Capítulo 5
INTRODUCCIÓN
Me miro al espejo cada mañana con un escrutinio que raya la crueldad. Busco a la mujer que fui, esa que solía incendiar habitaciones con solo entrar, pero lo que veo es una sombra domesticada, atrapada en la jaula de la rutina. A mis 49 años, mi cuerpo sigue siendo atractivo, todavía hay hombres que me miran por la calle, aunque la mayoría lo hace de reojo. Pero mis ojos… mis ojos gritan lo que mis labios no se atreven a decir: una vida entera de monotonía me está matando lentamente.
Roberto, mi marido, es un buen hombre. Lo he repetido tantas veces que ya me suena vacío. Me ama, o al menos eso creo, pero hace años que dejó de tocarme como antes. Las caricias de amante se volvieron las de un compañero, casi las de un hermano. Su beso, alguna vez el pistoletazo de salida de noches ardientes, ahora es un trámite, un gesto mecánico en el umbral de la puerta. ¿Cuánto tiempo llevamos así? Ni siquiera lo sé. Solo sé que por las noches me quedo despierta, imaginando manos que no son las suyas, susurros que no vienen de su boca.
Y luego está mi cuerpo. A veces, tumbada en la cama, siento cómo el calor me sube desde mi coño, esa sensación insatisfecha que me hace arder de rabia. Me masturbo, claro, pero incluso eso se ha vuelto insuficiente. Necesito algo real, algo que me llene, que me haga gritar de placer hasta quedarme sin voz. Pero el miedo al qué dirán, a destruir todo lo que he construido, me mantiene paralizada.
O al menos lo hacía… hasta el día en que vi a Alejandro.
CAPÍTULO 5.1
El amanecer se filtró por las cortinas, envolviendo la habitación en un resplandor dorado que me pareció más una condena que una caricia. Abrí los ojos lentamente y lo vi a mi lado, dormido, respirando con esa tranquilidad que tanto me irritaba. Roberto. Su rostro relajado era el de un extraño que compartía mi cama. Me quedé observándolo un momento, intentando recordar la última vez que me provocó algo más que indiferencia. Pero lo único que sentí fue vacío. Me levanté con cuidado, asegurándome de no despertarlo, y caminé hacia el baño. El espejo me devolvió la mirada de siempre: una mujer que había dejado de reconocerse. Me quité el camisón y me quedé desnuda frente a mi reflejo. Pasé las manos por mi cintura, mis caderas, mis tetas, buscando algo que me recordara la mujer que fui. Aún estaba allí, lo sabía. Lo veía en las curvas de mi cuerpo, en la piel que aún podía desatar miradas. Pero la pasión que una vez sentí por mí misma… esa parecía haberse evaporado.
Encendí la ducha y dejé que el agua caliente cayera sobre mi piel. Cerré los ojos y respiré hondo, tratando de disipar el nudo de frustración que me apretaba el pecho. Mis manos recorrieron mi cuerpo con más intención que la de solo enjabonarme. Las deslicé lentamente, rozando mis pezones, bajando por mi abdomen, comenzando a explorar cada rincón de mi coño, metiéndome los dedos con un anhelo que me hizo estremecer. Imaginé que no eran mis manos, sino otras, más firmes, más decididas. De un hombre que me deseara de verdad, que me follara sin miedo. Un jadeo escapó de mis labios antes de que pudiera detenerlo cuando me corrí. La sensación de calor entre mis piernas me obligó a abrir los ojos y enfrentarme a la realidad: estaba sola. Apagué el agua de golpe, como si eso pudiera silenciar el grito de mi cuerpo.
Me vestí sin entusiasmo, eligiendo ropa cómoda y discreta, como si quisiera camuflarme en la monotonía de mi vida. Bajé a la cocina y preparé café, dejando que el aroma llenara el espacio vacío. Mientras lo hacía, pensé en Roberto. En cómo, hace años, solía bajar detrás de mí, abrazándome por la espalda, susurrándome cosas al oído que me hacían reír, que me hacían poner muy cachonda. Ahora, su presencia en las mañanas era un gesto más de nuestra coreografía rutinaria.
—¿Has visto mi mochila? —peguntó mi hija pequeña, sacándome de mis pensamientos.
—En el sofá, donde siempre la dejas —respondí, sin mirarla.
Todo era mecánico: las palabras, los movimientos, incluso el cariño. Una familia perfecta en apariencia, pero vacía en su núcleo. Uno a uno se fueron yendo: los niños al colegio, Roberto al trabajo. Yo me quedé sola en la casa, rodeada de un silencio que parecía gritarme lo sola que estaba. Recogí los platos del desayuno y lavé los restos de la mañana. El agua caliente y el jabón eran mi único consuelo, una distracción temporal. Me esforcé en llenar el tiempo con pequeñas tareas, pero mi mente volvía siempre al mismo lugar: al vacío, al anhelo de sentir algo más.
Intenté distraerme con una película. Elegí un drama romántico sin pensar mucho, dejándome llevar por las imágenes. A medida que la historia avanzaba, me fui perdiendo en ella. La protagonista, una mujer atrapada en un matrimonio sin amor, encontró pasión en los brazos de otro. Mi corazón latía más rápido mientras los veía besarse en la pantalla, mientras sus manos recorrían los cuerpos del otro con una pasión que me encendió. Sin darme cuenta, mis piernas se movieron, separándose ligeramente, y mis manos encontraron su camino hacia mis muslos. Era un gesto tímido al principio, no quería masturbarme de nuevo, apenas rozándome, pero pronto mis dedos se deslizaron por dentro de mis bragas, acariciando mi coño por encima de mi bello púbico. Cerré los ojos, dejando que la fantasía me envolviera. No era yo sola en mi salón. Era otra mujer, una que aún sabía lo que significaba arder de deseo, una que no temía pedir lo que quería. De repente el timbre sonó, rompiendo el hechizo de golpe.
Me levanté bruscamente, acomodando mi ropa rápidamente y tratando de recomponerme mientras el eco de mi respiración llenaba la habitación. Al abrir la puerta, me encontré con un joven repartidor, sosteniendo un paquete en sus manos.
—Buenos días, señora. Tengo un paquete para usted.
Su voz era grave, con un tono despreocupado. Lo miré a los ojos y sentí una chispa inesperada. Era joven, probablemente no pasaba de los veinte. Sus brazos fuertes sostenían el paquete con facilidad, y sus labios, ligeramente curvados en una sonrisa, parecían guardar un secreto. Extendí la mano para recibir el paquete, y mi bata se abrió revelando buena parte de mi escote. Sentí su fugaz mirada, breve… pero tan electrizante que tuve que reprimir un escalofrío.
—Gracias —dije —¿Siempre trabajas tan temprano? —Añadí, sin pensar.
Él sonrió, esa clase de sonrisa que parece saber exactamente lo que provoca.
—Depende del día, pero siempre es agradable empezar así la mañana con tan buenas vistas.
Su respuesta me dejó muda, y sentí cómo el calor subía por mi cuello. Riendo suavemente, le devolví la sonrisa, como si fuera otra mujer, una más segura, más atrevida.
—Que tengas un buen día —murmuré antes de cerrar la puerta.
Me quedé apoyada contra la madera, sintiendo mi corazón latir con fuerza. Era absurdo. Una interacción casual, pero me había dejado temblando. Como si él hubiera encendido algo, un hambre voraz en mí que llevaba demasiado tiempo apagado. Regresé al salón, pero el calentón seguía allí, como un recordatorio implacable de mi vida incompleta. Me obligué a serenarme continuar con el día, pero en el fondo, sabía que algo había empezado a cambiar en mi. Que esa chispa, por pequeña que fuera, podría incendiarme si no la apagaba a tiempo.
El reloj marcaba la una de la tarde cuando decidí que era hora de salir a hacer las compras. Tomé mi bolso y las llaves, y me aventuré bajo el cálido sol de la tarde. La caminata al supermercado era mi pequeña excusa para desconectarme de todo, un respiro momentáneo en el que podía perderme en mis pensamientos. Al girar la esquina, una voz familiar me sacó de mi ensimismamiento. Era Marta, una vieja amiga que no veía desde hacía años. Estaba radiante, envuelta en ropa deportiva que parecía hecha para resaltar cada curva perfectamente tonificada. La admiré con un destello de envidia mientras se acercaba.
—¡Marta! —exclamé, sonriendo con una mezcla de sorpresa y alegría—. ¡Cuánto tiempo sin verte! Te ves increíble.
—¡Clara, querida! —respondió ella, devolviéndome una sonrisa cálida mientras nos abrazábamos efusivamente—. Tú también te ves estupenda, pero sí, he estado cuidándome un poco más. Empecé a ir a un gimnasio hace ya casi un año y realmente ha hecho maravillas.
No pude evitar que mi mirada recorriera su figura, con sus tetas perfectamente entalladas en una fina camiseta, parecía no dejar ningún espacio entre su cuerpo y el pantalón que se ajustaba como una segunda piel. Cada palabra que decía me llevaba a compararme con ella.
—Se nota, Marta. Estás espléndida. Tal vez debería considerar hacer lo mismo. Siempre pienso en inscribirme, pero ya sabes… nunca encuentro el tiempo.
Ella rio y me dio un leve golpecito en el brazo.
—No es tan difícil como parece, te lo aseguro. Además, no solo hoy en día hay muchos gimnasios asequibles, sino que es todo un espectáculo. Muchos chicos jóvenes, fuertes, con músculos que parecen esculpidos en mármol. Créeme, es una motivación extra.
Marta me guiñó un ojo, y no pude evitar reírme. Pero su comentario había encendió la curiosidad en mí.
—Tal vez lo piense —dije, tratando de sonar creíble mientras un ligero rubor se asomaba en mis mejillas—. Gracias por la recomendación. La verdad es que necesito algo… diferente.
Ella me miró con complicidad, como si supiera exactamente lo que estaba pensando.
—Hazlo, Clara. En serio, te encantará. Y quién sabe, tal vez incluso conozcas a alguien que haga tus días más interesantes.
Nos despedimos poco después, con Marta caminando hacia el lado opuesto, dejándome con una promesa entre los labios y una inquietud en el pecho.
—Lo intentaré —murmuré para mí misma, todavía sintiendo la chispa con la que Marta me había dejado.
El camino al supermercado me llevó frente a una tienda de lencería. Me detuve, casi por inercia, frente al escaparate. Un conjunto rojo de encaje llamó mi atención. Era provocador, intrincado, diseñado para destacar cada curva del cuerpo que lo vistiera. Me quedé allí, observándolo, imaginándome por un momento cómo se sentiría el tejido contra mi piel. ”No me quedaría bien” pensé al principio, casi como un reflejo automático. Pero luego, la imagen de Marta, tonificada y segura de sí misma, apareció en mi mente. ¿Y si pudiera sentirme como ella? La idea de recuperar mi figura y redescubrirme me tentaba como un susurro constante. Al final, no entré. Pero el pensamiento quedó ahí, colándose en cada rincón de mi mente mientras hacía las compras y volvía a casa. Miré las bolsas de comida que cargaba, el peso familiar de la rutina. Sin embargo, había algo diferente esta vez: la sensación de que estaba al borde de un cambio, de algo que podría sacarme del letargo.
La tarde se desvaneció en una serie de quehaceres domésticos y pensamientos. Cuando llegó la hora de la cena, preparé una comida sencilla para mi familia. Nos sentamos los cuatro a la mesa, intenté animar la conversación, hablando con mis hijos sobre sus clases.
—¿Cómo tal fueron hoy las clases? —pregunté a mi hijo mayor.
—Bien, mamá. Nada fuera de lo común —respondió él, encogiéndose de hombros, con el entusiasmo característico de un adolescente que apenas había cumplido dieciocho años.
—Mamá, hoy en clase nos dejaron pintar lo que quisiéramos —dijo mi hija menor, con entusiasmo—. Pinté un campo de flores.
Disfruté de la espontanea chispa de emoción de mi hija. Pero cada vez que miraba a mi marido, mi corazón se hundía un poco más. Él no apartaba la mirada del televisor, donde un estirado presentador narraba las noticias del día. Mis ojos se desviaban hacia él, esperando que dejara de mirar hacia la televisión y se involucrara en la conversación familiar. Sin embargo, Roberto se limitaba a gruñir o a soltar algún comentario enfadado cuando veía algún suceso que no le gustaba o lo que algún político había dicho.
—¿Puedes creer lo que dijo ese idiota? —murmuró, más para sí mismo que para cualquiera en la mesa.
Los niños recogieron la mesa después de cenar y subieron a lavarse los dientes y preparar las mochilas para el día siguiente. Mi marido y yo nos quedamos en silencio, de pie frente al fregadero, limpiando los platos de la cena. Yo enjabonaba con el estropajo y él los enjuagaba. La brecha entre nosotros era palpable. Abrí los labios levemente, respiré hondo y solo entonces encontré el valor para contarle lo que había decidido.
—Hoy vi a Marta —dijo, tratando de sonar casual—. Me recomendó ir al gimnasio, que ella va desde hace un año y le va bastante bien. Pensaba que podría apuntarme, podría ser bueno para mí.
Roberto no apartó la vista del plato que estaba enjuagando. Solo mostró una indiferencia que fue como un puñal para mi.
—Haz lo que te parezca —dijo él, sin emoción.
Sentí que preferiría que se hubiera enfadado. Al menos así demostraría tener sangre en las venas. Ya una vez en la cama, tumbada boca arriba, no conseguía conciliar el sueño. Su mente era un mar de contradicciones y dudas, el vacío de su interior la empezaba a consumir de forma preocupante.
En la noche me levanté a beber agua y, de pie en la cocina, me quedé mirando el fondo del vaso. Como si mi mente cayera al interior del vaso hacia un abismo infinito, al igual que sentía que lo hacía mi vida. Entonces, lentamente, unas lágrimas mojaron mi mejilla. Pero no estaba dispuesta a caer hasta el fondo. Sequé mis lágrimas y apure el vaso. Si había alguna duda de si ir al gimnasio, en ese mismo momento se disiparon. Mañana mismo iría a inscribirme. Caminé en silencio, tomé mi móvil y me encerré en el baño. Busqué rápidamente gimnasios cerca de mi y estuve ojeando fotos y leyendo condiciones. Me quedé con uno, no muy lejos de donde vivía y me prometí mañana seriamente si dar el paso.
La casa estaba en silencio, todos dormían. El calentón que había estado rondando en mí durante todo el día se volvió imposible de ignorar. Lo sentía en el pecho, en mi coño, como una llama que amenazaba con consumirme desde dentro. Desbloqueé de nuevo el móvil y recordando las palabras de Marta, busqué videos de hombres jóvenes en gimnasios. Uno tras otro, desfilaban ante mis ojos en miniaturas perfectas. Videos cortos, suficientes para encender ese fuego aún más.
Elegí uno al azar. Un joven impresionante levantaba pesas con una facilidad que parecía casi falso. Su camiseta ajustada estaba empapada de sudor, pegada a su piel, mostrando cada músculo, cada detalle. Tragaba saliva mientras lo observaba acercarse a la cámara para beber agua, su mandíbula angular y su paquete marcado hacían que mi pulso se acelerara.
Sin darme cuenta, mi otra mano comenzó a deslizarse por mi muslo, lentamente. Otro video empezó automáticamente: un hombre haciendo flexiones, con la espalda arqueándose y contrayéndose con cada movimiento. Cerré los ojos por un momento, dejando que mi imaginación me envolviera y metí mis dedos en mi ya empapado coño. Esos cuerpos jóvenes y musculosos… Era demasiado. Sentía mi interior ardiendo, con mi respiración cada vez más entrecortada, y esa necesidad de hundir mis dedos hasta los nudillos repetidamente. Dejé el móvil apoyado en el lavabo, pero las imágenes seguían ahí, acompañándome, alimentando el deseo que me desbordaba. Mordí mi labio para contener el gemido que amenazaba con escapar, pero mi cuerpo me traicionaba.
El orgasmo llegó como una ola, intensa y envolvente. Sentí mi cuerpo tensarse, mi respiración detenerse, y un estremecimiento recorrerme de pies a cabeza. Tuve que apoyarme en el lavabo para no caer, mientras el placer me inundaba, dejando mi cuerpo flojo y mi mente en blanco. Abrí los ojos lentamente, mirando mi reflejo en el espejo. Mi cabello estaba desordenado, mis mejillas encendidas. Abrí el grifo y me mojé el rostro con agua fría y me limpie mis fluidos con una toallita.
—Necesito hacer algo con este vicio… —murmuré con una sonrisa nerviosa, mientras tomaba el móvil y salía del baño.
CAPÍTULO 5.2
El sonido de la alarma rompió la quietud del dormitorio, un martilleo constante que me hizo gruñir en la penumbra. Apenas había logrado dormir. Mis pensamientos, me mantuvieron despierta durante gran parte de la noche. Estiré el brazo con esfuerzo, como si cargara el peso del mundo, y finalmente apagué el estridente sonido. Suspiré, anhelando unos minutos más en la calidez de las sábanas, pero no podía permitirme ese lujo. Los chicos debían ir a clases. Me levanté con dificultad, el cuerpo resentido, y escuché el agua de la ducha correr en el pequeño baño del dormitorio. Roberto ya había comenzado su rutina diaria. Me puse una bata ligera y caminé hacia la puerta del baño, con la intención de entrar a orinar. Sin embargo, cuando mi mano tocó el pomo, algo en mí se detuvo. Me quedé inmóvil, como si mi propio ser se resistiera a dar ese paso. No quería verlo, no hoy. La idea de compartir ese pequeño espacio con él me anudaba el estómago. Dando media vuelta, salí del dormitorio y recorrí el pasillo, aún bostezando, mientras abría las puertas de las habitaciones de los chicos.
—¡Arriba, chicos! —dije, tratando de inyectar algo de energía en mi voz—. Es hora de levantarse.
Los murmullos de protesta se hicieron eco tras las sábanas, pero poco a poco comenzaron a moverse. Suspiré aliviada y seguí hacia el otro baño, cerrando la puerta detrás de mí. Por fin, tuve un momento de privacidad. Me senté en el inodoro, y aunque ya había terminado, me quedé ahí, inmóvil, con la mirada fija en los azulejos de la pared. Sus patrones eran borrones sin sentido mientras mi mente divagaba en un mar de pensamientos confusos y emociones reprimidas. Un golpe en la puerta me devolvió al presente.
—¡Mamá! ¡Tengo que usar el baño! —exclamó mi hija con impaciencia.
Sacudí la cabeza, como tratando de despejar las nubes de mi mente, y rápidamente me limpié antes de tirar de la cisterna. Me lavé las manos y salí, encontrándome con el ceño fruncido de mi pequeña.
—Todo tuyo, cariño —dije, forzando una sonrisa.
La cocina pronto se llenó del ruido del desayuno. Las tostadas saltaron de la tostadora y el café burbujeó en la cafetera, pero el ambiente tenía un peso diferente. Mientras servía los platos, mis hijos me miraron con curiosidad.
—Mamá, ¿estás bien? —preguntó mi hijo mayor, su tono mostrando una mezcla de preocupación y curiosidad.
—Solo no dormí bien, cariño. Estoy bien, no te preocupes —respondí, tratando de sonar convincente.
Roberto apenas levantó la mirada de su móvil. Me observó durante un breve segundo antes de volver a sus correos electrónicos. No hubo palabras, ni siquiera un gesto. Ese detalle, insignificante para él, fue una daga invisible para mí. Una vez más, me sentí invisible en mi propia casa. Finalmente, la puerta principal se cerró tras ellos, dejando la casa en un silencio abrumador. Me quedé un momento de pie en la cocina, mirando los platos vacíos. Sentía el peso de la soledad como una sombra que no podía quitarme de encima. Subí las escaleras lentamente y me dirigí al baño del pasillo, decidida a darme una ducha. Cerré la puerta y dejé que el agua caliente comenzara a llenar el espacio con vapor. Me desnudé despacio, notando la frialdad del suelo bajo mis pies desnudos antes de entrar al pequeño refugio que me ofrecía la ducha.
El agua caliente golpeó mi piel como un bálsamo, aliviando el cansancio físico y, al menos por un momento, el emocional. Cerré los ojos y dejé que las gotas recorrieran mi cuerpo, llevando consigo una parte del peso que cargaba. Mis manos acariciaron mi piel, no con prisa, sino con algo que se sentía como una exploración.
“Hoy es un nuevo día,” pensé, mientras el calor del agua parecía susurrar promesas de cambio. “Y con él, una nueva oportunidad.” Después de quedarme sola en casa, fui directamente a mi habitación. Sabía que en algún rincón del armario tenía guardada ropa deportiva, aunque apenas la había usado. Rebusqué entre las prendas hasta dar con un par de leggings y camisetas que me parecían adecuadas. También seleccioné una ropa interior que pensé sería cómoda para el gimnasio.
Me desnudé completamente frente al espejo y me puse la ropa interior primero. Luego, comencé a probarme varias combinaciones de ropa deportiva. Observaba cada detalle, buscando ocultar lo que yo consideraba defectos. Finalmente, opté por un conjunto que me hacía sentir un poco más segura: unos leggings oscuros que moldeaban discretamente mi figura y una camiseta suelta que no marcaba demasiado. Me miré en el espejo, ajustando la camiseta y los leggings. “¿De verdad voy a hacer esto?”, pensé mientras inspeccionaba mi reflejo. Respiré hondo, tratando de encontrar comodidad en mi propia piel. A pesar de las dudas, agarré mi bolso y salí de casa rumbo al gimnasio.
El camino estuvo plagado de tentaciones de darme la vuelta. Cada paso parecía un desafío, y la sensación de sentirme ridícula a mi edad en un lugar lleno de jóvenes tonificados me provocaba un nudo en el estómago. Pero algo en mí insistía en seguir adelante. Finalmente, llegué al gimnasio. Me detuve frente a la entrada, suspiré profundamente y empujé la puerta. Una joven con una sonrisa cálida estaba en el mostrador. Su placa decía “Ana”. Al verme, su expresión amable me tranquilizó un poco.
—Hola, ¿puedo ayudarte en algo? —preguntó Ana, notando mi evidente nerviosismo.
—Hola, sí. Soy nueva aquí y me gustaría inscribirme —respondí, sintiendo cómo mis palabras salían con algo de inseguridad.
—¡Claro! Soy Ana. ¿Cómo te llamas?
—Clara.
—Encantada, Clara. Vamos a ver los precios y condiciones. —Ana me guio hacia el mostrador y me explicó con paciencia todas las opciones—. El primer mes incluye un seguimiento con un entrenador personal para que te adaptes más fácilmente.
Me sorprendió lo accesible que resultaba todo y la idea del entrenador personal me dio un poco de confianza. Tras unos minutos, firmé los papeles y Ana me entregó una llave magnética para las taquillas junto con una toalla con el nombre del gimnasio bordado.
—Ahora te mostraré las instalaciones, los vestuarios y las duchas —dijo Ana, guiándome por el lugar.
Caminamos juntas por el gimnasio. Las diferentes áreas de máquinas, pesas y salas de clases se desplegaban frente a mí como un mundo nuevo y desconocido. Finalmente, nos detuvimos en una sala donde Ana llamó a alguien.
—Alejandro, ven un momento, por favor —dijo, dirigiéndose hacia un joven que estaba ajustando unas pesas.
Cuando él giró hacia nosotras, sentí un repentino pálpito en el pecho. El joven ya me resultó familiar de espaldas pero al ver su cara lo reconocí inmediatamente. Aquel joven era mi sobrino, el hijo del hermano de mi esposo. Ambos hermanos no tenían mucha relación, desde hacia bastante tiempo mi marido se distanció de su familia. No lo veía desde que era un crio y el pareció no reconocerme. Tendría poco más de 20 años y estaba muy cambiado. Su presencia era magnética: alto, fornido y con una sonrisa que irradiaba confianza.
—Alejandro, esta es Clara. Es nueva en el gimnasio, y tú serás su entrenador personal este mes —le dijo Ana con naturalidad.
—Encantado de conocerte, Clara —dijo Alejandro, extendiendo su mano. Su voz era profunda y cálida. Su apretón de manos fue firme pero amable.
—Gracias, Alejandro. Estoy un poco nerviosa, pero lista para empezar —dije, tratando de mantener la compostura, intentando escudriñar en sus ojos si me reconocía o no.
—Es normal estar nerviosa al principio, pero te aseguro que pronto te sentirás cómoda —respondió él con confianza—. Hoy comenzaremos con unos ejercicios suaves para medir tu estado de forma, y luego diseñaré un programa personalizado para ti.
Asentí, intentando concentrarme en sus palabras, aunque mi mente estaba distraída en él. Ana se despidió, dejándome a solas con Alejandro.
— ¿Qué tal estás, tita? — me preguntó de repente cuando Ana se hubo alejado los suficiente, dejándome estupefacta. Parecía que si me había reconocido.
— Bb…bien ¿Y tú? — dije aún un poco fuera de lugar.
— Pues muy bien también — dijo con una amplia sonrisa— Disculpa que no te dijera nada delante de Ana, la empresa tiene políticas sobre trabajar con familiares.
— Ah… entiendo — dije algo confundida.
— De momento, mejor no digas que somos familia y nos llamemos por nuestros nombres — me dijo guiñándome un ojo — Bueno ¿Continuamos?
— Ss… si, claro sigamos — dije yo correspondiéndole con una sonrisa.
Él terminó de mostrarme las instalaciones, explicándome cómo funcionaban las máquinas con un aire profesional, pero también cercano. A medida que hablaba, me sentí más tranquila, aunque sin saber muy bien por qué una chispa de emoción que se encendía cada vez que lo miraba. No sé si era por el atractivo joven en el que se había convertido o porque por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo en mi vida estaba a punto de cambiar. Cuando Alejandro me indicó que empezaríamos con un calentamiento en la cinta, asentí, tratando de ocultar mi nerviosismo. Me subí a la máquina mientras él ajustaba los controles, y enseguida comenzó a moverse lentamente. Al principio, caminar fue sencillo, pero no tardé en sentir cómo mis músculos despertaban después de tanto tiempo de inactividad. Alejandro pulsó un botón y la velocidad aumentó, obligándome a subir el ritmo. Caminé con más energía, tratando de mantener el paso, pero mi mente estaba en otra parte. Sentía su mirada sobre mí, profesional y enfocada, aunque no podía evitar sentir la incomodidad de sentirme observada.
—Vas muy bien, Clara. —me dijo con una sonrisa alentadora.
Su tono, amable pero firme, me dio algo de confianza, aunque sabía que pronto sería más desafiante. Justo como lo predije, Alejandro ajustó nuevamente la velocidad.
—Vamos a trotar un poco ahora, ¿de acuerdo? Solo unos minutos.
Comencé a correr suavemente, sintiendo cómo mi cuerpo se adaptaba al nuevo ritmo. Sin embargo, con cada paso, era imposible no notar cómo mi ropa rozaba mi piel o cómo mis tetas se agitaban levemente con el trote. Aunque él parecía completamente enfocado en su trabajo, mi incomodidad era cada vez mayor. Entre el esfuerzo físico y esa inesperada conciencia de mi cuerpo, sentía mi respiración acelerarse, más allá de lo que el ejercicio justificaba. Después de unos minutos, detuvo la cinta poco a poco. Me quedé allí, jadeando ligeramente, mientras Alejandro se acercaba más de lo que había esperado.
—Voy a medir tus pulsaciones. Dame tu muñeca.
Su voz era baja y tranquila, pero su proximidad hizo que mi piel se erizara. Extendí mi brazo, y él tomó mi muñeca con firmeza, sintiendo sus dedos cálidos sobre mi piel. En ese momento, un pequeño escalofrío recorrió mi cuerpo. No supe si él lo notó, pero yo estaba completamente temblando por dentro.
—Tus pulsaciones están un poco altas, pero es normal para el primer día. —comentó, soltando mi muñeca con una caricia.
—Lo siento, creo que estoy más fuera de forma de lo que pensaba. —dije con una risa nerviosa.
—Para nada. Estás haciendo un gran trabajo. —respondió, y su voz resonó profundamente en mí.
Me guio hacia un área con colchonetas y me pidió que me tumbara para realizar unos ejercicios de elasticidad. Obedecí, aunque sentía que con cada movimiento mi vulnerabilidad se hacía más evidente. Cada postura requería que levantara las piernas, arqueara mi espalda o girara mi torso, y cada vez que Alejandro se acercaba para corregirme, me hacía contener la respiración.
—Así está mejor, Clara. —dijo mientras ajustaba ligeramente la posición de mi cadera—. Relájate.
Intenté hacerle caso, pero la mezcla de nervios y la inexplicable sensación que me empezaba a provocar mi sobrino en lo más íntimo, hacía que mi mente no pudiera relajarse.
—Muy bien, ahora probaremos tu fuerza. Vamos con unas pesas ligeras.
Lo seguí hacia el área de pesas, y aunque el ejercicio parecía simple, la atención constante de Alejandro hacía que cada movimiento se sintiera como un examen. Su mirada concentrada en mi, provocaba en mi algo que hacía mucho no sentía. Con cada repetición, sentía cómo mi cuerpo trabajaba, pero también cómo su presencia aumentaba la tensión en mi interior. Para terminar, Alejandro me llevó a la bicicleta estática.
—Pedalea a tu ritmo, no necesitas apresurarte. Solo para soltar los músculos.
Me subí a la bicicleta, ajusté los pedales y comencé. El ejercicio era sencillo, pero con cada pedaleada sentía una presión diferente en mi cuerpo. El sillín de la bicicleta presionando mi coño, junto con el esfuerzo y la cercanía de mi sobrino, creaba una mezcla extraña de incomodidad y excitación. Me mordí el labio, intentando concentrarme, pero mi mente empezó a divagar, recordando los vídeos con los que me había corrido la noche anterior, pero mi mente inexplicablemente le ponía la cara de mi sobrino a esos hombres. Después de diez minutos, Alejandro se acercó nuevamente.
—Eso es todo por hoy, Clara. Hiciste un gran trabajo.
Bajé de la bicicleta, pero mis piernas flaquearon al tocar el suelo. Antes de que pudiera tambalearme, él reaccionó rápido, sujetándome por la cintura.
—Ten cuidado, es normal sentirte un poco débil al principio.
S mano presionaba con firmeza firme y el roce de su entrepierna en mi culo hizo que mi estómago se revolviera con un cosquilleo.
—Gracias, Alejandro. —murmuré, sintiendo mi rostro arder.
—No tienes de qué preocuparte, tita — me susurró con complicidad — Mañana continuaremos, y verás cómo mejoras rápido. —dijo, soltándome con suavidad pero dejando un calor persistente donde su mano me había tocado.
Cuando me despedí, apenas podía coordinar mis pasos. Me senté un momento hasta que mis piernas respondieron correctamente, luego fui al vestuario. Aún no me sentía segura como para ducharme allí, así que me cambié rápidamente y salí hacia la recepción.
—Espero verte mañana, Clara. —dijo Ana con su habitual sonrisa.
—Gracias, Ana. Seguro que estaré aquí. —respondí, devolviéndole una sonrisa que probablemente no ocultaba mi mezcla de emociones.
Salí del gimnasio sintiéndome exhausta, pero más viva de lo que me había sentido en mucho tiempo y con mi sobrino metido en mi cabeza. Cuando llegué a casa, sentía cada músculo tenso y dolorido, pero de una manera satisfactoria. Mi primera reacción fue ir directo al baño. Quería deshacerme de las bragas empapadas y de la sensación de sudor pegado a mi piel. Me quité todo y abrí el grifo de la ducha, dejando que el agua caliente fluyera con fuerza. El contacto del agua tibia deslizándose por mi cuerpo fue un alivio inmediato. Me enjaboné despacio, disfrutando del masaje suave de mis propias manos mientras la espuma se formaba y el agua se llevaba el cansancio físico. Al aclararme, me permití quedarme unos minutos más bajo el chorro, dejando que la calidez me envolviera.
Sin quererlo, mi mente comenzó a vagar, y la sesión en el gimnasio volvió a mí con claridad. Mi sobrino apareció en mis pensamientos como una imagen nítida: su rostro amable, su cuerpo esculpido, la seguridad con la que se movía y hablaba. Recordé la firmeza de sus manos al corregir mis posturas y el cosquilleo que me provocaron cuando sentí su polla rozar mi culo al bajar de la bicicleta. A medida que recreaba esos momentos en mi mente, un calor empezó a recorrerme desde el vientre. Un suspiro escapó de mis labios, y me di cuenta de lo lejos que habían llegado mis pensamientos con mi sobrino. Mi respiración se aceleró, y mis manos, casi sin darme cuenta, comenzaron a bajar por mi pecho.
Entonces, el sonido de la puerta de la entrada me sacó abruptamente de ese trance. Cerré el grifo de golpe, tratando de detener esa corriente de sensaciones que se había apoderado de mí. Envuelta en el vapor, agarré la toalla y hundí mi rostro en ella, intentando calmarme. Respiré hondo, dejando que el contacto suave de la tela contra mi piel húmeda me proporcionara algo de consuelo. Me sequé lentamente y, al terminar, me envolví con la toalla. Me quedé frente al espejo, mirándome fijamente. ¿Qué estaba pasando conmigo? Me sentía culpable, avergonzada, por ponerme cachonda con mi propio sobrino, porque mi mente divagara de esa manera. Nunca había experimentado pensamientos así, y esa sensación de no reconocerme a mí misma era casi abrumadora. Salí del baño para encontrarme con Roberto, mi marido, sentado en la cama quitándose los zapatos.
—Uff, me tienen la cabeza loca… —murmuró, refiriéndose a los niños.
Desde el pasillo, oí las voces de Mario y Sofía discutiendo otra vez. No pude evitar suspirar y salir para lidiar con ellos.
—Eh… —dije, llamando su atención con un tono firme—. Ustedes dos, ya basta de pelear.
Ambos intentaron protestar, pero levanté la mano antes de que pudieran continuar.
—No me importa lo que sea. Arreglen sus diferencias sin estar discutiendo todo el tiempo. Y tú, Mario, ya eres mayor de edad. Que se note que eres el hermano mayor.
Zanjé la conversación y volví al dormitorio. Roberto seguía allí, ahora cambiándose de ropa. Solté la toalla y quedé completamente desnuda, esperando, tal vez, alguna reacción de su parte. Pero no hubo nada. Me ignoró por completo, concentrado únicamente en terminar de vestirse. Esa indiferencia fue como un balde de agua, fría. Me vestí también y bajé a la cocina para preparar el almuerzo. Durante la comida, parecía más calmada en apariencia, pero en mi interior había un torbellino de emociones que no podía controlar. Sentía un nudo en el estómago, una mezcla de frustración, tristeza y… algo más que no quería admitir.
Mis hijos hablaban animadamente sobre su día, y Roberto, como siempre, estaba absorto mirando las noticias en la televisión. Yo apenas podía concentrarme en lo que decían, sonriendo de vez en cuando, pero perdida en mis propios pensamientos. La imagen de Alejandro seguía rondando mi mente. Intentaba apartarla, pero volvía una y otra vez, haciendo que mi coño palpitara. Una parte de mí quería aferrarse a esa sensación porque me hacía sentir viva, mientras otra parte se llenaba de culpa y confusión.
El resto del día no fue diferente. Mi mente estaba en otro lado, atrapada en un torbellino de sensaciones que no podía controlar. A cada momento, cada pensamiento, parecía alimentar ese fuego que se había instalado en mi interior. Sentía mi entrepierna húmeda, un recordatorio constante de lo que no podía sacarme de la cabeza.
Quería masturbarme, pero con gente en casa era imposible encontrar alivio. Las conversaciones, las risas, el ruido de la televisión… Todo me parecía lejano, como un eco que no lograba distraerme de lo que realmente quería.
Llegó la noche, y aún tumbada en la cama, seguía igual. Daba vueltas, tratando de encontrar una posición que me calmara el ardor de mi coño, pero era inútil. No podía dormir, no con esa sensación recorriendo mi cuerpo. Finalmente, me rendí. Tomé mi móvil de la mesita de noche, asegurándome de que nadie escuchara, y salí al pasillo con pasos silenciosos. La casa estaba a oscuras, solo el leve brillo del móvil iluminaba mi camino. Me dirigí a la cocina, abriendo la puerta de la despensa con cuidado. Era un espacio pequeño, apenas lo suficiente para estar de pie, pero cerrado, aislado. Perfecto.
Me aseguré de cerrar la puerta tras de mí antes de desbloquear el móvil. Mi corazón latía rápido mientras buscaba los videos. Sabía exactamente lo que quería, y no tardé en encontrarlo. Jóvenes en gimnasios, sus cuerpos tensos, sudorosos, levantando pesas y moviéndose con una energía que me encendía más con cada segundo.
El primer video comenzó, y mis dedos, casi por instinto, comenzaron a acariciar mis bragas, antes de quitármelas. Mis dedos jugueteaban con los labios de mi coño, mientras mi respiración se volvía más acelerada, entrecortándose cada vez que rozaban mi clítoris. Cada imagen parecía diseñada para provocar exactamente lo que estaba sintiendo: el calor en mi pecho, el ardor en mi coño, la necesidad insaciable de correrme.
Entonces cambie directamente a una página porno. Pasé al siguiente video. Y luego al siguiente. Cada uno parecía más intenso que el anterior, como si el algoritmo supiera exactamente lo que necesitaba, jóvenes en gimnasios acariciándose sus enormes y duras pollas. Mi cuerpo se tensaba cada vez que me metía los dedos. Cerré los ojos por un momento, dejando que la imagen de Alejandro en el gimnasio ofreciéndome su joven polla se proyectara en mi mente.
Estaba a punto de correrme. Lo sabía, lo sentía. Solté el móvil junto al bote de arroz, dejando mi mano libre para cubrir mi boca, mientras mordía con fuerza mis nudillos, intentando ahogar los gemidos que luchaban por salir. El último estremecimiento me tomó por sorpresa, recorriendo mi cuerpo como un relámpago, haciéndome temblar mientras me apoyaba contra la estantería para no caer.
Cuando terminé, me quedé quieta, respirando con dificultad, tratando de recuperar la calma. Mi cuerpo, finalmente relajado, se sentía ligero, como si me hubiera quitado un peso de encima. Con una sonrisa perezosa, recogí el móvil y salí de la despensa, caminando de regreso a mi habitación. Me metí bajo las sábanas, sintiendo cómo el sueño finalmente me envolvía. Antes de quedarme dormida, no pude evitar pensar en la siguiente vez que fuera al gimnasio, en cómo aguantaría otra sesión de entrenamiento con mi sobrino. Quizá este fuego necesitaba más que videos para apagarse.
CAPÍTULO 5.3
El segundo día crucé las puertas del gimnasio con una mezcla de valentía y nerviosismo. El olor a limpieza y el sonido de las pesas chocando contra el suelo me recibieron, impregnándome mientras caminaba hacia los vestuarios. Llevaba años sumergida en una rutina que me había dejado agotada, no solo físicamente, sino también emocionalmente. Necesitaba despertar esa chispa, por eso estaba allí, decidida a recuperar algo de mí misma, algo que sentía que se me había escapado entre los dedos del tiempo. Mi sobrino estaba junto a las máquinas de cardio, apoyado en una de ellas parecía sacado de una revista de fitness. Sus brazos musculosos y su sonrisa desenfadada eran imposibles de ignorar. Me sonrió con una calidez que me hizo relajarme un poco.
—Hola, Clara. Bienvenida. Hoy vamos a seguir con algo sencillo, ¿de acuerdo? —dijo él, con una voz suave pero firme que inmediatamente captó mi atención.
Asentí, tratando de no parecer demasiado nerviosa. Alejandro me guio hacia una colchoneta y me explicó una serie de estiramientos básicos. Seguí sus instrucciones, sintiendo cómo mis músculos, rígidos por años de sedentarismo, comenzaban a despertar. Pero no eran solo mis músculos los que reaccionaban. Cada vez que Alejandro se acercaba para corregir mi postura, sentía un cosquilleo en el coño que no podía ignorar.
—Así, muy bien —murmuró él, colocando su mano sobre la parte baja de mi espalda para guiarme—. Relaja los hombros. No te tenses.
Intenté seguir sus indicaciones, pero era difícil concentrarme cuando su mano estaba tan cerca, cuando su aliento casi me rozaba la nuca. Era una sensación que no había experimentado en mucho tiempo, una mezcla de vergüenza y excitación que me dejaba sin aliento. Alejandro parecía no notarlo, o al menos no lo demostraba. Continuó con la sesión, mostrándome cómo usar las máquinas y cómo ajustar los pesos para que no me esforzara demasiado en mis primeros días.
—Vamos a hacer unas sentadillas —dijo él, colocándose frente a mí—. Así, con las piernas separadas al ancho de los hombros. Y baja lentamente, como si te fueras a sentar en una silla.
Lo miré, tratando de imitar su postura. Pero cuando comencé a bajar, sentí que mis piernas temblaban. Alejandro se acercó rápidamente, colocando sus manos sobre mis caderas para estabilizarme.
—Tranquila, yo te sostengo —dijo, con una voz que sonaba casi como un susurro.
Sentí que el calor de sus manos se filtraba a través de la tela de mis leggings, y una oleada de deseo me recorrió de pies a cabeza. Era absurdo, me dije a mí misma. Él solo estaba haciendo su trabajo. Pero no podía negar lo que sentía, cómo mi cuerpo reaccionaba a su cercanía, a su tacto. Bajé lentamente guiada por sus fuertes manos, sintiendo cómo mis músculos se tensaban, pero también cómo me empezaba a humedecer.
—Muy bien —dijo Alejandro, ayudándome a subir de nuevo—. Eso es. Ahora repite.
Lo hice, una y otra vez, sintiendo cómo cada movimiento me hacía comenzar a fantasear, cómo cada corrección que él hacía me hacía sentirme sumisa, sintiendo un ardor cuando mi mente me traicionó haciéndome imaginar que subía y bajaba sobre su joven polla mientras el me alentaba a continuar. Cuando terminamos las sentadillas, estaba sudando, pero no solo era sudor lo que me empapaba. Podía sentir la mojado que estaba mi coño. Mi mente estaba en un torbellino, tratando de procesar lo que estaba sintiendo.
La sesión continuó con más ejercicios, cada uno diseñado para que fuera recuperando poco a poco mi fuerza y flexibilidad. Pero para mí, cada momento era una lucha interna. Cada vez que Alejandro me tocaba, cada vez que se inclinaba para ajustar una máquina o corregir mi postura, sentía que algo dentro de mí se descontrolaba. Era como si mi cuerpo, después de años de adormecerse, hubiera decidido despertar de golpe. Cuando finalmente terminamos, Alejandro me sonrió con satisfacción.
—Muy bien, Clara. Esta siendo un gran comienzo. ¿Cómo te sientes?
—Cansada —respondí, con una risa nerviosa—. Pero bien. Creo que esto era justo lo que necesitaba.
—Me alegra oírlo —dijo él, acompañándome hacia la salida—. Recuerda, es importante que escuches a tu cuerpo. Si sientes que necesitas descansar, descansa. No quieres sobre esforzarte.
Asentí, pero en ese momento, escuchar a mi cuerpo era lo último que quería hacer. Porque mi cuerpo me estaba diciendo cosas que no estaba segura de querer oír. Cosas que me hacían sentir vulnerable, expuesta. Cosas que me hacían preguntarme si estaba loca por sentir lo que sentía con mi sobrino. Me despedí de él con una sonrisa forzada y salí del gimnasio, sintiendo el aire frío de la tarde en mi piel caliente. Mientras caminaba hacia mi casa, traté de ordenar mis pensamientos. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué Alejandro, mi propio sobrino, me provocaba esas sensaciones? Era ridículo, me dije a mí misma. Él era de mi familia, y lo que sentía estaba mal. Y sin embargo, no podía dejar hacerlo. La forma en que mi cuerpo había reaccionado a su cercanía, a su tacto. Era como si algo dentro de mí, algo que había estado dormido durante años, hubiera despertado de repente y con la persona menos indicada.
Llegué a mi casa y me dejé caer en el sofá, sintiéndome más confundida que nunca. No pude resistirme. La excitación que había estado acumulándose durante toda la sesión de entrenamiento era demasiado para ignorarla. Me levanté del sofá y me dirigí al baño, cerrando la puerta con cuidado. Me miré en el espejo, viendo el rubor en mis mejillas y el brillo en mis ojos. Me quité la ropa lentamente, sintiendo cómo el aire frío rozaba mi piel caliente. Me acaricié las tetas, sintiendo cómo los pezones se endurecían bajo mis dedos. Bajé mi mano lentamente, sintiendo cómo la excitación se desbordaba dentro de mí. Me toqué el coño, sintiendo cómo mi cuerpo se estremecía. Era como si Alejandro estuviera allí conmigo, sus manos en mi piel, su aliento en mi nuca. Me dejé llevar por la fantasía, sintiendo cómo el placer se acumulaba dentro de mí hasta que no pude más. Un gemido escapó de mis labios mientras el orgasmo me recorría de pies a cabeza. Cuando saque mis dedos empapados, me quedé allí, jadeando, sintiendo cómo mi cuerpo se relajaba. Sabía que no podía seguir fantaseando con Alejandro. Era mi sobrino, y yo era una mujer casada. Pero por primera vez en mucho tiempo, me sentía viva. Y eso, aunque me asustaba, también me emocionaba.
Día tras día, mi cuerpo se transformaba. Los músculos que habían estado dormidos durante años comenzaban a despertar, y con ellos, una energía que no recordaba haber sentido antes. Cada mañana, al mirarme al espejo, notaba cómo mi postura era más firme, cómo mis curvas se definían con mayor claridad. Pero no era solo mi cuerpo el que cambiaba. Mi mente, mi espíritu, todo parecía revitalizarse. Y sin embargo, había algo más, algo que no podía ignorar, algo que se agrandaba dentro de mí con cada sesión de entrenamiento.
Alejandro. El nombre de mi sobrino resonaba en mi mente como un mantra, una obsesión que no podía sacudirme. Cada vez que estábamos juntos en el gimnasio, sentía cómo mi cuerpo reaccionaba, cómo mi coño palpitaba cuando sus manos me tocaban, aunque fuera de manera fugaz, para corregir mi postura o guiarme en un ejercicio. Comencé a buscar esos contactos, a fingir que necesitaba más ayuda de la que realmente requería, solo para sentir sus manos en mi cuerpo. Era una locura, lo sabía, pero no podía evitarlo. Necesitaba sentir su vigorosidad, su juventud, su fuerza.
Y luego estaba la otra parte, la que ocurría en la privacidad de mi hogar, cuando ya no podía contener la excitación que había estado acumulándose durante todo el día. Me había convertido en una rutina, una necesidad casi compulsiva. Tras cada entrenamiento, llegaba a casa, me encerraba en alguna habitación y me dejaba llevar por la fantasía. Al principio, mis dedos eran suficientes, pero pronto dejaron de serlo. Necesitaba algo más, algo que me hiciera sentir que mi sobrino estaba allí, algo que me permitiera imaginar que era él quien me tocaba, quien me hacía sentir viva. Fue así como el mango del cepillo del pelo se convirtió en mi aliado. Lo tomé con manos temblorosas, sintiendo cómo el frío del plástico contrastaba con el calor de mi coño. Me acaricié el clítoris lentamente, dejando que la imagen de mi sobrino tomara el control. Cerré los ojos y me imaginé que era la polla de el la que rozaba mi botoncito, sus manos fuertes acariciando mis tetas, mientras nuestras lenguas se enzarzaban.
—Alejandro… —gemí, sintiendo cómo el cepillo se abría paso por las paredes de mi coño —. Si supieras lo que me haces sentir…
Mis palabras se mezclaban con gemidos, con suspiros que escapaban de mis labios sin que pudiera controlarlos. Me imaginé que él estaba allí, que sus ojos oscuros me miraban con deseo, mientras me follaba, lentamente, pero con firmeza.
—Quiero sentirte… —murmuré, metiéndome repetidamente el mango del cepillo con más fuerza—. Quiero que me folles, que me hagas sentir viva…
El placer se acumulaba dentro de mí, una ola que crecía y crecía hasta que no pude más. Un gemido escapó de mis labios mientras el orgasmo me recorría completamente, dejándome temblorosa y sin aliento. Me quedé allí, jadeando, dejando que el cepillo saliera de mi coño y cayera por su propio peso, sintiendo cómo mis fluidos corrían por mis muslos. Solo entonces mi cuerpo y mi mente se relajaban teniéndome que sentar en el suelo, pero también la culpabilidad comenzaba a asomar.
—Esto tiene que parar… —me dije a mí misma, sabiendo que era verdad, pero también sabiendo que no podía hacerlo. Necesitaba sentir a Alejandro, necesitaba su polla, esa fantasía que me hacía sentir viva de una manera que no recordaba haber sentido antes.
Recogí el cepillo del suelo, sintiendo cómo mis piernas aún temblaban. Me miré en el espejo, viendo el rubor en mis mejillas y el brillo en mis ojos. Sabía que no podía seguir así, que tarde o temprano tendría que enfrentar la realidad, que lo que tanto deseaba no sucedería jamás. Primero de todo porque era mi sobrino y segundo el era un apuesto joven y yo ya encaraba los 50. Pero por ahora, por ahora me dejaba llevar por la fantasía, por la excitación, por la necesidad de sentirme viva.
CAPÍTULO 5.4
Los días pasaban y mi rutina en el gimnasio se volvía cada vez más intensa, no solo por los ejercicios, sino por la carga de deseo que llevaba dentro. Ya no podía negarlo: Mi sobrino Alejandro se había convertido en una obsesión. Cada vez que estaba cerca de él, mi cuerpo reaccionaba de una manera que no podía controlar. Era como si algo primitivo, algo salvaje, se hubiera despertado en mí después de años de estar dormido. Y aunque sabía que estaba jugando con fuego, no podía detenerme. Necesitaba sentir su cercanía, su tacto, su energía. Comencé a ser más descarada. Durante los ejercicios, me movía de manera que sus manos, al guiarme, se acercaran más a mi trasero. Cuando hacía sentadillas o estiramientos de piernas, abría mis piernas un poco más de lo necesario, sabiendo que mis leggins ajustados marcaban cada curva, cada línea de mi entrepierna. Notaba cómo su mirada se detenía en mí, cómo sus ojos oscuros recorrían mi cuerpo con una intensidad que me hacía temblar por dentro. Y aunque intentaba disimular, sabía que él se estaba dando cuenta. Lo intuía en la forma en que sus manos se demoraban un poco más de lo necesario, en cómo sus dedos rozaban mi piel cerca de zonas que sabía que eran erógenas.
—Clara, concéntrate —me decía él en voz baja, con un tono que sonaba más a provocación que a regaño—. No te distraigas.
Pero ¿cómo no distraerme cuando sus manos estaban tan cerca, cuando su aliento me rozaba la nuca, cuando su cuerpo fuerte y joven estaba a solo unos centímetros de mí? Cada vez que me tocaba, sentía un escalofrío que recorría mi espalda y se concentraba en mi entrepierna. Era imposible no gemir, no dejar escapar un quejido de placer mezclado con el esfuerzo del ejercicio.
—Así, muy bien —murmuraba él, mientras sus manos se deslizaban por mi cintura para corregir mi postura—. Eres una alumna muy aplicada.
Sus palabras, que sonaban en mi mente cargadas de doble sentido, solo avivaban el fuego que ardía dentro de mí. Sabía que estaba jugando conmigo, que disfrutaba de mi reacción, pero no me importaba. Necesitaba aquello, necesitaba sentir que aún era deseable, que aún podía provocar algo en un hombre como él.
Un día, mientras hacía un ejercicio de piernas en una máquina, abrí mis piernas más de lo habitual, sintiendo cómo los leggins se ajustaban a mi coño, marcando cada curva sus labios. Alejandro se acercó, como siempre, para corregir mi postura, pero esta vez sus manos se detuvieron en mis muslos, rozando la parte interna, tan cerca de donde más deseaba que me tocara que casi me hizo perder el control.
—Tienes que mantener la tensión aquí —dijo, apretando suavemente mis muslos abriendo aún más mis piernas —. Así, muy bien.
Sentí cómo el calor de sus manos se filtraba a través de la tela, cómo su tacto me hacía temblar por dentro. No pude evitar un gemido, un sonido que salió de mis labios sin que pudiera controlarlo. Alejandro no dijo nada, pero noté cómo sus ojos brillaban con una mezcla de satisfacción y deseo.
—¿Estás bien? —preguntó, con una voz que sonaba más a provocación que a preocupación.
—Sí… —murmuré, tratando de recuperar el aliento—. Solo es… el esfuerzo.
Él sonrió, un gesto lento y calculado que me hizo sentir aún más expuesta. Sabía que no me creía, que estaba disfrutando de mi reacción tanto como yo disfrutaba de sus tocamientos. Pero no importaba. En ese momento, lo único que importaba era la conexión que había entre nosotros, la tensión sexual que crecía con cada segundo que pasábamos juntos.
Cuando terminó la sesión, me sentí más agitada que nunca. Mi cuerpo estaba lleno de energía, pero no solo por el ejercicio. La excitación que había estado acumulándose durante todo el entrenamiento era casi insoportable. Sabía que, una vez en casa, no podría resistirme a tocarme, a dejar que la fantasía tomara el control de nuevo. Mientras caminaba hacia casa solo quería llegar, tomar aquel cepillo y enterrarlo en lo más profundo de mi coño hasta chorrear de placer. Y aunque sabía que estaba jugando con fuego, que tarde o temprano tendría que enfrentar las consecuencias de mis acciones, no podía detenerme. Necesitaba sentirme viva, necesitaba sentir que aún podía provocar deseo, que aún podía ser deseada. Y mi sobrino, con su juventud, su fuerza y su mirada seductora, era la encarnación perfecta de todo aquello que anhelaba.
CAPÍTULO 5.5
El fin de semana se acercaba, y con él, una oportunidad que no podía dejar pasar. Había colgado el teléfono del salón de casa después de hablar con mi hermana. Ella me había propuesto llevar a mis dos hijos al pueblo para que vieran a nuestros padres. La idea me pareció perfecta; los niños estarían felices de pasar tiempo con sus abuelos, y yo… bueno, yo tendría un respiro. Justo unos minutos después, mi marido llegó a casa y me recordó que ese fin de semana tenía la convivencia anual de su empresa. Al principio, me sentí un poco culpable por no acompañarlo, pero la idea de tener la casa completamente para mí, de poder dar rienda suelta a mis fantasías más íntimas sin preocupaciones, me hizo cambiar de opinión rápidamente.
El viernes llegó, y con él, la partida de mi marido. Mi hermana apareció poco después para recoger a los niños. La casa quedó en silencio, un silencio que resonaba con posibilidades. Miré el reloj: aún quedaban dos horas para que el gimnasio cerrara. Mi corazón comenzó a latir más rápido, y sin pensarlo dos veces, corrí hasta mi habitación. Abrí el cajón y elegí los leggins más ajustados que tenía, esos que marcaban cada curva de mis piernas y mi trasero. Me puse un top sin sujetador, sintiendo cómo el aire rozaba mis pezones, ya erectos por la excitación. Tomé las llaves, mi macuto y salí disparada hacia el gimnasio, deseando con todas mis fuerzas encontrarme con mi sobrino.
Mientras andaba, mi coño palpitaba de excitación. Cada semáforo en rojo, cada tumulto de gente que tenía que esquivar, parecían prolongar la agonía de la espera. Finalmente, llegué al gimnasio. Exhalé un suspiro de alivio y deseo al ver a Alejandro al fondo, ocupado con unas pesas. Caminé con paso ligero hacia el vestuario, fingiendo no haberlo visto, aunque cada fibra de mi ser estaba consciente de su presencia.
Comencé con algunos estiramientos en una esquina del gimnasio, fingiendo tranquilidad aunque por dentro ardía en deseos. Mis movimientos eran lentos, calculados, como si intentara convencerme a mí misma de que estaba allí solo por el ejercicio. Pero la realidad era que cada estiramiento, cada flexión, solo avivaba el fuego que llevaba dentro. Después de unos minutos, me subí a una de las bicicletas estáticas para calentar. La dureza del sillín bajo mí era una sensación que no podía ignorar. Apenas había gente en el gimnasio a esas horas, y la hilera de bicicletas estaba completamente vacía. Me movía más de lo necesario, rozándome con el cuero del asiento, sintiendo cómo la presión en mi entrepierna aumentaba con cada pedaleo. Un leve gemido escapó de mis labios, incontrolable, mientras mi mente comenzaba a fantasear. Justo en ese momento, escuché su voz.
—Clara, ¿qué haces aquí a estas horas? —preguntó Alejandro, acercándose con esa mezcla de curiosidad y picardía en su tono.
No me extrañó la pregunta. Yo siempre iba al gimnasio por las mañanas, y mi presencia allí, tan tarde, era algo fuera de lo común. Me bajé de la bici lentamente, sintiendo cómo mis piernas temblaban un poco, no solo por el esfuerzo físico. Lo miré directamente a los ojos, sosteniendo su mirada con una intensidad que no había mostrado antes.
—No tenía planeado venir hoy —dije, con una sonrisa que intentaba ser casual pero que sabía que transmitía algo más— Tu tío — susurré — está fuera todo el fin de semana, y mi hermana se llevó de viaje a mis hijos. Me aburría en casa y pensé en darle un poco de movimiento al cuerpo —añadí, dejando caer las últimas palabras con un tono picante, casi desafiante.
Alejandro dibujó en su rostro una media sonrisa, esa que me hacía sentir que estaba jugando conmigo, que sabía exactamente lo que estaba pasando por mi cabeza.
—Sígueme —dijo, con un gesto de la mano—. Hoy no haremos nada de máquinas.
Lo seguí sin dudar, sin apartar la mirada de su espalda fuerte y definida, de cómo sus músculos se movían bajo la camiseta ajustada que llevaba. Cada paso que daba me hacía sentir más cerca de él, más cerca de aquello que tanto deseaba. Me llevó hasta una sala que no había visitado antes. Era un espacio amplio, con colchonetas y esterillas en el suelo, utilizado para clases de yoga, pilates y gimnasia. Había varias mujeres en la sala, pero Alejandro no pareció prestarles mucha atención.
—Hoy trabajaremos tu elasticidad —dijo, invitándome a pasar y cerrando la puerta tras de mí—. También es una parte muy importante.
Saludé a las demás mujeres con una sonrisa tímida y esperé las indicaciones de Alejandro, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza en mi pecho. Sabía que aquella sesión no sería como las demás, que algo estaba a punto de cambiar. Y aunque una parte de mí intentaba mantenerse racional, la otra, la que ardía en deseos, solo quería dejarse llevar.
Tras darme unas indicaciones sobre los ejercicios de estiramientos, Alejandro se excusó y salió de la sala. Mientras esperaba, continué con los movimientos, sintiendo cómo mis músculos se estiraban y cómo mi mente no dejaba de preguntarse qué estaría tramando. Para cuando volvió, las otras mujeres ya se habían ido, y él se había cambiado. Llevaba unos pantalones cortos ajustados y una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto sus brazos musculosos. Mi respiración se aceleró al verlo.
—Hoy haré estos ejercicios contigo —dijo, mirándome directamente a los ojos como si quisiera atravesarme con la mirada—. Últimamente estoy… tenso.
Cogió una cinta de medir y la extendió en el suelo.
—Colócate aquí —indicó, señalando un punto en el suelo—. Agáchate como si fueras a hacer una sentadilla.
Hice lo que me pidió, sintiendo cómo mis piernas temblaban un poco al mantener la posición.
—Así, muy bien —continuó—. Ahora mete tus brazos entre tus piernas e intenta llegar lo más atrás con tus dedos, tocando el suelo.
Con algo de esfuerzo, intenté hacer lo que me pedía, pero no pude llegar muy lejos. Incluso me costaba mantener el equilibrio entre el esfuerzo y verme en aquella posición ante mi sobrino mientras notaba la costura de mis mallas meterse por mi coño.
—Es suficiente —dijo Alejandro, mirando la cinta métrica—. No es mucho, pero es normal. Ahora mídeme tú a mí.
—Está bien —respondí, tomando aire para calmarme un poco.
Él repitió el ejercicio que yo había hecho y lo superó por bastante. Lo miré con admiración, y él me alentó diciendo que algún día yo también lo superaría.
Seguimos con los ejercicios sobre la colchoneta y con la pelota inflable. Ninguno de los dos nos quitábamos ojo, manteniendo posturas sugerentes más de lo necesario. Notaba sus manos en mi cuerpo, que se tornaban en caricias furtivas cada vez que me ayudaba, haciendo que mi respiración se agitara. Era un tormento para mí, sentía la zona de mi entrepierna humedecida. Quería saltar encima de él y que me tomara allí mismo, pero era solo una fantasía. Terminamos mirándonos de una manera que parecía querer devorarnos el uno al otro, pero en el pasillo de los vestuarios nos separamos. Mientras tomaba mis cosas de la taquilla, mis manos temblaban, deseando llegar a casa y apagar ese fuego con mi cepillo, que tanto placer me daba.
Apenas había andado unos metros por la calle cuando Alejandro me alcanzó. Era de noche, y él se ofreció a llevarme en su coche. Acepté, y ambos nos montamos en el vehículo. Durante el camino, apenas intercambiamos palabras, salvo las indicaciones que yo le daba para llegar a mi casa.
—Aquí es —dije, y él detuvo el coche.
— Nos vemos el lunes — dijo Alejandro, con una sonrisa.
Me quedé callada, pensativa unos segundos, y como si alguien se hiciera con mi voluntad, le ofrecí tomar algo en mi casa. Él me miró sutilmente y aceptó. Saqué mis llaves y apreté el mando del garaje.
— Será mejor que aparques dentro.
Pasamos adentro de la casa, y yo le ofrecí asiento a Alejandro. Con una sonrisa coqueta, le pregunté:
—¿Te gusta el vino?
—Sí, me encanta —respondió él, con esa mirada intensa que siempre parecía ver más allá de lo que yo decía.
—Entonces descorcharé una botella para que se vaya aireando mientras me doy una ducha rápida —dije, intentando mantener la compostura, aunque mi voz temblaba ligeramente. Alejandro se levantó de inmediato, rozando sus manos con las mías al quitarme la botella de vino.
—Déjame a mí —dijo, con un tono suave pero firme—. Ve a ducharte, yo me encargo de esto.
Casi me derretí al sentir sus manos rozar las mías. Asentí con la cabeza y me dirigí al baño, dejando correr el agua caliente mientras me desnudaba. Me quité el tanga, empapado entre el sudor del gimnasio y mis propios fluidos, y lo dejé caer al suelo. Al sentir el agua caliente sobre mi piel, me sentí ligeramente liberada de la tensión que Alejandro me provocaba. Estaba tan relajada que no me percaté de su presencia hasta que movió el cristal de la mampara de la ducha y apareció mi sobrino totalmente desnudo.
—¡Alejandro! —exclamé, sorprendida, cubriéndome rápidamente con mis brazos—. ¿Qué haces aquí? — dije sobresaltada, pero sin poder clavar mi mirada en su polla, moviéndose casi erecta de un lado a otro mientras se metía dentro de la ducha.
Quedé impresionada por el tamaño de su polla, más grande de lo que imaginaba, y sin dejar de mirarla dejé que se acercara más a mí, bajando mis brazos, rendida por completo ante su presencia. El primer beso fue suave, casi tímido, como si ambos midiéramos el terreno, pero pronto esa delicadeza se desvaneció. La tensión que habíamos estado acumulando durante semanas explotó de golpe, convirtiendo el espacio de la ducha en un escenario de pasión descontrolada. Sus labios se apoderaron de los míos con una intensidad que me dejó sin aliento, y yo respondí con la misma urgencia, mordiendo suavemente su labio inferior mientras mis manos se aferraban a sus hombros, sintiendo la dureza de sus músculos bajo mis dedos.
Alejandro no perdió tiempo. Sus manos, fuertes y decididas, recorrieron mi cuerpo como si lo conocieran de memoria. Bajaron por mi espalda, apretando mi culo, y luego se deslizaron hasta mi coño, justo donde lo necesitaba urgentemente. Un gemido escapó de mi garganta cuando sus dedos encontraron mi clítoris, ya hinchado y sensible. Me acarició con suavemente, pero sin rodeos, como si supiera exactamente lo que necesitaba.
—Alejandro… —susurré, pero él no me dejó terminar. Su boca volvió a la mía, ahogando mis palabras en un beso profundo y moviendo su lengua voraz.
Yo no podía quedarme atrás. Me agaché lentamente, manteniendo el contacto visual con él, y agarre su polla, masturbándolo con manos temblorosas. Cuando vi su glande asomarse, no pude evitar sentir una oleada de deseo. Su polla se sentía imponente y lista para mí. Sin pensarlo dos veces, me agaché y engullí la cabeza de su tranca. Sus manos se enredaron en mi pelo, tirando de él con firmeza pero sin lastimarme, guiando cada movimiento de mi cabeza.
—Así, tita… chupamela… —murmuró, con una voz ronca que resonó en mi interior— No te detengas.
Y yo no lo hice. Me esforcé en tragar más, sintiendo cómo su polla se enfurecía cada vez más bajo mis labios y mis manos. Cada suspiro que escapaba de su boca era una recompensa, una confirmación de que estaba haciendo bien las cosas. Pero Alejandro no era de los que se conformaban con recibir. De repente, me levantó con facilidad, como si no pesara nada, y me empujó contra la pared fría de la ducha. El contraste entre el agua caliente y el azulejo helado me hizo estremecer.
—Es mi turno —dijo, con una voz que no dejaba lugar a dudas.
Sus manos volvieron a mi entrepierna, pero esta vez no fueron suaves. Me abrió las piernas con firmeza, colocándose entre ellas, y sus dedos entraron en mí sin previo aviso. Gemí, aferrándome a sus hombros mientras él me penetraba con movimientos rápidos y precisos.
—¿Así te gusta, tita? —preguntó, acercando su boca a mi oído—. ¿Así es como querías que te tocara todo este tiempo? — dijo girándome hacia él.
—Sí… —logré decir entre jadeos—. Sí, Alejandro, sigue por favor…
Sus dedos continuaron moviéndose dentro de mí, mientras su otra mano agarraba mi pelo y tiraba de él hacia un lado, exponiendo mi cuello. Sus labios se posaron sobre él y bajando hasta mis tetas, mordiendo y succionando, dejando marcas que sabía que no desaparecerían fácilmente.
—Eres mía, tita —susurró, con un tono que era tanto una afirmación como una advertencia—. Y voy a hacerte sentir cosas que nunca has sentido antes.
Y lo hizo. Cada movimiento de sus manos, cada palabra que salía de su boca, cada gemido que arrancaba de la mía, todo se combinaba en una tormenta de sensaciones que me llevaron al borde de una monumental corrida. Pero mi sobrino no estaba dispuesto a aquello terminara. No me dio tiempo de hacer nada, era una muñeca de trapo en sus manos. Me giró bruscamente, colocándome de espaldas a él apoyando mis tetas contra el cristal de la mampara. Sentí la cabeza de su polla hurgando entre los labios de mi coño, hasta que encontró el camino y me la metió hasta el fondo sin vacilar. Sus manos se aferraron a mis caderas, marcándolas con sus dedos mientras me empujaba contra la pared con cada embestida.
—Ahora te voy a follar tu mojado coño, tita — con una voz que no admitía protestas.
—Siiii… —gemí, sintiendo cómo el placer volvía a acumularse dentro de mí—. Fóllame, Alejandro.
Él aumentó el ritmo, cada movimiento más intenso que el anterior, fue con una intensidad que me dejó sin aliento, sostenida solo por sus brazos fuertes y su pubis chocando contra mi culo. Alejandro me tomó de la mano con firmeza y me llevó hasta el sofá, sin darme tiempo para pensar y totalmente mojados. Sus ojos ardían con una mezcla de deseo y dominancia que me hizo temblar por dentro. Se sentó, deslizándose hacia el centro del sofá, y me miró con esa media sonrisa traviesa que ya conocía demasiado bien.
—Sube — me ordenó mientras sostenía su polla —. Encima de mí. Frente a frente.
Obedeciendo, me subí a horcajadas sobre él, sintiendo cómo su cuerpo fuerte y musculoso se ajustaba perfectamente al mío. Sus manos se posaron en mis caderas, guiándome mientras yo me acomodaba. La sensación de su polla, dura y palpitante, presionando contra las paredes de mi coño, me hizo gemir. Comencé a moverme lentamente, sintiendo cómo él entraba en mí, llenándome por completo. Sus manos se aferraron a mi culo, apretando con fuerza, mientras me empujaba hacia arriba y hacia abajo, marcando el ritmo.
—Así, tita —murmuró, con una voz ronca que resonó en mi interior—. Eres una buena alumna, pero no te relajes. Si no haces lo que te digo, seré más duro contigo en el gimnasio.
Sus palabras, mezcladas con el tono travieso, me hicieron sonreír, pero no tuve tiempo para responder. De repente, me levantó con facilidad, haciéndome girar para que quedara de espaldas a él. Me acomodé de nuevo sobre su regazo, sintiendo cómo su dureza entraba en mí desde atrás. Sus manos volvieron a mis caderas, guiándome con firmeza mientras yo me movía al ritmo que él marcaba.
—Recuerda los ejercicios del gimnasio —dijo, con un tono que era tanto una advertencia como una provocación—. Si no lo haces bien, te haré pagarlo.
Me sorprendí a mí misma notando cómo mi resistencia había mejorado, cómo mi cuerpo respondía a sus exigencias con una facilidad que no recordaba tener. Disfrutaba de la dureza de su polla, de la forma en que se sentía dentro de mi, de la manera en que sus manos me apretaban mis tetas, haciéndome sentir pequeña y sumisa, pero al mismo tiempo poderosa. Pero no me dio tiempo para recuperar el aliento. De repente, me hizo bajar de él y me colocó de rodillas frente al sofá. Sin decir una palabra, me tomó de la cabeza y me guio hacia su fallo, que aún estaba duro y listo para mamarlo. No necesité más indicaciones. Lo tomé en mi boca, sintiendo cómo él gruñía de placer mientras yo lo chupaba con devoción, saboreando su sabor salado e incluso mis propios fluidos. Mis manos se aferraron a sus muslos, sintiendo la tensión de sus músculos bajo mis dedos.
—Así, tita—murmuró — Métela toda en tu boca, quiero sentir tu garganta.
Sin dejar de mirar a sus ojos, abrí mi boca lo más que pude y saqué mi lengua. Me esforcé en llegar hasta el final, pero me era imposible llegaba a un punto que los reflejos de las arcadas me impedían seguir mas allá.
— Deja que te ayude, tita — dijo justo antes de agarrar mi cabeza y forzarme a bajar mas mientras el empujaba su polla hasta que mi nariz chocó contra su pubis — ¿Ves como puedes?
Evidentemente yo no podía contestar con toda su polla enterrada en mi garganta, solo podía emitir el sonido de mis arcadas mezclado con el gorgoteo de mis babas.
—Quédate así — me ordenó mientras sacaba su miembro de mi garganta lentamente a la vez que yo luchaba por un poco de aire.
Sentí cómo sus manos se aferraban a mi culo, abriéndolo con una fuerza que me dejó sin aliento. Luego, sin previo aviso, escupió en mi ojete y empezó a lamerlo.
— Alejandro… — intenté protestar, pero al sentir su lengua entrando en ojete mis fuerzas se fueron en un suspiro.
Tras jugar con sus dedos, se apoyo en mí desde atrás, agarrando su poya dispuesto a follarme de nuevo, pero esta vez por mi más estrecho agujero.
—Relájate, tita —murmuró Alejandro, empujando la cabeza contra mi ano —. Déjame hacerte mía.
Un grito escapó de mi garganta, una mezcla de dolor y placer que me hizo arquear la espalda. Pero el no cedió ni un milímetro, siguió empujando su enorme polla por mi recto.
— Ahh… me duele… — grité.
— Aguanta, tita… uf que culo tienes… —dijo el dándome una nalgada.
Alejandro no cesó ni un segundo, a pesar de mis quejas. Comenzó a moverse con fuerza, cada embestida más intensa que la anterior, como si quisiera asegurarse de que cada centímetro de mi culo sintiera su polla. Me aferré al borde del sofá, mis dedos se clavaban en el tejido mientras intentaba mantenerme a cuatro patas. Al principio, el dolor era, intenso, agudo, una sensación que me hacia contener la respiración mientras mordía uno de los cojines, pero pronto, como si mi esfínter se adaptara a él, el dolor se desvaneció ligeramente, opacado por una oleada de placer intenso que me recorría de pies a cabeza. Sus manos no se quedaron quietas; una se enredó en mi pelo, tirando de él hacia atrás con firmeza, mientras la otra la posó en mi cadera, guiándome y empujándome contra él con cada embestida.
—Así te gusta, Te gusta como te folla el culo tu sobrino ¿verdad? —preguntó, con una voz ronca y llena de dominación que me hizo estremecer.
—Siii… — alcance a decir con un hilo de voz.
— Dime que es mío.
—Es tuyo… —gemí, sintiendo cómo el placer volvía a acumularse dentro de mí, más intenso que nunca—. Mi culo es tuyo, sobrino.
Me encantaba cómo me dominaba, cómo no me daba opción más que rendirme por completo a él. Era una sensación que no había experimentado en años, quizás nunca de esta manera. Mi marido había sido cariñoso, sí, pero nunca así. Nunca tan intenso, tan brutal, tan… real. Mi sobrino no era solo un hombre; era una fuerza, una presencia que llenaba cada espacio de mi ser. Y yo, después de tanto tiempo sin sentir a un hombre de verdad no iba a desperdiciar la oportunidad de disfrutarlo. Me envalentoné, sintiendo cómo la sumisión inicial se mezclaba con una necesidad desesperada de más.
—Más fuerte —supliqué, con una voz quebrada—. Por favor, Alejandro, más fuerte.
Agarró mi pelo con más fuerza, tirando de él hacia atrás hasta que mi espalda se arqueó completamente.
—Dilo más fuerte, tita — me ordenó, con un tono que no admitía negativas—. Grita que lo quieres.
—¡Más fuerte! —grité, sintiendo cómo mi voz resonaba en la habitación—. ¡Rompe mi culo, sobrino! ¡Hazme tuya!
Él aumentó el ritmo, cada movimiento más rápido, más profundo, más implacable. Yo ya no podía contenerme. Después de tanto tiempo sin sentir a un hombre de esta manera, después de años de rutina y monotonía, mi cuerpo explotaba en sensaciones que no sabía que podía sentir. Me envalentoné, sintiendo cómo la sumisión inicial se mezclaba con una necesidad desesperada de más.
Él gruñó, una mezcla de satisfacción y deseo. Sus embestidas se volvieron más rápidas, más brutales, y yo gemía sin control, sintiendo cómo el placer se acumulaba dentro de mí, cómo cada vez que su polla se enterraba hasta mis tripas me llevaba más cerca de la locura. Exploté con un grito ahogado, sintiendo cómo mi cuerpo temblaba incontrolablemente, cómo mis piernas cedían bajo el peso del placer. Alejandro no se detuvo. Continuó follándome el culo, llevándome a un segundo y luego a un tercer orgasmo, hasta que ya no pude más.
—Por favor… —supliqué, con los ojos vueltos, sintiendo cómo el placer se convertía en una tortura—. No puedo más, Alejandro… Acaba, por favor.
Él rugió, señal de que iba a correrse de un momento a otro. Me hizo incorporarme, y a los pocos segundos, comencé a sentir la tibia leche de mi sobrino sobre mi cara, especialmente en mis labios. La sensación su chorros golpeando en mí, mezclado con el olor y el sabor, me hizo sentir como si me estuviera marcando, haciéndome suya. Y eso, aunque me sorprendía, empezaba a gustarme. Queriendo recompensarlo, saqué mi lengua, limpiando su polla con devoción. Mi sobrino gruñó de placer, sus manos enredándose en mi pelo mientras yo lo succionaba, sintiendo cómo su erección se relajaba bajo mis labios.
—Eres mía, tita —susurró, con una voz que resonaba en mi interior—. A partir de hoy siempre lo serás.
Y yo mientras chupaba restos de semen de sus huevos, supe que era verdad.
Ese día fuimos prudentes, o al menos lo intentamos. Después de aquella tarde ardiente, Alejandro se vistió lentamente, como si no quisiera irse, pero sabíamos que no podía quedarse. Me dio un beso cálido y prolongado en la puerta, seguido de un mordisco suave en mi labio inferior que me hizo estremecer.
—Esto no termina aquí, tita —me dijo, con esa mirada intensa que ya había aprendido a reconocer—. Mañana volveré.
Asentí, sintiendo cómo mi cuerpo aún temblaba por dentro. Cuando cerré la puerta tras de él, me dejé caer contra ella, apoyando la espalda en la madera fría. Respiré hondo, intentando procesar todo lo que había pasado. Ya no era la misma mujer que antes. Me había apuntado al gimnasio buscando revitalizar mi matrimonio, pero mi sobrino había roto todos mis esquemas. Y no solo mis esquemas, pensé con una sonrisa traviesa, sintiendo aún el dolor en mi ano, una mezcla de placer y recordatorio de lo que había ocurrido. Mi marido salió de mi mente por completo. No había espacio para él en ese momento, ni siquiera en mis pensamientos. Me acosté en la cama, sintiendo cómo mi cuerpo se relajaba, pero mi mente seguía activa, revolviéndose en un torbellino de emociones. Alejandro había despertado algo en mí que no sabía que existía, algo salvaje, intenso y adictivo.
Me dormí plácidamente, con una sonrisa en los labios, imaginando lo que mi joven sobrino me haría al día siguiente.
FIN.
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