La dicha eterna I
Guillermo nació en un hogar de lujo y ya había cumplido los 17 años.
Tenía una hermana, Rocío, 3 años mayor que él, y que estudiaba en la Universidad, en Europa.
Era una joven hermosa, alta, de cuerpo esbelto, desinhibida, excitante, en honor a la cual muchas veces se había masturbado y a la que continuamente trataba de espiar cuando estaba en casa.
Era, en fin, su hermana del alma, con la que había perdido la virginidad una noche en que ella lo sorprendió con la verga dura y caliente en la mano, pajeándose con violencia, con los ojos cerrados y murmurando su nombre.
Su padre era un exitoso ejecutivo de una importante compañía extranjera, el cual, además de la fabulosa herencia que le dejó su padre, había sabido incrementar el patrimonio con unas no menos fabulosas transacciones financieras que, aunque casi rayaban la ilegalidad, lo habían convertido en un hombre tremendamente rico.
Su madre, hija de una familia de la alta aristocracia, era una mujer hermosa, educada, inteligente, a través del matrimonio de la cual su familia pudo resarcirse de los años de derroche y ostentación que casi la tenían en la ruina.
Así pues, tenemos una familia modelo, rica, pudiente, donde la madre de Guillermo era todo amor y su padre, aunque severo, complaciente.
Claro, está era la fachada, porque en realidad, su madre se había convertido en adicta al alcohol cuando descubrió que su esposo prefería acostarse con las criadas y frecuentar burdeles de alto rango. Incluso, cierta vez, como venganza, ella se acostó con el chofer, un enorme negro con un falo descomunal, que la hizo gritar a todo pulmón cuando la penetró analmente.
Tales fueron los gritos que Guillermo, que se encontraba follando con la nueva sirvienta (era igual a su padre en los gustos), salió corriendo y al abrir la puerta de la alcoba materna, se encontró a su madre en cuatro patas sobre la cama, con la boca abierta, tratando de coger aire, mientras José, el chofer, la sujetaba por las caderas y la embestía con toda su fuerza.
Guillermo, con la verga colgando aún, no pudo evitar excitarse con el cuadro y, viendo que la criada no lo había seguido, no encontró hueco mejor para meterla que la boca de su madre, la cual, ya repuesta del dolor inicial, aceptó callada la intrusión de la verga de su hijo hasta lo más profundo de su garganta, donde, después de sucesivas entradas y salidas, y sintiendo en su polla los empujes del negro culeando a su madre, se corrió abundantemente, obligándola a tragarse todo su semen.
Después de este primer contacto sexual con su madre, Guillermo se volvió adicto al sexo filial.
Cada vez que le venía en ganas, buscaba a su madre, la desnudaba y la follaba incansablemente.
Debo aclarar que su madre también disfrutaba de esos momentos, sintiéndose penetrada por todos sus agujeros, regodeándose con la verga de su hijo mientras disparaba sus salvas de semen en su cara, en su pecho, saboreando su sabor, deleitándose con el hijo, ya que el padre no le hacía ningún caso.
Pero la situación se fue tornando cada día más y más íntima, erótica, amorosa. Madre e hijo disfrutaban compartiendo hermosos momentos de placer y cariño.
Guillermo había sido hasta ese instante un follador loco, sin plan ni concierto, sin embargo, su madre lo fue adentrando en las artes amatorias.
Le enseñó cómo excitar a una mujer solamente con caricias, besando en los lugares precisos, tanteando hasta encontrar el punto donde más efectiva era la caricia, donde provocaba que el cuerpo de la mujer temblara de deseo.
Le enseñó cómo chupar una concha, convirtiendo su lengua en algo con vida propia, capaz de lograr orgasmos alucinantes mientras jugaba con su clítoris o abriendo sus labios vaginales y tratando de entrar en su vagina encharcada y palpitante.
Le mostró como debía succionar y morder suavemente el clítoris, atrapándolo con los labios y tirando de él, haciendo que creciese y se enrojeciese por la violenta circulación de la sangre, haciéndolo más sensible al toque de sus dedos.
Nunca más volvió a coger con el chofer, que con su verga enorme la había sodomizado de forma brutal por primera vez en su vida.
A partir de aquel día su culo fue única y exclusivamente para su hijo.
Se derretía mientras éste se lo chupaba con fruición, provocando sucesivas contracciones que lo hacían abrirse y cerrarse alternativamente.
Lo convirtió en un experto en dilatar anos, primero con la lengua, lubricándolo, después con los dedos, primero uno, despacio, hasta los nudillos, moviéndolo circularmente, después otro y otro más, así hasta tener cuatro dedos enterrados en su culo que, ya totalmente dilatado, estaba listo para recibir la candente barra de carne que el hijo mostraba erecta entre sus piernas.
Guillermo entonces se ubicaba tras ella y sujetando sus caderas la iba penetrando lenta pero inexorablemente, hasta que sus huevos chocaban con la materna concha, totalmente empapada.
Los gemidos llenaban entonces el ambiente, el olor a sexo se volvía penetrante, absoluto. La cargada atmósfera los llevaba a aumentar el ritmo hasta que se convertía en una danza loca, sin frenos, donde la verga entraba y salía de su culo con potencia, caliente, dura como hierro, llegando a sus entrañas.
Hasta que ambos estallaban en un orgasmo tremendo, único, pletórico de gritos y de expresiones de amor.
Y Guillermo llenaba los intestinos de su madre con su semen que brotaba a borbotones incontenibles.
Cuando la verga perdía dureza y por sí sola salía del culo de su madre, ella se acostaba sobre la espalda, abría las piernas y las recogía sobre su cuerpo, dejando la concha y el culo totalmente expuestos para su hijo, que miraba alucinado como ella misma se introducía los dedos en el culo, sacando de su interior la leche que sólo minutos antes su hijo había depositado, empapándose los dedos de ella, para llevarlos a su boca y saborearlos, deleitándose con el sabor masculino, regando el semen por toda su cara, totalmente fuera de sí, mientras con la otra mano se masturbaba como loca, hasta explotar nuevamente, dejando salir de su concha sus preciosos jugos, jugos que Guillermo se apresuraba a sorber con pasión.
Sin embargo, Guillermo no sólo cogía con su madre, pues el gusto por las sirvientas no lo había perdido.
Es más, en muchas ocasiones provocó tórridos encuentros entre alguna de las muchachas de la servidumbre, su madre y él.
Todo empezó una tarde en que estaba follando con una criada y su madre se asomó al cuarto.
Se quedó en la puerta, observando como su hijo se había convertido ya en un experto, viendo como gozaba la criada, como iba de un orgasmo a otro mientras Guillermo contenía perfectamente su eyaculación, logrando que la mujer gozase a máximo.
La situación empezaba a calentarla, era inevitable.
Sin darse cuenta llevó una de sus manos a su entrepierna y comenzó a masturbarse, mientras con la otra estrujaba sus senos hinchados de deseo.
El hijo se dio cuenta de la presencia de su madre y saliendo de la criada se levantó de la cama y fue hasta ella.
La criada miraba atónita como Guillermo se prendía de uno de los senos de su madre y chupaba con fuerza y dedicación, mientras ésta gemía y apretaba la cabeza contra su pecho, sin sacar su mano de la concha. Guillermo, con delicadeza, llevó a su madre hasta la cama, la desnudó por completo, y la acostó.
La criada no pudo menos que relamerse los labios ante la concha abierta y jugosa que se ofrecía como un fruto prohibido y deseado.
Sin pensarlo dos veces se abalanzó sobre la señora y comenzó a chupar su clítoris, de una forma tierna, que nada tenía que ver con el desespero que la invadía.
Guillermo, intrigado por saber hasta donde llegaría aquello, se apartó y se sentó a un lado, mirando todo lo que sucedía.
Su madre se apretaba los senos y gemía al mismo ritmo con que los labios de la criada succionaban su clítoris, mientras con unos dedos traviesos hurgaban en su vagina, palpando sus húmedas paredes.
Las piernas de la señora se abrían y cerraban a medida que sentía que llegaba el orgasmo, hasta que finalmente se cerraron, reteniendo aquella boca que tanto placer le estaba proporcionando, aquella boca que la hacía estremecerse y convulsionar en medio del más maravilloso orgasmo que jamás sintiese.
Extenuada de tanto placer recibido, se abandonó sobre la cama.
La criada, poco a poco reptó sobre su cuerpo, hasta que las bocas quedaron una sobre la otra, y se entregaron al más apasionado beso, mientras las manos acariciaban todo lo acariciable.
Guillermo creyó llegado su turno de gozar con su madre, y colocándose entre las piernas abiertas de las dos mujeres, comenzó a penetrarla.
Los gemidos de su madre le indicaron lo bien que lo estaba haciendo, y continuó bombeando, al tiempo que metía uno de sus dedos en el ano de la criada, que movía las caderas al ritmo de la follada que le estaba propinando a su nueva amante.
Lentamente, con mucho cuidado, fue subiendo por el cuerpo de la señora hasta que su concha quedó sobre la boca de ésta, que sacó la lengua, ávida de probar los jugos femeninos por primera vez.
La criada subía y bajaba, haciendo que la lengua entrase y saliese de su vagina, y cada vez que subía, de su concha fluían más y más jugos, para deleite de la señora, que los recibía ansiosa, con la boca abierta, mientras Guillermo metía y sacaba su verga dura de la concha hinchada y abierta.
Llegaron al orgasmo al mismo tiempo, como si hubiesen estado sincronizados.
A los gritos de placer de la criada se unieron los de su señora, y poco después los de Guillermo, que no paraba de soltar semen y más semen en la concha materna, aquella por donde salió al mundo.
Al terminar, la criada se dedicó a lamer la vagina que chorreaba leche, la cual se escurría hasta el ano, y de allí también la tomó, embarrándose toda la cara.
La madre de Guillermo la trajo hacía sí y con lengua la limpió, para después dedicarse ambas a limpiar al joven, que comprendió que a partir de ese instante las cosas serían mucho mejores.
De esta forma, desenfrenada y sin regla alguna, transcurría la vida en la mansión.
Hubo noches en que, mientras el padre de Guillermo regalaba a alguna criada con una excitante mamada, la madre yacía sobre su hijo empalada hasta los huevos, mientras otra de las sirvientas, una joven mulata de ojos libidinosos, se aplicaba con ahínco en su clítoris, haciéndola gemir de pasión, extrayendo de sus entrañas los jugos que disfrutaba con placer.
El clímax de aquella situación llegó una noche calurosa de verano.
El padre de Guillermo, después de haberse follado a una de las sirvientas, como hacía cada noche, decidió, como una excepción, pasar por la habitación matrimonial.
Al abrir la puerta se quedó perplejo, estupefacto.
Su esposa, a la que hacía mucho que no cogía, lamía afanosamente la abierta concha de su amante-criada, mientras los dedos de una de sus manos se perdían en aquella gruta que rezumaba las mieles del placer.
El culo en pompa de su esposa, la criada acostada toda despatarrada, apretándose con fuerza los senos, los gemidos y jadeos de ambas, todo junto, era algo que podía levantar al más muerto de los muertos y él, en honor a la verdad, no era para nada un difunto.
Su verga rápidamente se puso dura, a pesar de la reciente cogida, y sin pensarlo dos veces la sacó y comenzó a masturbarse.
Las mujeres, ajenas por completo a su presencia, estaban cercanas al orgasmo, sus gemidos y palabras de amor iban subiendo de tono, tal y como crecían los deseos en el padre de Guillermo, el cual no pudo soportar más la visión del erotizante espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
Se acercó a la cama y sin dar tiempo a que ellas hiciesen algo, introdujo su polla en la boca semiabierta de la criada.
A pesar de la sorpresa inicial, ambas comprendieron que no podía parar, era mucho el placer que estaban sintiendo como para detenerse en ese momento.
Así pues, la esposa siguió chupando la encharcada concha, sus dedos siguieron entrando y saliendo de la caliente vagina, su otra mano continuó frotando desesperadamente su clítoris y el esposo, jadeando de placer, disfrutaba de la tremenda mamada que le estaban propinando.
Ninguno se dio cuenta cuando Guillermo entró en el cuarto y cuando lo hicieron, ni siquiera se inmutaron, continuaron gozando como lo habían hecho hasta ese instante.
Sólo la madre gimió un poco más fuerte cuando el hijo le cavó la verga en el culo profundamente, sin miramientos.
Padre e hijo se quedaron mirando a los ojos y lentamente una sonrisa afloró en los labios de ambos, casi al mismo tiempo en que todos, al unísono, comenzaban a correrse.
Guillermo, henchido de deseo, se aferraba a las blancas nalgas de su madre, mientras soltaba chorros de semen que llenaban sus intestinos.
Su madre se estremecía sintiendo a su hijo vaciarse en su interior, apretando con los dedos su clítoris, gritando desesperada el hermoso orgasmos que estaba disfrutando, metiendo y sacando desenfrenadamente su mano en la vagina de la criada.
Esta última, como la boca repleta por la verga del padre de Guillermo, a duras penas soportaba como éste derramaba todo su semen en su garganta, el cual trataba de tragar, aunque parte del mismo se escurría por la comisura de los labios.
Su cuerpo convulsionaba como violentos movimientos de cadera, enterrándose casi por completo la mano de su ama.
Finalmente, el dueño de la casa empujaba y empujaba con fuerza su verga dentro de la boca que tan calurosamente la había acogido, dejando dentro de ella los restos de semen que aún contenía sus huevos.
Poco a poco, todos se fueron calmando. Guillermo, cuya polla había perdido parte de su dureza, se retiró del culo abierto y chorreante su madre, y quedó callado, contemplando cómo ambas mujeres se entregaban a un lujurioso beso, saboreando el semen paterno, acariciándose todo el cuerpo como despedida después de tan placentero encuentro.
El padre de Guillermo se retiró de la habitación.
Había comprendido que ya su esposa no le pertenecía, que otro era el hombre que le daba placer.
Contrariamente a lo que alguna vez, hacía muchos años, pudo suponer, el reconocer este hecho no lo irritaba en lo absoluto.
Ahora tenía plena libertad, a pesar de nunca le había importado mucho lo que ella pensara.
Además, un hecho en específico lo dejaba tranquilo, su propio hijo era el encargado de satisfacer a su mujer, y parece que lo hacía muy bien.
Todo marchaba a la perfección hasta que entró a servir en la casa, a instancias del padre de Guillermo, una preciosa joven de 17 años, de cuerpo frágil y esbelto, con un largo y sedoso pelo negro que llegaba a su cintura, y una boca de labios sensuales y provocativos.
Guillermo, tan sólo de verla, se propuso ser el primero en follarla, pero lo mismo pensaba el padre, que adivinó las ideas de su caliente hijo.
Si hasta ese momento no le había importado que cogiera con cualquiera, incluso con su madre, haciéndole de paso un favor a él, ahora sí no iba a permitir que le arrebatasen el exquisito bocado que prometía ser Carmela.
Por eso esa misma mañana hizo los arreglos y, por la tarde, prácticamente obligó a su hijo a marchar a Europa, a estudiar, para desconsuelo de la madre, a pesar de que Silvia, la criada mulata, acariciaba suavemente los hombros de su señora, y para frustración del hijo, que ya se imaginaba follando el precioso culito de Carmela.
Al final, ya camino del aeropuerto, la resignación consumió la rabia de Guillermo.
La perspectiva de una larga temporada lejos de sus padres, con todo y las posibilidades de coger que tenía en casa, era algo realmente excitante.
Gozaría de una libertad ilimitada, sobre todo si tenemos en cuenta que estudiaría en un exclusivo colegio y que su padre le enviaría cada mes, religiosamente, una más que generosa mesada.
A todo lo anterior sumaba algo sumamente importante, estaría cerca de su hermana y estaba seguro que ella se alegraría de esta cercanía.
Sus gritos de placer aquella primera y única noche de amor habían sido auténticos, habían demostrado lo mucho que ella había gozado.
Por su calenturienta mente volaban los recuerdos, que se mezclaban con los planes de volver a follarla, esta vez sin descanso, todo el tiempo.
Ya durante vuelo se había olvidado casi totalmente de su casa.
Sólo extrañaba, increíblemente, la estrechez del culo materno, la avidez con que su madre chupaba su verga y la enorme ansiedad con que tragaba su semen.
Nunca pensó que amara tanto a su madre.
La veía más como mujer que como madre, a pesar de que ella ponía todo el amor materno en cada uno de sus actos sexuales con Guillermo.
Pero la vida seguía adelante, ya tendría tiempo para resarcirse de la separación cuando volviese en las vacaciones.
Debemos decir que Guillermo era un chico atractivo, con un musculoso cuerpo formado basándose en ejercicios, de buena estatura y anchos hombros.
Además, siempre vestía impecablemente, con muy buen gusto y mejores ropas.
Esto último no pasó inadvertido para Giselle, una de las azafatas, que entrevió la posibilidad de una buena recompensa monetaria si lograba seducir al joven.
Lo que ella ni se imaginaba era que, ya desde que montó en el avión, Guillermo se había fijado en sus torneadas piernas y en la sensualidad de su caminar a través del salón, aún antes de que ella se fijase en él.
Aprovechando que servía los alimentos, Giselle dejó caer, con toda intención, un bocadito sobre el pantalón de Guillermo.
Aparentó embarazo y pena, invitando al joven a que la acompañase para tratar de limpiar su ropa.
Ambos se encaminaron a la parte posterior de la cabina de primera clase, donde viajaba nuestro protagonista.
Al llegar, la azafata hizo una casi inadvertida señal a su compañera para que los dejase solos.
Y allí quedaron, ella de rodillas frente a él, pasando con lentitud una servilleta por el lugar donde había caído el dichoso emparedado, y él sintiendo como su verga se endurecía por segundos al contacto de la femenina mano.
Lo que ambos imaginaban sucedió al fin. Giselle, en una de sus pasadas, llegó a tocar el miembro viril, ya en completo estado de erección.
Levantó la vista y se encontró con los lujuriosos ojos del pasajero, que no tardó un segundo en abrir su bragueta y dejar libre al atormentado prisionero, que se irguió en todo su esplendor, apuntando cual arma de fuego a la cara de la no menos cachonda azafata, la cual, sin mediar palabra, se lo introdujo en la boca, iniciando una sublime mamada, digna de una profesional.
Recorría todo el falo con su lengua, como si estuviese reconociendo el camino, sorbiendo de vez en cuando el glande.
Mientras una de sus manos sujetaba la polla de Guillermo, la otra acariciaba con dulzura sus huevos, provocando que la verga se enardeciese aún más, si ello era posible, pegando pequeños saltos.
No podemos negar que la situación también excitaba a Giselle, por lo que pronto sus bragas se humedecieron, al extremo que la necesidad de sentir caricias la obligó a llevar una de sus manos a su entrepierna, iniciando una lenta masturbación, disfrutando de los corrientazos que recorrían su cuerpo.
Para ese entonces ya toda la verga de Guillermo se encontraba alojada en su boca, llegando casi a la garganta.
El jugueteo de la lengua, los gemidos de Giselle, la posibilidad de que los sorprendiesen, la paja que la azafata le proporcionaba con la mano que sujetaba su verga y el atrayente olor que subía desde los genitales de la muchacha, llevaron al joven al borde del orgasmo.
No pudo contenerse y tensando su cuerpo comenzó a eyacular.
La azafata presintió la descarga y aceleró los movimientos, provocando al fin el orgasmo, tanto el de Guillermo como el suyo propio.
Chorros de caliente semen irrumpieron en su boca, inundándola por completo, mientras su cuerpo se estremecía, a la vez que de su excitada concha manaba un río de flujos.
Tragó todo lo que recibió, temerosa también de que se pudiesen manchar sus ropas, pero deleitándose con el sabor masculino.
Al final recompusieron su ropa, satisfechos ambos con el rato que habían compartido. Guillermo, que continuaba en silencio, sacó de su bolsillo unos cuantos billetes que juntos sumaban una respetable cifra y se los entregó a Giselle.
La joven intentó reusarlos, en realidad había disfrutado mucho el momento y ya ni se acordaba sus intenciones iniciales, pero ante la insistencia de Guillermo, que aseguraba no era un pago sino simplemente una ayuda de alguien que tenía mucho, guardó el dinero y besándolo en los labios le recomendó volver a su asiento.
El viaje continuó sin cosas importantes que mencionar, como no fuesen miradas de agradecimiento por parte de ambos y cómplices sonrisas.
Al llegar a su destino, Guillermo le entregó a la azafata una nota con la dirección donde iba a parar, por si ella deseaba verlo cuando estuviese en la ciudad.
Se despidieron con un beso y mientras se alejaba, a Guillermo le quedó en el cuerpo una desazón que no lograba comprender.
Recordaba la sonrisa de la bella muchacha y se reprochaba el haberle pagado como si fuese una prostituta.
Sin embargo, eso era lo que había aprendido en casa.
Giselle, por su parte, tenía remordimientos de conciencia por haber pensado desde un inicio que podría obtener dinero si complacía al joven, pero la vida estaba muy dura y una entrada extra nunca viene mal, a pesar de que constantemente le venía a la mente la dulce mirada del muchacho… y la dureza de su verga.
(continuará…)