La increíble historia de un médico y una enfermera que no querían ser infieles

Esta historia comenzó en 1996, aunque los orígenes exactos ya se empiezan a perder en mi memoria.

Yo trabajaba en una clínica de nivel básico de atención y había una enfermera, particularmente simpática y quien, siendo muy bonita, no era la mujer más hermosa del mundo, pero para mi gusto era supremamente atractiva.

Si ella lee esta historia hoy en día, es probable que le haga algunos cambios, pero serán más de forma que de fondo, ya que la sustancia de lo sucedido no se perderá jamás. Por todo esto, trataré de ser lo más apegado a la realidad posible.

Con ella, a quien por respeto y confidencialidad llamaré Luisa, empezó una relación muy bonita de amistad, que se fue fortaleciendo con el pasar de los meses en la clínica.

Se encargó de que me sintiera cómodo y de comentarme, sin ánimo de chisme, cómo eran cada uno de los personajes que trabajaban en la clínica, con el fin de que yo me acostumbrara a mi nuevo trabajo mucho más rápido.

Nuestras conversaciones se hicieron cada vez más frecuentes y de temas más variados. Ya sé que suena repetido, ya que en muchos relatos se cuentan este tipo de cosas, pero debo ser estricto con la realidad y eso fue lo que sucedió.

Una tarde, a eso de las 18:30, cuando ya casi estábamos terminando el turno, y hablando de no se qué, acabamos hablando de ropa interior.

No me acuerdo cómo llegamos a ese tema, pero sé que llegamos.

De buenas a primeras, yo le dije que le apostaba a que ella no se atrevía a soltarme el cinturón y bajarme los pantalones para ver mis calzoncillos.

Con la picardía que estaba reinando en el momento, a ninguno de los dos le pareció demasiado atravesada la propuesta, aunque al principio se tomó a broma.

Cuando ya eran las 19:y pico, y yo estaba en mi consultorio alistándome para irme, ella llegó, para preguntarme si la podía llevar a su casa, o algo así.

Yo le respondí que con mucho gusto. Ella entró al consultorio y creo que fui yo quien volvió a meter el tema de la broma con la que nos estábamos jugando unos minutos antes. Ella me dijo que era capaz de demostrármelo ahí mismo.

Cerré la puerta del consultorio con seguro y me senté en la camilla, poniendo cara de suspenso y retándola a que lo hiciera. Consciente o inconscientemente quería que lo hiciera…… y que llegara a algo más.

Hago una pausa para describirnos.

Ella es bajita, de aproximadamente 1.55 m., con unas nalgas espectaculares y unas piernas hermosas.

Su cintura está bien marcada y tiene unos pechos no muy grandes, pero deliciosos. Su cara angelical completa el conjunto que, además de muy bien proporcionado, es muy bonito, por lo cual era más bien difícil no fijarse en Luisa.

Yo soy alto (1.83m) de contextura gruesa (más bien gordito), no es por presumir, pero me han dicho que soy guapo de cara y que tengo buenas piernas. Mi pene es de tamaño y grosor promedios.

No voy a decir que es un monstruo de 25 cm ni nada de eso. Ninguno de los dos le había sido infiel a su pareja hasta ese momento, y creo que tampoco ha vuelto a pasar después de nuestro affaire (por lo menos en mi caso, aunque me atrevería a asegurar que en el de ella tampoco)

Continúo. Cuando estaba sentado en la camilla, ella se acercó y me tomó el cinturón, soltando el cierre con habilidad y bajando el pantalón, con mi ayuda, por supuesto.

Cuando terminó y vio mis calzoncillos, nos quedamos medio petrificados y sin saber qué decir ni hacer. Había ganado la apuesta y……qué?. No sé como, pero no pasó más nada en ese momento, ya que los dos creo que estábamos demasiado azorados como para hacer algo más. Todo esto sucedió un jueves.

Al día siguiente, viernes, yo trabajaba de 7:00 a 15:00. A esa hora, y después de terminar de ver mi último paciente, ella se presentó en mi consultorio. Este fue el diálogo que tuvo lugar (las palabras no son las exactas, pero el contenido sí):

Doctor…me siento como extraña con usted…digo, después de lo que pasó anoche…

Yo también me siento medio extraño…

Sin embargo, me gustó…y…me gustaría darle un beso…

Aquí me quedé frío (o caliente?). Sentí como una corriente eléctrica que me recorría y me puse a analizar la situación. Luisa estaba muy buena (todavía lo está, ahora está mejor).

Estábamos solos en el consultorio con la puerta cerrada con seguro.

Era muy poco probable que alguien entrara, por la hora y porque nadie ocupaba el consultorio después de mí. Ella me gustaba muchísimo y me tenía absolutamente excitado. Tenía tremendas ganas de besarla y tocar su cuerpo. Me decidí a hacerlo.

Nos comenzamos a besar, al principio con precaución, como cuando alguien está tanteando un terreno que no conoce, pero luego la pasión comenzó a tomar control y nuestras lenguas se volvieron exploradoras de la boca del otro, dando vueltas y tumbos por nuestro interior como si nos quisiéramos devorar (de hecho, nos queríamos devorar).

Yo estaba sentado y ella de pie. Se metió entre mis piernas, aún de pie, y cerré mi abrazo alrededor de su entallado cuerpo. Sentía su corazón latiendo con fuerza, como si se quisiera salir de su pecho. Quise sentirlo en vivo y en directo y posé mi mano sobre su seno, tocando por primera vez el terreno prohibido y esperando su reacción. Se dejó. No opuso ninguna resistencia.

Comencé entonces a acariciar su seno y a meterle mano por debajo de su resplandeciente uniforme de enfermera. Me abrió el paso y me permitió hacer.

No hubo voces de arrepentimiento ni ganas de emitirlas, por lo que seguimos adelante. Nos continuamos besando por un buen rato. Ya yo me había apoderado por completo de sus senos y sus nalgas, grandes, firmes y deliciosas.

Las ganas de desvestirnos por completo eran inaguantables, los deseos de tocar nuestros cuerpos de pies a cabeza, sin inhibiciones ni prohibiciones, eran incontrolables… pero la razón y el sentido común los pudieron controlar, y decidimos concluir en el momento nuestra sesión de caricias y besos para terminar después.

Ese fin de semana nos fuimos confundidos para nuestras casas. Los dos somos casados y no queríamos poner en peligro la relación con nuestros cónyuges e hijos, pero la pasión y el deseo eran también muy grandes.

Todo el sábado estuve pensando, la pasión iba perdiendo terreno, a costa del que ganaba el sentido común.

El domingo las cosas eran más claras. Ya estaba yo decidido a llegar el lunes a terminar algo que no había acabado de empezar, porque lo que estaba en peligro era más grande que lo que podría nacer entre los dos.

Con todos estos planteamientos en la cabeza, llegué el lunes al consultorio, con toda la voluntad de decirle que no podríamos seguir con esto.

Pero apenas la ví, las ganas desaparecieron y mi pene comenzó a pensar por sí mismo. Volvió a entrar en mi consultorio a las 15:00, cuando había acabado la consulta del día. Las condiciones del viernes se repetían y yo no podía (no quería?) hacer nada para impedirlo. Seguí sentado. Ella siguió de pie. La volvía a abrazar con mis brazos y piernas y repetimos lo del viernes, pero ahora ella propuso un cambio. Me dijo:

«Hay algo que nunca he hecho y que me encantaría hacerte a ti.»

«Qué es?» Le dije sorprendido.

«Me gustaría besar tu pene», me dijo con cara de inocencia y excitación al mismo tiempo.

Hasta ese momento la experiencia que yo había tenido en lo que se refiere a que uno le chupen y besen el pene era muy poca. Unos pocos y cortos intentos con mi esposa y nada más, por lo que su propuesta me pareció sumamente atractiva.

Me daba pena porque no estaba recién bañado ni nada por el estilo, pero al parecer eso a ella no le importó. Me bajó la cremallera y me sacó el pene, que estaba a medio parar.

Comenzó a besarlo lentamente, al principio con timidez, como si no supiera muy bien lo que hacía.

Pero después sus besos se hicieron más intensos y lo comenzó a lamer desde la base de los testículos hasta la punta y vuelta. Lo hacía lentamente, alternando besos con lamidas y haciéndolo como si se estuviera comiendo el helado más rico del mundo.

De verdad lo estaba disfrutando, se le podía ver en la expresión de su cara.

Luego cambió y empezó a metérselo todo en la boca. En este punto ya había alcanzado su tamaño máximo y ella lo tenía agarrado por la base con su mano.

Una vez dentro de su boca comenzó a bajar y a subir, pegándole pequeños mordiscos que a veces eran algo dolorosos, pero que producían más placer que cualquier otra cosa. La succión continuó por algunos minutos hasta que no me pude aguantar.

Le hice saber que me iba a derramar y me dio algo de pena con ella. Luisa como que tampoco estaba muy decidida a tragarse mi semen, por lo que me puse de pie y me acerqué al lavamanos, expulsando todo lo que tenía en mis testículos que, según pude comprobar, era bastante.

Para ese momento Luisa tenía en su cara la expresión del trabajo bien hecho. Yo decidí devolverle todo el placer que ella me había proporcionado, haciendo algo en lo que yo creía que era bueno: lamer y besar la vulva. Me encantaba practicarlo con mi esposa y había adquirido cierta experiencia, la cual pensaba poner a la disposición de Luisa en ese preciso momento.

Le dije que se acostara en la camilla.

Ella no quería porque pensaba que nuestra suerte se nos estaba acabando, digo, por lo de que nadie había entrado en el consultorio ni nada por el estilo.

Sin embargo, la comencé a besar en la boca, bajando al cuello y apoderándome de sus senos, los que lamí y besé con gusto, pasando mi lengua lenta y rápidamente al mismo tiempo.

Chupaba sus pezones, los metía en mi boca y, dentro, los lamía sin soltarlos. Luego los liberaba y empezaba de nuevo.

Al mismo tiempo le empecé a subir su uniforme y a bajar los panties.

Ella trataba de que no lo hiciera, pero como la resistencia no era mucha, decidí seguir.

Cuando los había bajado lo suficiente, decidí apoderarme de su vulvita, que ya estaba bien mojada, como lo comprobaron mis dedos cuando la exploraron.

Pude por fin llegar a mi objetivo: su vulva es grande y su clítoris tiene un tamaño delicioso, además de ser muy jugoso.

Lo tomé entre mis labios y me bebí sus jugos.

Su olor a hembra caliente me tenía loco. Pasé la punta de mi lengua por sus labios y me volví a concentrar en el clítoris.

Hice lo mismo que con sus pezones. Me lo metí en la boca y mientras lo atrapaba con mis labios, lo acariciaba con mi lengua.

En este punto ella estaba absolutamente enloquecida: se movía y contorsionaba como una posesa y sus manos manejaban mi cabeza tratando de controlar sus movimientos para que el placer no parara.

El último resquicio de razón que nos quedaba lo empleábamos en tratar de no hacer ruido para no delatar lo que estaba sucediendo al interior del consultorio.

Aparentemente lo conseguimos, o al menos no tuvimos ninguna señal de que así no fuera.

Cuando llevaba unos minutos comiéndome su sexo ella tuvo un orgasmo delicioso.

Las contorsiones se incrementaron para finalmente quedar totalmente quieta, pero satisfecha y plácida.

Nos arreglamos la ropa y decidimos que no podíamos abusar de nuestra suerte.

Suspendimos y ya no hablamos más. Solo nos dimos un último beso (en el que casi nos devoramos otra vez) y ella salió del consultorio.

Después de ahí muchas cosas pasaron…pero eso es parte de otra historia…