Yo, el cornudo

A Rosa la conocía desde hacía tiempo pues habíamos compartido estudios en el colegio y más tarde en el Instituto donde habíamos intimado.

Luego nos alejamos y seguimos caminos distintos.

Ella siguió estudios universitarios y yo fracasé con el negoció que heredé de mi padre y anduve dando tumbos de aquí para allá sin conseguir establecerme ni situarme en la vida. Hasta que un día nos volvimos a encontrar.

Creo que llovía.

La vi sentada en una cafetería con una amiga y volví a apreciar en ella el encanto que siempre me sedujo: su negro muy cortito, a lo chico, su piel morena y su cuerpo lozano y prieto con unos pechitos pequeños, como a mí siempre me habían gustado, pero duros, inhiestos y pujantes.

O sus muslos recios, sus pantorrillas prominentes, su culo firme y duro.

Pero sobre todo volví a apreciar su dulce sonrisa, la magia de su mirada y el áurea de misterio que la envolvía y que la elevaba como una sílfide por encima del común.

Rosa me vio, me sonrió y me invitó a que me sentara con ella.

De su amiga no ser dar más señas porque no reparé en ella: mis ojos sólo la veían a ella, a Rosa, y sólo podían mirarla a ella.

Pronto supo que no tenía trabajo, que vivía a malas penas en una pensión y que andaba buscando algo más fijo en lo que emplearme. Me ofreció su casa para vivir mientras me apañaba con algún trabajo. Y acepté de inmediato.

Nuestra vida fue armoniosa y cómplice pues pronto nos adaptamos y complementamos.

Ella salía todas las mañanas a trabajar y yo a buscar el mío, aunque como era el que primero regresaba acordamos que yo me encargaría de las tareas domésticas.

En realidad no tenía porqué hacerlo, una asistenta venía todos los días y se encargaba de todas las faenas, pero no sé por qué me sentía molesto con aquella presencia extraña, me irritaba sobremanera que recogiera la ropa de Rosa, que la ordenara en sus armarios, que la lavara y tocara con sus manos profanas.

Pronto conseguí su enemistad y me las apañé para hacerle la vida imposible, hasta que se marchó.

Igual ocurrió con las que fueron viniendo a ocupar su puesto.

Creo que me había enamorado de Rosa y tenía celos.

Un día me planteó el problema, me preguntó por qué causaba tantos sinsabores al servicio, porqué no las dejaba hacer su trabajo.

Yo no sabía que contestar. En realidad si lo sabía o lo sospechaba pero no quería decírselo. Ella sonrió y me miró a los ojos.

¿A no ser que quieras ser tú la asistenta? Yo no sé por qué, de verdad, todavía me lo estoy preguntando, pero asentí a cabezazos.

¿La asistenta, su asistenta?, Por supuesto que sí, claro que sí, ser yo en exclusiva su servicio sin que nadie más pudiera tocar sus cosas, las ropitas que la acariciaban y abrigaban, los zapatos que calzaba, las medias que la abrigaban, las braguitas y sostenes que la acariciaban, las sábanas que la cubrían mientras dormía.

Y acepté con todas las consecuencias.

Poco a poco Rosa se fue apoderando de mí voluntad sin ni siquiera proponérselo, sin dar una insinuación o una orden, un grito, un gesto.

Yo me anticipaba a todos sus deseos como si ya los conociera, como si supiera de antemano que deseaba.

Ella por su parte se dejaba hacer complacida, se dejaba servir por mí satisfecha y yo alcance un grado sublime de felicidad que no sabría explicar porque ella era muy buena y comprensiva e incluso un día que me vio arrodillado en su habitación mientras olía sus braguitas usadas, no se enfadó, no dijo nada, sonrío y se fue de la habitación complacida.

Creo que lo que ella intuía lo había podido verificar al verme allí postrado lamiendo, besando y adorando sus braguitas.

Así que no me extraño que un día me comentara que no le gustaba como me vestía, que no me arreglaba lo suficiente y recogió todas mis ropas, las tiró a la basura y me compró otras a su gusto.

Cuando regresó a casa me duchó, me vistió con sus braguitas usadas, me cortó el pelo del pecho, de las axilas y de las piernas y me colocó un corsé para apretar mi cintura, según decía. Me miré en el espejo y sorpresivamente, me gusté.

Otro día vino a mi cuarto cargada de cajas y me obligó a colocarme frente al espejo, me desnudó y me colocó un delantalito blanco muy corto que apenas tapaba mi polla y unos guantes blancos.

Luego me inspeccionó, me dio la vuelta, tiró del delantalito para arriba, vio mi polla dura y tiesa, mis nalgas desprotegidas, me las pellizco y dio el visto bueno.

Yo no dije nada y me dejé hacer, pero me sentí complacido al mirar en el espejo mi desnudez bajo el delantal y los guantes. Luego me pinzó los pezones con los dedos y me dio un dulce beso en los labios que me supo a gloria.

«Te quiero», me dijo. Todavía me veo allí, mirándome en el espejo, dando vueltas ante ella, ruborizándome como una cría, y amándola, porque después de todo, aquella entrega era por amor.

Yo la amaba con toda la fuerza de mi alma. Sí, a ella, la persona que me había transformado y a la que adoraba, reverenciaba y me sometía con complacencia.

Y nos casamos, aunque la noche de bodas ella la pasó con un amante, con un gigoló, mientras yo permanecía sentado en la butaca del hotel, con un cinturón de castidad que apretaba mi dura polla.

Pero feliz y contento al comprobar que ella ejercía el poder que tenía sobre mí y que los cuernos serían a partir de ahora la forma de demostrarme que era su marido esclavo sumiso que no tenía libertad ni para acariciarme, mientras que ella tenía libertad para todo.

Así es que cuando un día trajo a un joven a casa y me dijo que era su nuevo amante, yo asentí y no dije nada. Sabía que ella tenía toda la libertad del mundo para elegir al hombre que quería en la cama y que yo al entregarle a ella el poder para decidir sobre mí, no tenía nada que decir al respecto.

Se fueron al dormitorio cogidos de la mano y a través de la puerta vi como se abrazaban, como se besaban, como ella lo desnudaba, cómo él la desnudaba mientras le besaba los pechos, el cuello y le acariciaba el culo.

Cuando me dijo que entrara a la habitación, ya estaban follando sobre la cama.

– Tráeme un güisqui –me dijo ella.

Y se lo traje. Ella se lo bebió de un trago y atrajo mi cabeza a sus pechos y me permitió besar sus pezones. Luego metió la mano bajo el delantalito y me acarició mi polla tiesa.

– Acaríciate si quieres, cornudo mío mientras follo con mi amante, pero no se te ocurra llegar al orgasmo, te prohíbo que culmines el placer.

Todavía me veo allí, ante ella, exhibiéndome ante sus ojos, dejándome acariciar por sus manos, excitándome con sus pellizcos en mis pezones, en mi culo, con sus palmadas y leves arañazos, mientras me decía que iba a gozar con su amante delante de mí y que yo no tendría ningún placer hasta que ella no me lo permitiera.

Y me veo allí, cornudo, empalmado, contento y feliz, como nunca lo había sido en la vida.

Y a partir de entonces faeno feliz y contenta por la casa, desnuda con el minúsculo delantalito blanco redondeado que apenas tapa mi sexo y como su doncella particular, mientras ella lee el periódico, se pinta las uñas y me mira sonriente y complacida.

Y soy el ser más dichoso de la tierra al lavar sus ropas interiores, acariciarlas con devoción, cuidarlas, pues para mí son sus reliquias, las prendas que la han tocado y que han estado junto a ella, incluso más tiempo que yo.

Pero un día que me sorprendió acariciándome mientras olía y lamía sus bragas usadas, me prohibió tocarme para siempre y para evitar reincidencias, eso me dijo muy seria, procedió a anillarme, perforándome el sexo con una aguja hipodérmica, y colocándome una anilla que me permitía acariciarme pero no llegar al orgasmo.

Y yo fui el más feliz de los mortales porque tenía la puerta abierta para marcharme cuando quisiera pero no quería.

No podía estar sin su presencia y en su ausencia, sin sus ropas, sin las telas que la habían acariciado y rozado su cuerpo.

Necesitaba sus besos, sus caricias, sus pellizcos, sus palmadas en el culo cuando regresaba de la calle y veía que no me había esmerado en las labores de casa e incluso sus latigazos en mis nalgas, cuando miraba por la calle a otras mujeres.

Necesitaba sentirme su esclavo, saberme suyo, ser su particular posesión y no me había importado e incluso me agradaba sobremanera, que me castigará cada día más a menudo.

Me gustaba incluso que me llamara cornudo, porque en realidad lo era y a mucha honra ya que para mí estaba muy claro que ella tenía todo el derecho a gozar libremente y sin tener que darle explicaciones a su doncella, a su marido, a su esclavo, a mí en suma, que lo soy todo para ella.