Capítulo 1

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El sonido del pedaleo de la bicicleta queda atrás mientras James ingresa al estacionamiento del BD-SBSS- enterprise. La noche envuelve el edificio con una quietud que le resulta sofocante. Sus botas, aún manchadas del barro de la costa atlántica, resuenan en el concreto mientras empuja la bicicleta hacia su lugar habitual. Sus manos están tensas, como si quisieran aferrarse al acero frío y rugoso del manillar en busca de algo que no puede encontrar.

James respira profundamente, como si el peso de los pensamientos lo asfixiara. Saca el celular de su bolsillo, lo desbloquea con un gesto rápido y examina la pantalla. Ni un solo mensaje nuevo en todo el día. Eso le resulta extraño, inquietante incluso. guarda silencio.

«Sophie».

Ese nombre es como un eco dentro de su cabeza, una melodía quebrada que se repite sin cesar. Cierra los ojos por un momento, respira hondo. La imagen de su hermana menor se cuela en su mente con una nitidez dolorosa: Su rostro de ese momento, era una batalla entre su orgullo y algo más. Sus cejas, perfectamente delineadas, se arqueaban en una expresión de frustración contenida, como si intentaran contener una tormenta que amenazaba con desbordarse. Sus ojos, profundos y luminosos como un cielo nocturno, estaban empañados por el brillo de una emoción que no se atrevía a nombrar, Miraban el piso con un reproche que parecía que no iba dirigido hacia él. Sus labios, curvados en una mueca de rabia, temblaban apenas, como si las palabras que anhelaban salir fueran demasiado pesadas para pronunciarse.

«¿Qué hice mal?», piensa, sintiendo que el aire se vuelve denso en su pecho. Sabe que Sophie por algún motivo que desconoce está molesta con él, desde hace aproximadamente año y medio, pero la herida de sus palabras siguen fresca.

«¡Así que James puede irse y dejarnos con todo el trabajo!»

«Si que me odia.»

Esa frase lo había golpeado más fuerte que cualquier otra cosa en su vida. y lo que mas le duele, es que era cierto, se iba a la universidad, pero no porque quisiera escapar, sino porque pensaba que era lo correcto. Entonces, ¿por qué sentía que la estaba traicionando?

Su mueca de dolor lo traiciona. Aprieta los puños y golpea suavemente la pared del ascensor cuando entra. Mientras las puertas se cierran, sus pensamientos se arremolinan como una tormenta imparable. deja escapar un suspiro pesado mientras pulsa el botón del último piso. Las puertas se cierran lentamente, y el reflejo de su rostro cansado le devuelve una mirada vacía. El ascensor se sacude levemente al arrancar, como si también cargara con el peso de sus pensamientos.

«Padre… fue un grave error hacerte esa promesa, no sé por qué Sophie me odia», pensó, cerrando los ojos con fuerza. «Y lo peor de todo es que no sé cómo arreglarlo.»


Y aquí es cuando yo entro en escena, primero les relataré como entable amistad con James Summer hace casi un mes.

Era una noche, como siempre. Tan noche que hasta las luces del estacionamiento parecían bostezar, lanzando un resplandor blanquecino que hacía que las sombras se estiraran como si pidieran cama. Empujaba mi fiel carrito de limpieza, Carrito-san, mi eterno compañero de batallas, que no solo cargaba con mis instrumentos de limpieza, también con algunos libros de la Universidad de Oklahoma. Chirriaba con cada paso como si se quejara del trabajo extra, cuando lo vi por primera vez.

Al principio, pensé que era un hijo de algún accionista, pero también, un modelo de catálogo escapado. Vestía un short sobre una licra negra de ciclista que parecían hechos a su medida, una camiseta blanca tan impecable que juraría que venía con un certificado de autenticidad, y un reloj en la muñeca que gritaba «yo podría pagar tu matrícula de la universidad… muchas veces». «Otro niño rico jugando a ser interesante», pensé con cinismo, mientras Carrito-san y yo nos acercábamos.

Él estaba sentado en postura rana revisando su bicicleta negra. Sí, una bicicleta. Porque claro, los mortales como yo usamos bicicletas para sobrevivir, pero él parecía usarla para algo más poético, como conquistar el mundo o protagonizar comerciales de perfumes. Sus manos, grandes y firmes (sí, lo noté, no juzgues), ajustaban algo en el manubrio con la concentración de un neurocirujano. Por un segundo, casi pensé que era del equipo de mantenimiento. Pero no, su ropa estaba demasiado limpia, y su postura era la de alguien que no ha visto una nómina en su vida.

Empujé a Carrito-san un poco más cerca, intentando parecer casual, aunque el carrito, con su rechinar, me delataba como un elefante en una cristalería. Y ahí solté:

—¿Tarde para un paseo en bicicleta? por que con esa bici tan cara, espero que al menos pedalee sola.

Error. Garrafal. Craso. Monumental. Porque en cuanto levantó la cabeza, pensé que me había metido en un lío.

Primero, sus ojos. Azules. No cualquier azul. Eran como el mar en una tormenta dramática de esas que salen en las películas. Profundos, misteriosos, y un poco intimidantes, como si pudieran leer tus secretos más oscuros, incluido ese capítulo vergonzoso de fanfiction que escribiste en la middle school.

Segundo, su sonrisa. No era la típica sonrisa arrogante que esperaba. Era cálida, como si acabara de escuchar el mejor chiste del día y no quisiera ser grosero al reírse de mí. Y entonces lo reconocí.

Era James Summers. ¡El James Summers!. El hijo de la dueña del consorcio empresarial BD-SBSS enterprises, donde yo apenas era una humilde samurái del trapeador. Y ahí estaba yo, cara a cara con él, en una conversación iniciada por mi propio sarcasmo.

—No pedalea sola, pero si lo hiciera, seguro estaría en el Tour de Francia mientras yo la persigo. —respondió con una voz tan grave y suave que pensé que el mismísimo barítono de un coro celestial había decidido tomar su lugar.

«¡Ay, por Dios, qué hice!» pensé, mientras sentía cómo mi cerebro intentaba reiniciarse. Él no parecía molesto. Al contrario, parecía genuinamente interesado.

Intenté parecer tranquila, pero mi mente estaba a punto de estallar. «¡Es James Summers, Purun! ¡No es momento para sarcasmos! ¡Sonríe! ¡Haz algo inteligente!» Pero no, lo único que salió fue:

—Bueno, espero que la puedas alcanzar.

Él soltó una risa suave, como si mi comentario hubiera sido lo más divertido que escuchó en la semana. Y yo, en ese momento, no sabía si sentirme aliviada o cavar un hoyo y esconderme ahí para siempre. Carrito-san, fiel como siempre, permanecía a mi lado, probablemente juzgándome en silencio.

Así que ahí estábamos. Él, con su bicicleta de revista y esa sonrisa desconcertante. Yo, con mi carrito chirriante y mi autoestima luchando por no caer al piso. Y lo único que podía pensar era: «Bueno, Purun, si alguna vez escribes sobre tu vida, este será el capítulo que querrás borrar.»

Me di la vuelta para seguir con mi tarea, pero para mi sorpresa, él me saludó.

—Buenas noches. —Con su voz grave, pero amable a la vez, como si realmente quisiera decirlo.

Lo miré de reojo, tratando de no parecer intimidada por la forma en que su sonrisa iluminaba el estacionamiento más que las lámparas parpadeantes del techo.

—Buenas noches… —respondí, un poco dubitativa.—Tú debes ser la nueva, ¿verdad? —preguntó con una sonrisa que, lo admito, era desarmante.

—¿Cómo lo sabe? —repliqué, alzando una ceja.

—Porque nunca antes te había visto. —Hizo una pausa, mirándome con genuino interés.

“Ah, claro”, pensé, mientras fingía no estar impresionada por lo natural que se veía con su bicicleta carísima y su atuendo casual de ciclista.

—Purun. —Levanté mi mano señalando mi insignia de identificación—. Conserje nocturna y alma en pena jeee. —Mi sonrisa decía ‘No entiendo por qué esto es gracioso, pero aquí estoy sonriendo tratando de justificar mi ridícula broma.

Él soltó la bicicleta como si estuviera deshaciéndose de algo insignificante y comenzó a caminar hacia mí. ¿Hacia mí? ¡¿Hacia mí?! Mi cerebro entró en un cortocircuito instantáneo. ¿Conoces esas escenas de películas en las que el protagonista avanza a cámara lenta mientras suena una canción épica de fondo? Bueno, mi vida no tenía banda sonora, pero Carrito-san, mi fiel y chirriante compañero de limpieza, decidió llenar el vacío con su propia versión de una serenata de supermercado. El chirrido metálico se sintió casi romántico… casi.

Y entonces lo vi. El espectáculo. La obra maestra de la genética. El colmo de la injusticia divina. James Summer, caminando en ese estacionamiento como si el mundo entero le perteneciera. Y, sinceramente, con esas piernas, ¿cómo no?

A ver, empecemos por su altura. Debía medir al menos 1.85, pero con esa actitud parecía de dos metros. Decían por ahí que tenía 18 años, pero vamos, con ese rostro cincelado por ángeles y esa complexión que gritaba «hombre adulto que paga impuestos», más parecía de 25… o 30. Aunque, francamente, a mí me daba igual si tenía 50.

Esas piernas. Uf, esas piernas. Eran un poema épico en dos capítulos. Dobles, triples, cuádruples… lo que sea que signifique «demasiado masculinas para estar en un estacionamiento de concreto con una iluminación industrial». Cada paso que daba hacía que las sombras quisieran apartarse para no arruinar la vista. Sus pantorrillas se flexionaban de una manera que no solo desafiaba las leyes de la física, sino también las de mi autocontrol.

Y luego estaban las zapatillas. Un par de Lore Twos que, francamente, no sabía si estaban diseñadas para caminar o para protagonizar un desfile. Combinadas con esos shorts negros Nike x Off-White que parecían hechos a medida por algún dios griego obsesionado con la perfección masculina. Era como si hubieran sido creados específicamente para ajustarse a él de manera criminal.

El mundo es injusto. ¿Cómo puede alguien andar por la vida siendo tan… tan todo? Mientras yo, con mi uniforme de conserje nocturna y con carrito-san que chirriaba como si estuviera en huelga, él caminaba con la confianza de quien sabe que puede derretir glaciares con un solo vistazo.

Y sí, quizá me quedé mirándolo un poco más de lo socialmente aceptable, pero, ¡por favor! ¿Quién podría culparme? Ese hombre era como un tráiler de película de acción: intenso, emocionante y definitivamente algo que quieres ver en pantalla grande. «aaaaaaaah agarrenme que me desmayo».

—James Summer. —dijo, deteniéndose frente a mí y extendiendo su mano. estaba tan cerca que podía oler su colonia. Era una mezcla de madera, especias y algo más que no pude identificar pero que, sin duda, debería venderse en frascos de emergencia para los días grises. Y ahí estaba, ofreciéndome un apretón de manos como si estuviéramos cerrando un trato multimillonario en Wall Street, en lugar de estar al lado de un carrito de trapeadores.

Yo dudé. Por supuesto que dudé. Porque, ¿quién en su sano juicio estrecha la mano de un heredero multimillonario con las suyas aún con rastros del último trapeado? Pero al final lo hice. Y su apretón fue firme, sólido, como si quisiera transmitir: «Sí, soy el hijo de la dueña, pero no soy un idiota».

—Ya lo sé. —mi voz salió tartamudeando como si estuviera en un karaoke desafinado—. Eres el hijo de la señora Huntington. Tu cara está en el boletín interno.

Y ahí estaba yo, la conserje nocturna de comentarios sarcásticos, intentando no colapsar frente al protagonista de un boletín que todos en Recursos Humanos probablemente analizaban con más fervor que un capítulo de Game of Thrones.

¿Y James? Él arqueó una ceja y, su sonrisa volvió aparecer pero esta vez mas cerca, lenta y devastadora. Oh, no. Esa sonrisa era peligrosa. No una sonrisa normal, no. Era la clase de sonrisa que hace que las mujeres pierdan años de sensatez y que los termómetros dejen de funcionar. Sonreía como si mi torpeza fuera lo más normal del mundo. Claro, normal para él.

«¿Quién sonríe así a estas horas?» Fue lo primero que pensé. Y no era una de esas risas arrogantes o forzadas, no. Era una risa real, de esas que te hacen querer sonreír también, aunque no tengas ni idea qué demonios es tan gracioso. Era como si hubiera soltado un rayo de sol en medio del lúgubre estacionamiento y, de repente, todo parecía menos gris.

—¿Siempre trabajas hasta tan tarde? —me preguntó.

—No, no tanto como estudio. estoy en el turno noche. Además, esto es más como mi… segunda vida. —me encogí de hombros, tratando de sonar casual, aunque probablemente parecía más un pingüino nervioso—. ¿Y? ¿Vi… viene a supervisar o a participar en una carrera nocturna de bicicletas? «¡s.o.s, peligro, mi mano se dirigía a jugar con mi cabello! ¡pero con qué voy a jugar, si todo estaba dentro de mi gorrita de conserje! ¡pero aun así, estaba por vencerme ese instinto travieso y traidor!

Él miró su bicicleta con una media sonrisa, la clase de sonrisa que probablemente derrite corazones con la misma facilidad con la que yo derrito queso en el microondas.

—Nada tan emocionante. Solo prefiero pedalear para despejarme. Me ayuda a pensar.

“Claro, porque todos sabemos que los simples mortales despejamos la mente viendo series o llorando por mensajes no respondidos, pero los Summers necesitan bicicletas que probablemente costaron lo mismo que un auto para reflexionar sobre la vida,” pensé con todo el sarcasmo del mundo. Pero me mordí la lengua, porque, aunque James tenía pinta de chico malo —con esa indumentaria deportiva casual y esa actitud relajada como si no tuviera deudas que pagar—, era difícil odiarlo.

Me quedé en silencio por un segundo.

—Entonces, ¿qué le quita el sueño? —pregunté, porque, vamos, si él iba a estar ahí conversando con la conserje nocturna, al menos yo iba a sacar algo de esta extraña interacción.

Él me dirigió su mirada, sus ojos —azules y malditamente hipnóticos, como si escondieran tormentas o secretos de novelas de misterio— se encontraron con los míos.

—Los problemas de BD-SBSS, Los números nunca mienten, pero las personas sí.

Luego miró su reloj para saber la hora, y déjame decirte, no era cualquier reloj. Era de esos que no solo te dicen la hora, sino que probablemente también podrían pilotar un avión, calcular impuestos, hacerte un café y tal vez tenia internet incluido. Yo, por supuesto, no pude evitar preguntarme cuánto costaría. ¿Un órgano? ¿Dos? Pero lo que salió de mi boca fue otra cosa completamente inesperada.

—Bonito reloj. ¿Un regalo? —dije, con ese tono casual que una usa cuando intenta disimular que está envidiando a niveles olímpicos.

Su sonrisa, que hasta ese momento había sido tan deslumbrante como un comercial de pasta dental, se desvaneció un poco. No fue incómodo, no. Fue más como si mi comentario hubiera tocado una fibra personal, como cuando mencionas algo sin darte cuenta de que acabas de abrir la caja de Pandora emocional de alguien.

—Sí, de mi padre. Fue suyo.

Boom. De repente, el estacionamiento ya no era solo un lugar mal iluminado con olor a limpiador industrial. Había algo en su voz, algo tan profundo y cargado de significado que sentí un nudo en el estómago. Y no era por hambre, te lo aseguro. No había tristeza en sus palabras, pero el respeto y la reverencia eran tan palpables que casi podía tocarlos.

—Es importante para ti, ¿no? —pregunté, esta vez en un tono mucho más suave. Porque, ¿cómo no serlo?

Él asintió, y en ese gesto, vi algo que no esperaba. James Summer, el caballero de la oscuridad, no era solo un rostro bonito ni un cliché ambulante. No, había profundidad allí. Había historia.

—Lo es. Es mi tesoro más preciado.

¡Ay, carrito-san! ¿Qué hago, qué digo ahora? ¿Qué se dice cuando un chico con piernas tan masculinamente sensuales y una mirada que parece contener todo el misterio de un huracán te suelta una bomba emocional así? Mi cerebro no podía procesarlo. Me quedé allí, en medio del estacionamiento, con mi uniforme de conserje y mi carrito chirriante que sonaba más como un perro moribundo que como un equipo de trabajo confiable.

El chico, James Summer, estaba parado frente a mí, y de repente, todo lo que sabía sobre la vida parecía insuficiente. ¿Qué se dice en esos momentos? ¿Qué le dices a un tipo que te acaba de abrir una ventanita a su alma, cuando, sinceramente, ni siquiera sabía que tenía alma? ¿Por qué un chico así, con esa cara de «chico malo pero caballero» y esas piernas que parecían hechas para recorrer millas de alfombra roja, estaba hablándome a mí, con mi carrito y mi mirada de «no sé si limpiar o desmayarme»?

Así que, en un acto de desesperación absoluta, solo asentí. Lo cual fue probablemente lo más inteligente que pude hacer, ya que mi cerebro se bugeo y había decidido abandonarme en el momento menos oportuno. Mi mente estaba en modo «espera, ¿en serio está pasando esto?» mientras mis ojos se paseaban por sus piernas perfectas —y sí, no me avergüenza admitirlo—, por su sonrisa ligera que desmoronaba cualquier barrera de ego que pudiera haber tenido.

Lo peor es que no fue solo la sonrisa de chico malo-bueno, sino la seriedad de sus palabras lo que me dejó en un estado de shock absoluto. Este chico no era el típico hijo de mamá rica, con reloj caro y bicicleta que probablemente costaba más que todos mis años de universidad. No, James Summer no era solo eso. Era un chico con historia, con profundidad, tal vez con una alma rota que había tenido la amabilidad de compartir conmigo, aunque fuera solo por un segundo.

Así que, sí, mis prejuicios se desmoronaron como un flan mal hecho. ¿Quién era yo para juzgarlo? Él no solo tenía piernas de escándalo y una mirada que te hacía sentir como si fueras el centro del universo, sino que me había hablado como si, en algún punto, yo también importara. Y eso, créanme, es mucho más atractivo que cualquier reloj de lujo.

El último piso del edificio es otra liga. La alfombra es tan mullida que parece diseñada para que nadie, ni siquiera los tacones de aguja de las ejecutivas, hicieran ruido. Las luces son suaves, casi de gala, como si las oficinas de los grandes directivos estuvieran a punto de dar un concierto de ópera. Ahí estoy yo, Purun, con mi uniforme impecable de empleada de planta, sosteniendo mi fiel trapeador como si fuera una lanza medieval, empujando a mi fiel Carrito-san, mi compañero en la vida nocturna, quien no se priva de chirriar como si estuviera midiendo cada metro que recorremos.

Había ya limpiado escritorios de madera tan brillantes que podía haberme maquillado con su reflejo si tuviera maquillaje, a punto de enfrentarme al reto final: el hall principal. Ese hall es un desfile de cubículos de roble y también de puertas de cristal cerradas, cada una oculta los secretos de los grandes cerebros del emporio empresarial. Y entonces, como si el universo se hubiera aliado para sacudir mi rutina, él apareció.

Primero, fue el sonido: unas botas resonando contra el mármol como si cada paso estuviera programado para marcar el compás del corazón de quien las escuchara. Era un tap-tap que no era ruido, no señor, era puro ritmo, como un tambor de guerra, pero mucho más sexy. Luego vino el suspiro. Ah, ese suspiro. No era cualquier exhalación; sonaba como si alguien hubiera exprimido toda su preocupación y su determinación masculina del universo en una sola bocanada de aire. Yo, por supuesto, hago lo que cualquier persona sensata haría: congelarme.

Giro lentamente, como quien teme encontrarse con un fantasma… o, en este caso, con un modelo de portada de revista de ropa deportiva con un bonus de actitud de chico malo. Y ahí está. James Summer, pero no el James habitual que conocía, no. Este era James disfrazado de empleado de planta.

Y, madre santa, ¿qué disfraz? la camiseta blanca sin mangas y sin cuello, como si hubiera tenido un enfrentamiento épico con unas tijeras y las tijeras hubieran salido derrotadas. Esos brazos…, Dios mío, esos brazos, parecen dos vigas estructurales. Se mueven con naturalidad, pero tienen la firmeza de alguien que podía levantar cajas o cargar a damiselas en peligro. El cuello de la camiseta también recortado, como si necesitara liberar espacio para que la testosterona pudiera respirar. La tela cuelga justo lo suficiente como para insinuar una clavícula que parece tener su propio contrato de modelaje. Y ese porte… ¡uf! Su caminar era tan seguro que hace parecer que no está en un pasillo, sino en una pasarela de alta costura industrial.

Carrito-san, el chismoso de siempre, crujió de inmediato, como si quisiera llamar su atención. Claro, porque si alguien tenía que notarlo primero, ese alguien era mi carrito.

—¿Qué? ¿No podías esperar a que lo viera yo? —le susurro al carrito, mientras intento recomponerme, porque, honestamente, ¿cómo te preparas para algo así?

James me mira y, ¡boom! Su mirada me golpea como un rayo láser. Esos ojos azules parecen un mar en plena tormenta, y yo, una pobre balsa perdida, sin remos ni salvavidas. Pero hay algo más: una leve curva en sus labios, casi una sonrisa, que decía: No soy un alienígena para que me mires así, detente!

—¿No sabía que hacías cosplay de empleado de planta? —le suelto, porque mi cerebro no tiene filtro en situaciones así.

James se detiene, y durante un breve segundo, su cara muestra algo de sorpresa. Luego, una media sonrisa, de esas que pueden derretir una paleta de hielo en pleno invierno ruso, se dibuja en su rostro.

—Libertad de movimiento —dice, señalando su polo modificado como si fuera una obra de arte. —A veces uno tiene que adaptarse a las circunstancias.

¿Adaptarse a las circunstancias? Claro, porque cortar la ropa con estilo es absolutamente esencial cuando eres James Summer. Intento no quedarme mirando, pero fallo miserablemente. Él es como un mal comercial de perfume: irritantemente atractivo e imposible de ignorar.

—Siempre hace este ruido? —pregunta James, inclinándose hacia mi pobre Carrito-san, quien instantáneamente decide soltar un chirrido tan lastimero que parece decir: «¡Ayuda, noble caballero, sálvame de esta tortura!» Su postura me ofrece una vista privilegiada de cómo su camiseta se tensaba sobre la firmeza de su espalda, cada músculo se delinea como si fueran montañas y valles solo para mi deleite visual y… carnal. «Calmaos Purun, calmaos»

—Es su forma de protestar por las largas jornadas laborales. Ya sabes, lucha sindical —respondo, intentando sonar despreocupada, pero cada sílaba escapa de mis labios con una tensión que solo él puede provocar. «Que demonios es lo que te sucede Purun, tú no eres así!» No puedo dejar de notar cómo sus bíceps se flexionan con cada movimiento, sus músculos se tensan con una fuerza sensual. ¿Por qué estaba agachado de esa manera? ¿Por qué mi carrito tiene que ser tan escandaloso? ¿Y por qué mi cara está empezando a arder como si alguien hubiera encendido un microondas en mi cerebro?

James suelta una carcajada que resuena en el hall vacío, tan profunda y vibrante que hasta las paredes parecen inclinarse un poquito para escuchar mejor. enviando vibraciones que sentían mis propios nervios y mi intimidad. Pero, en lugar de seguir de largo como haría cualquier persona razonable, se agachó más, con una determinación que rivaliza con la de un héroe de acción en su última misión, y cada movimiento suyo es mas sensual, mas sexual.—A ver qué le pasa a este carrito rebelde —dice, mientras sus manos, esas manos que claramente habían nacido para sostener cosas más gloriosas que una rueda vieja, empezaban a examinar a Carrito-san con la precisión de un cirujano y el entusiasmo de un mecánico en su primer día de trabajo. Cada toque, cada movimiento me parece que era tan deliberado, tan cargado de intensidad que mi mente no puede evitar imaginar esas manos sobre mi piel, explorándome con la misma precisión y entusiasmo… «Esto es malo, muy malo, pero muy muy malo».

Yo, por mi parte, estoy paralizada. No por la situación, sino porque el universo me a puesto a metro y medio de un James Summer inclinado, con la espalda ligeramente arqueada y esa camiseta recortada que apenas disimula su musculatura. «Purun, no mires… bueno, mira un poquito, pero disimula, no no, así no» me digo a mí misma, mientras mi imaginación volaba a escenarios donde su toque no se limita a un carrito, sino a algo mucho mas personal, más íntimo con mas humedad.

—Creo que tiene algo atorado aquí —anuncia, frunciendo el ceño con tal intensidad que parece que están debatiéndose en su rostro todas las leyes de la mecánica. ¿Desde cuándo un ceño fruncido puede ser tan atractivo? Parece una obra de arte: «El Pensador,» edición James Summer, y me pregunto cómo sería sentir esa intensidad sobre mí, no en una rueda, sino en cada parte de mi cuerpo. «¡Antes de que esto termine en una escena digna de esas novelas donde la protagonista pierde toda dignidad y termina en memes, tengo que ponerle fin a esta situación! Porque, siendo realista, si esto continúa, no sé si voy a salir corriendo, tropezándome torpemente, o directamente pidiéndole que me lleve a la cama ahora mismo para acabar con la tensión de una vez. ¡¿Que?!»

—¿Sa… sabes que no estás obligado a arreglarlo, verdad? —pregunto, tratando de sonar indiferente. Pero en realidad mi corazón está haciendo un casting para ser batería en una banda de rock, cada latido un tamborileo de deseo.

Él se encoge de hombros, como si lo que está haciendo fuera lo más natural del mundo. —No puedo dejarte con un carrito rebelde. Eso va contra mi código. —Declara enderezándose con una solemnidad que casi me hace creer que había firmado un juramento de mecánicos honorarios.

Pero lo siguiente… Lo siguiente es demasiado para mi pobre corazón. Me mira, inclinando un poco la cabeza, con esa mezcla de preocupación y determinación que solo un caballero oscuro podría manejar sin parecer ridículo. Es como si estuviera evaluando el estado de una paciente en sus últimos momentos. Pero a la vez, como si acechara a su presa, un temblor erótico recorre mi columna vertebral, directamente hasta mi entrepierna que instintivamente se estremece. Y, de repente, ¡zás! Sus manos grandes y tibias se acercan a mi frente con la suavidad de una caricia. Sus dedos rozan mi piel enviando una descarga eléctrica a través de todo mi cuerpo.

—¿Te sientes mal? —pregunta, mientras su mano se posa sobre mi frente, sus dedos presionan ligeramente, casi masajeando, cada toque era una sugerencia de cómo podría presionar esos dedos mis pechos, mis muslos, explorando mi humedad.

¿Mal? ¡Malísima, James! Pero no por lo que tú piensas. Mis rodillas estaban temblando como gelatina recién salida del molde, y mi cerebro a colapsado, incapaz de procesar nada que no fueran sus dedos rozando mi piel. mis muslos se apretaron involuntariamente por el deseo que despierta en mí, imagino esos dedos deslizándose dentro de mí, jugando con mi clítoris y obligándome arañarle su ancha espalda. Mis orificios nasales se dilataban y se contraían mientras resoplaba por la nariz.

—Tienes la temperatura alta y se te está haciendo difícil tu respiración. —sentencia, con su voz baja, ronca y alarmada, como si estuviera hablando no solo de mi fiebre, sino del calor que se acumula entre nosotros, su mirada baja un instante hacia mi pecho, que se hinchan por mis profundas inhalaciones y exhalaciones, mis pezones se endurecen bajo la tela de mi uniforme. Y entonces, como si no fuera ya suficiente, añadió alarmado:— ¡Voy a llamar a enfermería!. Mientras buscaba su teléfono en su bolsillo.

¡¿Enfermería?! ¡Ay, por favor! El único «malestar» aquí era el que él mismo provoca con esa camiseta recortada, esos brazos de infarto tensados, y ese maldito ceño fruncido de preocupación masculina que solo hace que quisiera arrancarle la ropa y sentir su miembro duro dentro de mí. «¡Waaath!»

No… no… estoy muy bien, de verdad. Le digo rápidamente, levantando las manos como quien intenta detener un tsunami con un paraguas, mi voz un poco más alta, un poco más desesperada de lo que pretendía, inclino mi cuerpo hacia él, como buscando más contacto, deseando a que de una vez por todas introduzca sus manos por debajo de mi uniforme y me tocara donde más lo necesitaba.

Él me mira, confundido, como si no entendiera mi urgencia. Pero, ¿cómo explicarle que mi «fiebre» no era otra cosa que el resultado directo de su voz grave, sus músculos tensos, y ese casi imperceptible aroma terroso que parecía seguirlo como una nube de testosterona embotellada?

—Es que… —balbuceo, tratando de encontrar palabras que no revelaran mi situación. Mi situación de «Estoy en combustión interna porque existes, James Summer,» mientras lucho contra el deseo de acercarme más, de sentir sus manos no solo en mi frente, sino en mis pechos, mis caderas, mis muslos, explorando cada curva, rincón y vacíos.

Él frunce el ceño aún más, y, para mi desgracia, eso solo lo hace más atractivo. Su rostro una máscara de preocupación que solo quiero arrancar con besos y mordiscos, Parece un modelo de revista médica, posando para el artículo «Cómo cuidar a tu conserje nocturna en apuros.» Mientras tanto, Carrito-san, que debería estar de mi lado, suelta un chirrido agudo, que me hizo recordar al chillido de esos pollos de goma amarillos. ¡El muy maldito me quería delatar!.

—¿Segura que estás bien? —pregunta con esa voz profunda que resonaba como un bajo eléctrico tocando en mi alma.

Yo asiento, rezando a todos los santos que ya no insistiera. Porque, honestamente, ¿cómo voy a explicarle que mi estado febril es causado por la combinación letal de su presencia, su preocupación y esa camiseta que lo hacia ver terriblemente sexi? ¿cómo le explico que mi temperatura alta no es precisamente por un virus, sino porque él está ahí, en mi espacio personal? ¡¿Cómo le digo que las mariposas en mi estómago estaban de fiesta gracias a sus bíceps, que parecen tallados por Miguel Ángel, y su voz, que podría derretir un helado en Alaska?! ¿Cómo le dices a un chico que él es el motivo por el que estás al borde del colapso y a punto de decirle que le deseas?  que deseas con todas tus fuerzas que rompa su código de caballerosidad .

Él me mira, incrédulo, con esa mezcla de preocupación genuina y timidez masculina que, honestamente, era casi letal.

—¿Estás segura? —Vuelve a preguntar, inclinándose un poco más cerca.

Mi cerebro entra en modo pánico. «¡Si no me vas hacer algo, no te acerques más, maldito,  porque si lo haces voy a necesitar un desfibrilador, no un médico!» Pero mi boca, siempre traicionera, se las arregla para soltar:

—Sí, claro… es solo que… ¡Carrito-san me estresa! —Sí, lo culpé. Lo siento, Carrito-san, pero tienes que cargar con la culpa esta vez.

James, al escucharme, se endereza, retrocede un par de pasos y dirige su atención al pobre Carrito-san, que seguía ahí, inmóvil pero seguramente ofendido.

—¿Carrito-san? —repite, arqueando una ceja.

—Sí… mi carrito. Se llama Carrito-san. Es… bueno, es complicado. — Dije con una risita nerviosa que sonó más como un intento fallido de disimular un colapso mental. Intenté encogerme de hombros con aire despreocupado, pero mi torpeza convirtió el gesto en algo que seguramente parecía un intento de vuelo de gallina asustada. Y ahí estaba yo, tratando de parecer normal, mientras mi cara roja delata que estaba a dos segundos de explotar como un globo que alguien sopla demasiado. Parecía cursi, lo sabía, pero Carrito-san y yo teníamos historia, ¿vale? Aunque a los ojos de James, probablemente parecía más bien una loca sentimental a punto de escribirle un poema a su carrito de limpieza.

—Bueno, Purun… —su voz baja un tono, como si estuviera conspirando conmigo—. Prometo que no dejaré que Carrito-san te dé más problemas,  ah y por precaución ve a enfermería.

de pronto me mira directamente, sus ojos azules brillando con algo que no supe descifrar. —Por cierto, —Mi señora madre —dice con una formalidad que no esperaba, bajando ligeramente la voz como si estuviera hablando de la reina de Inglaterra. ¿La has visto salir?

Por un momento, mi cerebro se atasca en «mi señora madre». ¿Quién diablos llama así a su mamá? Pero luego recordé que esto era James Summer, el caballero oscuro, y me encogí de hombros.

—No, no la he visto, ni a la señora Maya. Supongo que están en su oficina. Mira. —Dije señalando la oficina de paredes de vidrio de Maya. —Aun se encuentra ahí su cartera. —El cambio de conversación me relaja un poco.

Él asiente, pero no dice nada más. Solo se queda allí, mirando hacia la puerta de la oficina de su madre, con una mezcla de preocupación y respeto que lo hacía aún más intrigante. Por un segundo, me pregunto cómo sería ser alguien tan imponente y, al mismo tiempo, tan vulnerable. Luego recuerdo que yo era Purun, la conserje nocturna, y que tenía una misión: hacer que Carrito-san dejara de chirriar antes de que los altos directivos pensaran que era un ratón gigante corriendo por los pasillos.

—Bueno, si necesitas algo… —empecé a decir, pero me interrumpió con una sonrisa tímida.

—Gracias, Purun.

Y con esas palabras, se gira y desaparece por el pasillo, dejando atrás el eco de sus pasos firmes y a mí, con mi carrito chirriante y mi corazón ligeramente acelerado.

Continúa la serie