Marta y los cuernos
Hacía tiempo que sospechaba de la fidelidad de Marta, que era entonces mi novia.
No había hechos definidos y claros, pero ella dejaba aquí y allá pistas sugerentes: no estar en la casa por la noche, cuando la llamaba, algunas distracciones extrañas, un tono distraído en algunas de nuestras conversaciones telefónicas, como si estuviera con alguien.
Esa mañana la llamé desde el trabajo y esa sensación de que estaba con alguien se hizo demasiado patente.
Alguna frase entrecortada, una exclamación inexplicable, en fin, indicios que coincidían en una sola y única conclusión.
Acorté la comunicación, fijando una cita para la tarde.
Así no esperaría nada de mi parte que interrumpiera lo que fuera que estaba haciendo.
Con un pretexto cualquiera me fui de la oficina: era pleno verano, había poco trabajo y poca gente y los jefes prestaban una atención esporádica a lo que ocurría, salvo cuando se les ocurría una idea genial (eso creían ellos) y pretendían que todos nos pusiéramos manos a la obra en el mismo minuto.
Ese no era uno de tales momentos y mi salida no interesó a nadie.
Me dirigí a la casa de Marta, que estaba muy cerca, a unos 15 minutos de viaje. La velocidad de mi llegada era esencial para descubrir qué estaba ocurriendo.
Mi corazón latía acelerado, en una mezcla de angustia y excitación.
Cuando llegué a la entrada del edificio, tuve suerte.
En ese mismo momento salía una persona, lo que me permitió ir directamente al departamento de Marta sin necesidad de llamar por el portero eléctrico.
Por lo tanto, mi primer aviso fue tocar el timbre de su puerta.
Abrió desprevenidamente la mujer que limpiaba por las mañanas.
La pobre se sobresaltó, pues ya me conocía bien, pero no le di oportunidad de cerrarme el paso y me metí sin más trámite.
Fui de inmediato al dormitorio de Marta y, como lo suponía, estaba vacío. Volví sobre mis pasos y encaré hacia la puerta cerrada del dormitorio de sus padres.
Yo tenía todos los motivos para saber que Marta prefería la cama matrimonial para sus juegos eróticos.
La puerta, naturalmente, estaba cerrada.
Ni siquiera pensé en la posibilidad de que su padre estuviera adentro (por su madre no tenía que preocuparme, porque sabía que pasaba el verano en la playa, donde Marta se le uniría en pocos días.
Abrí la puerta y entré al dormitorio.
La primera visión fue la de un culo peludo que apuntaba en dirección a mí y que se movía rítmicamente, arriba y abajo, arriba y abajo.
Quedé paralizado.
No es que no lo esperara, es claro, pero ver tan brutalmente confirmadas mis sospechas era algo demasiado fuerte.
Mi irrupción no pasó desapercibida, a pesar de lo entretenidos que estaban el propietario del culo peludo y mi Marta debajo de él.
Marta me miró con una combinación de sorpresa y sobresalto.
No me esperaba, eso era evidente.
Y hubiera preferido que no la encontrara en tal postura, eso también era evidente.
Yo había quedado sin palabras.
Marta también. Le correspondió a «culo peludo», que se salió de arriba de Marta, se recostó junto a ella sobre su codo derecho y me miró con expresión entre sorprendida y maliciosamente satisfecha, romper el silencio.
– ¿Quién eres?, me preguntó con descaro.
Yo no pude responder nada, pero la muy puta recuperó la compostura y contestó por mí:
– Es Ángel, mi novio.
Y, como si estuviéramos en la más inocente de las situaciones, completó la presentación, diciéndome:
– Él es Guillermo…, mi macho.
Tanto descaro aumentó mi estupefacción y seguí mudo. Una sensación de dolor y humillación me paralizaba.
Pero también, en algún punto de mi interior, esa escena me excitaba enormemente.
Poco a poco, pude ir captando la totalidad de lo que estaba ante mis ojos.
Ambos estaban completamente desnudos.
El bello y exuberante cuerpo de Marta estaba tendido de espaldas, con las piernas separadas y sus grandes tetas derramadas sobre su tórax.
El hombre que gozaba de ella era un individuo alto y delgado, bastante velludo, que me miraba con curiosidad y una sonrisa satisfecha.
Apreciaba la ventaja que le daba el que yo fuera el cornudo y él el encornudador.
Su pija seguía erecta, tal como la había sacado de la concha de Marta al entrar yo.
Y debo reconocer que era un ejemplar de buen tamaño, al menos algo mayor que la mía.
Como yo seguía sin decir nada, Marta retomó la palabra.
– No sé quieres hacer. Si te parece, dejemos nuestra relación. Porque yo no dejaría de acostarme con Guillermo.
Que pusiera las cosas tan claras ayudó a que superara mi perplejidad y dijera algo que me costó creer que saliera de mi boca.
– No, Marta. No quiero que dejemos. Quiero seguir siendo tu novio, aunque tú necesites de alguien más para estar satisfecha.
Mi rival (al que yo mismo estaba reconociendo como imbatible) soltó una risa grosera. Marta lo miró con embobamiento, como si esa fuera la cosa más maravillosa del mundo, giró hacia él y lo besó con pasión en la boca.
Se entretuvieron en su entrechocar de lenguas por unos buenos minutos, mientras yo miraba cada vez más dolido y humillado.
Y cada vez más excitado, de lo que daba testimonio la hinchazón en mi pantalón.
Cuando por fin decidieron separar sus bocas, Marta volvió a mirarme. (El crápula también.)
Nuevamente, el sonido de mis propias palabras me sorprendió, porque no creía lo que yo mismo estaba diciendo:
– No quiero que me apartes de tu vida. Quiero estar contigo, aunque sea para verte coger con otro.
Era un permiso demasiado amplio como para que no tuviera una respuesta.
– Cierra la puerta, me ordenó, seguramente para que la fámula no se beneficiara con el espectáculo. Y con una lentitud deliberada se inclinó sobre el hombre, bajó la cabeza y comenzó a besarle el duro miembro.
Repasó con su lengua el tronco, arriba y abajo, lamió suavemente el glande, volvió a bajar con los labios y la lengua por la nervuda estaca, se dedicó a besar, lamer y chupar los huevos, tornó a subir por el tronco hasta engullirse la cabeza entera y tragarla con deleite.
Guillermo se tendió boca arriba, con expresión de placer y emitiendo unos rugidos elocuentes.
Marta siguió con su tarea (yo bien sabía de su destreza artesanal para realizarla) hasta que los rugidos de Guillermo se hicieron más continuos y más fuertes.
Un grito de él y una más afanosa chupada de ella indicaron el momento de la eyaculación.
Marta continuó mamando hasta que agotó todo el semen y sólo entonces soltó su golosina, con la lentitud de quien abandona algo que quisiera conservar.
Entonces, se irguió en la cama, me miró nuevamente y me dijo con firmeza: – Si quieres ver, tienes que ser parte. Ven, bésame.
Me acerqué de su lado de la cama y pegué mi boca a la suya.
Recorrí con mi lengua su interior, sintiendo en la suya el acre sabor del semen y de los jugos vaginales que habían empapado a aquella pija antes de que ella la limpiara con su mamada.
Cuando consideró que ya había degustado lo suficiente los sabores del sexo en su boca, cortó el beso y volvió a ordenarme: – Ahora , chupame la concha cogida por otro.
Otra vez obedecí sin saber bien por qué me sometía a ese trato. Me arrodillé al lado de la cama, hundí la cabeza entre sus piernas y le propiné una memorable lamida. Me sentía como un trapo de piso, pero la situación me excitaba terriblemente.
Sin mover sus piernas, para que yo siguiera chupando, llevó el torso hacia el cuerpo de Guillermo y comenzó a besarlo en la boca, en el cuello, detrás de las orejas y en el pecho peludo.
Desde mi posición los oía hablarse apasionadamente. Él la llamaba su hembra, su puta, el estuche de su pija. Ella lo llamaba su hombre, su macho, su fuente de leche caliente. El le devolvía los besos, cada vez con más violencia.
Finalmente, la mano de Guillermo me apartó del ardiente sexo de mi novia, volvió a treparse sobre ella, que retribuyó rodeando la cintura de él con sus piernas y la pija (que a mí ya me parecía gigantesca, agrandada por la posición superior en que se encontraba respecto de mí) se hundió otra vez en aquella cueva que yo había considerado sólo mía.
Me senté en el suelo a mirar cómo cogían.
Y debo reconocer que fue todo un espectáculo. Con sonido incluido, ya que los gritos, jadeos y gemidos no hubieran permitido a un ciego dudar sobre lo que allí estaba ocurriendo.
Por fin acabaron al unísono, con gran estruendo. Y nuevamente me tocó la tarea de limpiar la hermosa concha de todo vestigio de la cogida, mientras la boca de Marta hacía lo mismo con la pija de su amante.
Guillermo me tocó festivamente la frente, diciéndome cornudo en todas las variantes que se le ocurrieron. Cuando Marta terminó su higiénica labor, me apartó de la mía y me dijo con mucha seriedad:
– De ahora en adelante, ya lo sabes. Yo voy a seguir cogiendo con Guillermo. Él es el dueño de mi concha, de mi boca y de mi culo. Tú puedes ser mi novio y coger conmigo cuando Guillermo no esté.
Y también vas a poder vernos cuando cogemos, con la condición de que hagas lo que te digamos. Ah, y que nos traigas cerveza de la heladera.
Los dos se rieron a carcajadas cuando él agregó: – En invierno puede ser café.
Echando una mirada al notorio bulto en mi pantalón, Marta me autorizó a masturbarme sobre las sábanas paternas, que de todos modos debían ser cambiadas después de semejante sesión de sexo de ellos dos.
Antes de volver al trabajo, tuve que ir a la cocina a buscar aceite (ante la mirada burlona de la sirvienta), untar el culo de Marta y presenciar cómo Guillermo se la metía en tan preciado agujerito.
Cuando salía, Marta me dio un ligero beso de despedida y me dijo:
– Así me gusta, que me ayudes a disfrutar.
Eres un buen cornudo y te quiero más por eso.
No te preocupes, Guillermo no me va a durar mucho, pero ya habrá otros que sembrarán en mi jardín para que siempre tengas tus cuernos bien crecidos.