Nighean
Conocí a Lan siendo un adolescente, cuando mis padres me enviaron a Edimburgo un verano, a perfeccionar mi inglés.
Curiosamente -al contrario que mis compañeros españoles, que apenas se relacionaban con nadie fuera de nuestro grupo- yo prefería la compañía de nativos, probablemente porque me había tomado muy en serio el objetivo de mi viaje.
Lan hacía cursos intensivos en el mismo Colegio, intentando ponerse al día en sus estudios, después de perder lastimosamente un año completo.
Era de familia noble venida a menos, pero aún vivía en una inmensa y antigua mansión, Loch, cuyo mantenimiento estaba obligando a su familia a desprenderse poco a poco de los inmensos terrenos que la rodeaban, que habían sido el patrimonio de su orgulloso clan desde hacía siglos.
Enseguida se estableció una relación muy especial entre nosotros.
Me exhibió como una rareza ante un grupo de chicos y chicas de nuestra edad, que me miraban como a un bicho de especie desconocida, y no se cansaban de escuchar historias de corridas de toros -¡válgame Dios lo que hube de inventar, porque yo no había asistido nunca a una!-.
Hasta tuve una pequeña e inocente historia con Fiona, una de las muchachas, que me despidió con lágrimas en los ojos cuando al fin hube de volver a España.
Tengo de aquellas vacaciones un recuerdo muy grato, aunque el tiempo transcurrido hace que me lo represente como un sueño.
Lan y yo seguimos escribiéndonos durante meses, aunque al final, debo reconocerlo, cada vez más espaciadamente.
Sin embargo, como un par de años después, mi padre recibió una engolada misiva del padre de Lan -que hube de traducirle, porque él sólo hablaba su alemán natal y castellano con un fuerte acento-.
Mr. John solicitaba de mi padre el favor de que recibiera durante los tres meses de verano a su hijo Lan, a fin de que mejorara su incipiente español, «estando dispuesto a correr con los gastos de su manutención, así como a dotarle de una cantidad adecuada como dinero de bolsillo».
Mi padre copió una carta que yo redacté, accediendo a recibirle en nuestra casa, y renunciando a aceptar ningún tipo de compensación económica por ello.
Y, una semana más tarde, fuimos a recoger al aeropuerto a un Ian que casi no reconocí, más alto, larguirucho y flaco, pero con la cabeza aún más orgullosamente altiva que antes.
Resumiendo, ahora fui yo el que exhibió el exotismo de mi amigo escocés, que desgraciadamente no había traído ningún «kilt» en su equipaje, para desconsuelo de mis amigas, que tenían una enorme curiosidad por saber qué se ponían los hombres debajo de la falda de cuadros, lo que Lan nunca consintió en decirles.
Y lo devolvimos a primeros de septiembre con diez kilos más que a su llegada, bronceado, con una soltura de la que carecía a su venida, y hablando un aceptable español, lo que fue objeto de una larga carta de Mr., que «agradecía encarecidamente a mi padre su atención, y se ponía incondicionalmente a su entera disposición, especialmente en el supuesto de que tuviera a bien enviar a su hijo -yo- a compartir con ellos otras vacaciones».
Pero no hubo ocasión.
Mi padre falleció poco después, y me vi convertido en el sostén de mi madre y hermanos.
Aún seguí mi correspondencia con Lan pero, a los cinco años, se había reducido a felicitaciones por Navidad, y poco más.
Por eso me sorprendió enormemente recibir una larga carta suya.
Su padre había muerto también el año anterior.
El, -convertido a su vez en jefe de Mr. John – había convocado un consejo de familia, y habían decidido hipotecar los últimos acres de terreno que les quedaban, a fin de realizar las reparaciones más urgentes en Loch, y convertir una de sus alas en un hotel, como alternativa a desprenderse de lo que hasta entonces había sido el solar de los suyos durante generaciones.
Y me invitaba a conocerlo en las ya próximas vacaciones de verano. Accedí con placer.
Después de un larguísimo y complicado viaje, llegué por fin una mañana a Loch, tras una mala noche en un hotel de Glasgow que había conocido mejores días, en una escala no planificada, debida a problemas de enlace de los vuelos.
La casa era como una postal, sólo que de verdad.
Lan había hecho sin duda un buen trabajo, conservando el sabor de la mansión del siglo XVII, en la que exteriormente nada delataba su actual finalidad.
Y tenía éxito, merced a una buena inversión en publicidad, sobre todo en los Estados Unidos, que había atraído a una multitud de turistas de mediana edad, que pagaban precios escandalosos por el privilegio de dormir en una cama con dosel, y escuchar las historias antiguas de Ian vestido, ahora sí, con el «kilt», que relataba todas las noches ante la enorme chimenea del inmenso salón -convertido en comedor- a sus ricos, embobados y casi siempre vulgares huéspedes.
Puedo presumir de vivir en una casa grande.
Pero el dormitorio al que me condujo mi amigo podía contener sin problemas más de dos veces el mío.
Tenía una inmensa cama con dosel tapizado de lo que me parecieron ricos brocados -no entiendo demasiado-.
Y aún la había reducido de tamaño, para dar cabida a un vestidor y un respetable cuarto de aseo, que disponía de una bañera con patas.
Y aunque todo era moderno, había conseguido bastante bien que no desentonara para nada de la señorial habitación.
Después de todo un día poniéndonos al corriente de nuestras vidas -incluida la comida que nos sirvieron en un pequeño salón correspondiente al ala privada- me pidió que vistiera también la falda a cuadros aquella noche, y le acompañara durante su espectáculo nocturno en el comedor.
Sigo sin saber qué se ponen ellos debajo de la falda.
Yo me puse un pantalón corto.
Y me sentía como un orgulloso caballero escocés con mi camisa con encajes en pechera y puños, mi falda, mis medias y mis zapatos de hebilla, todo prestado, cuando accedí al comedor al lado de mi amigo.
No había más mesa libre que la del anfitrión. Me presentó como «su primo James, de la rama del clan que adornaba con su presencia la tierra australiana», sin duda para explicar mi raro acento.
La cena fue servida por camareras con trajes antiguos, y el «maitre» vestía también falda, aunque de colores distintos a las nuestras.
Terminada ésta, deleitó a los entregados huéspedes reunidos ante la chimenea con historias de guerras entre clanes, y de la larga resistencia contra los ingleses.
Yo no sé si eran ciertas, pero a mí consiguió también transportarme a viejos y olvidados tiempos de bravos hombres, fuertes mujeres, sables que decapitaban de un solo tajo…
Y nos tomaron más fotografías, y nos filmaron más veces que en todo el resto de mi vida.
Creo que conseguí cumplir bien mi papel -aunque debo reconocer que Lan no dejó espacio para que nadie me interrogara en serio-.
Como anécdota, relatar que durante todo el tiempo hubo una oronda matrona que no apartaba la vista de mis rodillas, sin duda intentando ver mis intimidades bajo la tela a cuadros.
Y sentí por primera vez lo que deben pasar las mujeres en similares circunstancias.
Por fin, a las doce de la noche me ví solo en mi dormitorio.
Estaba aún impresionado por las historias de mi amigo, así que no encendí la luz eléctrica, sino las siete velas de un candelabro que había sobre la cómoda.
Mirándome al espejo, me sentí transportado a otra época, y casi me parecía oír aún los horrísonos sones de los cuernos de guerra, y los gritos bélicos de los combatientes evocados por las historias de Lan.
Sentí frío.
Las cortinas, a pesar de su peso, se movían con las ráfagas de viento que se había levantado de repente.
Un leve crujido me hizo volver la cabeza, para ver como ante la puerta cerrada se distinguía la figura de una hermosísima mujer pelirroja, cubierta con un leve camisón blanco, sobre el que llevaba una especie de salto de cama muy amplio del mismo tejido.
No había advertido su entrada, pero su presencia no me sobresaltó como cabía esperar. Avanzó hacía mí con una leve sonrisa:
– Sois en verdad gallardo.
Me costaba entenderla.
Construía las frases de un modo muy peculiar, y su acento era distinto del de todas las personas que había conocido allí.
Pensé que se trataba de alguna huésped que quería vivir su aventura escocesa «si ella supiera -pensé-«, así que decidí seguirle la corriente:
– Y vos muy bella. Sois como la luz del amanecer sobre el Loch.
«¡Toma!. Esa frase me había quedado «redonda»».
– Pero, permitid que os admire -continué-.
La tomé de una mano, conduciéndola ante la cómoda.
La luz del candelabro tras ella, transparentaba un maravilloso cuerpo de mujer, sin que pudiera advertirse ropa alguna bajo el leve tejido.
– Sois la más preciosa de las mujeres. Y yo un hombre afortunado al disfrutar de la vista de tanta hermosura.
– Me halagáis en exceso -respondió ella-. Sólo soy una pobre mujer, que sigue obediente los dictados de su padre, y que no pudo nunca imaginar que la vida fuera a concederle tan grande don. -Bajó la vista pudorosa en este punto-. Porque me habían dicho de vos que erais brutal y desconsiderado, no gentil, además de feo de rostro y contrahecho de cuerpo, no galán como vos sois.
«Pero, ¿de qué rayos hablaba aquella mujer?. ¿Quién había podido decirle que yo era feo y jorobado?. Pues le iba a dar algo para contar a sus amigas de Nueva York, Los Angeles o de donde fuera».
– Antes al contrario, señora, soy yo el afortunado solo por el privilegio de contemplaros. Me rindo ante vos, y solo espero el don de que me concedáis el favor de un beso vuestro.
Me miró extrañada: – La prenda de un beso no es favor, sino prerrogativa de esposo, que es dueño del cuerpo de su mujer.
«Decididamente, tengo que mejorar mi inglés -pensé-. Creo que no entiendo nada de lo que me está diciendo. Porque lo que creo entender es como un galimatías. ¡Me está llamando esposo, si no la he comprendido mal!».
Pero parecía que no se negaba al beso, así es que la enlacé por la cintura, y puse mis labios sobre los suyos.
Su piel olía…
No sé como describirlo.
A pétalos de rosa y a romero.
A trigo maduro, y a fresa…
Me separé para tomar aliento.
Ella tenía las mejillas sonrosadas, y respiraba entrecortadamente.
Tomé su largo pelo rojo entre mis dedos, y lo llevé a mi nariz, hierba recién segada, almizcle y sándalo.
Posé mi boca en él, y luego la miré fijamente.
Tenía los labios entreabiertos, anhelantes. Así es que la volví a besar.
Abrió los ojos asustados cuando mi lengua recorrió el interior de su boca, miel y agua de azahar, aunque terminó entregándose completamente a la caricia.
Pero sus brazos seguían caídos en torno a su cuerpo.
La atraje más íntimamente, su cuerpo pegado a mi cuerpo, sus pechos llenos sobre el mío, su vientre sobre mi virilidad, que empezaba a despertar con su contacto.
Y finalmente hube de tomar sus manos y pasarlas en torno a mí, porque ella parecía no decidirse a abrazarme a su vez.
No sé cuanto tiempo duró aquel beso.
Mis ojos se posaron en su largo cuello como de alabastro, que tentaba a besarlo.
Y no resistí la tentación.
Mientras recorría con mis labios su piel de seda, y atrapaba entre ellos el lóbulo de su oreja en la que lucía una pequeña perla, pálido nacarado sobre la blancura espléndida de su cutis, sentí su aliento sobre mi oído, y su voz pensativa, apenas un susurro:
– Así que es esto.
No dolor y tormento, sino gozo.
No violencia, sino ternura…
Pues sin duda yo debo ofreceros no acatamiento, sino entrega.
No resignación, sino afecto. Habéis conseguido mi amor en un instante.
Nunca pensé que pudiera existir en él tanta dicha, tanto placer. Seré vuestra para siempre.
Seguía sin entender cabalmente lo que me decía.
Pero una cosa estaba clara.
Pocas veces en mi vida había sentido una emoción como la que experimentaba en aquel momento.
Muy despacio, sin deshacer el abrazo, la conduje hasta el lecho. La despojé lentamente de su bata, que dejé caer al suelo, y después, del cordón blanco de seda que ceñía su cintura.
El amplio escote de la prenda permitió que mis labios recorrieran el hueco de su garganta, sus hombros, y la parte superior de sus pechos.
Tentativamente, tomé uno de sus pezones entre mis dedos sobre la tela liviana, baya de endrino madura.
Y sus ligeros gemidos acompañaron a mi caricia.
– Te deseo -murmuré roncamente-.
Empecé a luchar con las poco familiares hebillas de mi falda, que al fin cayó a mis pies.
Me despojé rápidamente de la camisa, y terminé por quitarme el pantalón corto y el «slip», sin reparar en aquel momento en su cara de asombro.
Finalmente, desnudo ante ella, con mi pene en erección, volví a abrazarla, y mis manos recorrieron los contornos de su cuerpo sobre la tela.
Luego, las pasé por debajo, y acaricié su piel suave que, efectivamente, no tenía sobre ella el estorbo de ninguna otra ropa.
Finalmente, deslicé la prenda por su cabeza, y me paré a contemplarla.
– En verdad sois hermosa -a esas alturas ya hablaba como ella sin ningún esfuerzo-. Vuestros hombros son redondas tentaciones para mis labios. Vuestros pechos, manzanas en sazón que incitan a saciarse de ellas. Vuestro vientre es como un prado en el que apacentarme. Vuestros muslos, maravillosa obra del Ebanista Supremo, que puso en ellos lo mejor de su arte. Y vuestro sexo una copa de néctar, del que siempre sentiré sed.
Y recorrí con mi boca, lamiendo a veces, hombros, pechos, vientre y muslos, mientras ella se dejaba hacer, de nuevo pasiva.
Pero sus ojos cerrados, su cabeza ligeramente echada hacia atrás, el temblor de sus labios, y su respiración cada vez más audible entre las perlas de sus dientes, indicaban que estaba también muy excitada.
La tendí sobre la cama, y me puse a su lado, continuando con mis besos. Separé sus piernas.
La penumbra de la habitación convertía en una sombra apenas entrevista la hendidura de su sexo, y su suave vello que reflejaba rojizo la tenue luz oscilante de las velas.
Cuando mi lengua empezó a explorar sus pliegues, se incorporó sobresaltada: – ¡Por favor eso no, que es vicio prohibido!…
– No es vicio, sino dulzura -la calmé-. Y no hay nada prohibido en el amor, ni ninguna caricia que no sea permitida entre amantes.
Pero tardó un rato en tranquilizarse.
Su cuerpo era recorrido como por leves escalofríos, mientras mi lengua recorría su vulva, y mis labios atrapaban finalmente el leve botoncito escondido.
Y entonces los temblores se convirtieron en pequeñas contorsiones de su cuerpo, y su respiración anhelante en suaves jadeos.
Y un poco más tarde, los jadeos fueron gemidos, su cabeza osciló de un lado a otro, sus caderas se alzaron espasmódicamente, y sus dedos arañaron mi espalda.
Finalmente, con un ronco grito, se derrumbó sobre la cama.
Y pude sentir en sus pechos, sobre los que otra vez puse mis labios, los latidos desbocados de su corazón, alterado por el profundo orgasmo que acababa de experimentar.
– Así, pues, ¿me aseguráis que no hay pecado en el placer que me habéis regalado?.
– Yo os certifico que no debéis temer nada, que no hay nada malo ni vergonzoso en dar y recibir placer -respondí-.
Sentía de nuevo frío, a pesar de mi fuego interno.
Abrí el cobertor, y nos deslizamos entre las sábanas.
Me tendí sobre ella, y suavemente, muy poco a poco, la penetré con dulzura.
No esperaba encontrar la resistencia que hallé, ni su gesto de dolor. ¡La chica era virgen!. No lo podía creer.
– Lo siento, perdonadme -me excusé-. He sido desconsiderado y poco delicado con vos.
– No ha sido nada mi pequeño dolor, comparado con la enorme dicha que acabáis de proporcionarme. Yo os ruego, esposo, que colméis mi interior, que me toméis y gocéis de mí como yo lo he hecho con vuestras caricias.
A pesar de su invitación, traté de contener mis impulsos, y estuve deslizando mi pene suavemente, dentro y fuera de ella durante muchísimo tiempo, cada vez más profundo, hasta que finalmente quedó completamente alojado en su interior.
Descargando mi peso sobre uno de mis antebrazos, liberé una mano, y comencé a acariciar su clítoris, hinchado a la sazón en su sexo húmedo.
Sentí inminente mi eyaculación, por lo que me detuve.
Y volví a cubrir de besos su precioso rostro, mientras mi dedo seguía insistiendo en sus caricias íntimas.
Otra vez, ella empezó a reaccionar con contracciones de su cuerpo, que yo sentía también en las paredes de su vagina que aprisionaban mi miembro.
Entonces deslicé mis dos manos en torno a su espalda, abrazándola apretadamente, mientras retomaba mis rítmicos movimientos.
Su clímax fue en esta ocasión ruidoso y espasmódico.
Sus brazos y piernas estrecharon con fuerza mi cuerpo mientras yo, enloquecido de pasión, sentía las convulsiones que acompañaban a la efusión de mi semen en su interior.
Cuando al fin recobré un poco el dominio de mí mismo, miré su rostro.
Era el compendio de la dicha y el más profundo amor.
Sus ojos brillaban, y en su boca había la más hermosa sonrisa que me ha sido dado contemplar.
Sus manos condujeron mi cabeza, apoyándola entre sus hermosos senos, y de su boca brotó una melodiosa canción, que hablaba de amor, de campos verdes, de lagos azules, de mujeres hermosas y hombres valientes.
Y que entendí a medias entre sus trinos, y porque empleaba palabras que yo no reconocí.
Pero me bastaba con el sonido de su dulce voz, con el tacto de sus largos dedos enredados en mi pelo, y su cuerpo tendido bajo el mío, piel contra piel.
Tengo un vago recuerdo de lo que siguió.
Hicimos nuevamente el amor en dos ocasiones, y creí estar seguro de haber visto en la blancura impoluta de las sábanas una pequeña mancha de sangre, testigo de que me había entregado su pureza, intacta hasta aquel momento.
Y sobre todo una frase suya:
– Os amaré el resto de la eternidad, mi bien, mi alegría, mi dueño, esposo mío.
Desperté a la mañana siguiente, sólo en la cama, con un ligero dolor en las sienes.
La otra almohada no conservaba la huella de ninguna cabeza, ni las sábanas estaban arrugadas en la porción del lecho que ella había ocupado, y en ellas no pude percibir ni rastro del aroma de su cuerpo.
Rápidamente levanté el cobertor, y busqué la pequeña mancha de su sangre, pero ésta no existía.
Finalmente, con un suspiro, hube de llegar a la conclusión de que todo había sido un sueño, producto de las historias de Lan… y del Glenfiddich que me había servido generosamente en varias ocasiones.
Después de una buena ducha, que despejó mi cerebro, me reí interiormente. En serio había vivido aquel sueño como la experiencia sexual más hermosa de mi vida. ¡Y había sido tan real!.
Bajé, encontrando a Lan en el mismo pequeño comedor del mediodía anterior, dando cuenta de un abundante desayuno.
El empezó a charlar animadamente de la excursión que me había preparado aquel día para visitar los lagos Lomond y Katrine, que no se encontraban lejos de allí.
Mientras sorbía la segunda taza de café, mi vista reparó en un pequeño cuadro que había tras mi amigo.
Sentí que se me paraba el pulso.
¡Era la mujer de la noche anterior!.
Vestida con un traje de época, pero con el mismo pelo rojo, aunque recogido en un moño, sobre el que lucía una diadema, los mismos labios que yo había mordido, las mismas manos de dedos largos cruzadas en su regazo sobre el terciopelo, los mismos ojos verdes…
Lan se detuvo a medias de una frase: – ¡Por Dios, Jaime, te has puesto pálido!. ¿Qué te sucede?.
– La mujer del cuadro -balbuceé-. ¿Quien es?.
Ian se recostó en la silla, y sonrió tranquilizado: – Es Nighean, una antepasada de mi familia. Bueno, no exactamente antepasada, al parecer.
Encendió un cigarrillo, y rió socarronamente:
– Aún no he tenido tiempo de contártelo, pero tenemos hasta un fantasma y todo.
La leyenda dice que fue golpeada y repudiada por su marido, mi brutal ancestro Cedric, la misma noche de su boda, concertada por su padre para arreglar una larga lucha entre clanes.
Que Cedric hizo venir a la más tirada prostituta, obligando a Nighean a que presenciara su coito. Finalmente, ella se arrojó desde lo más alto de Loch.
Y que su alma no hallará paz ni descanso hasta que conozca el amor de un hombre, por lo que vaga de noche por las estancias, esperando eternamente a aquel que la hará mujer.
– Pero sí -continuó pensativo-. Ahora que recuerdo, entre los folletos que te mostré ayer, hay uno que contiene la historia.
Se levantó, y se dirigió a una pequeña mesita.
– De hecho -continuó mientras caminaba- esta leyenda es uno de los atractivos para los turistas, quizá el mayor, supongo.
Se echó a reír de espaldas a mí, mientras revolvía en un cajón.
– ¡Hasta ha habido algún palurdo que me ha dicho haberla visto deambular por los corredores!. Pero está bien, que cosas como ésta son las que mantienen el hotel lleno.
Se había vuelto con un folleto en la mano. Y me miró de nuevo, sorprendido: – ¡Voto a…! Jaime, parece que hayas visto un cadáver.
Pero no era eso.
Porque yo ya había visto alguno, y su contemplación no me había producido la sensación de unos dedos helados recorriendo mi columna vertebral, ni había erizado el pelo en mi nuca, ni me había dejado la boca seca, como en aquel momento.
Ante su mirada preocupada, tomé el papel.
Una Nighean idealizada por el dibujante, vestida con un camisón y un salto de cama blancos, la mirada extraviada y un gesto trágico en la cara, se inclinaba sobre el vacío.
No recordaba especialmente haber visto aquella publicidad.
Pero tenía que ser eso; sin duda, debí leerla, y después, el ambiente y el whisky hicieron el resto, provocándome aquel sueño que tan real me había parecido al despertar.
Empecé a tranquilizarme, y noté que disminuía el ritmo desbocado de mi corazón.
Ante el gesto de extrañeza de mi amigo, me serví una buena medida de licor ambarino del frasco de cristal tallado que había sobre el aparador, que bebí de un sólo trago.
Instantes después, me había calmado lo suficiente como para relatarle a Ian el contenido de mi fantasía nocturna.
Y unos minutos más tarde, ambos nos reíamos de mi impresión de unos momentos antes.
Todavía me duraban las convulsiones de la risa cuando entró en la habitación uno de los empleados, con su falda de cuadros.
Se inclinó a mi lado, circunspecto, mientras decía en un discreto susurro:
– Disculpe la intromisión, señor, pero es el caso que la camarera me acaba de entregar un objeto, muy antiguo y valioso al parecer, que ha hallado en su habitación, por lo que debe ser de su propiedad, según creo.
Sobre la palma de su mano abierta había un pendiente, con una pequeña perla engastada en oro patinado por el tiempo.