Capítulo 3
- El señor del mar I
- El señor del mar II
- El señor del mar III
- El señor del mar IV
- El señor del mar V
El señor del mar III
Cuando la furgoneta se detuvo y cesaron las vibraciones producidas por el motor en marcha, Miriam suspiró aliviada. Pensó, burlonamente, que aquel viaje había supuesto su primera experiencia real de tortura.
El largo trayecto anunciado se le había antojado interminable, aún cuando había procurado mantener su mente ocupada en miles de pensamientos.
Se dispararon, nuevamente, sus pulsaciones, consciente de que habían llegado a destino.
Oyó abrirse las puertas del compartimento y la voz grave de uno de los hombres que, asiéndola del brazo, la ayudó a incorporarse, no sin cierta rudeza.
Encorvada, para no golpear su cabeza contra el techo, precisó, igualmente, de la ayuda del otro hombre para bajar de la furgoneta.
Un aire espeso se filtró por su garganta.
El eco del sonido de las puertas al cerrarse le hizo sospechar que se encontraban en un sótano o en un garaje.
No sintió la frescura del aire libre al salir de su encierro.
Sus sospechas fueron confirmadas cuando empezó a subir los peldaños de una escalera.
Uno de los hombres –ya no sabía precisar cual de los dos– la mantenía firmemente agarrada por su brazo derecho, guiando sus pasos vacilantes. Miriam se preguntaba si aquellos hombres oirían los latidos de su corazón que retumbaban en su interior.
Hubiera agradecido cualquier palabra, cualquier grito, cualquier orden. Pero ninguno de los dos había dicho nada desde que la bajaron de la furgoneta.
Deseaba profundamente poder quitarse la venda de los ojos.
Miriam se encontraba en el interior de la morada de SeaLord.
Los dos hombres la condujeron hasta una habitación. La mano apretada en su brazo fue señal inteligible para que se detuviera.
– Anunciaremos a SeaLord tu llegada, Miriam – le dijo el mismo hombre que la esposó y vendó en el interior de la furgoneta. – Volveremos a por ti. No te quites la venda hasta que no escuches cerrar la puerta.
El hombre tomó las manos de Miriam y las liberó de las esposas.
Ella trató de aliviar sus muñecas, agarrando cada una con su mano opuesta y haciéndolas girar levemente.
El golpe de la puerta al cerrarse la dejó petrificada, incapaz de mover un solo músculo de su cuerpo.
Sintió terror ante aquella soledad. En un instante, se sobrepuso y desató el nudo de la venda. Abrió los ojos lentamente, temiendo quedar cegada por la claridad de una luz presentida.
Sin embargo, Miriam descubrió, con sorpresa, la tenue fluorescencia de los tonos verdosos de la luz que iluminaba un inmenso acuario que ocupaba, del suelo al techo, tres de las cuatro paredes de la habitación.
Todo un mar al alcance de sus ojos. Boquiabierta, se acercó hasta tocar el refugio acristalado de centenares de peces.
Aquello le pareció la recreación perfecta y sublime del fondo marino. La visión del acuario la relajó de tal modo que la hizo sumergirse en un vacío absoluto de pensamientos. Solo había lugar para la contemplación de aquel espectáculo indescriptible puesto ante sus ojos.
Nuevamente, una mano apretada contra su brazo, la hizo salir de su ensimismamiento, sobresaltarse y gritar. Tan abstraída estaba que no advirtió la presencia de los dos hombres que habían vuelto a la habitación para llevarla hasta SeaLord.
Miriam se sintió ridícula y avergonzada. Salieron de la habitación y avanzaron por un largo y ancho pasillo que conducía al despacho de SeaLord. Miriam vio a Karla dirigiéndose hacia ellos.
La miró fijamente, esperando un saludo o una mirada de complicidad. Pero Karla siguió su camino, con sus ojos clavados en un punto indeterminado del espacio.
Uno de los hombres llamó a la puerta del despacho, golpeando sus nudillos contra la misma. Sin esperar contestación, la abrió y anunció:
– Señor, ya está aquí.
Entraron. La sala estaba discretamente iluminada por una lámpara de pie, algo alejada de la mesa de SeaLord.
En aquella semioscuridad, Miriam no podía distinguir los rasgos de aquel hombre del que solo conocía su apelativo, su condición de amo y, en cierta medida, su forma de expresión escrita, manifestada en los mensajes de correo recibidos.
Estaba sucediendo el momento esperado del encuentro y el halo de misterio que tanto la atraía se hacía palpable en aquellos claroscuros dibujados por la tenue luz de la lámpara.
– Creo que nadie os ha presentado – dijo SeaLord. – Miriam, estos son Eduard y Roy. Podéis retiraros. Tú, Miriam, ven hasta la mesa y siéntate. Eduard, lleva a Karla al ancla inmediatamente.
Su voz era firme, profunda, varonil, imperativa. Miriam se sentó frente a él. Le sudaban las manos y sentía los nervios atrapados en el estómago. Se sabía mirada por aquel hombre, hasta el punto de sentirse penetrada en su interior por sus ojos ocultos en las sombras.
– Aquí está la niña temerosa – dijo quedamente. Miriam sonrió casi por instinto. La dulzura de su voz contrastaba ahora con la firmeza mostrada anteriormente. – Bienvenida, Miriam. Te atreviste a dar el paso. El mar acaba arrastrando a su voluntad. ¿Te gusta el mar, Miriam?.
– Sí – contestó Miriam, casi en un hilo de voz. Carraspeó, intentando aclarar la garganta, pero no dijo nada más.
– El mar… Imposible de atrapar. Por más que se quiera, acaba escapándose de las manos. Es posible surcarlo, pero no atraparlo. Sobre él, la tempestad y la calma, la furia y el sosiego. La crueldad y la dulzura, en definitiva. El si puede atrapar, hasta dejarte sin respiración. Puedes hundirte en su interior profundo y su penetrabilidad le hace parecer débil. Sin embargo, es capaz de desgastar las rocas con su fuerza. El mar entra donde quiere y cuando quiere, surca los espacios invisibles de nuestros cuerpos. Y, créeme Miriam, penetra en las almas de quienes lo adoran.
Su voz la hipnotizaba, la hacía estremecer. Miriam no sabía si era miedo, frío, los nervios crecientes o una mezcla de todo aquello.
Sin embargo, su voz templada, modulada, la llenaban de paz interior, liberaba su mente de pensamientos. Como el inmenso acuario de aquella habitación.
De repente, el despacho se iluminó completamente. Aquella explosión de luz sorprendió a Miriam que descubrió, sin tiempo para reacción alguna, el rostro de SeaLord.
Su tez morena, curtida por el sol, era el poderoso contrapunto de un cabello rubio, casi cano por la luz blanca de la sala. Sus ojos, grandes, profundos, atrayentes, tenían el color verde del mar en las tardes de otoño.
La comparación hizo que Miriam sonriera interiormente, aunque tampoco fue capaz de encontrar otra mejor. Le gustaba pasear por la playa en esas tardes cenicientas de finales de octubre. Y pensó que sí, que el mar de esas tardes tenía justamente el color de sus ojos.
Aparentaba cuarenta y pocos años. El nunca consistió decirle su edad. «El mar es intemporal», le escribió en uno de sus mensajes. De fuerte complexión, se adivinaban unos brazos poderosos bajo aquella camisa azul que vestía. El Señor del Mar. Miriam lo había imaginado muchas veces, pero la realidad no se parecía en absoluto a sus creaciones mentales sobre él.
El no dejaba de mirarla, con una fijeza casi imposible de soportar. Miriam sabía que aquellos ojos miraban más allá de los suyos.
Recordó la primera orden que él le había dado, en aquel primer mensaje recibido como contestación al suyo: «te prohíbo terminantemente que describas cómo eres físicamente o que me mandes una fotografía tuya».
Durante semanas, SeaLord había escudriñado, a través del e-mail, el interior de Miriam: sus sueños, sus gustos y disgustos, sus pensamientos ocultos, rebeldes y prohibidos.
Aguantando sin pestañeos la mirada profunda de SeaLord, Miriam se sintió como si le estuviera desnudando el alma, como si aquellos verdes ojos fueran capaces de leer cada uno de sus pensamientos. El hondo silencio fue rasgado por la voz de SeaLord que a Miriam se le antojó repleta de sensualidad.
– Eres mucho más preciosa de lo que nunca pude imaginarte. Tu cara aniñada es una afrenta a tus veintidós años. Pareces menor, Miriam. Hay en la miel de tus ojos un brillo de miedo que me excita. Es bueno sentir miedo. A menudo, se desea más lo que se teme. Estar aquí te produce extrañas sensaciones: las que genera enfrentarse a lo desconocido.
Lo deseas, sí, pero lo temes profundamente. Y cuanto más lo temes, más lo deseas. Todo es demasiado distinto a como lo habías imaginado, ¿verdad?. Karla, los hombres, la furgoneta, el acuario, este despacho, la propia casa, yo.
Quizá, esperabas llegar ante mi y, sin miramientos ni palabras, enfrentarte a tu primer castigo, a tu primera humillación, a tu primera manera de ser sometida.
Quizá, esperabas encontrarme con el látigo en la mano, encorsetado en cuero y látex, ordenándote que te arrodillaras ante mi presencia y llamándote puta sin contemplaciones. ¿Te da miedo el dolor, Miriam?.
Ella afirmó con la cabeza, incapaz de articular palabra, embelesada por la voz y las palabras de SeaLord.
– Y sin embargo, deseas sentirlo – continuó él. – Deseas ser como las esclavas de tus videos y tus fotos de internet, como las siervas de tus fantasías más íntimas y desconocidas. Te enseñaré a temer el dolor y a amarlo, a necesitarlo y a huir de él. Porque todo en la vida es, en sí mismo, una gran contradicción, polos opuestos que se atraen: risa y llanto, amor y odio, placer y dolor.
Miriam notaba, con perplejidad, que cada palabra de SeaLord la inundaba de sensaciones desconocidas. Su voz tenía manos invisibles que apretaban su alma. Creció en ella un extraño desasosiego y tuvo deseos de escapar de aquella habitación. Pero su mente no era capaz de dictar las órdenes precisas, subyugada al poder de aquella voz. No pudo seguir resistiendo el embite de aquellos ojos penetrantes y desvió su mirada hacia el suelo. El sonrió lacónicamente.
– Desnúdate – dijo SeaLord. A Miriam la laceró un escalofrío que le erizó la piel. Su voz se hizo imperativa y suplicante a la vez. Estaba agarrotada, tensa, desvalida. SeaLord se levantó de su asiento. Su altura impresionó a Miriam. Verlo de pie la llenó de pánico. – Vamos, Miriam, te he ordenado que te desnudes – le hablaba sin alzar la voz, sin estridencias, pero con tal firmeza que el volumen se amplificaba en el interior de ella. Miriam temblaba de pies a cabeza, atenazada en su propio rubor. Su entereza se había desmoronado en el momento de la verdad, ante él. SeaLord rodeó la mesa y se colocó detrás de Miriam. Puso sus manos sobre sus hombros, masajeándolos con suavidad. Ella se estremeció. El se agachó hasta situar sus labios muy cerca del oído derecho de la mujer.
– Busco una mujer, una única mujer, que desee vencer sus miedos y sus inhibiciones. – Susurraba a Miriam que podía sentir su aliento caliente. Su cerebro procesó inmediatamente la imagen de aquella página de contactos, de aquel mensaje. – Que desee vencerlos, Miriam. No busco una mujer sin miedos ni inhibiciones sino, precisamente, a una que los tenga. Ahora, quiero que te levantes de esta silla y te desnudes completamente. Quiero contemplar detenidamente el envoltorio de tu alma de esclava.
La voluntad de Miriam se vió arrastrada a los deseos de SeaLord y ella se encontró, nuevamente, vacía de pensamientos y con la fuerza necesaria para cumplir la orden. Se levantó de la silla y comenzó a desabrochar su blusa con dedos nerviosos y torpes.
Se avergonzó de su propia desnudez ante aquel desconocido que recreaba su mirada en aquel cuerpo joven y bien formado.
Ella alzó sus ojos y pestañeó convulsamente, tratando de detener unas lágrimas incipientes que humedecieron sus pupilas y nublaron su visión. Se sentía expuesta, como un artículo en venta que ha de ser valorado por el cliente antes de decidir comprarlo.
Obedeció mecánicamente las peticiones de SeaLord: «levanta los brazos», «vuelve a bajarlos», «abre tus piernas», «ponte de rodillas», «levántate», «tiéndete boca arriba», «tiéndete boca abajo». En ningún momento la tocó. Sus únicas palabras fueron órdenes para cambiar de posición. Mientras la contemplaba, el silencio era inquietante y le resultaba incómodo. Miriam palideció al comprobar que él miraba fijamente una involuntaria erección de sus pezones.
El tiempo de observación se le hizo eterno.
Hacía mucho que había perdido cualquier noción de tiempo.
Posiblemente, desde que salió del coche de Karla.
No recordaba haber vuelto a mirar la hora desde entonces.
El había ordenado que se arrodillara, curvara su cuerpo hacia delante y, apoyándose en sus antebrazos, colocara su cabeza entre sus manos.
Sus nalgas quedaron levantadas y su sexo al descubierto.
En aquella postura, Miriam luchaba contra el tiempo que parecía haber quedado parado.
No lo podía ver pero intuía a aquel hombre, gustosamente recreado en la contemplación de su sierva humillada y sintió asco al notar que su sexo se humedecía.
Por fin, él le dijo que se pusiera de pie.
Quedó inmóvil, con sus piernas casi juntas, como queriendo ocultar aquella excitación sobrevenida, con sus brazos pegados al cuerpo. SeaLord fue hasta la mesa.
Sacó del bolsillo de su pantalón un manojo de llaves y abrió el primer cajón.
De él extrajo un collar y unas muñequeras de cuero.
Acercándose a Miriam, los colocó sobre su cuello y sus muñecas.
Sus primeros símbolos como esclava del Señor del Mar.
Igual que las esclavas de sus videos y sus fotografías de internet.
Del mismo cajón, sacó una cadena de pequeños eslabones. La fijó a la argolla del collar de Miriam, electrizada por el contacto del metal sobre su piel.
Sin palabras, SeaLord agarró el extremo de la cadena y tiró levemente de ella, obligando a Miriam a seguirle.
Salieron del despacho y enfilaron el pasillo que a Miriam le pareció más largo y tenebroso que la primera vez.