Descubriendo a Helena

Antes de abandonar definitivamente la casa, realicé un recorrido por el altillo para ver si entre las cosas que quedarían abandonadas, no dejaba nada que valiera la pena.

Esa casa había tenido varios inquilinos, y cada uno de ellos dejó en ese altillo parte de sus vidas.

Con un poco de nostalgia fui repasando las existencias, pensando o fantaseando qué circunstancias, qué historias rodeaban a cada uno de esos testigos olvidados.

Un perchero destartalado, cajas con ropa, una peineta de madera junto a un espejo que trasuntaba una perdida vanidad, un marco de bicicleta y hasta un sable de procedencia indeterminada.

Arrumbado en un rincón, hallé un viejo arcón con un montón de libros sin beneficio de inventario.

Entre ellos, en general novelas de ediciones de principio de siglo en estado bastante deplorable, había un libro que se apreciaba no era de la misma data que los demás.

Este último no era otra cosa que un diario íntimo.

El diario de Helena.

Sucintamente y de la manera más objetiva posible, a partir de las definiciones que ella misma hiciera de su persona, podría describir a Helena como un ama de casa absolutamente normal.

Debería aclarar cuales son los alcances de lo que yo denomino normal. Una mujer madura y práctica, condición no indispensable, dedicada básicamente a su casa, a su esposo y a sus hijos si eventualmente los tuviera, uno para el caso.

De acuerdo a su relato, Helena fue criada en el seno una familia católica, con una educación bastante férrea. Padre empleado en el Ministerio de Economía de la Nación, y madre ama de casa.

Era la segunda de tres hermanos. Se recibió de Perito Mercantil, y decidió a último momento no estudiar para Contadora. Ayudó a su madre en las tareas domésticas hasta que abandonó la casa paterna para formar su propio hogar, el día en que se casó con Julián, luego de ocho años de noviazgo.

Recién recibido de abogado, Julián consiguió un trabajo en la Asesoría Legal de un Banco, y allí trabajo siempre.

Un buen sueldo y seguro. Dos años de casados pasaron hasta que llegó Mariano, su primer hijo, que se convertiría en el único, pese a que tenían otros planes. Su vida no tenía muchos matices.

Aburrida, para quien lo vea de afuera. Segura y tranquila, para la protagonista. Mariano alcanzó la adolescencia, acompañado de algunos excesos de sobreprotección.

En esta etapa de su vida, se desarrolla el capítulo del diario de Helena que más me atrapó, más allá de la posibilidad de fisgonear navegando por la intimidad ajena.

Sin ansias de pontificar al respecto, sino sólo tratando de interpretar alguna arista de la vida, creo que así como la realidad puede ser mucho peor que la peor de las pesadillas, suele suceder, aunque con mucha menor frecuencia, que esa misma realidad resulta ser más etérea que la más improbable de las fantasías.

Es mucho menor la probabilidad de que esto le pase, por supuesto, a alguien que se presume ha carecido durante casi toda su existencia de fantasías.

Mas creo que algo de esto debe haberle sucedido a Helena. Dejo libre de interpretación el extracto del diario que continuación transcribo:

«San Isidro, martes 23 de Octubre de 1979.

Ha llegado el día de esconder mi diario. Siempre lo tuve en el cajón de mi mesa de luz. Julián lo sabía, y si bien nunca mostró interés por leerlo, tampoco me preocupaba que lo hiciera, de hecho su contenido ya le era conocido.

Nunca escribí en él como si se tratara de una tercera persona, un confidente, como suele hacerlo la mayoría de la gente:

«Querido diario», etc., etc. Nunca supe en realidad por qué llevaba un diario, o sí, sólo para hacer honor a uno de mis hermanos que me lo regaló cuando cumplí quince años. Relataba con cariño, aunque probablemente exento de emoción, el acontecer de mi vida diaria. La rutina hacía que pasaran días, incluso semanas sin que escribiera nada, me bastaba con extractar todos los días en uno solo. Mis acciones eran previsibles. Hasta ayer. No tengo de que quejarme.

Vivo tranquila. Julián es un buen hombre, un buen padre y muy compañero. Mi hijo, a pesar de pasar un período conflictivo como la adolescencia, no trae mayores problemas. Gracias a Dios, nuestra posición económica no ha hecho otra cosa que mejorar con el tiempo, y podemos darnos el lujo de vivir en esta hermosa casa, con parque y pileta, en un barrio tranquilo.

Podemos darnos otro lujo. Tomar personal para que nos alivie las tareas domésticas, mantenimiento, jardinería, limpieza, cosas de todos los días. Ese fue el principio.

Eran alrededor de las dos de la tarde. Julián volvía a la noche, y Mariano después del Colegio iba a clases de Tenis, así que me sobraba tiempo libre. Ni septiembre, ni octubre habían tenido días calurosos hasta esta semana.

La Pileta había sido limpiada hacia dos o tres días y se encontraba llena. La había disfrutado por primera vez en la primavera.

Luego de refrescarme estaba yo sentada en una reposera, bajo el alar de la galería a buen resguardo del sol. Con el bikini y un pareo a la cadera, para estar fresca, lidiando con una crema que quería distribuir por mi espalda a fin de evitar que la piel se me reseque por el cloro de la pileta.

Sin esperarlo, una mano tomó la mía. Giré la cabeza por sobre el hombro, y vi como pasaba a mi lado hasta pararse frente de mí, mientras me decía prácticamente susurrando…

– ¿Me permite señora?

Se inclinó sobre mí. Instintivamente retrocedí, percatándome de inmediato que no buscaba otra cosa que tirar el respaldo de la reposera hacia atrás.

Con formas suavemente imperativas me indicó que me recostara boca abajo, y así lo hice de manera sumisa. No vi nada de malo en su actitud, y si bien hacía poco tiempo que trabajaba en la casa, no creí que fuera para preocuparse y que pudiera interpretar mal el hecho de que le permitiera prestarme su ayuda.

Lentamente tiró del pareo hasta sacármelo. Intenté relajarme aunque me propuse mantenerme alerta por si acaso. Untó sus manos con la crema y me la comenzó a pasar desde el cuello hacia los hombros.

Era más un masaje, para el que mostraba una cierta habilidad, que el simple hecho de extender la crema.

Se mantuvo un rato, yendo desde la base del cráneo detrás de mis orejas, donde nace el pelo, por el cuello, hasta los hombros, y de vuelta hacia el cuello y mis orejas.

Se detuvo. Volteé la cabeza y mire hacía el costado en donde se había parado, queriendo saber la razón por la cual el masaje había cesado. Se estaba untando nuevamente las manos.

Busqué sus ojos y encontré una leve sonrisa. Me relajé. Comenzó ahora a frotarme la parte central de la espalda, sobre los omóplatos, moviendo sus manos siempre en diagonal, desde la columna hasta los lados de la espalda, y de arriba hacia abajo.

Miré sus brazos delicadamente fibrosos, como se tensaban en el primer movimiento y se relajaban al perder el contacto con la superficie de mi piel.

Cerré los ojos y me dejé llevar. Al abrirlos nuevamente, mientras sus ojos se clavaban en mi espalda, miré su figura con más detenimiento. La primera vez que le había prestado atención, inferí un pequeño exceso de peso.

No sé como fue, ni exactamente cuando, pero esa sutil redondez comenzó a resultarme erótica.

Sus formas me atrajeron al punto de hacerme sentir incómoda por primera vez. Entorné nuevamente los párpados. Primero como flashes y luego con la cadencia que marcaban sus masajes, empezaron a fluir desde mis adentros extrañas fantasías que jamás había tenido. Intenté sojuzgarlas, pero persistían.

¿Cómo podía ser que estuviera soñando algo tan pecaminoso? Las yemas de sus dedos eran verdaderos arietes que seguían empujando las fantasías desde mi inconsciente.

No sé cuán largo fue el lapso de mi disquisición, hasta que decidí probar mis límites.

Nunca me había sentido así. ¿Hasta donde podían llegar mis fantasías? ¿Cómo podría descubrir lo que verdaderamente pensaba o deseaba? En todo caso, ante cualquier exceso, yo tenía el dominio de la situación.

Era quien mandaba. Sentí el poder como un arma para permitirme extender la situación a mi arbitrio. Fue en ese instante en que me di cuenta que descorría con delicadeza el nudo del corpiño de mi bikini, desatándolo.

Levante una mano y tomé su muñeca. Insistió en el movimiento, y cedí. Las imágenes se sucedían ahora desprolijas, exuberantes, lujuriosas, lascivas.

Vertió crema de manera abundante sobre mí, y me restregó con fuerza, apoyando las palmas a los costados de la columna, apretando, mientras sus dedos envolvían mi cintura.

Al momento de volver las manos hacia el centro, deslizaba como distraídamente, sus dedos índices, apenas, por debajo del elástico de mi bombacha. Bordeando mi cadera pasó a mi trasero, circunscribiendo sus formas ovales. Insistió nuevamente por debajo de los elásticos que cortaban mis nalgas, pero ahora lo hacía decididamente a mano llena.

Sé que a la distancia, parece que hubiera estado consciente de todo, pero en ese momento mi excitación era tal que ya no tenía dominio de mis actos, ni obviamente de los suyos.

Recorrió toda la longitud de mis piernas, hasta las plantas de mis pies. Los tomó firmemente por los tobillos, y los cruzó. Entendí que quería que volteara boca arriba. No hice más que dejarme girar. Mis pechos, generosos, quedaron al descubierto.

Sus manos siguieron la línea ascendente de los empeines, las piernas y las rodillas, hasta los muslos. Acercándose poco a poco sus zonas internas.

Tomó mis bragas por los costados y me las comenzó a quitar con autoridad. Me miró a los ojos.

Yo deseaba que continuara y se lo di a entender arqueándome levemente para acompañar su movimiento.

Se quitó las ropas y se extendió sobre mí. Su pecho al tocar el mío se encendió. La flacidez de nuestras carnes en contacto, disparó mi locura, quería tocar, apretar, morder, estaba totalmente descontrolada, como jamás lo había estado.

Por primera vez sentía a la piel toda como un verdadero órgano de mi sexualidad. Cada roce me arrancaba un suspiro, cada caricia me instaba a implorar por más. Hurgó hasta el pináculo del deseo.

Comenzó a besar mi cuello. Buscó mis pezones con leves mordiscos, recorrió con su lengua todo mi cuerpo, mientras yo intentaba con el desorden propio del desenfreno, guiar su boca hasta mi cáliz de pasión. Bebió de él y luego me enseño su propio rumbo.

Nos acariciamos y nos besamos hasta que nuestras fuerzas nos abandonaron por completo. Por fin, quedamos inmóviles, quién sabe cuánto tiempo.

Lentamente nos vestimos y sin intercambiar palabra, cada cual intentó seguir con lo suyo. Yo me dirigí al baño para darme una ducha, y después a mi dormitorio.

Me volví a acostar. No podía pensar en otra cosa más que en lo que había sucedido. Paradójicamente, a pesar de saber que el pecado se había apoderado de mí, estaba en el Paraíso.

Cerca de las siete, Julián llegó a la casa. Me levanté para recibirlo en el living, intentando disimular mi verdadero estado de desequilibrio emocional. Me saludó con un beso y antes de que me dijera nada, Valeria apareció junto a la puerta de salida.

-Señor -dijo- si no me necesita me voy a retirar.

-No sé, ¿querida vos la precisas para algo? – me inquirió-.

-No, yo… -no atinaba a decir nada-

-Ah! -dijo Valeria como recordando- Ya le dejé la comida lista, solo hay que calentarla.

Tomó el picaporte de la puerta, giró nuevamente hacia mí y con una sonrisa cómplice se despidió: Adiós señora, si usted quiere mañana terminamos lo que empezamos hoy…

Estoy segura que me sonrojé, pero Julián no se percató.

-¿Qué estuvieron haciendo? -preguntó mi marido-.

-Nada, nada… no le hagas caso, cosas de mujeres.

Esa noche soñé con Valeria, repitiendo segundo a segundo, gozando segundo a segundo y esperando que el nuevo día llegara.

He intentado relatar todo, luchando contra mi pudor (el que me faltó entonces), de la manera más concreta posible. Podría abundar en detalles, pero los libero a la imaginación, de esa manera, cada vez que relea estas páginas abriré las alas de mi mente y la dejaré volar.

Ahora sí, «mi querido diario», sabes por qué debo ocultarte. Sabes por qué no me siento culpable, sino doblemente culpable. Lo lamento, pero no puedo permitir que nadie conozca nuestros secretos. Que ilusa, pensé que podría gobernar mis fantasías.

Comprendí recién en ese momento que la fantasía no es otra cosa que un deseo oculto. Y el deseo es como un pueblo insurrecto, puede ser reprimido pero jamás gobernado, y al menor resquicio, ante la menor debilidad, dejará de estar agazapado y volverá a emerger. Cuanto más sea reprimido, mayor fuerza deberemos hacer para no perder el control cuando al fin surja.

Adiós querido diario, ya volveré a ti para contarte más.»

Luego de contar sus reiterados encuentros con Valeria, la mucama que habían tomado con la idea de que ocupara ese puesto transitoriamente, lo último que Helena había escrito en su diario, era que Valeria viajaría con toda la familia y se instalaría con ellos en un suburbio de Londres, cuando se hiciera efectivo el ascenso que le habían comunicado a Julián, junto al traslado a la Casa Central del Banco en que trabajaba. Helena, por supuesto, insistió para que así se hiciera.

Sentado en ese viejo arcón me encontró un nuevo hilo del destino, leyendo este diario, gracias a que se me ocurrió dar la última recorrida al altillo, antes de mudarnos a Londres. Así descubrí al arcón, así descubrí el diario, así descubrí a Helena.

Estimo que Helena no olvidó su diario en aquel arcón, sino que fue voluntariamente abandonado. No por despecho, ni por despreocupación. No lo hizo para enterrar su pasado. Probablemente buscó la compresión de quien por azar lo leyera.

Si bien nunca imaginó que yo, su marido, lo encontraría antes de viajar, menos aún hubiera podido imaginar mi tolerancia.

Hijo, te preguntarás por qué incluí esta parte del diario de tu madre en mi propio diario. Simplemente porque su diario muestra su vida, y su vida era mi vida. Si el relato te resulta impersonal, es porque me cuesta, me duele hacerme parte de la historia.

Te cuestionarás también por qué te he dejado esta carta junto a mi diario.

Qué oscuras y retorcidas razones puedo tener para que conozcas la verdad y cuál fue la razón por la cual nunca le dije a Helena que sabía todo lo que sucedía. Por qué le permití su doble vida.

Quizá porque comprendí que todos tenemos una, más allá de que real y concretamente la vivamos, de que sólo la soñemos o que sencillamente la callemos.

Si estás leyendo esto, es porque ya he partido para no volver. Sólo quiero que cuides a Helena, y que intentes interpretar porque nunca necesité perdonarla. Mi amor por tu madre me permitió soportar cualquier cosa. Sé que es muy difícil para tí y sería tonto que arguyera o alegara alguna pseudointelectual consideración freudiana. Es así de simple y no tiene mayor explicación.

Mariano, ama a tu madre, es una gran mujer. Protégela con devoción y no la juzgues.

Hijo, perdona a tu padre. Recuérdame con cariño y no me juzgues.

Sin no me entiendes, si no nos entiendes, no importa, yo tampoco te juzgaré, no soy quién para hacerlo.

No siempre nuestros sentimientos son controlables. No siempre nuestros actos son lógicos. No siempre nuestras vidas son como las planeamos. No todos los amores son tan grandes como el que nos unió a tu madre y a mí.

Mariano, hijo mío, sólo espero que sepas y que puedas vivir tu vida intensamente.

Siempre fuiste un orgullo para mí, y no puedo pedirte más de lo que me has dado, es por ello que más que desear que no me defraudes, deseo es que no te defraudes a ti mismo.

Te amo.

Julián, tu padre.