Zoofílica bisexual
Para poder completar la frase del título, necesitaré hacer un poco de historia.
Llegué a Puerto M…, en el sur argentino, a los cuatro años.
Papá, empresario pesquero, rompió con mi madre cuando yo tenía esa edad y a consecuencia de ello, el suegro lo quiso sacar del negocio.
Mi viejo lo madrugó: llenó una valija de billetes, abordó el mejor barco, me cargó en él, y se fue lo más lejos que pudo.
Una vez aquí, con el dinero que trajo consiguió papeles fraguados, compró casa, comenzó a trabajar, años después se convirtió en propietario de una rentable empresa.
Abandonado el idioma inglés para siempre, el uso del lunfardo argentino multinacional sumado al inocultable acento gringo, acarreó al bondadoso gigante Colin D…, el sobrenombre «Culín» ideado por pescadores bromistas.
Lo primero que hizo mi padre, parco y práctico, fue conseguir mujer que se encargara de la casa, al tiempo que de nosotros dos (en todos los aspectos)
Eligió a una «chilote» dotada de contundentes atributos físicos, vigorosa como pocas mujeres he visto.
Alternando en el aprendizaje, con Dolores en las pesadas tareas domésticas y con el viejo en la no menos ruda labor marinera, me convertí en hembra de fortaleza superior a la de muchos machos.
Una «camionera», como dicen por aquí.
Se me obligó a completar el secundario. Cuando al terminarlo en menor tiempo del necesario creí quedar libre para hacer lo que quisiera, recibí la ingrata noticia de que me esperaba la universidad.
Chillé y protesté en vano, no hubo manera de convencer al tozudo de mi padre, quien quería que aprovechara la enseñanza gratuita.
Desde muy pequeña me gustaron los fierros, mascota de los mecánicos náuticos, se me permitió manejar herramientas tan pronto las pude cargar.
Desahuciada, fui la única mujer inscripta para Ingeniería Mecánica en la ciudad de La Plata, con dos condiciones so pena de fugar en cuanto me fuera posible: nada de vivir en pensión o departamento para estudiantes y tener motocicleta para desplazarme a mi antojo.
El viejo compró – por cuestiones de precio – una casa quinta en Punta Lara, que aunque algo alejada de la facu eso se compensaba con la veloz Triumph de dos cilindros en V adquirida en Baires.
Hinché hasta que pusieron la moto en M…, cargué en el sidecar mis petates, lo cubrí con lona impermeable por si llegaba a llover en el camino y ante el asombro general partí de motociclista.
Punta Lara me gustó un montón, casi desierta fuera de estación y aire fresco de río que me hacía sentir como en casa. La idea era devorarme la carrera para volver a los pagos lo más rápido posible… ¡Y heredé la tozudez!
Muy poca joda, por lo tanto. Pero allá había muchos jugadores de basquet y no pude resistir algunas propuestas. Les cuento que mido 1,87, peso más de 80, de musculatura bien definida, facciones estándar, huraña… eso deja escaso margen para ligar pierna.
Cursaba materias de segundo año cuando decidí entregar el virgo. Fue un aceptable ejemplar con más de 100 kg distribuidos en 2 m, el elegido. Me duró un par de encamadas nomás, no soportó mi tendencia a llevar la iniciativa, ni el gran empeño puesto en lograrlo.
Descartados algunos estudiantes – bochados en sexo por mí -, empecé a hacerme la croqueta soñando revolcarme con un fornido maringote. A los cultos les faltaba la polenta que yo había admirado en los hombres de mar… quise probar platos fuertes.
Levanté un humanoide muy parecido a un ropero con pelo – casi del tamaño de mi progenitor – en un tugurio del puerto de Ensenada, lo cargué en la moto y me lo llevé para casa
¡Este sí que me hizo sentir mujer con todas las de la ley! Nada es perfecto: se echó un par de polvos que no duraron ni diez minutos cada uno, se chupó todo lo alcohólico que encontró y después durmió la mona con tremendos ronquidos hasta la madrugada siguiente.
¡No había caso, basta de galanes, a estudiar se ha dicho! Terminé en cuatro años, lo que fue considerado récord por mis profesores, ya que eran cinco que en la práctica y por lo común se hacían seis.
Volví diplomada a los 21, de entrada le bajé la persiana al viejo. Ya le había dado lo que quería, ahora que se dejara de joder. Lo obligué a comprar torno y fresadora, e instalé mi propio taller.
Seis meses más tarde enterramos a papá, la tripulación contó que en medio de una tormenta se soltó una jarcia, le dio en la nuca… y de cabeza al mar.
Debieron arriesgar la vida para recuperar el cuerpo, pero el patrón lo merecía según sus austeras opiniones.
Los trámites a su muerte, revelaron que Colin fue un hombre previsor y justo.
La gran mayoría de sus posesiones estaban a mi nombre, excepto una cuenta bancaria al de Dolores, respecto de la cual encontré una carta en la caja fuerte, donde expresaba la voluntad de que ese dinero le fuera entregado a la fiel servidora.
La chilena pudo así realizar un sueño: regresar a su patria con la vejez asegurada.
Para consolar mi inocultable tristeza, trajo a casa una entenada suya, muchacha de mi edad aquejada por una peculiar deficiencia mental aunque dotada de exuberante físico.
Recomendando que no le confiara el manejo de artefactos eléctricos, aseguró que por lo demás entendía todo lo que se le decía, había sido entrenada por ella misma en los quehaceres domésticos, y que a pesar de que solo balbuceaba, se hacía entender muy bien.
Acepté a Marta con reservas, mas al poco tiempo se confirmó lo dicho por Dolores: servicial, laboriosa y, por sobre todo, no jodía para nada.
Me acostumbré a volver del trabajo, encontrar todo en prolijo orden, reluciente, y siempre alguna atención gastronómica especial.
Un día, entrando a casa, escuché gritos provenientes de los fondos. Salí a la disparada armada del cepillo que encontré en el camino: un vago tenía acorralada a mi muchacha, la que mostraba desgarros en la ropa.
Le sacudí con todo, el tipo escapó, llevé a la aterrorizada víctima a casa, hice la denuncia de inmediato, luego a atenderla.
Como no hablaba, la revisé palmo a palmo sin encontrar lesiones. Sus firmes y grandes pechos se agitaban al ritmo espasmódico de la respiración, le di un sedante y la llevé a mi cama acostándome al lado para calmarla ¡Ni pensar en mandarla a su cuarto en el exterior!
Al día siguiente tomé la decisión de ocupar por fin la habitación de mi padre, a efectos de cederle la mía. La tranquilizó mucho la noticia, entre las dos y en dos patadas, subimos al desván las cosas del viejo efectuando las correspondientes mudanzas.
Ya en el laburo me puse a carburar el asunto, mi casa quedaba en las afueras de la ciudad, la muchacha necesitaba de protección en mi ausencia. Recordé a un vecino criador de huskyes siberianos, perros lobos que siempre me impresionaron por su mirada humana.
El entrenador alabó el carácter de sus pupilos, limpios, dóciles con el amo, excelentes guardianes, silenciosos… pensé que exageraba, pero igual pedí que me eligiera el mejor macho del lote. Aseguró que para lo que necesitaba sería mejor una yunta, de manera que si uno era sorprendido, el otro acudiera en auxilio.
Acepté con la condición de que fueran machos, ya que no me seducía la idea de atender prole perruna.
De camino a casa dijo que había elegido a esos, porque Hielo – ejemplar casi albino con leve manto gris perla, ojos celestes transparentes como el glaciar a la luz del atardecer – había acatado la autoridad de Pinkay – manto negro, más corpulento, zarco, celeste un ojo, marrón el otro – y que esa circunstancia facilitaría mucho la convivencia pacífica.
Frente a la entrada les explicó con palabras precisas que ese sería su nuevo hogar, hecho lo cual transpuso la puerta con la rienda de uno de los perros en cada mano, tomándose el paciente cuidado de recorrer el extenso perímetro – 2 Ha – permitiéndoles orinar unas gotas cada 15 o 20 metros, primero el líder siempre.
Una hora más tarde se encontraba con Marta y conmigo en la sala, enseñándonos las palabras claves indispensables para manejarlos y recomendando que en cada oportunidad que les brindáramos comida o atención especial, respetáramos el orden de jerarquía.
Por último, llevó los animales hasta el galpón que les serviría de alojamiento, les ordenó sentarse, con aspavientos me entregó las correas pidiendo que yo misma los liberara. De esa manera, los perros comprenderían quien era su nueva ama.
Lo tomé en broma, pero ocurrió así nomás, nos escoltaron hasta la casa dejando que el entrenador saliera sin intentar seguirlo.
Nosotras entramos, ellos quedaron afuera, no registramos su presencia hasta la mañana siguiente.
Ese fue un increíble espectáculo, embarrados hasta los ojos nos esperaban sentados bajo el alero, tendidas inertes a su frente cuantas alimañas habían encontrado en el terreno.
En especial, una decena de ratas grandes que más de una vez nos pusieran en apuros.
Les acaricié la cabeza tal como se me había indicado hacerlo, pronunciando el «it» que les indicaría que podían comer de eso lo que quisieran, aunque por razones que imaginarán señalé también el lugar que sería su comedero.
Transportaron al sitio indicado las presas… yo no quise presenciar lo que harían después.
Por la tarde, pedí a Marta que me ayudara a bañar a los intrépidos cazadores. Gran sorpresa, se los veía tan limpios como cuando llegaron a casa.
«¡Perros autolimpiantes!» Pensé «¿Pero… y qué tal el olor?»
Nada de olor, ni siquiera aliento fuerte ¡Una maravilla!
Nos encariñamos con los amables bichos, tropezando con el inconveniente de que las uñas filosas rayaban el piso de madera y en ocasiones nuestra piel, cuando se ponían efusivos.
Confeccioné, para subsanar el problema, unas manoplas de cuero suave con cordones, las que Marta les debía colocar cada vez que entraran.
Cosa resuelta, nos acostumbramos a la presencia de alguno de los perros dentro de la casa, con la condición de que siempre quedara uno afuera para vigilar.
Me agradaba ver a mi empleada jugar con los animales, ella – en su simplicidad – era un animalito también, de modo que se revolcaba a la par con ellos.
Me agradaba demasiado, a decir verdad, sobre todo cuando sus generosas redondeces escapaban de las prendas en el calor del juego, situación que al tiempo provocaba sentimientos extraños obligándome a apartar la vista.
Un sábado por la mañana, estaba haciendo sobremesa del desayuno mientras Marta – de rodillas, con vigor – enceraba el piso de la sala.
Dándome el frente, vi sus gomas bamboleantes en primer plano y me turbé. Abandoné el lugar con brusquedad, buscando refugio en el dormitorio.
Una vez allí, se me hizo evidente que volaba de calentura «¡Hace meses que no tengo un orgasmo!» Recordé, y de golpe se me vino todo el deseo acumulado junto: me despojé de la ropa, me acosté atravesada boca arriba en la cama con las piernas abiertas y los pies apoyados en el piso fuera del borde; una vez a gusto, estimulé los pezones con una mano, en tanto la otra atendía la vulva.
Estaba muy concentrada haciéndome la paja, cuando de repente sentí sensación de frío, seguida por otra tibia en la cara interna de los muslos. Me incorporé alarmada: era Pinkay, olfateando la olorosa entrepierna.
La lengua volvió a salir, esta vez para lamer la pringosa mano. Lo dejé hacer, al tiempo que la iba recogiendo hacia el pubis con la intención de averiguar si se interesaría en mi concha.
¡Puta, si se interesó… se ve que le encantó el sabor, porque me hizo una mineta gloriosa!
Nunca en mi vida había experimentado tanto placer, encontré genial esa combinación frío/calor hocico/lengua, sumada la textura un tanto áspera aunque muy excitante de las papilas.
Entrando a fondo por momentos, prolongadas barridas exteriores en otros, la musculosa lengua me llevó al orgasmo en segundos. No paró ahí, el perro continuó por mucho tiempo: yo, acabada tras acabada sin menguar la excitación.
Quise cambiar de posición, entonces vi otra lengüeta de color rojo intenso, asomando del vientre de Pinkay.
«¡Quiero coger!» Exigió la libido ¡Deseché prejuicios, estaba decidida a volterame al perro!
Subí todo el cuerpo, ubicándome en el centro de la inmensa cama diseñada a medida para dar cómoda cabida a las corpulentas humanidades de Colin y Dolores, ya instalada a gusto palmeé el acolchado a un costado, señal que Pinkay interpretó enseguida.
Otra cosa fue ponerlo de espaldas con el lujurioso propósito de hacer el 69, hasta que recordé la palabra «daun» entregándose entonces el remiso a mis designios.
La mano que viajaba hacia la trémula columna roja, frenó su impulso a pocos cms. de arribar a destino, porque la verga me pareció ser todo glande.
Dado el color y el brillo intenso de la lubricación que la empapaba deduje que tenía que ser muy sensible al tacto, decidiendo manipularla por sobre el prepucio hasta tanto me familiarizara con la sexualidad del animal.
Fue una acertada decisión, mis labios también se mostraron prudentes, probando con precaución.
El sabor de la abundante secreción, resultó más agradable que el de la de los machos humanos.
La textura del miembro, muy superior, al extremo que más que una picha parecía una suave lengua. Me coloqué en posición apropiada para que el perro devolviera atenciones.
Arremetió contra el ojete, no obstante lo placentero de la sensación, contraje las nalgas para que su explorador apéndice no pudiera ingresar al recto.
No es prudente mezclar contenidos de ambas cavidades porque pueden producirse infecciones, dejé para otro momento idear un ardid en procura de recibir solo por el culo.
La verga crecía en la boca – calculé que ya tenía por lo menos 10 cm. fuera -, los jugos brotaban de continuo, las patas traseras de mi paciente se encogían en espasmos, un nuevo orgasmo tuvo el contradictorio efecto de ponerme más caliente que nunca… ¡
Necesitaba acción, quería que me la diera, que me trincara con toda su bruta fuerza!
Cambié a la posición del perrito, Pinkay no se dio por enterado sino cuando escuchó el permisivo «ap», entonces se me vino al humo ¡Qué buena idea haberle fabricado esas calzas!
Las patas delanteras aferraron con tanta fuerza mi cintura, que de no ser por esa protección hubiera resultado lastimada; lo mismo mis pantorrillas, que eran pisoteadas en el intento de acomodarse.
Sentí el miembro entre los muslos, separé entonces las rodillas para bajar la vulva a la altura adecuada.
Hubiera deseado que tuviera un trozo más voluminoso, colegí que la ansiedad por tener algo adentro compensaría carencias.
Quedé ensartada en cuanto se la puse a tiro, me alegró sentir tal como si continuara la mineta, la lengüeta se deslizaba suave obedeciendo a los movimientos acompasados del animal.
Me extrañó la parsimonia, los perros que yo había visto culeaban como endemoniados.
Pero algo estaba ocurriendo, percibí que el aparato seguía creciendo en mi interior.
Entusiasmada por el descubrimiento, acompasé con las nalgas intentando apurar el trámite.
Pinkay dio muestras de satisfacción, emitiendo un aullido suave que me crispó los pelos de la nuca ¡Entonces nos desatamos, culo va, pija viene, arranqué viaje hacia una acabada espectacular! Pensé que el animal se iba a venir conmigo pero no fue así, siguió dándomela con tanto entusiasmo que volvió a encenderme de inmediato.
Calculé que la verga había alcanzado mayor tamaño que la del marinero de Ensenada, la vagina se sentía rellena de carne e inundada de jugos.
¡Estaba en la gloria!
Sin embargo, la satisfactoria experiencia previa solo había sido la preliminar: ¡De golpe, algo inmenso me obturó el vestíbulo de la vulva; hocico y lengua del animal desplegaron imponente actividad sobre el canal de mi columna desde omóplatos hasta nunca, acompañando con cosquilleante goteo de saliva a los costados; si antes me sentí llena, ahora estaba repleta; sí creí que el perro me había sacudido con todo, comprendí entonces mi error!
«¡El famoso botón!» Deduje, gozando el rotundo poder del animal que semejaba arrastrar un pesado trineo en cada embestida. Tuve que afirmarme con todo para evitar ser tumbada.
Era lo que siempre había deseado, soportar a cuerpo desnudo el accionar de un poder avasallador, dominada sin lugar a dudas.
Aulló Pinkay al tiempo que su caliente semen inundaba mi útero – así lo percibí al menos -, aullé yo también, remecida por el clímax inagotable que solo menguó cuando sentí al canino amante desmadejarse sobre mi espalda.
Su peso – más de 40 kg – estaba a punto de doblegarme, era necesario conseguir mejor apoyo. Abrí los ojos que mantuve cerrados durante todo el episodio sexual precedente, recibiendo otra sorpresa:
Marta, quien con seguridad habría acudido al conjuro de nuestros apasionados aullidos, tenía la vidriosa mirada aprisionada por el erótico espectáculo que tan extraña pareja debía brindarle; friccionando el monte de Venus por sobre la pollera, con ambas manos y mucha fuerza, parecía estar en trance.
Mi fatiga se esfumó al verla, regresando la calentura en todo su esplendor: ¡Poseería también, a ese otro animalito adorable!
Acto reflejo, palmee a mi frente recibiendo respuesta más inteligente aún que la de Pinkay: Marta se despojó del transpirado vestido, acomodándose desnuda boca arriba a lo largo de la cama.
«¡No es para nada tonta!» Celebré, al quedar mi cabeza a la altura de su vientre, posibilitada de escoger entre boca, tetas y vulva.
Los pesados limones eran lo que más me tentaba, a ellos dediqué las primeras atenciones.
En respuesta, sus accesos surgieron con mucha fuerza indicando que la paja debía continuar de inmediato. La intrusión de mis dedos en su pubis, tornó accesos en ronco bramido.
Acabó con tanta intensidad, que pude ver las fibras musculares de los muslos contraerse cada una por separado. Fui arrastrada por su torrente de gozo… a las espasmódicas contracciones de mi vagina, respondió Pinkay recuperando el interés.
¡No podía creer lo que pasaba… un incendio pasional se desbocó en el sistema nervioso: el voluntarioso lobo – cuya poronga sentía más grande y dura que nunca – se iba a echar otro tremendo polvazo sin sacar, en tanto al frente se me ofrecía el voluptuoso físico de Marta, ansioso de recibir lo que yo quisiera dar!
Tanta pija y tanto líquido adentro, imaginé que así gozarían las parturientas a la culminación del período expulsivo. Marta humedeció sus labios en ese preciso momento, atrayendo mi sedienta boca hacia la suya.
Besé con pasión sin obtener respuesta «¡No sabe!» Sacada esta conclusión, mandé lengua a tentar fortuna… ¡Y la tuvo!
Tal cual el perro llenaba mi vagina, así la lengua de Marta colmó mi boca. Se me hizo la luz: ¡Pedazo de gualén que había tenido, con razón no podía articular palabras!
Dejé también esa cuestión para ser resuelta en su oportunidad, Pinkay aceleró el ritmo, hecho que me trastornó. Precipité la cabeza, esta vez en pos de renegridos pendejos y la inflamada vulva que decoraban.
¡Mis labios bocales se acoplaron a pleno con los suyos mayores, fueron saliva y lengua al encuentro de la vagina, el cojudo se mandó a fondo, mi cabeza se sacudió con todo, Marta estalló entre gorgoteos guturales, Pinkay con largo aullido… yo grité mi orgasmo dentro de la cavidad que mamaba!
El peso de la robusta bestia venció mi resistencia en esta ocasión, aunque conseguí caer de costado con ella detrás. Inteligente el animal, se abstuvo de efectuar movimientos bruscos.
En cuanto mi empleada reaccionó, le pedí fuera en busca de un par de toallas grandes. Sabiendo que mi vagina contenía inimaginable cantidad de liquido, presupuse un imponente desborde tan pronto saliera el tapón.
«¡Isi, isi!» Ordené al perro que intentaba incorporarse, indiqué a Marta la manera de distribuir las toallas, hecho lo cual maniobré con las caderas buscando un desacople sin traumas.
En el ínterin, las intensas sensaciones producidas por el bulbo deslizándose hacia afuera milímetro a milímetro, prepararon el terreno para una yapa concurrente con el desagote de las entrañas.
Entrecerré los ojos en preparación, casi de inmediato operó una gran lengua estimulando los volcanes que coronan las cumbres nevadas de mis pechos. Tomé el bulbo con una mano al zafar del atoro, la misma que se fue deslizando a lo largo del tubo emergente – 22 cm, bulbo incluido, por 3 a 8 de diámetro, medí en otra ocasión – conteniendo la expulsión de fluido seminal.
«¡Gou, gou!» Mandé al saberlo del todo afuera, se retiró, aflojé la presión de golpe, ocurrió el desborde… ¡Y yo me vine por enésima vez, lamida como los dioses por la incomparable lengua de Marta!
Pinkay intentó paladear – con insistencia – las secreciones de nuestros genitales, pedí a Marta que lo sacara de la casa porque me asqueó imaginarlo haciéndolo.
De regreso, levantamos las toallas empapadas rumbo al baño. Este y el dormitorio, fueron los lujos mayores que el viejo se permitió en vida.
Activado el yacuzzi, hube de convencer a mi aterrada empleada de que el agua no estaba hirviendo ingresando en primer lugar, una vez adentro no pudo refrenar exclamaciones de júbilo.
Allí pude gozarla a discreción, fue perfeccionando sus besos a ritmo tan acelerado que me sorprendió. En determinado momento quise sostener su cabeza entre mis manos, entonces descubrí en la mirada adoración tan incondicional, que fui conmovida.
Me recordó la de Pinkay, cuando le acariciaba la cabeza en recompensa por la excelente primera mineta.
«¡Mi Dios!» Pensé «¡Qué bárbaro, el futuro ha quedado resuelto por completo!» Así era en efecto, bienestar económico, y por si eso fuera poco tres hermosas, fieles criaturas, siempre dispuestas a colmarme de amor.
Para probar el grado de entrega de Marta, me senté en el borde de la tina con los muslos abiertos, me miró a los ojos comprendiendo de inmediato la orden implícita.
Gocé hasta lo increíble con esa lengua gruesa y caliente, que lamía y hurgaba con tanto entusiasmo como el demostrado por el lobo, teniendo las ventajas adicionales de la suavidad por una parte y, por sobre todo, la motivación de buscar mi placer en lugar del suyo.
Continuó hasta que, agotada, dije basta. Al erguirse, vi su rostro congestionado por el sostenido esfuerzo, jadeó con ansiedad reponiendo oxígeno, no obstante eso, su actitud daba a entender que esperaba órdenes.
«¡Genial, Marta, me hiciste gozar como nadie podría hacerlo!» Aprobé, iluminando su sonrisa al hacerlo «No me da el cuero para nada más por ahora, sécame que necesito dormir un rato»
Lo hizo, me ayudó a llegar al lecho, me arropó y arrulló. Desperté renovada, al percibir mi olfato deliciosos aromas procedentes de la cocina. Al llegar allí, encontré la mesa preparada como para celebrar un banquete.
Ella nunca había aceptado compartirla conmigo, rondaba alrededor observándome comer y tratando de adivinar lo que se me pudiera antojar.
Tampoco la había visto servirse en plato, en alguna que otra ocasión la sorprendí ingiriendo algún bocado, siempre muy pequeño.
Desdeñando la abundante oferta, no cargué el estómago, en cambio consumí un par de copas de vino de más.
Seguía muy excitada, quería actividad sexual… ¡Y pronto!
La muchacha me obsequió con una maliciosa sonrisa, cuando le pedí traer a Hielo.
En tanto cumplía mi orden, adapté un par de bombachas de tela elástica tal como había imaginado durante las acciones con Pinkay.
Desnudé a Marta cuando estuvieron listas, y ella a mí. Miró con sorpresa cuando le hice poner uno de mis inventos, que le cubría el trasero dejando expuesta la vulva. La mía justo lo opuesto, culo al aire y concha cubierta.
Jugando con el perro sobre la alfombra de la sala, lo fuimos excitando hasta ponerlo a punto de caramelo.
Mi plan le concedía el primer turno a ella, festejó con extasiados grititos y ruidosos orgasmos, el trabajo del can en su gruta.
Manejándome por señas la hice colocarse en posición de perrita y en cuanto fue montada, le estimulé los pechos al tiempo que supervisaba el accionar del animal.
En el momento preciso sujeté el bulbo evitando que lo calzara, Marta había acabado varias veces para entonces, yo tenía otras intenciones para esa eyaculación.
Necesité tres «daun» para lograr que el excitadísimo animal obedeciera, ya ubicado como yo quería, me di a mamársela con fruición. Quería ver y gustar la volcada, medir por experiencia directa el volumen de semen que desalojaría al acabar.
Conté con la colaboración de una experta en investigación zoofílica, quien al comprender mis intenciones se ocupó de mantener bajo control la mitad superior de Hielo, dándole a lamer la tetas.
Tuve que hacerme a un costado de tanto que sacudía las patas posteriores intentando serruchar dentro de mi boca, la verga era algo más pequeña que la de Pinkay – con el correr del tiempo igualó el tamaño -, no obstante, imponente.
Estaba muy congestionada, en su mayor expresión, los jugos goteaban de continuo y sabían parecido a los que ya había degustado.
Curiosos sonidos procedentes de adelante, me incitaron a mirar en esa dirección: ¡Marta se estaba dando un bruto beso de lengua, de igual a igual con el perro!
Probaría luego también yo, ahora a lo inmediato, exprimirle el elixir de las bolas. Apreté el bulbo por accidente y resultó ser que allí estaba la llave, dos apretadas después escupió el primer chisguete, que dio en mi frente con inusitada fuerza.
Para el resto orienté la herramienta al busto, fueron muchos y copiosos, quedé que parecía tener un delantal de esperma.
Las ultimas gotas se las saqué a chupones, catando un sabor muy semejante al de la glucosa.
Calmados los ánimos, superé los ascos permitiendo que Hielo primero, en colaboración con Marta después, limpiaran la volcada con las lenguas… ¡Me vine, mientras lo hacían!
La verga continuaba tiesa, ya sabía que de presentarse la oportunidad el bicho no la desperdiciaría, de manera que le arrimé el orto a tiro de lengua. No se hizo desear, al poco rato me tenía bramando – a la manera de mi socia -, ininterrumpidas acabadas. Lo hice durar, hasta que el perro comenzó a quejarse de puro caliente.
Entretanto fui explicando a Marta lo que pensaba hacer, y la ayuda que esperaba de ella en la protección de mi invicto ojete.
Al ser cubierta, el impacto fue moderado por un oportuno brazo interpuesto. Supuse, y estaba en lo cierto, que una cosa sería ser enchufada con el catzo a medio llenar, y otra muy distinta estando repleto: aunque había tomado la precaución de lubricarme con sus fluidos, igual me hizo ver las estrellas.
Obedeció el «estop» no sé si por la orden en sí, o porque Marta lo tenía bien sujeto. Pasé la mano entre las piernas, pensando «¡Se la agarro y regulo, si le duele que se joda… con tal que no me duela a mí!»
Pero no hubo necesidad de extremar precauciones hasta más adelante, la copiosa emisión de lubricante hizo su trabajo, el perro agarró ritmo… ¡A gozar se ha dicho!
Mucho mayor placer que por adelante, sin haber llegado al bulbo ya me sentía tan llena que era una delicia. Orgasmo termina, acabada comienza, llegó el momento de la acelerada. Los farfulleos de mi asistente, informaron que de a poco no había caso, el bicho se frenaba si no lo dejaba mandarse cuando el zocotroco tocaba la entrada.
Tenía dos alternativas, o lo hacíamos acabar sin meterlo y me perdía de esa sensación, o me las bancaba afrontando las consecuencias. Indiqué a Marta que se me metiera por debajo y mordisqueara un rato los pezones; en tanto los estímulos me hacían levantar revoluciones, retuve el asunto conflictivo en la mano.
La argucia surtió su efecto, poniéndome temeraria. Pedí a la mamona que se retirara, hecho lo cual solté la presa, afirmándome con todo en espera del embate.
«¡Mierda, mierda… miiierrrdaaaa!» Grité al sentir como que el esfínter se partía en gajos. Apreté los dientes cuando gruesos lagrimones escaparon de las órbitas, contraídas con la esperanza de retener los globos oculares que de otra manera hubieran desalojado la cavidad.
Para colmo no había retorno posible, si el perro me la sacaba así de dura, con seguridad que no zafaba del prolapso rectal. Fueron minutos angustiosos que no creí poder sobrellevar con vida… ¡Pero lo que vino luego, pagó con creces la patriada!
De improviso se acomodó todo, el dolor cedió paso a la gratificación continua, una bruma rojiza del mismo color de la picha que las inundaba, inflamó mis vísceras. No podía imaginar placer mayor que el que estaba experimentando: ¡Hielo y yo, éramos un todo sexual consolidado!
Para poner palabras que consigan aproximarlos en algo a la comprensión de lo que quiero decir, verga y recto sublimados anularon el entorno. No hubo – durante tiempo que pareció eternidad – otra cosa en el universo, que gozo… trascendido el clímax, solo se me ocurre pensar que pueda haber sido nirvana.
Siguieron muchas experiencias tanto o más placenteras que las relatadas, que no viene al caso exponer por repetidas.
De los ingenios que diseñe y luego fabriqué, para fifar con perros en posturas humanas, contaré en otro momento.
Han pasado cinco años a partir de la llegada de los tres fieles servidores que alegran mi vida. La dulce Marta me deleita con su melodiosa voz, ahora.
Consultado un especialista en Buenos Aires, la cirugía le redujo el volumen de la lengua, desde entonces come y habla bien. Podrían pensar que esto me ha privado de uno de mis placeres favoritos… ¡Se equivocarían!
Menguó en lo ancho, es cierto, mas al serle removido el grueso frenillo que la contenía ensanchando, se extendió en largo al punto que alcanza con facilidad el cuello del útero, brindándome sensaciones incomparables.
Durante la visita a capital, adquirí también unos prácticos consoladores con arnés, los que puestos del derecho permiten convertir en macho a una u otra de nosotras, en cambio del revés, sirven para obturar – agregando placer – aquellos orificios que queramos vedar a los perros.
Para vacaciones, embarco a mis tres mascotas proa a disfrutar de nuestra actividad sexual cotidiana, con el aditamento excitante del vaivén marino.
Mi padre nunca admitió visitas en su casa, que yo continúe con la tradición, no sorprende a nadie por lo tanto.
A veces en la oficina, o compartiendo tragos en calas de marineros, algún comedido me actualiza acerca de lo que de mí se rumorea en M…:
Algunos opinan que Marta y yo, somos pareja gay.
Los más, nos piensan hembras de los lobos, de allí que a mis espaldas se me moteje «Lobuna»
Todos tienen algo de razón, pero hasta el momento no he visto – ni aún en Internet – poner nombre exacto a lo que en realidad me considero.
Zoofílica bisexual, por asociación: BIZOO