duda podría caber después de que me sorprendió viendo sus piernas con la mirada de lujuria que tenía cuando clavó sus ojos en mí!
Me fui apresuradamente del lado de las mujeres y esa tarde la pasé bajo la parra, acostado en la hamaca, sin dejar de pensar en las piernas de Patricia, en sus muslos tentadores, que invitaban a tocarlos y a recorrerlos hasta alcanzar el tesoro que se escondía al final de sus piernas. Me imaginaba que usaba bikinis blancos y que estos protegían una mata de pelos abundantes y rizados y una grieta de labios gruesos, rosados, frescos y húmedos.
Muy luego estaba recorriendo con mi imaginación ese par de columnas, que se abrían a mis caricias, hasta alcanzar la anhelada meta, húmeda de deseo. En tanto exploraba el precioso bulto, mis labios besaban sus senos por sobre la blusa, provocando suspiros de deseo por parte de Patricia.
Mientras mi imaginación lograba todo lo que deseaba de mi complaciente vecina, mi mano se internaba en mi pantalón para intentar un alivio a mi instrumento viril.
Un ruido de voces y pasos interrumpió mi fantasía y tuve que retirar apresuradamente mi mano del interior de mi pantalón y me acomodé lo mejor que pude para ocultar mi estado de excitación. Las que llegaban eran Patricia y mi hermana Claudia, enfrascadas en animada conversación, que interrumpieron cuando se dieron cuenta de mi presencia. una mirada de mi hermana me dio a entender que mis afanes de ocultar mis actividades solitarias no habían tenido todo el éxito que yo esperaba, lo que me llenó de vergüenza, pues mi erección era evidente. Patricia pareció no darse cuenta, pues siguió conversando con mi hermana como si nada pasara.
Ellas se retiraron a otro rincón del huerto, dejándome solo y frustrado, ya que ni me había satisfecho ni había logrado ocultar mi lujuria a los ojos de Claudia. Al rato me llegaron las risas ahogadas de ambas compartiendo quizás que secreto.
Algunas horas después, cuando Patricia ya se había retirado a su casa a esperar la llegada de su esposo del trabajo, yo continuaba en la hamaca, rumiando mi rabia y frustración por el papelón hecho, que me había puesto en evidencia primero con Patricia y después con mi hermana Claudia. Me levanté dispuesto a entrar a la casa cuando un ruido llamó mi atención. Me dirigí al lugar de donde me parecía que venía el sonido, que era una higuera ubicada al fondo del huerto, a la cual era difícil llegar, por lo escondida que estaba.
En la semi penumbra del atardecer pude distinguir a mi hermana Claudia sentada en el suelo y apoyando la espalda contra el tronco de la higuera, con la cabeza levantada y sus ojos cerrados, en tanto una de sus manos desaparecía entre los pliegues de su falda y se movía frenéticamente. Su otra mano se había perdido por el escote de su blusa y masajeaba uno de sus senos, al mismo compás del ritmo de las caricias bajo su falda. El ruido que había escuchado eran los suspiros de mi hermanita que subían de tono en la medida que aumentaba el ritmo de su masaje entre sus piernas.
La sorpresa de sorprender a Claudia masturbándose pronto fue cambiada por el deseo que me provocó ver sus piernas al aire y uno de sus senos que se mostraba impúdico fuera de su prisión, mientras los suspiros se hacían cada vez más profundos y el masaje más frenético.
Claudia, de 20 años, era una mujer muy bien formada y sus piernas eran dignas de ser admiradas, al igual que sus senos, los que tenía ante mi vista para poder opinar con sobrado conocimiento. Sin darme cuenta, mi instrumento había alcanzado una dimensión de proporciones. Cuando sentí la molestia que me producía la presión de mi pene en el pantalón, pugnando por salir, casi como en éxtasis lo saqué y empecé a darle masajes lentos, profundos, intensos, mientras devoraba con la vista el paisaje que mi hermana me ofrecía.
Con la vista fija en las piernas de Claudia, intentando ver lo que ocultaba al final de las mismas, seguí masturbándome lentamente, como haciendo durar lo más posible el gozo que me estaba dando el espectáculo y el masaje de mi hermana. De pronto mi hermana dejó de masajearse y al subir la vista desde sus piernas a su rostro me encuentro con su mirada puesta en mi instrumento. No había sorpresa en sus ojos, solamente deseo, de eso estaba seguro. Me miró fijamente, con la boca semi abierta y su lengua asomándose, como si estuviera lamiéndose de deseo. La miré esperando algún gesto de parte de ella y ella asintió, invitándome con sus ojos mientras se recostaba en el suelo con una sonrisa en los labios.
Me acerqué y puse mi mano donde ella la había tenido recién, encontrando el lugar húmedo de deseo. No encontré ninguna prenda intima que se interpusiera en el camino de mis deseos, por lo que abrí sus piernas y poniéndome encima de ella le puse mi verga a la entrada de su vagina, sin atreverme a penetrarla. Entonces Claudia se aferró a mis nalgas, subiendo las piernas, apretándolas tras mi espalda, y me atrajo mientras subía su cuerpo, logrando que mi instrumento la penetrara hasta la mitad.
Un suspiro prolongado me indicó que ella estaba feliz con mi herramienta en su interior, por lo que terminé de hundirle mi cosa hasta el fondo, para a continuación dedicarme a meterla y sacarla repetidamente, hasta que ella logró un orgasmo prolongado que fue seguido inmediatamente por otro mío.
Me quedé con mi verga hundida en la entrada de su gruta, intentando recuperar el aliento, en tanto ella suspiraba quedo y seguía aferrada a mis nalgas, con los pies cruzados sobre mi espalda y mirándome profundamente a los ojos. Al cabo de un rato, cuando nuestras respiraciones se aquietaron, empezó a moverse lentamente, en forma circular, mientras me besaba el cuello con un beso largo y quedo, suave e intenso. Empecé a moverme nuevamente en el interior de mi hermanita, ahora más calmadamente, con la intención de disfrutar mejor el incesto.
Pero Claudia tenía otros planes, pues demasiado pronto para mi gusto aumentó el ritmo de sus movimientos y los fue acelerando en tanto daba grititos callados
«Más, más, más»
Me besaba el cuello dejándome manchas rojas en el mismo. Pronto sus grititos cambiaron y aumentaron de volumen.
«Rico, m’hijito, rico, ¡ yaaaaaa! «
Y terminó acabando intensamente mientras se apretaba a mi hundiendo sus uñas en mis costados.
«Qué rico, m’hijito, qué riiiiiiicooooo»
Las expresiones de mi hermana me excitaron a tal punto que no pude contenerme y sentí que el torrente de vida que había en mi interior pugnaba por salir y derramarse en su interior, cosa que sucedió cuando se apagaban los quejidos de gozo de Claudia. Me hundí en ella con todo mi cuerpo y acabé mientras mi rostro se perdía entre los senos de mi hermanita.
» Ya, m’hijita, ya, ahí va. riiiiicooooo. ¡yaaaaaa! «
Y ahí quedamos ambos, fundidos en un abrazo, sudorosos y agotados, pero expectantes por lo que ahora vendría, cuando debiéramos mirarnos a los ojos una vez pasado el momento de lujuria e incesto. No soporté la espera y me levanté un poco para mirar a mi hermana a los ojos. Le dije «¿qué me dices?», esperando una escena de llanto de su parte que disfrazara el momento de debilidad que había tenido, pero, para mi sorpresa, respondió: «estuvo exquisito, ¿no crees?».
«¿No estas arrepentida?»
«No, para nada. al contrario»
«Eres rica, me hiciste gozar como loco»
«Tú también. tienes un instrumento rico»
«¿Te gustó?»
«Me gustó desde que te ví masturbándote»
«¿Me viste?»
«Si. Entonces supe que debíamos hacerlo»
«¿Te estabas masturbando pensando en mí?»
«Si y no»
«¿Como?»
«Tenía que llamar tu atención hacia donde yo estaba y lograr que te excitaras. por eso me estaba masajeando mi cosita, para que me vieras y te calentaras, pero me dejé llevar por el entusiasmo»
«Bandida!»
«Pero dio resultado, ¿no?»
Y diciendo esto último, mi hermanita se aferró a mi instrumento y empezó a darle masajes, moviendo el cuero lentamente de adelante hacia atrás, con una destreza que denotaba su experiencia en estas lides. Con su mano libre tomó mis bolas, que acarició suavemente, llevándome a un nivel de excitación increíble. Cuando mi verga alcanzó dimensiones respetables, me hizo sentar a su lado y se inclinó para llevar mi pedazo de carne la a su boca, el que tragó completamente, moviendo sus labios en toda la extensión de mi barra, para terminar chupando acompasadamente hasta lograr su objetivo. Mi esperma salió rauda y la inundó completamente, pero ella se apresuró a tragar todo lo posible de mis líquidos, hasta dejar mi herramienta completamente limpia.
Cuando logré recuperarme algo, abrí sus piernas y me situé entre ellas de manera de alcanzar su gruta de amor, que empecé a besar suavemente, para ir intensificando el ritmo de mis caricias, hasta introducir mi lengua en busca de su clítoris, que alcancé justo cuando mi hermanita estiraba sus piernas al aire, arqueaba su espalda y me llenaba la cara con sus jugos vaginales, entre suspiros de desahogo.
La vagina de mi hermana aún goteaba su precioso liquido cuando nuevamente me subí sobre ella y le ensarté mi espada, dedicándonos a continuación a movernos ambos en silencio un largo rato, dedicados a lograr nuestra propia satisfacción, como si el otro no existiera, satisfacción que queríamos hacer durar lo más posible. Ese mismo silencio y la dedicación que cada uno ponía en moverse rítmicamente, suavemente, nos hizo excitarnos a límites increíbles y pronto estábamos galopando desenfrenadamente al otro, con el cuerpo sudoroso y apretándonos a los costados, hundiendo nuestras uñas en el cuerpo del otro, emitiendo quejidos de placer.
De pronto nos llegó el orgasmo casi al unísono y nos apretamos, nos hundimos uno en el otro, como queriendo fundir nuestros cuerpos, mientras nos regalábamos nuestros jugos en un intercambio de placer que agotó nuestras fuerzas. y acabamos entre besos, mordiscos y promesas de amor y deseo.
«¿Te parece que volvamos a hacerlo mañana, a la misma hora, aquí mismo?»
Le dije cuando hube recuperado el aliento, a lo que ella respondió afirmativamente y dándome un beso apasionado, metiendo su lengua en mi boca, se despidió rápidamente para perderse en las sombras de la noche que caía.
Me quedé cavilando sobre lo sucedido: empecé masturbándome a nombre de la vecina Patricia y terminé en los ardientes brazos de mi hermana Claudia.
Lo que no sabía en ese momento era que esta historia tendría vueltas inesperadas, que colmarían todos mis deseos.