El reencuentro de los hermanos mellizos con mamá y papá

Mi hermana melliza, Marisa, y yo, habíamos regresado a nuestra casa paterna, en la ciudad de Córdoba, en Argentina.

Teníamos, ambos, 18 años, y habíamos ido a Buenos Aires, la capital, a estudiar en prestigiosos colegios («internados») durante nuestra adolescencia, en los cinco años previos al regreso que aquí relato.

Durante ese lapso habíamos estado separados, pero no podíamos olvidarnos de la intensa relación, propias de un vínculo de hermanos nacidos el mismo día, que habíamos tenido durante nuestra niñez, y probablemente tampoco podríamos olvidar el hecho de que, en esos primeros años mozos, habíamos hecho juntos nuestros primeros descubrimientos sexuales.

Nuestros padres eran jóvenes (nos habían traído al mundo, por accidente, apenas si superada su adolescencia, sin haber cumplido aún los veinte años), y ambos se mantenían en excelente estado.

Pertenecíamos a una clase social elevada (tanto cultural como económicamente), y habíamos sido, desde infantes, educados en el marco de una libertad sexual más que significativa.

Nuestra «vuelta a casa» fue muy festejada, y durante todo el día estuvimos intercambiándonos «mimos» y caricias, con mis padres y entre nosotros.

Esa noche Marisa y yo fuimos a dormir a nuestra habitación (la compartíamos, desde niños, y no existía razón para no seguir haciéndolo), y estuvimos conversando de todo lo que habíamos hecho durante los últimos cinco años, hasta pasadas las cuatro de la madrugada.

Allí descubrí que mi hermana, sobre todo en cuestiones vinculadas al sexo, no había perdido el tiempo, y había adquirido casi tanta experiencia como yo, que no más.

Realmente, el cariño entre nosotros era muy grande, y lo excitante de la charla nos fue llevando a intensificar el intercambio de caricias, de forma tal de que cuando concluyó la charla, estábamos ambos desnudos en la cama, masturbándonos recíprocamente y disfrutando enormemente de lo que estábamos haciendo.

Esa primera noche no llegamos al coito, pero sin palabras nos juramentamos de concretar esa cuestión sin falta antes de volver a separarnos, pues a los veinte días tendríamos que regresar, ambos, a Buenos Aires, para iniciar la educación universitaria.

El día siguiente fue más intenso aún que el primero, y era evidente que nuestros padres estaban encantados con nuestra evolución, no sólo en el plano estrictamente intelectual sino también en el físico y sexual.

Mi madre me comentó, varias veces, lo guapo que yo estaba, y los atractivos músculos que había desarrollado en el gimnasio del internado, y mi padre hizo un par de chistes sobre los enormes pechos de mi hermana, y sobre la felicidad que, sin lugar a dudas, podría llegar a provocar ella en cualquier hombre.

Incluso hicieron ambos, entre sí, infinitas menciones a cuestiones «picantes», con numerosas alusiones a aspectos sexuales, entre risas y sonrisas, y con múltiples miradas cómplices. Parecía, en rigor, que ambos disfrutaban provocando climas de extrema sensualidad, y por momentos puedo asegurar que lo lograron, con total plenitud.

Apenas ingresamos a nuestra habitación, esa noche, Marisa y yo nos pusimos a hablar de lo que había ocurrido durante el día, media hora más tarde estábamos, nuevamente, masturbándonos el uno al otro, y a eso de las dos de la mañana la desnudé sobre la cama, la besé profundamente y me dispuse a penetrarla.

No habían transcurrido mucho más de tres o cuatro minutos, desde que le introduje mi pene en su vagina, ella ya estaba gimiendo en un tono de voz más que audible, cuando escuché un ruido en la puerta de nuestra habitación.

Ambos miramos hacia allí, al mismo tiempo, y vimos a nuestros padres, parados junto al marco de la puerta, y siendo testigos del furioso acto sexual que estábamos desarrollando.

Debo confesar que inicialmente me asusté, pues no sabía cómo podrían reaccionar mis padres ante semejante «inmoralidad», ambos ingresaron, sin palabras, a nuestra habitación, y mi padre se dirigió hacia mi hermana, y se paró al lado de ella.

Marisa también estaba asustada (luego me confesaría que tenía miedo de que mi padre le pegase, como cuando era una niña), pero no debió haberlo estado.

Mi padre sonrió, le pasó su mano derecha sobre el hombro, y fue bajando lentamente, hasta que se encontró acariciando sus pechos.

Yo sentí, de inmediato, cómo mi pija se ponía dura como roca.

Eso me hizo distraer, y olvidarme de mi madre, pero ello sólo fue así hasta que sentí su lengua sobre mi pene, lamiéndolo como si de un helado se tratara.

Mi madre había avanzado en silencio, por detrás de mí, agachándose a un costado de la cama (yo estaba semisentado, a un lado de la misma), y así dirigió su boca a mi órgano sexual, y comenzó a mamármelo.

Instantes más tarde ambas mujeres, mi madre y mi hermana, se encontraban desnudas, ocupando el centro de la cama, con mi padre y yo cada uno a un lado de ellas, acariciándolas y recorriéndoles íntegramente el cuerpo con nuestras manos.

El ritmo de las caricias iba en aumento, y así sus gemidos, y poco después las miradas de madre e hija se encontraron, se guiñaron un ojo y se dieron un profundísimo beso en la boca, haciendo chocar sus lenguas con fuerza.

Mi madre se puso en posición de «perrito», mostrándome un culo maravilloso, y me pidió, gimiendo, que la penetrase.

Apunté mi pene al centro de su culo, previo habérselo ensalivado bien, y comencé a empujar. Instantes más tarde la había penetrado por completo.

Cuando levanté la vista vi que mi padre había hecho exactamente lo mismo con Marisa, y ambas mujeres comenzaron a perder el control, enloquecidas por el placer que les estábamos dando.

A los pocos minutos mi madre me hizo detener, y tirarme boca arriba en la cama.

Le hizo señas a Marisa, de forma tal de que ella misma se penetrara la vagina con mi pija, que apuntaba hacia el techo, y cuando así lo hubo hecho, mi padre, arrodillado detrás de ella, volvió a penetrarla por el culo. Mientras tanto, mi madre también la penetraba, por la boca y con su lengua.

La triple penetración la terminó de volver loca, a mi adorada hermana melliza, que comenzó a derramar pequeñas lágrimas de felicidad, mientras el volumen de sus gemidos seguía en aumento.

Así, alcanzó por lo menos cuatro o cinco orgasmos, en no mucho más de diez o quince minutos.

Yo ya estaba por acabar, y mi padre lo advirtió, y me hizo señas para que me detuviera, indicando que mi madre todavía no había recibido el mismo tratamiento, y que era justo que ella también gozara de dos pijas al mismo tiempo, y de la atención de todos los demás.

Así nos dispusimos a hacerlo, de inmediato, siendo que en esta oportunidad fue mi padre el encargado de la penetración vaginal.

De inmediato yo busqué acceder a su culo, y conseguí hacerlo de costado, y la penetré sin contemplaciones, mientras Marisa ponía su lengua entre mi pene y el orificio anal de mi madre, acompañando con su lengua mis entradas y salidas.

No aguanté más, y llené el culo de mi madre con mi leche tibia.

Mi padre, en cambio, se retiró de su vagina, y se incorporó al costado de la cama.

Mi hermana se lanzó sobre su pene, lo acomodó entre sus grandes tetas, y comenzó a hacerle una deliciosa paja, que concluyó instantes más tarde, cuando mi padre los cubrió con el contenido de sus testículos, que salió disparado de su pija como consecuencia de la enorme excitación que estaba viviendo.

El sol del amanecer nos encontró a los cuatro durmiendo abrazados, y desnudos, sobre la cama.

Quedaban por vivir días más calientes, aún…