Para inaugurar una casa se les ocurre hacer una fiesta de disfraces muy divertida

Un amigo mío, de Cádiz, que estudia aquí en Sevilla, quedó conmigo y otro más para enseñarnos la casa que los padres, con ánimo de mudarse de Cádiz a Sevilla, habían comprado recientemente.

¿Cómo explicar la casa?

Era enorme, con tres plantas, la casa ideal para cualquiera.

Y nosotros nos pusimos muy contentos porque disponíamos de una casa increíble para nosotros solos, sin problema de padres ni nada por el estilo.

Así que hablando y hablando decidimos que sería bueno darle un buen bautizo a la choza.

El dueño de la casa no puso objeción, y acordamos que haríamos una fiesta de disfraces.

De este modo durante la semana siguiente fuimos llamando a los coleguitas y anunciándoles que el sábado no hicieran planes porque iba a haber una fiestorra del quince en esa casa, y que había que ir, obligatoriamente, disfrazado.

Por supuesto, llamamos antes a las chicas, y a todos los amiguetes les decíamos que si querían podían llevar amigas.

El sábado ese, el dueño, mi otro amigo y yo, quedamos desde por la mañana para acondicionar la casa a lo que se le venía encima.

Nos llevamos dos equipos de música y multitud de cintas de música, compramos bebidas -habíamos cobrado una cantidad de 300 pesetas para que aquello estuviera bien-, adornamos las paredes, pusimos velas -no queríamos tener mucha luz-, y hasta llegamos a llevarnos sillas y taburetes de nuestras casas para que los que lo desearan pudieran sentarse.

Y por la la tarde, a eso de las ocho y media o nueve, empezó a llegar el personal. Jamás en mi vida me he reído tanto viendo a gente disfrazada.

Allí había de todo, desde el típico vampiro, el payaso, hasta el que va de momia.

Y hubo gente a reventar. Afortunadamente, y por una vez, hubo más tías que tíos, y yo no conocía ni a la mitad.

Aquello marchaba de puta madre, sobre todo porque la gente supo ir disfrazada -éste era el punto donde creímos que iba a fallar todo el mundo- y la atmósfera que se creó -entre los adornos y la luz de las velas- ayudó a la gente a meterse en la fiesta.

Al principio me pasé todo el rato presentándome a la gente que no conocía, y de paso me olvidaba un poco de la responsabilidad que tenía junto con el dueño y mi otro colega por tener cuidado de que no le pasara nada a la casa.

Pero conforme iba conociendo a la gente, me iba despreocupando más y más.

Sobre todo me puse a hablar con una que iba de conejo -o conejita, mejor dicho-.

Llevaba una especie de maillot de cuerpo entero blanco, ajustado, dos orejas muy grandes, unas pantuflas enormes simulando los pies de un conejo, y una especie de pom-pom en el trasero.

A parte del disfraz llevaba la cara pintada con unos bigotes y la nariz de rosa.

Carmen, que así se llamaba, estaba superacosada -supongo que el traje ponía cachondo a todo el mundo-, pero de vez en cuando se despistaba de los buitres y se venía a hablar conmigo, lo que me dio pie a pensar en que tal vez yo le gustaba y que aquello no podía escapárseme de las manos.

Por lo tanto le di conversación y de vez en cuando le soltaba alguna indirecta.

Pero cuando se nos vieron las cartas del todo fue cuando, sonando una canción de la banda sonora de Dirty Dancing, me sacó a bailar.

La tía bailaba para sus muertos y yo no sabía cómo seguirla, pero de pronto, en una de las partes lentas, se me acercó, me puso una mano atrás un poco más arriba de mi trasero, tiró de mí hacia ella, y comenzó a frotar su entrepierna con la mía.

Noté que aquello, junto con las voces de los cabrones de mis amigos que nos vitoreaban y nos decían cosas del estilo de «ála, ála, de pie, hacerlo de pie», me ponía a cien, y pronto me vi intentando zafarme de Carmen para que no notara mi paquete, que se había crecido desmesuradamente.

Lo malo fue que me despegué de ella tan bruscamente que se me quedó mirando con una cara muy rara, para mí que pensando que yo era un capullo.

Y esa fue la impresión que di, porque aquella chavala me estaba pidiendo guerra y yo voy y me corto.

Afortunadamente, mi colega me llamó para que subiera arriba y lo reemplazara poniendo música. sto me sirvió de escusa para decirle que lo sentía, pero que tenía que subir a encargarme de la música.

En parte lo entendió -y eso que no era la verdad-, y me dejó metiéndose entre medio de los allí presentes.

Desde arriba, donde se encontraban los equipos de música, -parte a la que no se podía acceder, ya que el dueño nos puso eso como regla número uno si queríamos hacer la fiesta, que nadie excepto nosotros tres subiera a las plantas de arriba-, yo podía ver lo que pasaba abajo, por lo menos en la parte del patio.

Mis ojos no hacían otra cosa que buscar a Carmen.

Ya estuviera hablando, bebiendo o bailando, no perdía detalle de lo que hiciera.

Y pronto noté que me gustaba demasiado. Pero ya no había nada que hacer, pensé, porque tal y como había quedado antes…

La fiesta continuaba y yo tenía que darle marcha. Vi entonces que la gente de abajo se abría y que Carmen se quedaba sola bailando, en el centro, poniendo caliente al personal, con su manía de pasarse sus manos por todo su cuerpo dibujando el contorno de su silueta.

En uno de sus movimientos miró hacia arriba, hacia mi posición, y yo la sonreí, y entonces se acercó a uno de mis amigos y lo sacó, bailando con él tan pegada que la gente se puso a vitorear y a gritar otra vez.

La única diferencia con lo de antes fue que éste no se cortó ni un pelo y sus manos lo palparon todo, desde su culo hasta sus pechos.

Pensando que la tía era una calientapollas intenté olvidarme de ella, pero no pude, y en un momento de rabia paré la música.

Los dos se quedaron parados -que era lo que yo buscaba- y la gente me empezó a silbar. Me asomé hacia abajo y les dije que lo sentía, que se había soltado un poco de cinta y que ahora lo arreglaría, que mientras, que fueran a tomarse algo.

Asqueado de mí mismo cambié de cinta al cabo de unos segundos.

Como me quedaba bastante tiempo allí arriba me recliné en mi silla y me olvidé un poco de la fiesta.

Pero entonces vi al dueño de la casa, que subió para cambiar el agua al canario -el servicio de abajo estaba hasta los topes- y le dije que me subiera un whisky en cuanto pudiera.

El tiempo pasaba y el whisky no llegaba, así que me asomé y lancé un voz: «Por favor, alguien que me suba un whisky con Seven-Up». Al cabo de un rato vi que alguien al lado mía ponía mi whisky junto al equipo de música. Miré hacia ese alguien y allí estaba ella.

Carmen, sonriéndome, me dijo:

-Aquí tienes tu whisky. ¿Algo más?

-No, gracias.

-Vale, entonces iré abajo otra vez.

Carmen se dio la vuelta con la intención de irse.

«íNo, capullo, dile algo! -pensé-, ¿no ves que se va ir otra vez y la vas a perder definitivamente?».

Me armé de valor y le dije: -íNo, espera! ¿Te importaría hacerme compañía un rato? Aquí estoy muy solo. -No, al contrario, me encantaría.

«Le encantaría, ha dicho que le encantaría», y me puse más contento. -Perdóname por lo de antes. Sé que fui muy brusco, pero me estaban llamando -continué diciéndole.

-No te preocupes, lo entiendo. Pero…

-¿Qué?

-Por subir un poco más tarde a tu amigo no le hubiera pasado nada.

-No, si ahí llevas razón. Es que a veces soy muy…

-¿Cortado?

-Bastante.

-Sí, pues bien que mirabas desde arriba cómo bailaba.

-Me has cogido. Pero si te diste cuenta, cuando mi amigo se puso a bailar contigo corté la música.

-También de eso me di cuenta. ¿Por qué te crees que he subido yo el whisky?

-¿Quieres decir que…?

-Que te lo iba a subir tu amigo y le dije que no, que el whisky lo subía yo.

-Carmen, yo… -intenté decirle que me gustaba, pero no me salieron las palabras de la boca.

-íSsssh! -me calló poniéndome un dedo en los labios-. No hay nada que decir. Tus ojos lo dicen todo.

Y me besó. íY qué beso! Me agarró con sus manos la cara y metió su lengua en mi boca.

Yo le respondí como podía, pero para mí que me iba a ahogar y todo, porque no me dejaba ni respirar.

Mientras tanto mi mano derecha fue a su pierna, y empecé a pasarla de arriba a abajo, lentamente, sintiendo la carne que había debajo de ese maillot, y en un momento de debilidad absoluta subí tanto la mano que llegué hasta su entrepierna, y palpé los labios de su coño frotando uno de mis dedos con ellos.

-íEh!, ¿qué haces? -me dijo, y cuando la miré su rostro reflejaba asombro y desconcierto al mismo tiempo. -Perdón, me he dejado llevar. No sabía…, no quería hacerte eso. -No mientas -ahora su cara mostraba una amplia sonrisa-. ¿Quieres tocarme el coño?

-¿Cómo? -dije sorprendido de su repentino cambio.

Sin hablar, y sin dejar de mirarme fijamente a los ojos, se quitó su estúpido maillot delante de mí.

Y pude ver que debajo de éste no había nada, apareciendo completamente desnuda ante mis ojos.

Luego se sentó de nuevo en la silla, se abrió de piernas y con sus manos jugó a abrirse y tocarse su conejito.

-¿Qué, te animas? -me preguntó.

Sin apenas creerme lo que estaba haciendo Carmen decidí que si ella me dejaba yo no iba a ser el tonto, así que me arrodillé delante de ella y mi lengua comenzó a explorar aquella rosada cueva.

-Veo que no pierdes el tiempo -me dijo, pero yo no prestaba atención a sus palabras.

Delante de mí tenía lo que de verdad me importaba en aquel momento, y no iba a despegar mi boca de tan suculento manjar para hablar.

Ella, entre gemidos y pequeños gritos, hablaba -no se callaba ni bajo agua-, pero no sé qué sería.

Mi atención estaba puesta solamente en su cada vez más húmeda vagina.

Sin despegar mi boca de su coño me bajé la cremallera y saqué mi pene, que estaba totalmente empinado y pidiendo a gritos un poco de acción.

Mi mano dio comienzo a una sesión de masturbación mientras lamía el coño de Carmen, que al poco me separó la cabeza de su conejito, me la levantó hacia arriba para que la mirase a los ojos y me dijo: -«Ahora me toca a mí».

Se levantó, me hizo señas para que me sentara en la silla, y arrodillándose ante mí me quitó los zapatos, los pantalones y los calzones para, inmediatamente después, agarrar mi aparato -que estaba muy pegajoso- e introducírselo poco a poco en su hermosa boquita.

No se lo llegó a tragar entero, sino que concentró todas sus labores mamarias en la cabeza de mi enhiesto pene, unas veces dándole besitos, otras pequeños toquecitos con su lengua en la puntita, o bien deslizando su lengua por todo lo que era el mástil.

Creí que iba a morirme de placer con aquella cabrona -tenía muy claro que no era ni la primera ni la quinta polla que se había comido-, y tenía incluso que agarrarme a las patas de la silla para no caerme para atrás, y es que de vez en cuando me entraban unos temblores que…

Pero lo que de verdad me puso los vellos de punta fue cuando, sosteniendo mi verga, bajó su boca hasta mis huevos y se puso a mordisquearlos.

No fue tanto la sensación como la visión, y el caso es que me corrí viéndola hacerme eso.

Obviamente no me dio tiempo a avisarla, y mi corrido inundó su pelo moreno con mi esperma.

Carmen se mosqueó conmigo, porque le dejé el pelo hecho un asco, y entonces le dije que se duchara en el cuarto de baño.

Sin dirigirme la palabra se metió en él, me dejó con la polla aún tiesa y con ganas de seguir.

Me acordé en ese instante de que la fiesta continuaba, y gracias a Dios que la cinta aún seguía, pero más tarde la cambié por otra y pensé en entrar en el cuarto de baño -disponía de 45 minutos hasta se cortara la cinta-.

El ruido de la ducha sonaba desde fuera.

Abrí lentamente la puerta sin hacer ruido y me acerqué hasta la bañera, que tenía echada la cortina.

Me desnudé por enteró y eché la cortina a un lado.

Ella apareció desnuda y enjabonada ante mí, y mi querido miembro viril se puso tan contento que hasta noté en la mirada de Carmen un poco de perplejidad.

Ella no hizo nada, excepto quedarse mirando el aparato embobada, dejando que el agua cayera de la ducha hacia fuera, mojándolo todo.

Me introduje en la bañera, le quité la alcachofa de las manos, y entonces ella se agachó, me dijo unas palabras que no logré entender -creo que no era a mí al que le estaba hablando-, y volvió a introducirse mi polla en su cavidad bucal.

De nuevo me recorrieron cientos de placenteras emociones, pero yo no quería seguir con la mamada, quería follármela, penetrarla, que notara mis huevos golpeando sus carnes a cada embestida.

Así que, salvajemente, le di la vuelta en la bañera, agarré mi herramienta, y se la introduje de un golpe -la verdad es que entró sin problemas, ya que mi amiga tenía el coño a revienta calderas-.

Al principio mis embestidas fueron brutales, llevando un ritmo muy rápido que a Carmen parecía satisfacerle igual que a mí.

De su garganta no paraban de salir gritos como «íAsí, sigue, no pares!» que me ayudaban a no disminuir el esfuerzo. Unos minutos después noté que mi pene se mojaba con un cálido líquido, y Carmen gritó como si la mataran.

Pensando que mi compañera se estaba corriendo a punto estuve de no irme con ella yo también, pero conseguí mantenerme aunque, eso sí, reduciendo mis bruscos movimientos. Llegué a colocarme totalmente encima de ella.

Puse mi cara con su cara, mi tórax con su espalda, y continué, muchísimo más lento, como si no quisiera que aquello se acabara nunca y esa fuese la única forma de conseguirlo.

De hecho dejé de moverme, y nos quedamos en esa posición, ella a cuatro patas en la bañera y yo encima de ella, en idéntica postura, pero sin movimiento alguno.

Al poco fue ella la que, moviendo su culito un poco para delante y un poco para atrás, consiguió que aquello volviera a recobrar vida, pero no necesitábamos nada más.

Estábamos en el cielo.

Nos importaba una mierda quedarnos así, con ese suave vaivén, el tiempo que fuera.

No nos importaba siquiera que alguien entrara en el servicio y nos viera allí.

Es más, creo que si eso hubiera pasado hubiéramos seguido tal cual.

Y qué bonito fue aquello.

Mientras seguíamos unidos nuestras lenguas jugaron a encontrarse.

Luego dediqué mi tiempo a saborear cada palmo de su pelo, de sus hombros, de su espalda.

Todo era sumamente agradecido por ella. Si hacía intento de levantarme y cambiar de posición -por si aquello llegaba a cansarla- decía: «íNo, no, por favor!», y me quedaba tal como estaba.

Pero todo tiene un tiempo determinado en esta vida, y a todo le llega su fin, y la típica sensación de correrme me llegó indefectiblemente.

Lo malo fue que no me dio lugar a sacarla de su coño y el líquido caliente fue expulsado en su interior.

Carmen, al sentir mi chorro, también se corrió en medio de gritos de placer, y sentí sus uñas clavándose en mis antebrazos.

Luego, más calmados, nos separamos, nos sentamos el uno frente al otro, y nos sonreímos.

De fuera del cuarto de baño se escuchaban las voces de mi amigo, el dueño de la casa, que nos decía cosas varias.

Una de las veces abrió un poco y dejó el maillot de Carmen sin entrar.

Carmen y yo nos reímos a mandíbula abierta, luego nos besamos, y continuamos con nuestros juegos eróticos, y es que a la muy cabrona le encantaba chupar pollas.

Fue cuando se puso a mamármela de nuevo cuando le pregunté cómo era que no me reprochaba el que me corriera dentro suya, y me contestó que no me preocupara, que tomaba la píldora.

Ya más tranquilo, dejé que hiciera con mi polla lo que le diera la gana, y la fiesta no volvió a existir para nosotros.