El cuento del tío

Fueron muy difíciles los momentos de mi separación. Me deprimí a tal punto que adelgacé casi diez kilos. Marisa me había dejado porque se había enamorado de un compañero de trabajo. No hubo discusiones ni discursos inútiles.

Cuando llegué del trabajo, ella tenía la valija preparada y sólo me había esperado por un mínimo respeto que aún nos teníamos a pesar de que llevábamos mucho tiempo distanciados, casi sin dirigirnos la palabra. Hasta ese día estaba convencido de que ponerle punto final a ese calvario era lo mejor que me podría pasar en la vida. Sin embargo y tal vez por mis reminiscencias de hombre herido, que no pude aguantar el hecho de ser abandonado. Y encima por un pedejo.

Debo confesarles que estaba hecho una piltrafa. Me había dejado crecer la barba y siempre estaba desprolijo, con las camisas arrugadas y los cuellos de mis camisas sucios. Mis amigos, los pocos que me quedaban, me evitaban porque ya estaban cansados de mi hermetismo y mi silencio casi sepulcral. «Olvidate de esa turra y dale para adelante, que mujeres hay a montones», me aconsejaba cada uno que se creía con derecho a hacerlo. Y lo más triste, es que todos se creían poseedores de soluciones mágicas. Yo estaba muy, pero muy amargado. No me resultó fácil ponerle punto final a casi 20 años de matrimonio. Comencé a fallar en mi trabajo y eso generó una desconfianza general hacia mi profesionalismo que me condenó a un segundo plano casi inevitable. Tengo 44 años, soy ingeniero y trabajo en una multinacional, en el área de comercialización. A esta altura de mi vida, un despido significaría casi una muerte civil.

Para completarla, la hija de puta de mi ex mujer y su noviecito leguleyo, me hicieron un juicio de divorcio en el que perdí hasta los calzoncillos. Y como Marisa había heredado de su madre la casa en la que habíamos compartido la vida conyugal, no tardó en pedirme que me fuera. «Te la hago corta – me dijo el pendejo – o te vas en una semana con todo lo que quieras o te iniciamos otro juicio y vas a tener que pagar los gastos y mis honorarios. La escritura lo dice clarito, era de su vieja». Me dejó con una calentura tal que tuve que contenerme para no ir a buscarlo y cagarlo a trompadas.

En una semana era imposible alquilarme algo, así que llamé a una de mis hermanas para ver si podía parar unos días en su casa. Marta tenía 50 años, era viuda y compartía con su única hija de 23 años, un piso enorme que le había dejado su difunto marido. Mi sobrina se llamaba Alejandra, estudiaba publicidad y ese año había vuelto a vivir con su madre porque dos meses antes de casarse decidió dar marcha atrás, a pesar de que ya había entregado las invitaciones. Ale, o la Negra, como le decían en la familia, era una morocha cautivante, con ojos color del tiempo. Cuando había mucha humedad o se avecindaba una tormenta, su rostro resplandecía porque sus ojos variaban de color según el ángulo o la luz con el que se los mirara.

Pero no sólo era bonita de cara, Alejandra tenía un cuerpazo espectacular y siempre estuvo acompañada de los mejores hombres. Infinidad de veces le ofrecieron trabajo como modelo, pero ella siempre se negó. Aunque se supo cuando conmocionó a la familia con la suspensión de su boda, que esa negativa era más de su novio que de sus propias convicciones. Todos pensamos que Alejandra iba a esta muy deprimida, pero ocurrió todo lo contrario: desde que volvió a lo de su madre, mejoró en sus estudios, consiguió un puesto importante en una agencia y ya le faltaba poco para comprarse su propio departamento y así volver a rehacer su vida sola. Con el novio con el que se iba a casar había convivido tres años, por lo que le había perdido el rastro en los últimos tiempos.

«Marta, necesito que me des alojamiento por unos días. La mano está dura con los alquileres y prefiero buscar algo que me guste para no arrepentirme dentro de un mes», le comenté a mi hermana. Me dijo que no tenía inconvenientes, pero me pidió que mis pertenencias las llevara a un depósito para no complicarle la vida. Empaqué lo más rápido que pude mis pertenencias y llamé a una empresa de mudanzas para que a la mañana siguiente pasaran a buscar mis cosas y las guardaran hasta que yo consiguiera algo estable.

A la mañana siguiente esperé a los de la mudanza y una vez que estuvo todo arriba del camión, me tomé un taxi para lo de mi hermana. Toqué el timbre y me contestó Alejandra. Cuando me abrió la puerta me dejó sin aliento. Estaba con un conjunto negro, que marcaba bien sus dos pechos perfectos. La falta era corta y sus muslos bronceados me provocaron una leve erección. Ella se abalanzó sobre mí y me dio un abrazo afectuoso. Pude sentir todo su cuerpo pegado con el mío y me avergonzó el hecho de estar calentándome con mi sobrina, pero había logrado que mi polla se pusiera a mil y tuve que moverme hacia un costado por temor a que ella lo notara. «Tío, me contó mamá que vas a estar con nosotros unos días. Estás muy flaco, pobrecito. Acá te vamos a alimentar bien. Voy a hacer todo lo posible para que no estés tan mal como me han comentado». Todo esto lo decía con sus dos manos apoyadas en mi cara, dándome besos en la frente. Tuve que contenerme para no besarla en la boca. Esta mocosa me estaba devolviendo las ganas de vivir y desde ese primer momento en el que llegué a lo de mi hermana, supe que mi vida volvía a tener sentido. «Te agradezco, porque la verdad es que estoy destruido». Y esta vez fui yo el que la abrazó con fuerza y no me importó que notara mi excitación..

Gracias a una conversación profunda que tuve con uno de los gerentes de la empresa, logré recuperar posiciones. Le pedí que me diera una semana para acomodar mis cosas, con la promesa de que iba a regresar renovado. Marta me ubicó en el cuarto que tenía reservado para los invitados. Estaba justo enfrente al de mi sobrina y bastante alejado de la habitación de mi hermana. Tenía una cama de una plaza y media, un televisor, una reproductora de videos y un equipo de música. También había un teléfono y un escritorio con una computadora, que supuse podría ser de Alejandra.

Me mudé un viernes y ese fin de semana estuvimos mucho tiempo juntos Marta, Alejandra y yo. Mi hermana trabajaba en un consultorio médico y durante la semana prácticamente estaba solo por las noches en la casa. Salía del consultorio a las seis de la tarde, pero siempre se quedaba charlando con sus amigas y no aparecía hasta las siete o las ocho. Alejandra no le creía mucho ese cuento de las amigas y me confesó que pensaba que su madre había conseguido un novio, pero que no se animaba a presentarlo por temor a que ella se enojara. «Una boluda la vieja, se cree que no me di cuenta que le cambió el humor desde la atienden bien». A mí el comentario me dejó helado, pero me hice el distraído.

Ese lunes salí a ver un par de departamentos, pero se largó a llover a media mañana y decidí volver al departamento hasta que cesara la tormenta. Además, desde allí aprovecharía para hacer algunos llamados que tenía retrasados por todo el asunto de la mudanza y la separación. Entré a lo de mi hermana con muchas ganas de hacer pis y como creí que no había nadie, saqué mi polla antes de llegar al baño. Empujé la puerta con mi mano derecha y con la izquierda sostenía mi miembro para evitar pérdidas de tiempo. No pude evitar el encontronazo con mi sobrina, que estaba sentada en el inodoro, con las piernas abiertas y la bombacha a la altura de los tobillos. No llevaba nada puesto arriba, excepto un corpiño transparente que dejaban ver sus senos paraditos y duros. Se notaba que recién acababa de bañarse, porque todavía tenía el pelo húmedo. Sus hombros eran una invitación permanente, al igual que su cuello erguido. Bruscamente traté de guardar mi miembro, que a esa altura ya había adquirido dimensiones considerables, y de retroceder, pero ella se quedó inmóvil, como disfrutando de mi torpeza, con sus ojos de tigresa clavados en mi entrepierna. «Qué pasa tío, nunca viste a una chica meando». Me guiñó un ojo y comenzó a orinar. «Ahora la estás viendo», me desafió y soltó una carcajada. Esa pendeja me había dejado muy caliente, pero sentí pudor y preferí irme.

Afortunadamente, ese martes pude firmar un contrato por un departamento. Pero como la imagen de Alejandra me atormentó durante toda la jornada, preferí no comentarles nada durante la cena. Mi sobrina estaba espléndida. Bajó a comer después de darse un baño. Se había puesto una musculosa blanca, unos pantaloncitos cortos súper ajustados y el pelo recogido. Las gotas de agua recorrían sus hombros. Me pareció que no llevaba ropa interior y fue difícil concentrarme en la comida porque no pude quitarle los ojos de encima en toda la noche. Para evitar que ella lo notara, llevé mis manos a la frente, apoyé los codos en la mesa y me froté los ojos. «Tío, estás cansado, por qué no te vas a acostar. Si querés yo te llevo un té». Acepté la oferta y me dirigí a mi habitación. Mi hermana también se fue a la suya. Mi sobrina se levantó hacia la cocina. Me excité otra vez cuando vi cómo se acomodaba el pantaloncito, que se le había metido en la cola. Tenía un culo bien redondito y duro. Carne joven para un veterano con muchas guerras encima.

Alejandra golpeó suavemente la puerta y le dije que pasara. Yo me había recostado boca abajo, tapado con la sábana, pero sólo en calzoncillos. Me preguntó si me sentía bien y si quería que me hiciera masajes. Sin que yo pudiera hace nada, me pidió que me quitara la remera y que pusiera los brazos debajo de mi cabeza. Sus manos eran muy suaves. Primero me acarició el cuello, pero de a poco fue realizando movimientos imperceptibles con las yemas de sus manos en mi espalda. Mi erección era incontrolable, pero ya no me importaba. Me preguntó si me molestaba que me acariciara la cola. Le dije que no. Me bajó lentamente los calzoncillos y con sus manos comenzó a jugar. Yo estaba súper excitado. La punta de sus dedos hacían contacto con mi polla cuando deslizaba sus manos por mis nalgas. «¿Y esto qué es?», me preguntó ya directamente después de tomarlo entre sus manos y recorrerlo con sus dedos. «¿Puedo probarlo?», susurró. Asentí con mi cabeza y me di vuelta para poder apreciar tremendo espectáculo. Ella recorría una y otra vez con su lengua todo mi glande y acto seguido lo hacía desaparecer por completo en su boca. Succionaba hasta quedarse sin aire y después lo llenaba de saliva para que sus manos no opusieran ninguna resistencia.

Hice fuerza para no acabar y pude contener el orgasmo. Le pedí que se quitara la musculosa para poder chuparle las tetas. Se la sacó y también dejó a un lado el pantaloncito. Su sexo olía muy bien, estaba muy mojada. Se inclinó sobre mi pene y me ofreció su hermosa concha depilada para que le hiciera una buena lamida. Gemía sin hacer demasiado ruido, para evitar que mi hermana nos sorprendiera, pero temblaba como una poseída cada vez que llegaba a un orgasmo. La puse en cuatro y apoyé mi polla en su entrada. Entre su excitación y mis besos, logré penetrarla sin resistencias. Ella empezó a moverse como una loca. Le mordí el cuello y eso la puso más loca todavía. «Ahora la quiero en mi culo, Tío». La saqué de su vagina y la apoyé en su botón diminuto. «Nunca lo hice por ahí», me dijo y eso me excitó más aún. Entré suavemente y evité moverme por unos minutos para evitar que le doliera. «Me encanta que me la des por el culo», me dijo cuando ya habíamos tomado un ritmo de ida y vuelta. Le llené el culo de leche. Cuando saqué mi polla, ella me la limpió con sus labios. «Te dije Tío que te iba a atender bien».

Estuve toda una semana follando con ella y recién un día antes de volver al trabajo les avisé que había conseguido un nuevo departamento. «Tío – me dijo cómplice Alejandra—tranquilo que yo lo ayudo con la mudanza».