Una organización que recurre al secuestro de mujeres bellas para el comercio sexual

Eran las 2 de la tarde de un jueves.

Juliana caminaba en cercanías de la Estación Atocha en busca de un taxi que la llevara de regreso a su casa, ubicada en la calle de Alcalá.

Caminaba con elegancia, convencida de que a sus 20 años, con su figura de top model, resaltada por una diminuta minifalda y una blusa de escote profundo, atraía las miradas de todos los transeúntes.

Especialmente de algunos.

Un grupo de delincuentes, dedicado a secuestrar jóvenes bellas para obligarlas a participar en orgías, la había seleccionado previamente y la estaba siguiendo.

Juliana estaba en ese amplio boulevard que hay al frente de la estación, cuando dos hombres salieron a su encuentro y, tras amenazarla con una pistola, en segundos la obligaron a subirse a un coche de modelo reciente.

A Juliana la amordazaron, le vendaron los ojos y la tiraron al piso del coche.

Luego le advirtieron que no intentara nada estúpido porque se podía ganar un tiro y que además tenían ubicada a toda su familia en Madrid.

Era verdad.

Sabían todo de ella.

Dónde vivía su familia y hasta su mejor amiga.

Juliana, que no se cansaba de repetir que no le fueran a hacer daño, perdió la noción del tiempo.

Cuando salió del impacto inicial no supo si llevaba cinco minutos o varias horas dentro de ese coche.

Por eso nunca supo que ese mismo día la habían sacado de la ciudad.

Un poco más tarde un ataque de histeria se apoderó de Juliana.

Pataleaba y manoteaba con fuerza.

Una bofetada y el poder que da una navaja en la garganta la trajo de nuevo a la realidad.

Pronto le inyectaron un sedante que la adormeció.

Algunas horas después, Juliana despertó en un cuartucho oscuro y encadenada a una cama de hierro que estaba empotrada en el piso.

El lugar era limpio pero estrecho.

Ya era de noche.

Juliana intentó llegar hasta la puerta, pero la cadena que tenía en uno de sus pies se lo impidió.

Resignada a soportar su tragedia Juliana se acurrucó en un rincón y se dedicó a elucubrar por qué la habían secuestrado.

No encontró explicación.

Lo que ganaba como promotora de turismo en una agencia de viajes apenas le daría para unos pocos días vacaciones en el verano próximo.

No era entonces por dinero.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de una llave entrando en la cerradura de la puerta.

«Ahí tiene su comida», le dijo con insolencia su guardián.

Juliana no quiso probar bocado por temor a que la drogaran nuevamente.

El frío de la madrugada la obligó a meterse debajo de una manta no muy gruesa.

Juliana, con hambre y frío, se sumió en un sueño profundo que la llevó hasta muy temprano de la mañana del día siguiente.

Parecía que estaba en las afueras de la ciudad.

No se escuchaba ni un solo carro.

Solo el susurro de la brisa y el trinar de algunos pájaros.

La puerta se volvió a abrir y otro hombre, también encapuchado como el primero le dijo que se alistara, que la llevarían de viaje.

Le vendaron los ojos y la montaron a otro coche.

Viajaron un rato por carrera pavimentada y luego por un camino descubierto hasta detenerse ante una reja y a alguien le gritaron que abriera.

Era una casa campestre de apariencia muy lujosa.

Una mujer cincuentona, bien vestida y cubierta con un antifaz le dio como bienvenida una sarta de advertencias.

No se te ocurra escapar; estamos muy lejos de Madrid y los guardias tienen orden de disparar.

Además, esta casa está rodeada de mastines italianos de alta peligrosidad.

Piensa, además, que de ti depende el bienestar de tu familia.

Juliana reaccionó con docilidad y sin mediar palabra se dejó conducir hacia el interior de la casa.

A cada paso se sorprendía más y más con la belleza y los lujos de la mansión.

Parecía un resort de cinco estrellas, como los que ella promocionaba en la agencia de viajes a través de sus catálogos.

La decoración era muy moderna, las habitaciones muy amplias y lujosas, tenía una piscina ovalada a la que caía una pequeña cascada, unos jardines preciosos y muy bien cuidados.

En el primer piso y sentada en una poltrona de cuero negro, Juliana esperó a ver que nueva sorpresa le deparaba el día.

En eso bajaron del segundo piso un hombre y otra mujer que escondían también su identidad detrás de un antifaz.

Era gente muy bien vestida, elegante y bien hablada.

Le dijeron que antes de hacer cualquier pregunta lo mejor era que tomara una ducha y desayunara.

Juliana se duchó y cambió su minifalda por un vestido de dos piezas en raso color marfil, que le habían ordenado que se pusiera.

Al salir, la mujer del antifaz, no mayor de 40 años, la llevó hasta el comedor donde le habían servido un desayuno espléndido.

El hambre la obligó a comer.

Luego, aprovechando que sólo la vigilaba la mujer, Juliana tímidamente le preguntó por qué estaba allí.

Con los modales propios de una dama de alcurnia le dijo que no se preocupara, que si colaboraba, muy pronto estaría de nuevo en su casa.

«Muy sencillo, Juliana. Debido a tu belleza fuiste escogida para participar de unas fiestas que tenemos programadas para personas muy destacadas de aquí y del exterior. Tú serás dama de compañía y por ello serás recompensada». Juliana intentó hacer una nueva pregunta, pero la mujer la paró en seco. «No más preguntas. Limítate a seguir las instrucciones».

La primera instrucción consistió en conocer su cuarto.

Era una habitación de lujo, ubicada en el segundo piso de la mansión.

Tenía su propio baño, con jacuzzi incluido; una cama doble, tocador de madera, televisor, equipo de sonido, videocasetera, nevera con licores y bebidas… y grandes espejos que se activaban eléctricamente.

En un «walking closet» descubrió muchos vestidos nuevos de su talla, zapatos y ropa interior nuevos que estaban ahí para ella.

Luego abrió un cofre que contenía una variedad de bisutería fina y de buen diseño que tendría que lucir para los invitados, según la ocasión.

Juliana quería hacer muchas preguntas sobre las extrañas fiestas a las que debería asistir, pero la advertencia de la cuarentona, los guardas armados y los perros que rodeaban la casa, le recordaron que mejor era seguir las instrucciones.

Después de un refinado almuerzo, la mujer condujo a Juliana a una sala privada de la casa y le presentó a Alex, un hombre de rasgos y ademanes femeninos, que en adelante sería el encargado de manejar su apariencia y enseñarle lo básico del modelaje y del glamour, como preparación previa las fiestas anunciadas.

Lo primero que le dijo fue: «Hazle caso a esta gente, si quieres salir del infierno que te espera.»

Llegó la noche y, con ella, media docena de coches caros último modelo, que se estacionaron al frente de la mansión.

Julieta ya estaba en la sala, vestida con un traje de chiffon, estampado, de entalle sinuoso, la espalda desnuda y con un maquillaje perfecto.

La acompañaban otras cinco muchachas de su misma edad y que como ella habían recibido esta última instrucción: «Complazcan en todo a los visitantes».

A Juliana le tocó lidiar inicialmente con un extranjero que hablaba muy mal el español.

Era alemán.

Luego aparecieron los meseros ofreciendo una variedad de finos licores, cócteles y entremeses.

Al son de música disco, de los primeros tragos y dosis de éxtasis, los visitantes comenzaron a besar y acariciar a sus bellas acompañantes.

El alemán le tapó los ojos a Juliana con una venda negra y la obligó a situarse como a dos metros de distancia, inclinada sobre el espaldar de un gran sillón de cuero, sin bragas, con la falda subida sobre la espalda y las piernas bien separadas.

Sus espectaculares nalgas y su concha quedaron expuestas en todo su esplendor.

Se acercó por detrás y con una larga espátula de madera le pegó en las nalgas y en los muslos.

Cuando Juliana se quejaba, se acercaba y le acariciaba su concha y su culo con la lengua. Luego la volteó y la puso de rodillas frente a él y la obligó a que le chupara la pija que ya empezaba a gotear semen.

Enseguida le colocó un collar de perra en el cuello y con la cadena que halaba de él la condujo a una de las habitaciones.

Al llegar a la cama, la hizo inclinar y apoyar sus manos sobre el colchón, separó sus nalgas, y le metió su polla por el ano sin contemplación alguna.

Era la primera vez que la enculaban.

Gritó de dolor. Sus nalgas se movían.

El alemán quería que le doliera así que le sacaba y clavaba la polla con fuerza, sin miramientos.

Le sacó la polla del culo y la acostó en la cama boca arriba.

La desvistió y le quitó la venda.

El alemán le chupaba los pechos y le lamía los muslos.

Llegó luego a su sexo, le abrió las piernas y le metió su lengua en la conchita.

Tomó su verga dura y erecta con una mano, le separo aún más las piernas y le clavo su verga entera hasta el fondo de la concha que ya estaba toda mojada.

El alemán se movía hacia delante y hacia atrás dentro de su concha. Juliana gritaba, ahora un placer total la invadía, le pedía que la cogiera fuerte, mas fuerte y duro, hasta que un orgasmo los alcanzó a los dos.

Se tomaron un trago y después de un breve descanso, el alemán la bajó al primer piso, desnuda y atada al collar.

La entregó a sus compañeros de juerga que la contemplaban en toda su bella desnudez.

Los hombres se acercaron y la sometieron a sus deseos y la intercambiaron con otros hombres y mujeres del grupo.

A la madrugada, los visitantes abandonaron presurosamente el lugar.

Juliana y las demás mujeres se fueron exhaustas y borrachas a sus respectivas habitaciones.

Había terminado la primera fiesta.

Llegó el sábado.

Juliana se despertó como a las diez de la mañana con el firme propósito de escapar.

Pero desistió luego de ver por la ventana a los guardas armados acompañados de perros.

Vino el desayuno buffet, pero ni la cuarentona ni las otras muchachas estaban por ahí.

Ya en horas de la tarde apareció el hombre del antifaz.

«Pórtale igual que anoche y mañana mismo estarás en Madrid «.

Con la oscuridad comenzaron a llegar nuevos coches.

Esta vez los visitantes eran sudamericanos de ademanes toscos.

Eso fue peor.

Todos eran traficantes de drogas, con las manos enjoyadas y con aire de perdona vidas.

Al ritmo de salsa, merengue, ríos de licor y sexo duro de toda clase, los sórdidos visitantes emborracharon hasta a los guardas.

En medio de la bacanal, Juliana aprovechó para hablar con una muchacha de acento andaluz.

Le sorprendió saber que ella no había sido secuestrada, sino que ese era su trabajo desde hacía más de un año, cuando la contrataron en una disco en Ibiza.

La andaluza, pasada de copas, le contó que esas fiestas clandestinas las preparaba una organización muy poderosa, que gana mucho dinero por conseguirles mujeres bonitas a traficantes de drogas y a turistas extranjeros y que, incluso, muchas veces las fiestas se efectuaban en el exterior.

«Pagan muy bien, pero cuando hay escasez de mujeres o no quieren gastar ni un euro, las secuestran y las traen a la fuerza», le dijo la andaluza.

Tal fue el consumo de licor y de drogas que hasta los guardaespaldas de los narcotraficantes también se emborracharon y se durmieron.

Juliana se dio cuenta de la situación y retomó su idea de escapar de su cautiverio.

La oportunidad parecía estar lista.

Los perros estaban enjaulados.

No se iba a esperar a averiguar si era cierto que la iban a dejar en libertad o no y por eso emprendió la fuga como a las cuatro de la mañana del domingo.

Salió por entre los coches estacionados frente a la casa y alcanzó la muralla que la rodeaba.

Trepó y salto cayendo en la carretera destapada.

La cruzó y se internó por un bosque incipiente que la separaba del camino principal.

Caminó cerca de una hora, siempre escondida entre la maleza, hasta encontrar un autobús que iba para Toledo y al llegar allí tomó un tren que la llevó a Madrid.

Hacia las diez de la mañana, Juliana ya estaba otra vez en Madrid.

Y sin pérdida de tiempo, abandonó la capital y buscó refugio donde unos parientes que tenía en Cádiz.

El resto de sus familiares cercanos se le fueron uniendo después o se desparramaron por la península.

Juliana y su familia guardó silencio.

Era mejor tratar de olvidar y no enfrentarse a los tentáculos de la Organización.