Capítulo 1
23 de febrero de 2023
Hoy enterramos a Luis. Después de cinco años luchando contra el maldito cáncer, hoy he tenido que decirle adiós para siempre.
Escribo estas palabras porque no sé qué más hacer. Las paredes de la casa parecen cerrarse sobre mí, y el silencio… Dios, el silencio es lo peor. No es un silencio vacío, sino denso, pesado, como si alguien hubiera apretado el mundo entero contra mis oídos y ahora todo sonara… a nada.
Esta mañana no pude vestirme sola. Me quedé sentada al borde de la cama, mirando el vestido negro tendido sobre la silla, las medias, los zapatos de tacón bajo. Mis manos no respondían. No eran mías. Eran dos cosas inertes, colgando de mis muñecas como trapos. Víctor tuvo que ayudarme. Mi hijo, mi niño, con esa expresión endurecida que no le pertenece a sus 18 años, tuvo que abrocharme los botones de la espalda, ajustarme el discreto collar, asegurarse de que no me caía del todo a pedazos antes de salir.
«Mamá, respira» me dijo, y entonces me di cuenta de que llevaba varios segundos conteniendo el aire, como si al soltarlo fuera a desmoronarme.
La ceremonia fue un mar de caras conocidas, de abrazos que no sentí, de palabras que se deslizaron sobre mí como lluvia sobre el cristal de una ventana. Todo el mundo quería a Luis. Era de esos hombres que iluminaban las habitaciones sin esfuerzo, con su risa encantadora, su manera de escuchar como si le importara cada palabra que le decían. Y supongo que sí le importaban. Por eso hoy la iglesia estaba llena. Amigos de la infancia, compañeros de trabajo, familiares lejanos que no veíamos hace años, todos con los ojos brillantes, apretándome la mano, diciéndome cosas como “fue un gran hombre” o “si necesitas algo…”. Pero ¿qué podría necesitar? ¿Qué hay que pueda llenar este agujero que tengo en el pecho?
Mi hijo estuvo a mi lado todo el tiempo, serio, como si hubiera madurado de golpe. Demasiado maduro. Me miraba de reojo, como si temiera que en cualquier momento yo me desvaneciera. Y quizás tenía razón. Porque cuando bajaron el ataúd, cuando empezaron a echar tierra sobre él, algo dentro de mí se rompió para siempre. No grité. No lloré. Solo me quedé ahí, helada, viendo cómo el hombre con el que compartí mi vida desaparecía bajo la tierra.
Después, en la casa, hubo comida. La gente hablaba en voz baja, reía con timidez al recordar anécdotas de Luis, brindaba en su honor. Yo sonreía cuando tocaba, asentía, pero era como si estuviera viéndolo todo desde muy lejos. Como si mi verdadero yo estuviera flotando en algún lugar cerca del techo, observando a esa mujer vestida de negro que movía los labios, pero no decía nada.
Ahora ya se han ido todos. Víctor está en su cuarto—no se escucha música como habitualmente, no ha salido, solo un silencio inquietante que me duele más que si llorara. Y yo… yo estoy aquí, en nuestro dormitorio. Nuestro. La palabra resuena falsa. Porque ya no es nuestro. Es mío. Solo mío.
La cama se siente demasiado grande. El armario… no he tenido valor de tocar sus cosas, sus camisas aún cuelgan allí, como si en cualquier momento fuera a necesitar una. Su colonia sigue en el tocador. Su reloj de pulsera sobre la mesita de noche, donde lo dejó la última vez.
El silencio es lo peor, repito. Porque en el silencio está su ausencia. En el silencio ya no está su voz diciéndome “Celia, ¿viste las llaves?” o “¿Quieres un café?”. En el silencio ya no ronca por las noches. Ya no me llama desde la puerta diciendo que llegó.
Hoy enterramos a Luis. Pero a mí también me enterraron en cierto modo.
No sé cómo voy a levantarme mañana.
21 de febrero de 2024
Un año.
Doce meses desde que mi mundo se partió en dos. Trescientos sesenta y cinco días de aprender a vivir sin Luis. Y, aunque me avergüenza admitirlo, hoy no ha sido tan devastador como imaginé. Eso es lo que más me duele.
El dolor ya no es un cuchillo clavado en el pecho. Ahora es un peso sordo, un hueco que sigue ahí, pero al que, de algún modo, me he acostumbrado. Esta mañana no me he quedado paralizada frente al espejo. Me he vestido sola, he preparado el café sin que las lágrimas cayeran. Incluso he mirado su foto en el recibidor y he sonreído, no con tristeza, sino con algo parecido a la nostalgia. ¿Es esto traición? ¿Olvidar, aunque sea un poco, el desgarro de su ausencia?
Pero hay algo que no me deja en paz: Víctor.
Mi hijo, mi pequeño, que a sus diecinueve años carga con una responsabilidad que nunca debió ser suya. Dejó los estudios. Lo dijo con voz firme, sin dramatismos, como si fuera lo más natural del mundo: «Mamá, voy a trabajar. No podemos vivir solo de tu pensión de viudedad”. Y así fue. En menos de una semana, consiguió un empleo en un taller mecánico. Llega a casa con las manos manchadas de grasa, los hombros cansados, pero nunca se queja. Nunca me reprocha nada.
Yo debería ser la fuerte. Yo debería haberle impedido que sacrificara su futuro. Pero la verdad es que, en los primeros meses, apenas era capaz de levantarme de la cama. Y cuando por fin empecé a reaccionar, él ya había tomado la decisión. Ahora, cada vez que lo veo salir por la mañana con su ropa de trabajo, algo se retuerce dentro de mí. Él merece más. Merece terminar sus estudios, salir con amigos, cometer los errores propios de su edad, vivir sin esta carga.
Por eso intento compensarlo. Demasiado, quizás.
Le preparo su comida favorita, aunque eso signifique gastar más de lo debido. Le plancho su ropa con esmero, como si el simple hecho de que estén impecables pudiera devolverle algo de lo que perdió. A veces me sorprendo mirándolo mientras cena, estudiando sus gestos, tan parecidos a los de su padre, y siento un impulso irracional de abrazarlo, de decirle que lo siento, que no debería ser así. Pero no lo hago. Porque sé que él no quiere mi culpa. No quiere que lo trate como a una víctima.
Él no solo trabaja por el dinero. Lo hace por mí. Por mantenernos a flote. Por demostrarme que, aunque mi marido se fue, no estoy sola. Es su manera de cuidarme, igual que yo intento cuidarlo a él, aunque a veces me pregunte si lo estoy ahogando con tantas atenciones. ¿Será que, en mi necesidad de aferrarme a algo, lo estoy convirtiendo en un sustituto involuntario de su padre? No quiero eso. No quiero que sienta que tiene que ser el hombre de la casa. Quiero que sea libre.
Hoy, al volver del cementerio, donde limpiamos su tumba, llevamos flores frescas y nos quedamos en silencio mirando su lapida, Víctor se dedicó a limpiar el coche. No era necesario. No lo usamos casi nunca. Pero estaba allí, con determinación, como si quisiera complacer a su padre que siempre tenía su coche impecable. Me miró y me sonrió, sin palabras. No hacían falta.
Hoy, por primera vez, he empezado a buscar trabajo. No sé qué puedo hacer después de tantos años dedicada al hogar, pero he actualizado mi currículum, he preguntado a algunas amistades que tienen pequeñas tiendas de barrio. Quiero hacerlo por Víctor. Por mostrarle que yo también puedo levantarme. Que no tiene que cargar solo con esto.
Cuando le mencioné la idea, sus ojos brillaron. No dijo nada, pero me bastó ver cómo apretaba los labios para contener una sonrisa. Ese gesto me dio más fuerza que cualquier discurso.
Esta noche, mientras escribo, el silencio ya no me asfixia. Sigue ahí, pero es diferente. Ya no es el vacío de hace un año. Es un silencio que compartimos, Víctor y yo. Un silencio que, poco a poco, estamos aprendiendo a arrinconar.
Luis estaría orgulloso de él. Y quizás, solo quizás, también de mí.
2 de marzo de 2024
Las entrevistas de trabajo han sido un fracaso tras otro. Sonrisas falsas, promesas vagas de que “me llamarán”, y luego el silencio. Cada rechazo es un pinchazo más a mí ya maltrecha autoestima. Pero eso, aunque doloroso, no es lo que me quita el sueño. Lo que realmente me atormenta es Víctor. O más bien, lo que está sucediendo entre nosotros.
No sé cómo escribir esto. Las palabras se me resisten, como si al plasmarlas en el papel tuviera que aceptar algo que mi mente todavía se niega a nombrar. Pero necesito hacerlo. Necesito ordenar este caos de sensaciones que me corroen por dentro.
Algo ha cambiado desde que volvimos del cementerio. No de un día para otro, sino de forma lenta, insidiosa, como la marea que va cubriendo la orilla sin que nadie la note hasta que ya es demasiado tarde. El primer aniversario de la muerte de Luis parece haber marcado un antes y un después en él. Ya no es solo ese chico maduro que tuvo que crecer a la fuerza. Ahora hay algo más. Algo que me inquieta.
Se ha vuelto… posesivo. No en el sentido violento, sino en ese modo en que ocupa espacios que antes no le pertenecían. Sus abrazos ya no parecen los de un hijo. Son más largos, más firmes, con sus manos que se aferran a mi cintura como si yo fuera algo suyo que debe sostener. Su voz ha adquirido un tono autoritario cuando me habla, sobre todo si cree que no me estoy cuidando lo suficiente. “Siéntate”, “Descansa”, “Déjame a mí”. Palabras que podrían ser de preocupación, pero que ahora llevan un tono distinto, como órdenes disfrazadas de cariño.
Y luego está lo de hoy.
Fue durante el almuerzo. Le serví su plato, como siempre, con ese impulso casi obsesivo que tengo últimamente de compensarlo por todo lo que ha sacrificado. Él me dio las gracias, pero entonces su mano, en lugar de quedarse sobre la mesa, se deslizó hacia mi pierna. Al principio pensé que fue solo un roce casual, un contacto que podría haber pasado por accidental. Pero no lo fue. Sus dedos se cerraron alrededor de mi muslo, acariciando con una lentitud deliberada, subiendo, subiendo, sintiendo el calor de su palma.
Me quedé paralizada. No supe cómo reaccionar. Mi cuerpo pareció desconectarse de mi mente. Una parte de mí quería apartarme, regañarle, poner límites claros. Pero otra parte… otra parte se sintió extrañamente viva por primera vez en años. Un escalofrío me recorrió la espalda, y para mi horror, noté un rubor cálido y húmedo en mi entrepierna. Ese detalle fue lo que más me aterró.
Me alejé con la excusa de ir por agua, pero la perturbación ya estaba alojada en mi mente. El resto del día ha sido un torbellino de contradicciones. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a sentir sus dedos sobre mi piel, y entonces una oleada de culpa me golpeaba con tanta fuerza que casi me doblaba por la mitad. ¿Cómo podía mi cuerpo traicionarme así? ¿Cómo podía sentir… eso… por mi propio hijo?
Pero lo más perturbador es que no ha sido un incidente aislado. Últimamente, hay miradas que se sostienen demasiado, “accidentes” en los que sus manos rozan zonas que no deberían, comentarios cargados de un doble sentido que me dejan sin aliento. Y lo peor de todo es que, en algún lugar oscuro y prohibido de mi psique, una parte de mí anhela más.
¿Es la soledad de este año? ¿Es la necesidad desesperada de sentirme deseada después de que la enfermedad impidiera tanto tiempo a Luis poder satisfacerme? ¿O es algo más enfermizo, algo que no quiero ni nombrar?
Me miro al espejo y ya no reconozco a la mujer que hay allí. Tengo cuarenta y nueve años, las primeras canas, las arrugas que el dolor ha tallado en mi rostro. Y, sin embargo, cuando él me mira de esa manera, siento que vuelvo a tener veinte. Es asfixiante. Y me asusta.
Víctor ya no es un niño. Es un hombre. Un hombre con las facciones de su padre, con esa misma intensidad en la mirada que tanto me atrajo en Luis. Y eso es lo que más me confunde. ¿Lo deseo a él, o solo anhelo lo que él representa? ¿Es su tacto lo que me estremece, o la memoria de unas manos que ya no están?
Esta noche, mientras escribo, sé que debería poner fin a esto. Debería sentarme con él y hablar, establecer límites claros, recordarle, y recordarme a mí misma, que esto no puede ser. Pero hay un miedo más profundo que me paraliza. La posibilidad de perderlo. Él es todo lo que me queda. Si lo alejo, si rompemos este frágil equilibrio, ¿qué me quedará?
El silencio de la casa parece burlarse de mí ahora. Ya no es solo el silencio de la ausencia de Luis, sino el de un secreto que crece en las sombras, alimentado por mi propia complicidad.
No sé qué voy a hacer. Solo sé que no estoy segura de querer detenerlo. Y eso es lo que más me angustia.
5 de marzo de 2024
Ya no puedo fingir que esto no está sucediendo. Ya no puedo convencerme de que son casualidades, descuidos, simples gestos de cariño malinterpretados por una mente confundida. No. Esto es deliberado. Y lo más terrible de todo es que yo lo permito.
Sus manos ya no dudan. Antes se acercaban con timidez, como si él mismo no estuviera seguro de lo que estaba haciendo. Pero ahora… ahora sus tocamientos tienen una intención clara, una firmeza que me paraliza y me enciende al mismo tiempo.
Ayer, mientras pasaba junto a mí en el pasillo, su palma se deslizó por mi cadera con una lentitud calculada, los dedos rozando la curva de mi trasero con una presión apenas perceptible, pero suficiente para que mi piel ardiera bajo la tela del vestido. Me detuve en seco, el corazón golpeándome el pecho como un animal enjaulado, pero no me aparté. No le reprendí. Solo me quedé ahí, conteniendo el aliento, mientras su mano se demoraba un segundo más de lo necesario antes de seguir su camino.
Y mi cuerpo… Dios mío, mi cuerpo respondió antes que mi razón. Un escalofrío húmedo me recorrió desde el vientre hasta las rodillas, y durante el resto de la tarde, cada vez que recordaba ese contacto fugaz, sentía un pulso en mi vagina y un temblor persistente entre mis piernas, como si algo en mí lo estuviera esperando, anhelando que la próxima vez no se detuviera.
Hoy ha ido más lejos.
Estábamos en la cocina, yo lavando los platos, él de pie a mi espalda, demasiado cerca, su aliento caliente en mi nuca. Sus brazos rodearon mi cintura para alcanzar una taza, pero no fue un gesto inocente. Su pene presionó contra mi culo, y pude sentir cierta dureza de él a través de nuestras ropas. El aire se me atascó en los pulmones cuando una de sus manos se deslizó desde mi abdomen hacia arriba, tan lenta, tan deliberada, los dedos extendiéndose como llamas que ascendieran por mi torso hasta rozar el borde inferior de mi sostén, justo donde empieza a curvarse hacia mis pechos.
Mi reflejo en la ventana delante de mí me delató: labios entreabiertos, párpados pesados, el rubor subiéndome desde el escote hasta las mejillas. Durante un instante eterno, su mano se quedó ahí, acariciándome ligeramente, como si midiera el peso de lo que estaba a punto de tocar. Y yo… yo no me moví. No giré para alejarme. Solo cerré los ojos y dejé que el calor se esparciera por todo mi cuerpo, mientras una voz diminuta y avergonzada en mi cabeza susurraba ”Por favor, no pares”.
Pero lo hizo. Siempre lo hace.
Justo cuando creo que esta vez no habrá vuelta atrás, que sus dedos finalmente se cerrarán alrededor de mi carne y harán real este juego perverso, él se retira. Y entonces la culpa llega como un mazazo, mezclada con una frustración tan intensa que me hace temblar.
Por las noches, acostada en la cama que alguna vez compartí con su padre, me toco a mí misma en la oscuridad, imaginando que son sus manos las que me exploran, sus labios los que trazan caminos por mi cuello, su cuerpo el que finalmente me llena este vacío que ya no sé si es de luto o de deseo. Y cuando el orgasmo me sacude, inmediatamente después llegan los remordimientos, agudos como cuchillas, haciéndome jurar que mañana pondré fin a esto.
Pero llega el día, y él se acerca, y yo vuelvo a quedarme quieta.
¿Qué me está pasando? ¿Qué clase de madre permite esto? ¿Qué clase de mujer se excita con el tacto de su propio hijo?
Tal vez sea la soledad. Tanto tiempo de abstinencia, de no ser tocada, de no ser poseída. O tal vez sea algo más, algo que siempre ha estado ahí, escondido bajo capas de moralidad, esperando el momento para salir.
Lo único que sé con certeza es que esto no puede terminar bien. Uno de estos días, sus manos no se detendrán. Y cuando eso suceda, no estoy segura de poder detenerlo.
Miro su foto en la mesilla, la de Luis, no la de Víctor, y me pregunto qué pensaría de mí. Si al verme tan dispuesta a reemplazarlo, y con nuestro hijo, no sentiría asco.
Pero luego recuerdo la manera en que Víctor me mira ahora, con esa mezcla de posesión y adoración, y mi estómago se contrae de una manera que ya no sé si es repulsión o excitación.
Estamos bailando al borde de un precipicio, los dos. Y cada día damos un paso más cerca del borde.
8 de marzo de 2024
Ya no tengo excusas. Ya no puedo engañarme diciendo que esto es algo pasivo, que solo acepto sus avances por confusión o debilidad. No. Lo busco. Lo deseo. Me he convertido en cómplice de esta lenta corrupción, y lo más vergonzoso es que cada día me entrego más, con menos resistencia, casi con… gratitud.
Ahora, cuando sus dedos recorren mis muslos mientras estamos sentados en el sofá, no solo no me alejo—separo ligeramente las piernas, un movimiento casi imperceptible, pero suficiente. Una invitación muda. Y él responde. Siempre responde. Sus manos se deslizan más alto, explorando el interior de mis muslos con una paciencia tortuosa, deteniéndose justo antes de llegar a donde ambos sabemos que quiero, que necesito, que toque. A veces me pregunto si disfruta tanto el juego como la posible recompensa, si le excita verme contener la respiración, morderme el labio, agarrarme al brazo del sillón mientras lucho por no arquearme y frotarme contra su mano.
Pero fue ayer cuando empecé a entender lo entregada que estoy, lo dispuesta que estoy a cumplir sus deseos.
Iba a ponerme un vestido sencillo para ir al supermercado, uno holgado, cómodo, el tipo de ropa que he usado durante años sin pensar en llamar la atención. Pero a él no le gustó. Me detuvo con una mano en la muñeca, nunca un agarre brusco, siempre con esa firmeza que no deja lugar a dudas, y me llevó al dormitorio. Abrió mi armario y eligió otro vestido, uno que no había usado en años, más ajustado, más corto, el escote lo suficientemente pronunciado como para mostrar lo que ya no tengo pudor en exhibir ante sus ojos.
“Usa este” me dijo, con casi un tono autoritario. Lo tomé con manos temblorosas, esperando que saliera. Pero se quedó ahí, inmóvil, mirándome con esa calma desafiante que me derrite por dentro. No hizo falta que dijera nada. Sus ojos, oscuros, hambrientos, fueron suficiente para entender que iba a salir de la habitación. Su expresión me daba a enteder que debía obedecer su orden.
Y obedecí.
La vergüenza debería haberme paralizado al desvestirme frente a él, pero fue una sensación fugaz, ahogada al instante por algo más potente, más primitivo. Cada botón que desabroché, cada centímetro de piel que quedó expuesta bajo su mirada envió oleadas de electricidad por mi espina dorsal. Cuando me quedé solo en ropa interior, pude ver cómo su respiración se aceleraba, cómo sus puños se cerraban y abrían a los lados, conteniéndose.
Me puse el vestido con movimientos lentos, demasiado consciente de cómo la tela se pegaba a mis caderas, de cómo el escote enmarcaba mis senos de una manera que sabía que no pasaría desapercibida. Cuando giré para que me subiera la cremallera, sentí sus dedos siguiendo el camino de mi columna con una deliberación que me hizo estremecer. Pero no se detuvo ahí. Su mano, caliente, se posó en mi trasero con una naturalidad que debería haberme escandalizado, pero que solo logró que un gemido ahogado se me escapara de los labios.
«Así estás mejor», murmuró, y sus dedos se cerraron alrededor de mi carne, amasando, apretando, como si tuviera todo el derecho del mundo a reclamar lo que claramente considera suyo. Y yo… yo solo incliné la cabeza, sumisa, aceptando, sintiendo cómo la humedad entre mis piernas se volvía imposible de ignorar.
El viaje al supermercado fue una tortura. Cada paso que daba, el roce de la tela contra mis pechos sensibles, el vaivén de mis caderas que sabía que él observaba, me recordaba lo que acababa de ocurrir. Lo que estaba permitiendo que ocurriera. Mientras él elegía manzanas con falsa concentración, yo no podía dejar de mirar sus manos, esas manos que minutos antes me habían manoseado con tanta posesión, y preguntarme cómo se sentirían en otras partes de mi cuerpo.
Intenté buscar en él al niño que una vez cuidé, al hijo que me necesitaba. Pero ese chico ha desaparecido. En su lugar hay un hombre que me mira como si pudiera devorarme con la mirada, cuyos gestos ya no dejan lugar a dudas sobre sus intenciones. Y lo es que ya no quiero que las dude.
Cuando volvimos a casa, mientras guardábamos la compra, su mano se deslizó bajo mi falda para pellizcarme suavemente el trasero, y en lugar de apartarme, me incliné hacia su contacto como una gata en celo. La culpa debería consumirme. Debería horrorizarme esta sumisión que crece con cada día que pasa.
Él decide. Él manda. Y yo… yo solo me derrito.
Esta noche, mientras escribo, sé que estamos cruzando una línea de la que no habrá vuelta atrás. Cada caricia, cada mirada, cada acto de sumisión es un clavo más en el ataúd de la madre que alguna vez fui. Y lo peor o quizás lo mejor es que está empezando a dejar de importarme.
10 de marzo de 2024
Esta mañana ha ocurrido algo que ha derribado los últimos vestigios de decencia entre nosotros. Ya no hay ambigüedad. Ya no hay espacio para fingir que esto es algo inocente, que sus tocamientos pueden explicarse como simples muestras de cariño filial mal entendidas. No. Lo que ha pasado hoy ha sido una exhibición de poder, una demostración de dominio que ha dejado mi cuerpo tembloroso y mi mente sumida en un torbellino de culpa y excitación imposible de separar.
Me había levantado temprano, como suelo hacer, todavía envuelta en esa neblina de sueño que precede al despertar completo. El camisón de seda, uno que hace meses habría considerado demasiado revelador, pero que ahora elijo con una intención que ya no me molesto en negar, se pegaba a mis caderas mientras me inclinaba sobre el lavabo, lavándome la cara con movimientos automáticos. El agua fría no logró apagar el calor que me recorre cada vez que pienso en él, en nosotros, en este juego prohibido que estamos jugando.
Y entonces entró.
Solo llevaba unos boxers holgados, la tela fina incapaz de ocultar la prominencia de su erección matutina. No hizo ningún esfuerzo por disimularla. Al contrario, se detuvo en el umbral, permitiendo, exigiendo, que mis ojos se posaran allí, que absorbieran cada detalle de su forma a través de la tela. Y cuando alzó la mirada y captó la mía atrapada en ese lugar prohibido, sonrió. No una sonrisa tímida o avergonzada, sino una expresión lenta, maliciosa, de alguien que sabe exactamente el efecto que causa.
Mi boca se secó. Las palmas de mis manos empezaron a sudar contra la porcelana del lavabo. Y entonces se acercó.
No preguntó. No dudó. Simplemente se pegó a mi espalda, su torso desnudo quemando mi piel a través del fino camisón, sus manos rodeando mi cintura con una posesión que ya no intenta disimular. Sus labios rozaron mi oreja al susurrarme los buenos días, y el aliento caliente contra mi cuello hizo que un escalofrío me recorriera de la cabeza a los pies. Pude sentir su dureza presionando contra mis nalgas, la evidencia física de su deseo moldeándose contra mi culo.
No pude controlar el temblor en mi voz al responderle. Cada sílaba fue una traición, un delator que revelaba lo afectada que estaba, lo mucho que su proximidad me alteraba. Y él lo sabía. Lo sabía y lo disfrutaba. Sus manos se deslizaron por debajo del camisón, encontrando la piel desnuda de mi vientre. La caricia fue lenta, deliberada, los dedos extendiéndose como si estuvieran reclamando territorio. Y entonces apretó. Un movimiento firme que me obligó a arquearme contra él, a sentir cada centímetro de su erección a través de las capas de tela que nos separaban. Inhaló profundamente, como si quisiera absorber mi esencia, el perfume de mi excitación que seguramente flotaba en el aire entre nosotros. Ese sonido, tan animal, tan primitivo, hizo que un nuevo chorro de humedad empapara mis bragas. Y luego, como si nada hubiera pasado, me soltó.
Pero el espectáculo no había terminado. Con una naturalidad que me dejó sin aliento, se dirigió al retrete y, sin la menor vergüenza, bajó los boxers. No completamente, lo justo para liberar su miembro, ya semierecto, y comenzar a orinar. No pude apartar la vista. A través del espejo, mis ojos, avergonzados pero incapaces de resistirse, escudriñaron cada detalle. El tamaño de su falo, incluso en ese estado, me dejó boquiabierta. ¿Cómo era posible que mi hijo, mi niño, escondiera semejante barbaridad entre sus piernas? La vergüenza debería haberme hecho girar la cabeza, salir corriendo de la habitación, cualquier cosa menos quedarme ahí, fingiendo que me examinaba en el reflejo mientras en realidad devoraba cada segundo de esa exhibición. Él lo sabía, por supuesto. No hizo ningún movimiento para ocultarse, ningún gesto de pudor. Simplemente terminó, tiró de la cadena, y se ajustó la ropa interior con la misma tranquilidad. Cuando pasó detrás de mí camino a la puerta, no pude evitar tensarme, preguntándome qué haría ahora. Pero solo fue un beso en la mejilla, casual como si no hubiera estado mostrándome su miembro instantes antes, como si no hubiéramos cruzado otra línea invisible en este descenso que compartimos.
«Me voy a trabajar», dijo. Y yo, con la voz todavía temblorosa, le deseé un buen día como si no estuviera al borde del colapso, como si mi cuerpo no estuviera ardiendo por dentro, como si no estuviera contando los minutos hasta que regresara. Ahora, horas después, mientras escribo estas palabras, todavía siento el fantasma de sus manos en mi piel, la impresión de su erección contra mi cuerpo. La culpa debería consumirme. Debería estar planeando cómo poner fin a esto, cómo recuperar el control, cómo ser la madre que se supone que debo ser. Pero en lugar de eso, estoy aquí, en nuestra casa vacía, tocándome a través de la tela de mis bragas, imaginando cómo será la próxima vez que se acerque, qué nueva frontera cruzará. Porque sé que habrá una próxima vez. Y la espero con una mezcla de terror y lujuria que me hace cuestionar todo lo que creía saber sobre mí misma.
¿En qué me he convertido? ¿Qué clase de mujer se excita con la exhibición de su propio hijo? ¿Qué clase de madre anhela ser poseída de esta manera?
Las respuestas no importan. Ya es demasiado tarde para ellas. Lo único que importa es el pulso que estremece mi vagina, la humedad que mancha mi ropa interior, y el conocimiento profundo, vergonzoso, innegable, de que esto apenas comienza. Y que no quiero que se detenga.
11 de marzo de 2024
Esta mañana he dejado de fingir.
Me desperté con el cuerpo ardiendo, los muslos pegajosos de humedad, la piel sensible al más leve roce. No hubo lucha interna, ni debate moral, ni siquiera ese velo de culpa que solía nublar mis pensamientos después de tocarme imaginando sus manos. Solo necesidad. Pura, cruda, vergonzosa necesidad.
Esa mañana volví a esperarlo en el baño. Subí deliberadamente el camisón de seda al lavarme la cara, exponiendo la curva de mis nalgas, sabiendo perfectamente lo que provocaría. Me observé en el espejo mientras me lavaba, estudiando cómo la fina tela revelaba mis pezones duros, cómo mi respiración agitada hacía oscilar mis pechos. Me presioné contra el borde frío del lavabo, buscando alivio para el fuego entre mis piernas, imaginando que era su cuerpo el que me empujaba contra el mármol.
Y entonces entró él.
Igual que ayer, pero diferente. Esta vez no hubo sorpresa en su mirada al encontrarme allí, solo satisfacción al ver que había seguido el guion no escrito entre nosotros. Sus boxers holgados apenas contenían la completa erección de esa mañana. Se acercó y su calor me envolvió antes incluso de que sus manos me tocaran. Cuando sus palmas se cerraron alrededor de mi cintura, fue con la seguridad de quien reclama lo que le pertenece. Esta vez no hubo preliminares, no hubo caricias exploratorias. Se pegó a mí con toda la longitud de su cuerpo y comenzó a moverse, a restregar su polla contra mis nalgas con un ritmo que no dejaba lugar a interpretaciones.
Sus manos subieron por debajo del camisón, empujando la tela hacia arriba hasta que quedé expuesta desde la cintura. Pensé que se detendría ahí, que jugaría conmigo como ayer, dejándome al borde de la locura para luego retirarse. Pero hoy las reglas habían cambiado.
Sus pies separaron los míos con firmeza, sin brusquedad, pero sin dar opción a resistencia. Y entonces lo sentí, la punta de su erección encontrando el centro de mi humedad a través de las bragas empapadas. El contacto fue electricidad pura, un relámpago que recorrió mi espina dorsal y me arrancó un gemido ahogado.
Sus manos continuaron su ascenso por mi torso, explorando cada curva como si estuvieran grabando mi piel en su memoria. Cuando finalmente alcanzaron mis pechos, fue con una posesión que me dejó sin aliento. No eran caricias, no eran toques casuales. Era una toma de control. Sus dedos se cerraron alrededor de mis tetas, amasando la carne con precisión cruel, pellizcando los pezones hasta el borde del dolor mientras yo me arqueaba contra él.
En algún momento dejó de moverse. Y me di cuenta, con una mezcla de vergüenza y excitación que me mareó, de que era yo la que empujaba mis caderas hacia atrás, la que buscaba frotarme contra su polla con movimientos instintivos, animales.
Abrí los ojos y nuestras miradas se encontraron en el espejo. Lo vi allí, detrás de mí, sus ojos oscuros devorando mi reflejo, observando cómo me entregaba, cómo me degradaba voluntariamente por el placer que él podía darme. Y en ese momento supe que estaba perdida.
Justo cuando sentía que el orgasmo comenzaba a crecer dentro de mí, justo cuando mi cuerpo se tensaba para caer al abismo, él apretó mis pezones con fuerza y murmuró esos malditos “buenos días” que sonaban a burla.
Se separó de mí como si nada hubiera pasado, dejándome temblorosa, insatisfecha, completamente a su merced. Y entonces, con una calma que me enfureció y me excitó por igual, se quitó los boxers y se puso frente al retrete, completamente desnudo, completamente erecto.
Esta vez no miré de reojo. Esta vez lo observé abiertamente, memorizando cada detalle de su pene, el grosor de su erección, las venas que se marcaban en toda su longitud, el hinchado y brillante glande que revelaba su propia excitación. El sonido de su orina golpeando el agua se mezcló con mi respiración entrecortada, creando una sinfonía de obscenidad que debería haberme repelido pero que en cambio me hizo mojarme aún más.
Cuando terminó, no se volvió a cubrió. Se agachó detrás de mí, su aliento caliente en mi oreja mientras recogía su ropa interior, sus palabras una orden directa “mañana sin bragas”. La palmada que siguió resonó en el baño, el dolor agudo se mezcló con el placer residual hasta que ya no pude distinguir entre ambos.
Ahora, horas después, mientras escribo estas palabras con manos que todavía tiemblan, sé que he cruzado un punto de no retorno. Ya no soy la madre que lo crió. Soy la mujer que se ofrece a sí misma en bandeja, que se desviste y se arquea y se humilla por el placer de ser poseída.
Mañana obedeceré. Mañana no llevaré bragas. Y cuando sus manos encuentren lo que buscan, cuando finalmente me tome como ambos sabemos que quiere, no habrá culpa que pueda salvarme.
12 de marzo de 2024
Me despierto escribiendo esto en la habitación de mi hermana, con un tornado dentro de mi mente y el eco de lo ocurrido quemándome las entrañas. Cada palabra que plasmo aquí es una confesión manchada vergüenza, pero necesito hacerlo. Necesito recordar cada detalle de cómo llegué a convertirme en esto. Una madre que huye de su propio hijo después de dejarse usar como una puta necesitada sobre el lavabo del baño familiar.
Había seguido sus órdenes al pie de la letra. Me levanté antes del amanecer, el cuerpo ya ardiente de deseo, y me quité las bragas con dedos temblorosos. El camisón de seda, el mismo de días atrás, ahora impregnado del olor a sexo y culpa, rozaba mis pezones erectos mientras me colocaba frente al lavabo, sabiendo perfectamente lo que iba a ocurrir. Lo sabía y, Dios me perdone, lo anhelaba. Mis muslos ya estaban brillantes de mis fluidos antes siquiera de escuchar sus pasos.
Cuando me miré al espejo, los ojos que me devolvieron la mirada no eran los de una mujer madura, sino los de una adicta a lo indecente. Pupilas dilatadas, labios entreabiertos, la piel del escote enrojecida. Mis propios dedos ya habían encontrado el camino hacia mi sexo hinchado, palpando los labios carnosos que latían con cada pulso. Estaba empapada, obscenamente húmeda, y cuando escuché sus pasos en el pasillo, mi coño se contrajo como si ya estuviera siendo penetrado por esa polla que sabía que vendría a reclamarme.
Entró completamente desnudo.
No hubo preámbulos, no hubo falsas modestias. Su cuerpo, tan parecido al de su padre en complexión, pero joven, vibrante, cargado de una testosterona que ahora me pertenecía, se movía con la confianza de un depredador. Su polla, ya semierecta, se balanceaba entre sus muslos con cada paso, y mis ojos no pudieron evitar seguir ese vaivén hipnótico. Cuando nuestras miradas se encontraron en el espejo, esa sonrisa suya, tan llena de malicia y posesión, me hizo gemir antes siquiera de tocarme.
Se pegó a mi espalda, su piel quemando la mía a través de la seda, y respiró mi olor como un animal olfateando a su presa. Sus manos, esas malditas manos, me sobaron los costados antes de descender, sin prisa, hacia mis caderas. Yo ya estaba separando las piernas antes de que sus dedos encontraran mi coño desnudo, ofreciéndome como una ramera. El primer contacto fue eléctrico. Dos dedos largos, cálidos, recorriendo mis labios empapados con una precisión quirúrgica. No había vacilación, no había duda. Un gemido gutural me desgarró la garganta cuando sus yemas encontraron mi clítoris hinchado, rozándolo apenas, lo justo para hacerme arquear el espalda.
Fue entonces cuando me desnudó completamente. El camisón cayó al suelo, y de pronto estábamos los dos completamente desnudos, nuestra piel reflejada en el espejo en una imagen que habría escandalizado al mundo entero. Sus manos subieron a mis pechos, sensibles, con los pezones tan erectos que dolían. Los amasó con esa mezcla de ternura y brutalidad que me volvía loca. Yo me movía contra él, frotando mis nalgas contra su polla ahora completamente dura, sintiendo el glande húmedo rozar mi espalda baja. Sus labios besaban en mi cuello, sus dientes mordisqueaban mi piel, nuestras miradas encerradas en el espejo… era demasiado. Demasiado y no suficiente. Podía ver la diferencia entre nuestros rostros: el suyo, relajado en una expresión de lujuria y satisfacción; el mío, contraído en un éxtasis culpable, los ojos vidriosos, la boca abierta en una mueca que ya no sabía si era de placer o de angustia.
Cuando su polla finalmente encontró mi coño, creí que me desmayaría. El solo roce del glande contra mis labios empapados me hizo gritar y mis piernas temblaron. Él no me penetró solo se frotó contra mí, embadurnando su miembro con mis fluidos mientras yo gemía como una cualquiera. Fue cuando me giró con esa fuerza bruta que tanto me excitaba y me subió al lavabo, posicionándome como si fuera su juguete, que perdí por completo el control de mis gemidos. El mármol frío bajo mis muslos contrastaba con el calor abrasador de su cuerpo y mientras, me miraba con esos ojos oscuros, cargados de lujuria. Con una mano en mis tetas, su lengua se enredaba en mis pezones, lamiendo y retorciendo de una forma tan placentera que me hacía gemir.
Su otra mano, agarró su hinchada polla, palpitante de deseo, y la deslizó entre mis muslos, golpeando mi clítoris con cada movimiento sádicamente. Empezó a moverse de arriba abajo, lento al principio, como si disfrutara torturándome con la espera, pero pronto el ritmo se volvió frenético. Mis labios vaginales, empapados de fluidos, se aferraban a su tronco, envolviéndolo en esa humedad que delataba lo mucho que lo deseaba. Todo mi cuerpo se contraía, cada músculo de mi cuerpo se tensaba cuando sentía la cabeza de su polla, gruesa e implacable, presionando la entrada de mi coño, rozando ese límite que me hacía temer, que me hacía desear, que se colara dentro.
El aire se me escapaba en jadeos, las paredes del baño reverberaban con el sonido de nuestros fluidos, y yo estaba al borde del orgasmo, suspendida en esa agonía deliciosa… Cuando lo sentí. Un cambio en su respiración, más profunda, más animal. Un temblor en sus muslos, esa señal inconfundible de que él también estaba al límite. Y entonces…
El primer chorro de semen me impactó en el vientre, caliente como lava, y algo en mi cerebro se rompió. Mi orgasmo llegó como un tsunami, sacudiéndome hasta los huesos, mientras su leche seguía salpicándome el estómago, los pechos, incluso una gota que alcanzó mi cuello. Su glande, todavía pulsando, seguía apretado contra mis labios vaginales, como si quisiera asegurarse de que cada última gota estuviera lo más cerca posible de donde realmente pertenecía. Nos separamos jadeando, con nuestro reflejo difuminado en el espejo ahora empañado por nuestro calor.
Sin decir nada, salió del baño. En ese momento de lucidez póstuma, mientras su semen corría por mi piel hacia el hueco entre mis muslos, vi con claridad lo que habíamos hecho. Lo que yo había permitido. Cuando escuché la puerta de la calle cerrarse, la culpa llegó como un puñal. Me duché con agua tan caliente que me dejó la piel roja, frotándome como si pudiera lavar no solo su semen, sino mi espantosa indecencia misma. Lloré en silencio, los sollozos ahogados por el sonido del agua, mientras mis dedos temblorosos empacaban una maleta con movimientos automáticos.
La nota que le dejé fue breve, pero cada palabra me costó una lágrima “Estoy en casa de tu tía. No me busques. Necesito tiempo.”
Mi hermana, pobre inocente, atribuyó mi estado al duelo. Y en parte era cierto, estoy de luto por la mujer decente que una vez fui, por la madre que debería haber sido. Pero también lloro por la mujer que dejé atrás, la que en este mismo momento siente un vacío entre las piernas que nada, excepto su hijo, puede llenar.
Las palabras que uso ahora son vulgares, obscenas, porque no hay otra manera de describir lo que hemos hecho. Ya no soy la viuda respetable. Soy una mujer que dejó que su propio hijo se frotara contra ella y se corriera como a una perra en celo, que gimió por su semen, que ahora, en la cama ajena, se toca pensando en cómo se sintió su polla contra su coño materno. Y lo peor de todo es que, a pesar de la culpa, a pesar de la huida… una parte de mí ya está planeando regresar.
Continuará…
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