Castigando a la mal portada
Desde hace 10 años trabajo como prefecto en una exclusiva escuela multinivel del centro de mi ciudad. Es verdaderamente cansado lidiar con los menores hijos de papi. Desde pequeños desafían la autoridad y creen que el dinero de sus papás lo soluciona todo. Por eso un día me vi en la necesidad de arreglar las cosas a mi manera.
Yo tengo 42 años y no me he casado ni tenido hijos. Mi último vínculo sentimental terminó hace 3 años y fue con una mujer de familia acaudalada, que curiosamente había estudiado en el instituto donde ahora laboro. Tuvimos una relación muy tumultuosa, donde cada discusión o desacuerdo se arreglaba teniendo el sexo más sucio y violento posible. Ella me dejó para casarse con un hombre de su mismo estatus social, lo cual no me sorprendió porque siempre me reprochó mis pocos recursos, aunque mi sueldo es mucho mayor al promedio de mi ciudad.
Generalmente en el trabajo nos turnan a los prefectos para cuidar distintos niveles cada semana. Esa semana me tocó vigilar el nivel primaria. Era lo más fastidioso porque los niños no conocen límites, al menos a los adolescentes de preparatoria los podía sobornar para librarlos de alguna sanción, o en el caso de las chicas, exculparlas de alguna falta a cambio de una felación en el cuarto de escobas. Pero los niños de primaria no cargaban tanto dinero y aún no me atrevía a propasarme con niñas pequeñas. Sin embargo ese día una de las niñas de tercer grado me sacó de mis casillas.
La mocosa se salió del aula sin pedir permiso, no hizo caso de las llamadas de su profesora. Yo la intercepté a medio pasillo y me quiso eludir, la tomé del brazo por la fuerza y la llevé casi arrastrando a su aula. La niña de ocho años no lloraba, por el contrario, me veía con rabia y me escupió un zapato.
-Profesora, aquí está Amy-
-Gracias, prefecto, pero está lastimando a la niña.- Solté a la niña del brazo y me volvió a escupir, esta vez me ensució el saco.
-¡No me vuelvas a tocar, gato! Yo puedo hacer lo que yo quiera porque mi papá te mantiene, a ti y a todos los que trabajan en esta peste de escuela.-
-Prefecto, he cambiado de opinión. Llévese a Amy a la prefectura hasta que sus padres lleguen y pueda hablar con ellos.-
-¡No, suéltenme, yo no quiero ir a ninguna prefectura! ¡Quiero largarme a mi casa!-
Cargué a la escuincla rebelde por la cintura y caminé hacia mi oficina mientras ella me pataleaba y trataba de arañar la cara. Yo la sometí como pude y le tapé la boca, ya que sus gritos podían alertar a otro miembro del personal. No está permitido tratar así al alumnado, pero a veces no dejan otra opción y los padres prefieren la mano dura en la escuela porque son unos inútiles e incapaces de aplicarla en la casa. Llegué a la prefectura, cerré la puerta con llave y tumbé a la niña en el sofá de la antesala de espera.
-¡Abre la puerta, pendejo! Quiero salirme, no me puedes encerrar. Aquí huele a mierda.- Escuchar a la niña hablar con malas palabras y ver sus ojitos verdes empañarse de furia me incentivaba, me envalentonaba más a aplicar el castigo que quería aplicar.
-Claro que puedo, niña grosera, y tan puedo que ya lo hice.- Me quité el saco y lo aventé a mi escritorio.
-Voy a hacer que te despidan, pinche gato. No sabes quién es mi papá.-
-Mira, escuincla babosa, el diputado es muy amigo mío y cuando sepa la lección que estás a punto de aprender, hasta una botella de coñac me va a regalar.- Yo era un mentiroso muy convincente, y así sometía a muchos adolescentes, era mi parte favorita del trabajo hasta ese día.
-¿Qué me vas a hacer, eh, viejo pedorro? Escríbeme tu estúpido reportito, ándale.-
Cogí un trapo, lo enrollé a modo de mordaza y se lo puse en la boca, atándolo por detrás de su nuca. La niña chillaba y trataba de hacerse escuchar por encima de la franela, pero ya no podía. Me aflojé la corbata y la dejé sobre una silla.
-Hasta que te callas, chamaquita. Ahora sí vas a ver, ¿por qué crees que tu hermanita de preparatoria es tan bien portada conmigo? Porque le hice lo mismo que te voy a hacer a ti, por andar igual de alzadita que tú, mamita. Y cuando se lo conté al diputado me felicitó y me dio una lana. Conmigo no hay juegos y ya es hora de que aprendas, pendejita.-
Tomé una cuerda de mi armario, até sus muñecas y con mi corbata aseguré sus tobillos, para que no pudiera ofrecer ninguna resistencia. La niña empezó a llorar, ahora sí de miedo. Cosa que me puso aún más bravo.
Empecé a desabotonar su suetercito. Los ojitos de Amy se humedecieron, y ahora plañía y lanzaba alaridos por debajo de la mordaza. Acaricié con una mano su pechito, plano y pueril, encima de la blusa. Con la otra le sobé las piernas por debajo de la falda. El tacto de mis manos con su piel blanca y pecosa me excitaba al mil. Le besé despacio las rodillas, desnudas entre la falda y las calcetas. La pequeña no dejaba de sollozar y se movía de un lado a otro, sometida, indefensa, mientras me desabotonaba la camisa.
-Ponte de pie, rápido o ya verás cómo te va.- Me desabroché el cinturón y lo saqué de las presillas, amenazándola con azotarla si no me obedecía.
Amy se puso de pie. Le lamí las mejillas para probar sus lágrimas, saladas y tibias, mi trofeo ante el terror que le estaba provocando. Desabroché su falda a cuadros y esta cayó al piso, pude admirar sus piernas blancas, gorditas y bien torneadas para sus ocho añitos, traía unos calzoncitos azul pálido, de algodón, bien ceñidos a su pequeño y redondo culito. Así encima de la prenda acaricié su chochito, calientito, abultado. Y le escuché musitar por debajo de la mordaza «No, por favor».
-Cómo de que no, estabas muy canijita, ¿no? Ahora me toca a mí ser el rudo contigo.-
Le desaté las manos para quitarle el suéter y la blusita blanca del uniforme. La contemplé unos instantes en su ropa interior infantil, la camiseta blanca con costuras rosas y los calzoncitos azules, mientras me sacaba el pito del pantalón y me masturbaba frente a sus ojos. Quiso cerrarlos pero le di una bofetada para que entendiera que no podía hacerlo. Tomé sus manitas y se las besé con ternura, una ternura perversa y enferma. Amy ya no ofrecía resistencia alguna, el pavor la había paralizado.
Le desanudé la mordaza y se la saqué de la boca, pero antes de que pudiera hacer cualquier ruido le introduje mi pene hasta su campanilla. No lo tengo muy grande pero a ella con sus cortas proporciones debía parecerle enorme. La tomé por la cola de caballo y atraje una y otra vez su cabeza hacia mí, haciendo que mi pene golpeara una y otra vez sus amígdalas. La niña daba arcadas y escurría saliva, manchando el piso de la prefectura. En algún momento sentí que me clavó sus dientes, todavía de leche, como queriendo hacerme daño, pero otro par de bofetadas volvieron a someterla.
-Eso, putita, así se les castiga a las mal portadas alzaditas como tú. Ahora eres mi zorra, trágate mi verga.-
Le enterraba fuerte mi pito hasta la garganta, la cara de Amy por momentos se ponía morada, le sacaba el bulto para que respirara y antes de que reaccionara la volvía a embestir. La jalé del cabello rubio y volví a incorporarla, le tapé la boca con una mano y la obligué a mirarme a los ojos. Le ordené que me besara. Ella decía «Ya, por favor, para, ya me porto bien» entre el llanto y mi mano que ahogaban sus palabras.
-Ni madres. No me detengo. Tu no te detuviste para escupirme y llamarme gato, ni para amenazarme. Toda niña mal portada es castigada. Y tú eres la escuincla más odiosa de esta escuela. Ahora aguanta tu castigo y demuéstrame que ya te vas a portar bien. Anda, un besito de niña bien portada.-
Amy me dio un beso de piquito en los labios. Yo la tomé de las mejillas con una mano y la hice abrir la boca para introducir toda mi lengua en ella, no me importaba que supiera a mi verga, le lamía su pequeño paladar y sus encías, que sabían al dentífrico infantil con el que los alumnos cepillaban sus dientes después del receso. Ella intentaba desasirse y apartarse de mi boca, que olía a tabaco y café barato, su expresión de asco me excitaba todavía más.
-Uff, qué rico besas, zorrita. Ahora viene lo mejor.-
Volví a amordazarla y le quité la camisetita, lamí su cuello, la tomaba por su pequeña espalda, le pasé la lengua por los hombros y luego besé sus pezoncitos, pequeñitos, aún sin desarrollársele las tetas, los succionaba y mordisqueaba, mientras empezaba a bajar su calzoncito. Con una sola mano manoseé sus nalguitas, paraditas y regordetas, y pasaba mi dedo por alrededor de su diminuto ano.
-Échate ahí, en el sofá, rápido.-
Jaloneé a Amy hasta colocarla boca abajo en el sofá. Le coloqué dos manazos en cada nalga, viendo como se le ponían coloradas. La niña volvió a llorar y gritar, sin éxito alguno por la mordaza. Le desaté los pies y abrí sus piernas, viendo su chocho y su ano en todo esplendor. Con mis dedos abrí su vaginita rosadita, acerqué mi cabeza y le pasé mi lengua por toda la vulva, continuando hasta lamerle también su culito.
-Uy, qué rico sabes, putita. Ahora cada vez que te laves la colita te vas a acordar de portarte bien.-
Amy se retorcía a cada lengüetazo que le pasaba por sus zonas íntimas; sabía que era de repulsión pero me limitaba a pensar que lo empezaba a disfrutar. Yo disfrutaba olfateando y lamiendo todo ese montecito, mordía sus nalguitas y acariciaba como cualquier viejo rabo verde que se respete todo su cuerpo desnudo, intacto hasta entonces.
-Uy, estos castigos no los doy todos los días, siéntete afortunada, mi amor.- Me bajé el pantalón y los calzoncillos.
Me ensalivé el pito y se lo metí sin freno en la vagina. Amy, todavía boca abajo, gritó y yo hundí su cabeza unos segundos en el cojín del sofá, ya que esa vez si había logrado hacerse oír a través de la mordaza. Con mis manos en su espalda la inmovilicé contra el sofá, mientras embestía contra su virginidad y ella sólo gemía «ah, ah, ah, ah,» amordazada y derrotada, sin resistirse más, solo deseando que terminara pronto.
La tomé como a un bebé y la obligué a sentarse sobre mi miembro, la sostenía por las nalguitas y la hacía darse sentones. Su cabeza se balanceaba sin control alguno y sus ojitos estaban en blanco, como si hubiera entrado en un trance. Le agarraba sus pezoncitos, la besuqueaba en la boca de vez en vez, su boca entreabierta salivaba y me babeaba todo el pecho, yo la seguía moviendo como a una muñeca hinchable, inanimada, lascerada por el prefecto.
Después de unos minutos, eyaculé dentro de su útero, todavía infértil. Amy se quedó sobre mí, con el cuerpo flojo como marioneta, ensartada todavía en mi verga y rellena de leche.
-Ahora sí, putita, escúchame bien. Ni una palabra de esto a nadie, ¿oíste? Si me entero de que abriste la boca en vez de tu chochito voy a penetrarte el ano, y eso sí que te va a doler. Y si le cuentas a tu papá, no nada más me tendrás aquí sino también en tu casa, porque recuerda que somos amigos, ¿eh?.
La limpié con una toallita húmeda, de las que tiene otra prefecta para cuando algunos de los más pequeños no pueden aguantarse y se orinan encima. Le extraje lo más que pude mi semen de su vagina y la vestí, le puse sus pantaletitas, su camiseta, le acomodé las calcetas, le ceñí la falda, le puse la blusita y el suéter. Le di un besito en la mejilla y le ofrecí una botellita de agua para que recobrara fuerzas. Amy ya no emitió ningún sonido. Se tomó el agua, se enjugó las lágrimas y esperó en el sillón hasta que llegó su mamá y platicó con la maestra del mal comportamiento de la niña. La madre tomó a la niña del brazo, muy parecido a como la llevaba yo horas antes, y se la llevó molesta.
A partir de ese día, Amy era la niña mejor portada de la escuela. Los otros niños debieron notar el cambio, puesto que también mejoraron (aunque sea un poco) sus modales y se recomponían en cuanto me veían pasar. Adivinen qué alumna de primaria ganó el premio por disciplina al final de curso. Y quién del personal obtuvo un incentivo económico por excelencia laboral.