Qué palabra de extraño designio.
Cuántas veces escuché en boca de otros esa palabra, algunos ensalzándola, otros detestándola.
Cuántas veces supe – o por lo menos, creí saber – su significado. Quiero decir, no sólo conocía lo que significaba o lo que expresaba esa palabra sino que, mucho más allá, en distintas oportunidades y circunstancias quedé convencida que había experimentado en mí su significado más profundo.
Y, sin embargo, estaba equivocada.
Creí saberlo a los diecinueve años, esa vez en la disco, cuando sentí un capullo encendido invadiendo mi conejillo desde atrás, en la oscuridad total de ese rincón ensordecida por el imposible volumen de la música que derramaban los parlantes, sabiendo que frente a mí y entre mis manos sostenía firme el tallo de mi novio, buscando que me entregara su néctar.
Creí saberlo años atrás, cuando ese forajido me tomó entre los arbustos de las dunas que enmarcaban la playa hacia donde yo me había dirigido siguiendo curiosa el vuelo de un colibrí, a escasos metros donde mi madre y mi marido platicaban afablemente.
Más aún creí saberlo cuando con mi marido y nuestros amigos Eva y Ricardo formamos un enredo de brazos, piernas, sexos y cuerpos durante casi todo un fin de semana, en donde todo fue posible. O cuando bailé sobre la mesa de esa cantina frente a conocidos y desconocidos despidiendo la soltería de mi amiga Emilce y mi marido se atrevió a deslizar sus manos por debajo de ese hermoso y ajustadísimo vestido de noche que aún conservo, manos ocultas que ascendieron desde mis muslos hasta mis caderas y que tomaron el elástico de mi ropa íntima, haciendo que ésta se deslizara hacia abajo hasta despojarme de ella, entresacándola de entre mis pies, a la vista y para algarabía de todos los presentes.
Y creí saberlo definitivamente cuando todo lo anterior fue superado en esa irrepetible circunstancia, en esa formal reunión realizada en formal salón que todos los años organiza la formal compañía en la que labora mi marido y en la que yo ingresé descuidada, errónea y formalmente al toilette masculino y, para sorpresa del formal señor gerente y superior de mi consorte me sorprendí a mí misma humedeciendo mis labios con glotonería al verlo tan bien dotado.
Por supuesto, ello cual derivó en que largo rato después bajara las formales escaleras del piso superior del salón luego de haber acogido en mis más oscuros y cerrados pliegues la formal herramienta del susodicho, para sorpresa y regocijo del mismo formal personaje y para sorpresa y regocijo de otro dependiente que acertó a ingresar al toilette al promediar nuestra faena, no teniendo yo otra alternativa que ahuecar mi lengua para recibir su también copiosa descarga. Mi enésimo orgasmo me llegó a solas cuando, bajando las escaleras, mis muslos se humectaban con la cremosa fluencia que lograba escapar débilmente de mi arillo posterior mientras en mi paladar rezumaba el sabor del dependiente y mi marido recibía en la solapa de su esmoquin alquilado una medalla en reconocimiento a diez años de trabajo en la empresa, mientras trataba de alisar mis faldas y ocultar mi sonrisa de satisfacción.
Y, sin embargo, estaba equivocada.
Lo crean o no, estaba equivocada.
Porque el significado de esa palabra – lujuria – lo conocí recién pocos días atrás, cuando el degenerado de Alberto me hizo lo que me hizo. Imagínense: fueron mil y un orgasmos que le tuve que entregar vencida por el poder de un falo interminable que entró y salió de mi raja a su gusto y disposición, con su ritmo inefable a veces violento a veces lento en extremo, a veces rozando un lado, a veces el otro, a veces justo en el centro, a veces quedándose en la entrada, a veces llegando hasta lo más profundo, una y otra vez, sin descanso pero con egoísmo, sin darme lo que yo necesitaba: su descarga.
Hora y media estuvo en mí, martilleando; y en mi desesperación por tener en mí lo que aún no me había dado, me dejé dar vuelta. Imagínense nuevamente, yo, boca abajo en mi propia cama matrimonial, un almohadón bajo el vientre, mis lunas en su mejor visión. Abrió mis lunas con tierna firmeza, me aceitó y lo recibí, ávida, en mi interior. Ahora o nunca, pensé para mí, y a su ritmo, cerraba mi esfínter con todas mis fuerzas cada vez que él desandaba el camino y lo habría íntegro levantando mi grupa cada vez que él volvía a ingresar. Una y otra vez, bufando ambos, sus brazos abrazándome los pechos, su aliento en mi nuca. Pequeñas frases – como latigazos -cruzaron el aire. Dame. Qué querés ? Tu leche, cerdo. Estás segura ? Sí, dame, dámela. Estás muy segura? Sí, dame. A cualquier precio? Sí. Decilo. Llenáme, llenáme de una vez. Estás dispuesta a pagar? Sí, sí, cuánto querés? Tu madre. Queeeé? Quiero A Tu Madre!! No, desgraciado, no! Promételo, promételo ahora! No, si, sii, te lo prometo. Segura? Sí, dame, cerdo, damee!!
El cerdo me arrancó el orgasmo mil dos. Que empezó en ese momento y no sé cuándo terminó. Yo estaba absolutamente segura y convencida que el control de la sodomía, a pesar de la posición, la tenía yo; y no fue así. El orgasmo me vino por esa imagen que se dibujó instantáneamente en mi mente. Mi madre, mi propia madre, rendida y entregada por mí, boca abajo, en mi misma cama, y Alberto tras ella, entrando, saliendo, sodomizándola.
Qué palabra tan extraña ¿no?; creo que ahora sí sé su significado. Por lo menos para mí.