Mírame y no me toques II: Puentes oculares
Al día siguiente no la vi, ni tampoco en una semana.
Luego volvió a aparecer, volví a seguirla, volvió a ocurrir la escena de la ventana, sólo que con una variante.
Era luna llena y por lo tanto el cielo era azul, tan azul como puede ser un cielo tan contaminado como el de la Ciudad de México.
Luego de media hora de ser el gato de su ventana, vi que dentro de la habitación surgía una chispa, y mientras pensaba ensimismado que así debió haber sido la chispa que dio inicio al universo y que hube quedado en trance con la flama, me dio por alzar la vista y me encontré con sus ojos, fijos, inclementes, abrasivos.
Ella no me reprochaba, mientras que yo no podía fingir pena.
Se extinguió el cerillo y nosotros no dejábamos de vernos.
Ella se acercó, y rejas de por medio nos clavamos los ojos sin recato.
Intenté sonreír, pero no importaba.
Se acercó tanto que podía ver como sus pechos quedaban tocando los herrajes con vivos florales.
Ella pegada a la reja podía ser objeto de besos en los labios, en los pezones, en su sexo con un poco de ingenio.
«Déjame besarte los ojos» le dije.
Ella sonrió. No dijo que sí pero juntó su ojo celeste al frío herraje, y yo acerqué mis labios, dispuesto a bendecir su ojo con mis labios, más sin embargo mis labios fueron los que se volvieron puros al contacto con su párpado.
Lo mismo ocurrió con su ojo avellana.
Quise hablar, pero ella encendió otro fósforo.
Nos miramos otra vez. Casi al extinguirse la flama al dictado de su soplo.
Cerró sus párpados de manera violenta.
Era un hasta luego, aunque sentí como si sus pestañas fuesen navajas de un Metro de largo que al bajar tan rápidamente me cortaran en pedazos como un centenar de sables ninja, cerrándose, abriéndome en vertical, dejando de mí sólo el espíritu.
Nos citamos en el Metro Insurgentes cada tercer día. Luego ya platicábamos.
Trabajaba en la Zona Rosa con una productora de cine francesa.
Ella me revelaba una verdad oral muy escueta.
Cuando le pregunté qué tipo de filmes hacían en su productora me dijo que básicamente hacían películas acerca de las costumbres culturales de Latinoamérica, motivo por el cual se ausentaba frecuentemente de la ciudad.
Yo me entristecí mucho porque yo era escritor de guiones pornográficos para una productora de Estocolmo, mi manera de negociar era por medio de Internet, enviaba mis guiones y ellos depositaban en una cuenta que tenía abierta por acá.
Pagaban bien y me permitía expresar muchas cosas.
Me dio pena decirle a qué me dedicaba, no sé por qué, quizá por el giro que me decía manejaba su productora, ella de lado de la cultura y yo pervirtiendo al mundo.
Lo cierto es que mis historias tenían cierto toque humano que mucha falta hace en el cine porno, y creo que por eso me los pagan tan bien.
Lo triste era que quería mostrarle que había escrito un guión precioso, inspirado en la magia de nuestras miradas, era un film ocular, en el cual el mirar era la principal expresión del amor.
Era mi obra maestra, escrita para ella, y no podía mostrársela.
La había enviado a Estocolmo hacía días, ya me la habían pagado y todo, aunque no me garantizaban para cuando tendrían la película, me habían prometido una copia.
Seguido me decepcionaba de las actrices que elegían para encarnar mis personajes, pues no todas podían transmitir el sentimiento de los guiones.
Cuando ella me preguntó qué tipo de guiones eran los que yo escribía, le dije: «De amor» supongo.
«Algún día tendrás que sorprenderme escribiendo uno para mí». Asentí con la cabeza.
Este abismo de no poder contarle ciertas cosas era en realidad síntoma de cierta lejanía que teníamos.
Nuestros ojos se pertenecían y con ellos el alma.
Sin embargo, nunca me dijo qué hacía en la productora arqueológica, nunca dijo quienes eran sus padres, no supe si tenía amigos, no sabía de ella nada que no extrajera de sus ojos, y con eso bastaba, pues sabía lo único que necesitaba saber.
Era una tontería que no nos conociéramos, pues nuestra unión era más que intima, pienso yo.
De rato estuve en su habitación, me pedía que la mirase mientras se masturbaba.
Éramos felices, aunque nunca terminábamos por consumar el sexo.
Una vez me dejó tocarle la piel, no me dejó tocarle el sexo, no me dejó besarle la boca, sólo la piel.
Esa vez ella lloró, lloró profundamente. Yo la abracé, y así, tendidos, dormimos como niños.
Nuestra relación estaba a punto de cumplir tres meses.
Por alguna razón los dos teníamos muy en claro la fecha de la primera vez en que cruzamos las miradas.
Esa vez festejaríamos. Ella no gustaba que yo fuera a su trabajo, «son muy especiales ahí» era lo que me había dicho, por lo tanto no podía enviarle flores u otra cosa a su trabajo.
Pese a que le había dado mi dirección, nunca había mostrado interés por ir a mi casa, y era una lástima, pues desde el día en que la invité por primera vez, la había decorado a manera de que le encantara, que se sintiera enteramente a gusto.
No teníamos contacto.
Ese día pedí el auxilio de un chiquillo para que le hiciera entrega a Aura, que así me dijo llamarse, una copia empastada del guión que había escrito para ella, pornográfico, es cierto, pero bello.
En la Ciudad de México uno siempre encuentra algún niño dispuesto a entregar lo que sea, una flor, droga, una bomba, una amenaza, un beso; aquí los niños son ángeles inocentes que siempre te ayudan, y los malvados somos todos nosotros que les usamos.
Estaba indispuesto a seguir callándole mi profesión, y con ello el único talento que tenía aparte de mirarla a ella.
Había un motivo que me había orillado a darle justo ahora el guión.
La noche anterior había rentado un compendio de cortometrajes de producción nacional, dentro de los cuales estaba incluido uno que se titula «El Héroe», que es hecho en dibujos a lápiz, y narra la historia de un señor tierno que pretende impedir que una chica se suicide en el Metro.
Me consternó por ser el tren subterráneo una parte tan importante de mi vida, pues aun ahora que conocíamos dónde vivíamos y dónde trabajábamos, nos seguíamos citando en el Metro, al cual llegábamos cada uno a su andén, y nos mirábamos un rato para luego encontrarnos.
Lo escabroso no había sido ver el vídeo, sino que por la noche tuve un sueño espantoso, tal vez una simple asociación de ideas.
Soñaba que era Aura la chica suicida que se arrojaba a las vías del Metro, ella la que quedaba hecha pedazos por el tren, ella sin vida, ella muerta sin saber mi devoción por ella.
Mi cuerpo se heló, el corazón de mi alma dejó de latir por segundos y sin remedio la visión de Aura muerta me mataba a mí también, conocí la soledad absoluta por unos minutos. Hice las reflexiones que hubiera hecho de verla muerta en realidad, y me hice consciente de lo mucho que había venido ella a aportar a mi existencia, misma que antes de su aparición era pobre y después de ella era inmensamente rica y plena.
Entonces tomé la determinación de no ocultarme más, mostrarme, rendirme a sus pies, decirle que mi fe, mi unión, mi lazo con ella, era para siempre.
Quise llamarle durante la noche para decirle que nos encontráramos en otra parte que no fuese el Metro.
Estaba preocupado, realmente preocupado.
Su teléfono sonó insistentemente, ella no estaba.
No dormí durante la noche.
Luego caí en cuenta que uno no puede darle la espalda al destino, que la cobardía siempre lo es de vivir. No puede uno vivir temiendo la muerte, ni eludirla.
Llegué a la conclusión de que nos veríamos como estaba escrito. En el Metro Insurgentes, diecinueve con cuarenta y cinco horas.
Sin embargo rompí la regla al acudir con el niño para que le diera el sobre que contenía el guión que se titulaba «Lunas».
Esperé fuera de su oficina, desde temprano, para verla llegar, que le entregaran el sobre antes de trabajar, que tuviera presente el paquete durante el día.
Para mi sorpresa, no llegó a pie, sino que bajaron de un auto BMW ella y otras dos chicas.
Lucían bronceadas como si regresaran de las playas de Acapulco, traían falditas que cubrían sus carnes tostadas, pero evidentemente andaban en traje de baño.
Bajaron del auto también un hombre algo gordo, calvo, de unos cincuenta años, y un joven, muy apuesto.
Todos reían menos Aura, quien parecía algo molesta, algo tensa.
Las otras dos se divertían en grande.
Las tres eran muy hermosas.
Mis ojos registraban todo como si mirasen el comienzo de los tiempos y fuese el encargado de narrar el pasado a las generaciones futuras, me parecía que andaban en cámara lenta, en mis ojos había relatividad.
Vi como el hombre viejo tocaba la cabeza de Aura, como diciéndole que no se preocupara, y esta le hizo una mueca.
El tipo se puso serio y le metió la mano entre las piernas, tocándole su sexo.
Mi mensajero les salió al paso al reconocer a Aura por una foto que le había mostrado, la única que tengo de ella.
Fue raro ver que el tipo mayor espantara al niño como si se tratara de un perro, sin sacar su mano del coño de Aura, quien para mi enorme tristeza no le decía nada para que dejara de toquetearle el sexo.
Ella se molestó con él y le jaló la mano de su entrepierna, no porque le irritara ser magreada por él, sino que por desprecio a él por ser tan descortés con el niño.
Aura sacó de no sé dónde un billete y se lo dio al niño, quien casi me delata al voltear en mi dirección para ver mi aprobación de recibir mayor dinero que el que yo le había dado, me cubrí con un auto y miré en el reflejo de un cristal que Aura volteó a donde se supone que estaría, su mirada era de perdición, una mirada que nunca le había visto, aunque pudiera ser efecto del reflejo.
Por fin el niño le entregó el paquete en las manos. Respiré. Desfallecí. Por el vidrio miré que al subir la escalerilla de la entrada a la productora, el hombre viejo le agarraba las nalgas a Aura, a mi amada Aura.
El día fue un infierno.
Siempre supuse que me bastaba con la mirada de Aura, que podía prescindir de su carne, de su sexo, que su alma me era suficiente, pues seguro estoy que con nadie se entrega igual que conmigo, que nadie la conoce como yo.
Sin embargo, tales conjeturas no habían contemplado la posibilidad de que a mi me entregase su alma, su belleza sutil, su devoción, mientras que su cuerpo fuera de otro, o de otros.
Mi mente era una bestia en una jaula, y la jaula estaba hecha de mis expectativas. Imaginé al viejo metiéndole su verga vieja, profanándola, imaginé al joven dándole de mamar, imaginé cosas menos graves pero igual de dolorosas, besos, abrazos.
Sentí celos horribles.
Mi terreno era otro, y mi temperamento me volvía loco, la quería para mi solo.
No obstante eso, me serené conforme se acercaba la hora de encontrarnos.
Pensé que era un tirano por excomulgarla varias veces de mi mente, por decirme a mí mismo que ya no la quería, por sentirme lejos queriéndola tanto.
¿Cómo podría quejarme de ella que lo único que ha hecho es llenar mi vida?,
¿Acaso le pregunté algún día si era sólo mía?, No, nunca lo hice. No había traición.