Teresa entra en el baño principal. La bañera sigue manchada de rojo oscuro, costras secas sobre el esmalte. Baja a la cocina. Llena dos cubos con agua limpia. Busca trapos, cepillos. Se desnuda en el baño de invitados, en la planta baja.
El agua fría del cubo la golpea erizándole la piel. Empapa el trapo. Frota. La tela áspera raspa sus muslos, su vientre, sus pechos. La piel se pone roja, hasta que duele. No cede. El dolor se transforma. Un calor repentino le sube por el vientre, irradiando hacia sus extremidades. Las palabras del Padre Thomas retumban en su cabeza: «Escuche a su sangre».
Raspa con más fuerza sobre la punta de sus pechos. El trapo baja. Raspa su pubis. La fricción, brutal, enciende una chispa. Sus piernas fallan. Se apoya contra el lavabo, jadeando.
De pronto un sonido la congela. Arriba. Un arrastre lento y pesado, sobre el techo. El ático. Teresa suelta el trapo.
Se envuelve en un solero ligero de algodón que ha dejado en el perchero. Sube la escalera principal descalza, siguiendo el sonido. Llega a la pequeña puerta cuadrada en el techo del pasillo. Tira del cordón. La trampilla baja, desplegando la escalera plegable. Sube.
El calor allí arriba es sólido. Una pared de aire estancado. Oscuridad. Tantea buscando la cuerda de la luz. La encuentra. Una bombilla desnuda parpadea, arrojando sombras largas y nerviosas sobre las vigas.
Montañas de muebles cubiertos con sábanas blancas. Espectros de un pasado olvidado. Un baúl militar. Cajas de madera clavadas. Teresa avanza. Las tablas del suelo crujen bajo sus pies descalzos. El polvo se le pega al sudor de las piernas.
Al fondo, una forma alta, cubierta por una lona. El arrastre ha cesado. Pero la presencia sigue allí. Pesada. Eléctrica.
Teresa extiende la mano. Toca la tela. Tira. La lona cae levantando una nube de polvo.
Un espejo. Alto, ovalado, basculante. El marco de madera oscura está tallado con formas que el ojo rechaza seguir: vides que parecen serpientes, frutas que parecen tumores. El cristal, manchado por el tiempo, refleja la bombilla y a ella.
Se mira. El pelo rubio, revuelto, salvaje. El solero blanco, casi transparente por el sudor, se pega a sus curvas. La piel enrojecida por su propia fricción brilla bajo la luz tenue. El calor de la entrepierna regresa. Urgente. Imperativo.
Sus dedos trazan el marco de madera. La otra mano, con voluntad propia, sube por su muslo, levantando la falda ligera. Abre las piernas frente al cristal. Sus dedos se hunden en la humedad. Echa la cabeza hacia atrás. Un gemido se le escapa, ronco.
Abre los ojos. En el espejo, detrás de ella, hay alguien.
Un hombre. Alto. Vestido de negro, con ropas antiguas y sombrero de ala ancha. Una sonrisa se adivina detrás de las sombras. Dientes blancos, feroces. El terror se confunde con la necesidad y siente un espasmo violento. El vestido se desliza de sus hombros, cae al suelo como si manos invisibles se lo hubieran arrancado.
El deseo fagocita su consciencia. Sus dedos se mueven con desesperación, castigando su intimidad. Siente manos fantasmas en sus pechos, pellizcando, retorciendo. Dolor y placer fundidos en una sola descarga.
Cae de rodillas sobre las tablas polvorientas. Se arquea. Sus ojos buscan al hombre en el espejo. Imploran por el éxtasis liberador.
—Tómame —susurra.
(Nota de la Autora): Lo que Teresa está viendo en el espejo es solo el principio de su descenso. La novela completa, «MACHO CABRÍO de Karina Fernandez», contiene las escenas que no pueden publicarse en este sitio web por su extensión, naturaleza explícita y oscura. Intentaré subir algunas otras partes, pero como regalo a mis queridos lectores de todorelatos he liberado el libro para descarga GRATUITA en Amzn Kndle, únicamente los días 18 y 19 de Diciembre. Sean bienvenidos a descubrir el horror y la perversión de Black River.
Pero la respuesta no viene de la oscuridad. El espejo parpadea.
Los ojos de Teresa, inconscientes del movimiento frenético de sus dedos, se vuelven al cristal buscando al hombre que desea. El espejo le devuelve una imagen nítida.
No es la del hombre misterioso con sombrero de ala ancha y sonrisa maléfica. Es Michael. Su hijo. Está parado en la puerta, observándola.
Teresa quiere girarse, comprobar si es real. Pero el deseo es más intenso. Prefiere la duda. Prefiere la imagen en el cristal. El deseo por aquel hombre antiguo se desvanece y toda su voluntad ahora está puesta en la figura del joven que la mira.
Se mueve con desesperación. Abre más las piernas y los labios dejando expuesta su rosada intimidad. Implora que su hijo sea testigo de ese acto privado y vergonzoso. Su corazón suplica ser vista por él, mientras se precipita hacia el abismo.
«Mírame. Mírame».
La pierna, herida horas antes, vuelve a sangrar. Un hilo rojo tiñe su muslo blanco. El recuerdo del pasado la excita. Gime. El orgasmo la golpea, una contracción violenta que la deja sin aire.
Se derrumba, temblando, sobre un viejo pentagrama de tiza dibujado sobre la madera.