Chica de bolsillo
Ayer por la tarde compré una botella negra.
Era de cristal, pero de cristal negro opaco, así que no tenía forma de saber qué había dentro hasta que llegué a mi casa.
Se la compré a un niño en la playa.
Era uno de esos niños pesados que montan un tenderete lleno de trastos en el suelo y ya se creen grandes empresarios.
Se puso muy follonero, y además me daba lástima, así que le compré la botella por cuatrocientas pesetas.
Era una botella pesada de cuello muy ancho, y pensé que para algo me serviría.
Ya cuando la compré me pareció que tenía algo dentro que hacía un ruido raro. Y de camino a casa ignoré la sensación de que algo se movía dentro.
Cuando llegué a casa me fui a mi cuarto a guardarla bajo mi almohada, pero no le quité el tapón hasta después de la cena.
Me levanté aprisa de la mesa y dije que iba a estudiar.
Soy muy fantasioso y me gusta darle teatralidad a ciertas cosas.
Así que intenté darle un ambiente especial a mi cuarto.
Lo dejé en penumbra, sólo con una débil lámpara, y puse cuidadosamente la botella negra sobre mi cama. Me pareció oír algo dentro, como un quejido.
Abrí la botella y olisqueé el interior. Olía a viejo. La dejé en la cama y la observé, esperando que pasara no sé qué. Al poco rato salió por el cuello de la botella una chica. No tengo otra forma de decirlo.
Simplemente era una chica, una chica preciosa, de larga cabellera rubia, piel desnuda brillante, que medía sólo como medio palmo.
Pensé que era una especie de hada, porque de su espalda salían unas hermosas alas como de libélula, de colores brillantes, pero mustias, como una planta a la que han olvidado dar los cuidados apropiados.
Me quedé inmóvil, mirando cómo la chica se arrastraba fuera de la botella y se ponía en pie en mi cama, tambaleándose. Me miró fijamente.
Su rostro era maravilloso, redondito y proporcionado. Maduro a la vez que tierno, de ojos verdosos y labios redondos.
Su piel despedía como pequeñas chispitas con los reflejos de la luz.
– ¿Dónde estoy? -me preguntó muy seria.
– Estás en mi cuarto, bueno en mi casa -contesté.
– Bueno, dejémoslo para después. Ahora no importa demasiado. Tú me has sacado de la botella, ¿no? – Sí. La he comprado y estabas dentro.
– Entonces te estoy eternamente agradecida. Un hombre muy malo me metió en esa botella. Era un tipo muy malo, me hacía cosas horribles. Al final, supongo que se hartó de mí y me metió ahí para olvidarme. Te debo la vida.
– Tampoco tengo tanto mérito.
– No, en serio, te la debo.
Por aquellos momentos yo ya estaba enamorado.
No me planteé si era o no real o si los demás podían verla también. Para mí era una chica de carne y hueso, y no podía dejar que le pasara nada.
Le hice una pequeña casa en una caja de cartón, que poco a poco fui completando con cosas como pequeños cojines, tapetes de ganchillo, cacharrillos con agua para que se lavara…
Parecía necesitar estar rodeada por la naturaleza, así que puse algunos pétalos de rosa y hojas de hierba.
Puse la caja en el lugar más apartado que encontré en mi cuarto: en la última estantería de mi armario, entre las mantas y la pared.
Le pedí perdón, porque durante unas horas al día tendría que dejarla sola. Ella me perdonó encantada. Era adorable.
Volví corriendo del instituto y subí a verla, cerrando primero el pestillo de mi habitación.
Allí estaba ella, tendida en su pequeño camastro. Había comprendido que no le gustaba llevar ropa.
Cuando me vio me sonrió.
– ¿Sabes? Apesto. Llevaba mucho tiempo dentro de esa vieja botella. No me gusta el olor que he cogido.
– Te.. ¿Te gustaría un baño? Por toda respuesta, me sonrió de nuevo.
Tuve que bañarla en la madrugada, cuando todo el mundo dormía en casa. Sin hacer mucho ruido, llené un pequeño barreño de agua caliente y lo llevé a mi cuarto.
Ella disfrutó mucho con el baño. Se sumergió bien en el agua caliente, y frotó una y otra vez su cuerpo para librarse del mal olor.
Su cuerpo, dotado de un leve brillo mágico, me encandilaba; era tan hermosa su piel, húmeda y titilante bajo la débil luz de mi lámpara…
Me sonrió y su pequeña cara se puso colorada al darse cuenta del modo en que la miraba. Sin embargo, no pareció atacarla de repente la vergüenza, y siguió lavándose, ahora recreándose.
– Te voy a traer una cosa, creo que te gustará.
Eché un poco de gel de baño en el agua, y removí con el dedo hasta hacer espuma. Le encantó la espuma.
Dejó que burbujeara sobre su cuerpo, hizo montañas, se hizo sombreros con ella, su perdió y apareció mil veces entre ella.
A su diminuta escala, la espuma se convertía en un cúmulo de considerables pompas de jabón…
Allí estaba yo, a las tantas de la madrugada removiendo el agua con un dedo, mirándola embelesado. Los dos estábamos al borde del sueño.
Ella se abrazó a mi dedo y se tumbó sobre él, adormilada. Respiraba tranquilamente y sonreía.
Tuve una erección bajo el pijama. Su pecho se comprimía y se relajaba contra mi dedo.
Todo su cuerpo, su vientre, sus muslos, su pubis, contactaban mi dedo.
Me miró en silencio, como dándome las gracias por algo, por tener dedos. Volvió a cerrar los ojos y comenzó a frotarse contra mi dedo.
Parecía cabalgar una enorme serpiente.
Sus pechos eran dos minúsculas bolitas de carne, sus pezones apenas los sentía, pero sé que estaban surgiendo de la nada, excitados.
Su pubis era un minúsculo musgo buscando el movimiento de una de mis falanges.
Mientras ella hacía el amor con mi dedo, gimiendo, yo comencé a masturbarme.
Ni que decir que cada día hacía todo lo posible por estar cuanto antes y lo más posible con ella.
En casa debía parecer muy estudioso, porque en cuanto podía me largaba enseguida a mi cuarto «a estudiar».
A ella sólo la sacaba de la caja en la madrugada, cuando no había nadie.
Un día se quejó porque se aburría.
– Déjame algo para distraerme, mientras tú no estés.
– ¿Cómo qué? – Como… como una de esas revistas que sacas a veces de debajo de tu cama. ¡No disimules que te he visto cogerlas! Y también lo que haces después -dijo ella, maliciosa.
– ¡Eres una…! – ¡¿Una qué?! ¡¿Eh?! -me desafió.
– No me puedo enfadar contigo. Pero no veo qué te pueden interesar esas revistas.
– Tú déjamelas. No soy tonta.
– Lo sé.
Le dejé un ejemplar de Penthouse dentro de su caja. Me dio las gracias y un beso en la mejilla. Yo me fui a dormir, pero la verdad es que no dormí mucho.
Me la imaginaba estudiando embelesada las fotos de esculturales chicas, haciéndose el amor unas a otras, besando sus intimidades, disfrutando de sus cuerpos…
Di mil vueltas en la cama hasta conciliar el sueño.
Una tarde que por fin conseguí quedarme sólo en casa la saqué al jardín de atrás.
Había buscado una caja de cartón para encajarla dentro de mi bolsillo, y así llevarla dentro sin aplastarla, pudiendo taparla con los faldones de mi camiseta, por ejemplo, cuando hiciera falta.
Correteó de aquí para allá, acariciando las hojas de hierba y las flores. Sus alas seguían tristes. No voló.
Nos tumbamos en la hierba mirándonos el uno al otro, sin hablar.
– Me ha parecido muy interesante tu revista -dijo al rato, con una sonrisa pícara.
– ¿Ah sí? – Pero no lo he comprendido todo. He visto chicas muy guapas, preciosas, con unos cuerpos increíbles. Unas piernas perfectas y unos pechos redonditos. Pero hacían cosas muy extrañas unas con otras. Son como yo, pero hacían cosas raras con la lengua, y se ponían en posturas muy extrañas…
Comenzó a danzar por la hierba, retorciéndose, abrazando su propio cuerpo, lanzando besos a un espectador invisible, o planeando sus manos por su piel sin tocarla. Era una chica muy divertida.
– ¡Estás loca! La empujé con un dedo, perdió el equilibrio y calló al suelo. Me miraba resoplante, invitándome. Acaricié su diminuto cuerpo con la máxima delicadeza. Recorrí sus suaves piernas, su barriguita, su cuello, su cara. Ella me sentía con los ojos cerrados. La muy desvergonzada abrió las piernas, y yo tuve que acariciarla allí. Mi dedo índice era demasiado grande, incluso mi meñique cabía con dificultad entre sus piernas.
Me sentí frustrado. Me sentí angustiado. Ella me miró, perdonándome con sus ojos azules.
La llevaba en la caja del bolsillo para hacer la compra, sacar la basura, o pasear por la playa, pero no me atrevía a llevarla al instituto. Cuando no estaba con ella meditaba mil formas de complacerla, pero ninguna me convencía. Cuando volvía a casa ella parecía haber esperado ansiosamente mi regreso. Se abrazaba a mí y no me soltaba. Nos mirábamos en silencio.
Y yo me sentía fatal.
Una noche se despertó cuando abrí la caja. – ¿Qué quieres? -dijo soñolienta.
– Nada. Sólo te miraba.
Se sentó en su cama y me devolvió la mirada.
– ¿Quieres dormir conmigo? Extendió sus brazos para que la cogiera.
Nos acostamos juntos. Nos mirábamos sin decir nada. Al rato se levantó y trepó por los pliegues de mi pijama hasta mi pecho. Paseó sobre mí. Llegaba hasta mi barbilla y volvía hasta mi cintura. Sentía sobre mí las plantas de los pies, diminutas y frescas.
Se sentó sobre mi pecho, y cerró los ojos para sentirlo subir y bajar. Agarró un botón de la camisa y me lo desabrochó.
Me desabrochó unos cuantos más, sin permitir que la ayudara, y se acostó sobre mi pecho.
Acarició sus pechos, deslizó una mano hasta su entrepierna y comenzó a masturbarse. Las puntas de sus alas me hacían cosquillas a cada movimiento.
Encendida, se arrastró hasta uno de mis pezones y me lo cubrió de caricias diminutas, suaves, hasta que se puso duro.
Comenzó a besarlo y lamerlo, mientras con uno de sus deditos penetraba su pequeña vagina.
Sentí la tentación de tocarme yo también, pero lo dejé para después. Antes de que pudiera correrse, la deposité en la cama.
– ¡¿Qué haces?! ¡¿A dónde vas ahora?! -lloriqueó como una niña.
De debajo de la cama cogí un sobre. De él saqué una pluma, una pluma muy pequeña que había encontrado y limpiado con cariño. Al verla, rió.
Acaricié su cuerpo con la suave pluma, y la volví loca.
Pasaba la punta por sus pechos y su monte de venus, una y otra vez, y no paraba de reír. Si aquella chica hubiera tenido un tamaño normal, toda mi familia se habría despertado, pero era como oír piar a un polluelo.
Dejé la pluma y saqué del sobre el otro objeto que había preparado. Sus ojos azules se abrieron como platos y se mordisqueó los labios en un gesto que me volvió loco. Saqué mi pene y comencé a acariciarlo, mientras frotaba la cabeza del alfiler contra su vagina, buscando la entrada.
– ¡Ah! ¡Está-está fría! -gimió.
– Te lo calentaré…
Froté la cabeza de alfiler entre mis dedos y le di aliento. Ella la cogió ansiosa y la dirigió de nuevo a su coñito. Era ideal. Se deslizó perfectamente y ella gimió.
-¡Ah! ¡Qué grande! ¡Y qué duro! La penetré, le di placer mientras me masturbaba, ansiando frotarme contra su cuerpo, poder tocarla sin dañarla, tomarla yo mismo, hacerle el amor, besarla, abrazarla.
– Ven aquí…
Me hizo una seña para que me acercara a ella.
Me besó en la boca. Cogió mi labio entre los suyos y los chupeteó y mordisqueó con ansia. Yo saqué apenas la punta de mi lengua, y ella bañó toda su cara en mi saliva.
Se tumbó y dejó que la lamiera. Paseé mi lengua con extrema delicadeza por su cuerpo, haciéndola retorcerse de placer. Humedecí su cuerpo.
Sus labios vaginales estaban abiertos; los volví a penetrar con la cabeza húmeda del alfiler. Yo me masturbaba con furor, ella se revolcaba en mi lengua, se abrazaba con rabia a mi boca, gemíamos y temblábamos…
– ¡Hazme el amor! ¡Házmelo! ¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Tómame! Tardé tres orgasmos de los suyos en correrme. Dolorido por la postura, no pude evitar eyacular sobre mis sábanas.
Ella dejó el alfiler para acercarse hasta mi pene, que comenzaba a descansar de su erección. Abrazó mi glande, lo estrujó entre sus brazos. Lo besó, lo lamió y se frotó contra él con furor, hasta conseguir que eyaculara otra vez.
La observé probar el jugo blanco con un dedo, llevándoselo luego a la boca, saborearlo, hundir sus labios en las gotitas que aun salían, tumbarse sobre él, revolcarse. Y sus ojos me miraban, brillante y sudorosa, mientras se bañaba.
Aquella noche los dos tuvimos que darnos una ducha de madrugada.
La llevó a casi todas partes en mi bolsillo. Nos tumbamos por la noche en la arena de la playa, nos bañamos y nos duchamos juntos. Hemos comprobado que llevarla a clase tampoco es tan problemático. Ya conoce el resto de mi casa, sobre todo las camas.
He conseguido hacer de su caja un lugar muy habitable.
Como papel de pared tiene chicas muy atractivas de mis revistas y de otras revistas de moda que de vez en cuando decidimos comprar.
Su cama está rellena de algodón y siempre tiene flores frescas.
Ha accedido por mí a llevar un pequeño camisón hecho de un trozo de tela muy fina, simplemente porque le queda muy bonito.
Hace pequeñas coronas con hierbas y estambres y su cabecita queda preciosa. La adoro.
Ayer volví después de dos días de un viaje con el coro de la iglesia. Salió de su caja y nos dimos un beso.
– ¿Qué es eso? – ¡Sorpresa! ¡Te gustan, ¿eh?! Sus alas verdes de libélula estaban sanas y fuertes, tenían por fin brillo y colorido.