Capítulo 1
Elsa y Juan I
Juan estaba en feliz. Finalmente su sueño se había cumplido; Ella ahí estaba a su lado, sus lenguas se mezclaban, podía sentir su olor de hembra, alternaba sus besos con suaves mordiscos de amor.
Le tocaba sus duros pezones que parecían reventar de excitación. No hablaban… no hacía falta; Las expresiones de sus ojos decían todo, pasión infinita, deseo, un profundo amor que no tenía límite…
Todavía sentía en la boca el finísimo sabor de sus jugos vaginales.
Lentamente la penetró, despacio, con una suavidad solo conseguida por el deseo de saborear lentamente tan anhelado momento.
Elsa parecía una gatita en celo. Lo abrazaba, le decía palabras tiernas muy bajito al oído y le lamía la oreja y el cuello.
Así estuvieron unos quince minutos. Finalmente, con una coordinación total se corrieron al mismo tiempo…
Fue entonces que, horrorizado, se dio cuenta de que todo esto no pasaba de un sueño. Un sueño húmedo, más bien mojado. Había eyaculado de una forma salvaje, con seis o siete espasmos soltando una enorme cantidad de esperma.
Lo peor fue que casi instantáneamente también se dio cuenta que estaba acostado a su lado… al lado de Elsa, su adorada madre, y para colmo la había mojado intensamente.
La noche anterior, Elsa le había pedido que se acostara con ella. Tenía un miedo terrible a las tormentas y la de esa noche había sido particularmente violenta.
Se habían quedado dormidos, ambos acostados sobre el lado izquierdo. Durante el sueño él, sin darse cuenta, quedó encostado a ella con el pene fuera de los calzoncillos casi alojado entre sus piernas, justo abajo de los glúteos cubiertos por una braguita de algodón blanco.
Su mano derecha, quizá movida por su subconsciente le cogió un seno que estaba fuera del pijama que durante la noche se abrió. ¿O lo habría abierto él? No lo sabía. Todo esto ocurrió sin que ninguno de los dos tomara conciencia de lo que estaba pasando.
Elsa se despertó cuando su hijo empezó a contraerse y a suspirar durante los espasmos de la eyaculación. Al sentirse mojada, instintivamente llevó la mano atrás, le tocó el durísimo y mojado pene. Antes de tener tiempo de pensar olió la mano y la lamió.
Instantáneamente entendió lo que había pasado y se sintió sexualmente excitadísima, le dolían los pezones y la zona vaginal. Eso la perturbó muchísimo, no podía ni admitirlo y sin embargo esa era la realidad. Tampoco se explicaba por qué había lamido la mano.
Se dio la vuelta y se miraron a los ojos, ambos sin saber que decir… avergonzados.
– Mama lo siento, no sé como me pasó esto. Estaba dormido, soñando con… con nada, olvídalo… – Ella tenía que tranquilizarlo. – No te preocupes cariño, eso hace parte del acto de crecer… Olvidémoslo. Nos duchamos y ya está…
Juan tenía entonces catorce años y su madre 32. Había sido creado más por sus abuelos que por su madre mientras Elsa estudiaba en la universidad, ya que su padre no había querido saber de ellos cuando ella quedó embarazada poco después de cumplir los diecisiete años. Sin embargo nunca lo descuidó. Cuando terminó la carrera de economista y se colocó se fueron a vivir los dos a otra ciudad.
Nunca hubo problemas económicos. Ella tenía un buen trabajo. Había recién ascendido a directora comercial de una sólida empresa de textiles y una considerable fortuna heredada.
A Juan lo creó muy bien y él se acostumbró a ver su joven y linda madre como una amiga y confidente.
Hasta los ocho o diez años la veía frecuentemente desnuda, con mucha naturalidad e inocencia. Tenía por ella una fascinación total. Se daba cuenta de su belleza muy cuidada con tres días de gimnasia por semana, nada de alcohol ni tabaco y una alimentación muy sana.
Era alta, 1,73 m, delgada pero con curvas muy sensuales, sus senos 36B eran muy proporcionados y duros, con unos pezones muy bonitos y prominentes, color rosa claro.
Sus caderas un verdadero espectáculo. Su rostro era precioso, su pelo rubio claro natural, igual que el vello de su pubis. Su piel muy blanca y sus ojos de un azul intenso. Hasta las rodillas y los pies los tenía lindísimos. Sus manos siempre cuidadísimas y elegantes, en fin… una autentica Afrodita.
Ni los más consagrados escultores italianos o griegos podrían haber hecho un trabajo tan perfecto. Era algo parecida a Catherine Deneuve en sus mejores tiempos, pero aún más bella.
Cuando Juan empezó a despertar para el sexo se dio cuenta que por más que buscara no veía ninguna mujer que le llegara a los talones. Todo le encantaba en ella, desde el tono de voz hasta la expresión tranquila y cariñosa de sus ojos.
Lentamente se instaló en su espíritu una pasión en que se mezclaban los sentimientos hijo / madre, macho / hembra. No suportaba que los hombres la miraran, lo que para su desesperación ocurría continuamente, pero afortunadamente ella no les hacía ni caso. Su madre, su Elsa, su diosa, su pasión, era suya. Solo suya, eso lo tenía clarísimo.
Cuando empezó a masturbarse era siempre ella el objeto de su pensamiento. La amaba, la deseaba y curiosamente no se sentía culpable. Era un sentimiento tan puro y tan sincero que no podía ser pecaminoso. Cuando llegaba a casa la cubría de besos, acercándose progresivamente a la comisura de sus labios, hasta que ella prudentemente se separaba.
Ella era una mujer que aparentaba unos ocho o diez años menos y muchas veces le decían que más parecía su hermana mayor que su madre. Eso lo encantaba. – No quiero que seas mi hermana, quiero que seas mi novia. – Le decía al oído, rozándole la oreja con los labios, haciéndole cosquillas. Ella se reía, quedaba muy nerviosa y cambiaba de asunto, pero íntimamente le gustaba.
Juan era un estudiante ejemplar, un excelente deportista, muy guapo y todas las amigas de su madre le decían lo mismo: «Guapísimo, inteligente… ¿Qué más se pude pedir?
Un día Juan, que entonces tenía 17 años, al llegar le dijo: ¡Elsa! – a veces la llamaba así – Aprobé la selectividad con 9,2 de media. – ¡Qué bien, cariño! Te felicito. Estoy orgullosa de ti. – Entonces Juan la miró a los ojos con los suyos muy brillantes por la emoción y le contestó: – ¡Lo hice por ti! Todo lo que hago es por ti… ¡Cómo te quiero! – Se acercó y la besó en los labios. Ella no dijo nada, pero se separó un poco y le hizo una caricia en la cara. Sin saber por qué, quedó muy perturbada.
Sintió sus pezones a aumentar de volumen, una cierta incomodidad en la vagina, se le puso la carne de gallina y tuvo un tremendo deseo de frotarse el sexo. También ella no sabía interpretar muy bien sus sentimientos, que desde el incidente de la cama la mantenían confundida. Tuvo que ir al baño y aliviar su tensión manualmente. Después quedó con un profundo sentimiento de culpa.
Otro día, llegó cojeando. Llevaba puestos unos pantalones cortos y un polo y tenía una raqueta de tenis y su bolso de deporte en las manos. Tenía la cara colorada y húmeda de sudor. – ¿Que té pasa cariño? – Él se sentó en la silla más próxima. – Me hice una contractura jugando tenis… me duele bastante. – Y frotaba la parte interior de la pierna derecha entre la rodilla y la ingle. – Ven cariño, te masajeo con la crema aquella que me compré en el Boots del aeropuerto de Heathrow, verás lo buena que es. – Acuéstate aquí en mi cama, quítate los pantalones. Él se quedó en calzoncillos. Entonces se dio bien cuenta de su cuerpo de su hijo, musculado y sin apenas grasa.
No pudo dejar de notar su marcado pene bien desarrollado que se ocultaba bajo los calzoncillos. Se sintió incómoda por notar que no era indiferente a lo que estaba viendo. Empezó a masajearle la pierna en la zona de la contractura que podía notar al tacto. Juan estaba incomodísimo porque, entre la belleza de Elsa, que al inclinarse le dejaba visible una buena parte de los senos y las sensaciones de sus manos tan cerca de su sexo, tuvo una erección tan fuerte que llegaba a ser dolorosa. – Ya está mamá… muchas gracias. – Y se fue a su habitación cojeando. Ella se dio cuenta de todo. Cuando él salió, fue a su baño a ducharse y no pudo evitar masturbarse. Fue un orgasmo violento y delicioso. A escasos metros de distancia, en su baño, Juan hacía lo mismo.
Con el tiempo, Elsa fue tomando conciencia de que entre ella y su hijo había una atracción mutua que sobrepasaba en mucho lo que es normal entre madre e hijo. Encima él no dejaba pasar ninguna oportunidad de brindarla con detalles que tampoco eran muy corrientes teniendo en cuenta que era su madre.
Su cortesía, la suavidad y delicadeza de sus besos, siempre muy cerca de sus labios, a veces tocándolos, las caricias que le hacía continuamente en el rostro y en el pelo, los halagos, lo que le decía… – Elsa, me encantas como madre, pero hay momentos en que desearía no ser tu hijo… Si pudiera me casaría contigo. – Nada de esto le parecía bien por pensar que no era correcto, pero no decía nada y lo peor era que íntimamente la encantaba y la ponía a cien… ahora se masturbaba mucho más y su imaginación durante el acto iba por caminos inconfesables.
Una tarde de sábado, Elsa estaba en ropa interior con tan solo una bata de seda azul marino encima, sentada en el salón viendo una película y decidió pintarse las uñas de los pies. Fue a su habitación y trajo el estuche donde guardaba el material. Mientras tanto llegó Juan y se ofreció para pintárselas. – Vale, cariño. Además eres un artista, por lo menos con mis manos… – Juan fue a su habitación a por una almohada muy grande y se la puso en el sofá junto al apoyo de brazo. – Ponte cómoda mami, ve la película, relájate y deja que te embellece los pies… si fuera posible. Sabes… adoro verte con esa bata. El azul contrastando con le color de tu pelo y la maravilla de ojos que tienes combinan a perfección. – La ayudó a recostarse a lo largo del sofá. Al sentarse, le cogió un pie, lo acarició y lo cubrió de besos. – Cariño, cuando te cases y te vayas a vivir con tu mujer me sentiré muy solita. ¡Cómo me cuidas! – Él la miró, se arrodilló junto a ella, le cogió la cara con las dos manos en una suave caricia y le besó la punta de la nariz. – Descuida que eso nunca ocurrirá…
Nunca te dejaré. La única mujer con quién me casaría no me corresponde a mis sentimientos y si lo hiciera la ley no me dejaría desposarla… – Elsa sabía muy bien lo que significaban esas palabras.
Se sintió con un mixto de incomodidad, excitación y emoción, sus pezones se le pusieron durísimos y su vulva incómodamente mojada. Quedó un poco colorada y nada dijo porque no sabía que decir. – Bueno, trabajemos… – Dijo Juan, sentándose, en la otra punta del sofá, con las piernas de Elsa sobre las suyas. Qué lindas piernas y que pies más hermosos… pensó.
Cuando terminó, su madre comentó: – No hay duda de que eres un artista. Qué bien me los dejaste. Creo que podría hacer un anuncio publicitario. – No te muevas, cariño. Deja que se sequen bien… Y no hay anuncio publicitario digno de una mujer cómo tú. Eres divina. – Siguió con las piernas apoyadas en las suyas, masajeándolas entre los pies y las rodillas muy suavemente con una crema hidratante. Más que un masaje era una caricia.
Ella estaba en el cielo. La bata se abrió un poco debido a la posición y él pudo ver que tenía las bragas totalmente empapadas. Sentía el aroma almizcarado de su excitación. También se le notaban los pezones tiesos a través de la fina textura de la bata. Elsa se tapó y cambió de posición. Juan estaba muy feliz. Elsa no se quedaba indiferente a sus caricias ni a sus palabras y ahí estaba la prueba. Sentía que tenía la «guerra» ganada. Era solo cuestión de tiempo…
Continuará…
Excelente relato, muy erotico y exitante y lo hace más la relación de madre e hijo y aun más la edad de Juan un jovenzuelo, en ese despertar sobre la sexualidad. Esperando que Juan mantenga esa edad en toda la serie.