Capítulo 5
- Días de sueños
- Recuerdos de un verano
- La futbolista dorada
- Una primera noche estrellada
- Tres son multitud
Un leve rumor hacía vibrar el sofá. Abrí los ojos a la inquieta penumbra que se filtraba desde las persianas a medio cerrar y los volví a cerrar. La cabeza me estallaba y no tenía ganas de ponerme en pie, pero ese insistente y molesto zumbido no cesaba.
Rebusqué de mala gana entre los cojines hasta que di con el teléfono móvil, que se debatía como un animal atrapado entre el respaldo y el asiento del sofá de tela verde desgastada. En la pantalla se iluminaba un nombre con su descripción: “Carolina móvil”.
Lancé un cojín sobre el teléfono y este se detuvo como por arte de magia. No tenía la menor gana de saber que quería mi amiga. Mi único deseo era quitarme el apabullante dolor de cabeza que me tenía impedida desde que me había despertado, jurando no volver a beber.
Volví a cerrar los ojos y las imágenes distorsionadas de la noche anterior se sucedieron en mi cabeza a gran velocidad, envueltas en una neblina pegajosa. Las luces de una discoteca titubeando entre cuerpos moviéndose al son de la música, un vaso con un líquido oscuro y un fuerte sabor a ron, los largos brazos de Martín rodeando mi cintura, sus ojos brillantes y una sonrisa resplandeciente, más de ese líquido negro, el insistente brillo de unos faros de coche bajo un cielo raso y metálico, el tacto suave de una sábana turquesa y la dureza del sexo de Martín, su paladar salobre y un placer ensimismado y ausente, la presión de sus músculos aferrados a mi cintura, el goce mayúsculo de un orgasmo, el calor de su simiente y la bruma aturdiendo mis sentidos.
Caí en un sopor irregular y consciente, con la boca tan seca como la de un beduino lejos de un oasis. La cabeza embotada por el vaho derivado de mis torpes pensamientos.
Apenas me quedaban un par de meses para terminar el curso y, con ello, la universidad. Los exámenes finales se me echaban encima y me dije que aquella iba a ser la última vez que me dejaba convencer por Martín para salir hasta la madrugada, pero sabía que mi novio no se daría por vencido y conseguiría su propósito más pronto que tarde.
Lo había conocido hacía ya un año, en una fiesta de la facultad de derecho. Martín era un niño mimado, alegre y despreocupado. Tenía la frescura del que no tiene inquietudes, sabedor de que el colchón que le ofrecían sus padres era de buen grosor. Tenía un par de años más que yo, pero no preveía terminar la carrera en los próximos dos años, según sus propias palabras. Me fijé en él por su voz de locutor de radio, sin estridencias, y sus manos anchas y fuertes, que no parecían corresponder con el resto de su cuerpo. Menudo y delgado, apenas era unos centímetros más alto que yo. Llevaba el pelo de punta, algo fosco, y en su rostro destacaba una bonita sonrisa que sacaba a relucir a menudo. A pesar de ello, no era un muchacho demasiado atractivo, pero si muy divertido.
Ese mismo día nos acostamos en el escueto cuarto de su colegio mayor. Fue un sexo jovial y ligero, sin florituras. Cuando me despedí de él creí que pasaría a engrosar una lista, nada desdeñable, de amantes de una noche. Sin embargo, Martín no pensó lo mismo y con una mezcla de carisma y simpatía consiguió que tuviésemos una cita que de nuevo acabó en su cama.
A partir de ahí, nos seguimos buscando con una estudiada indiferencia en las calles y en los bares. Unos meses más tarde admití que teníamos una relación y constaté que, al fin, había olvidado a Lía.
Desde que Lía se había marchado un año antes, dejándome con la maleta en la puerta y la llave de la casa de mis padres como única tabla de salvación, había luchado por recuperar lo que ella se había llevado, conmigo misma como única y confusa adversaria.
Los primeros meses desde su marcha estuvieron teñidos de una gris monotonía que mis padres no contribuían a aliviar. Suspendí todas las asignaturas de ese cuatrimestre, como si de un castigo hacia Lía se tratara, recluida en una atribulada tempestad. Cuando comprendí que yo era la víctima de su desapego y su ambición, me marché de casa y me busqué un trabajo.
Encontré en mis dos nuevas compañeras de piso un flotador de frescura. El trabajo en una tienda de ropa me proporcionó la libertad necesaria para borrar las huellas del despecho. Recuperé las asignaturas perdidas y la amistad de mis amigas del instituto, que sumé a las de la facultad. Busqué en varios amantes pasajeros lo que Lía no era capaz de ofrecerme y recordé en sus brazos lo que había dejado olvidado hacía ya tanto tiempo: el poder de la seducción y la inefable excitación al sentirme deseada.
El día que Martín y yo celebrábamos seis meses de habernos conocido, supe que el sol al fin había eclipsado a Lía, dejándola en la otra cara de las nubes del pasado.
Cuando reuní las fuerzas necesarias para levantarme del sofá, me tomé un brebaje, que había aprendido a preparar de Sara, una de mis compañeras de piso, a base de plátano, pepino, yogur, miel y zumo de limón. Poco después, con dos analgésicos por medio, estaba lista para terminar el domingo estudiando.
Ya era de noche cuando alguien llamó a mi puerta. Era Ainhoa, mi otra compañera de piso. Me traía el teléfono móvil, que había dejado olvidado en el sofá. Le di las gracias y me acordé de Carolina. Revisando el teléfono comprobé que me había llamado varias veces y leí sus mensajes de texto abreviados para que dejase de ignorarla.
Carolina no solía ser tan insistente, así que la llamé sin perder tiempo. Dio demasiadas fútiles vueltas a la conversación y detecté la excitación en su voz, a pesar de su intento por ocultarla, cuando me informó de que se había encontrado con mi primo cerca del portal en el que vivían mis padres. Me quedé sin habla.
Habían pasado casi cuatro años desde la última vez que vi a Dámaso. Nos despedimos a la puerta de un taxi con el corazón encogido y la certeza de que una parte oculta en nuestra vida se desmoronaba hecha pedazos.
Desde aquel día, ya lejano, en el que nos habíamos acostado por primera vez y durante más de dos años, Dámaso y yo habíamos mantenido un secreto e intermitente contacto a la vista de todos. Nos extrañábamos en lo cotidiano y nos reconciliábamos en la intimidad.
Solíamos citarnos en algún sórdido bar alejado del centro de la ciudad, de esos en los que nadie advierte tu presencia porque nadie quiere ser visto. Me acostumbré al olor a naftalina y los sillones de escay después de la tercera cita, pero nunca supe aguantar las ganas de besarle hasta después de la segunda cerveza.
Todas nuestras citas terminaban en una habitación de hotel que Dámaso pagaba y escogía. Nunca era la misma, como tampoco lo era nuestro sexo airado e impúdico. Aprendí a ocultar mi fascinación al mismo tiempo que los prejuicios y me entregué al placer que Dámaso me proporcionaba como única manera de rebanar el ansioso desconsuelo que me producía su ausencia.
Cuando se marchó con una beca de investigación a una prestigiosa universidad de los Estado Unidos, tuve el convencimiento de que no había conocido todo cuanto albergaba Dámaso más allá de la superficie. Me reproché no haber hablado más con él, no haberme interesado por sus inquietudes o anhelos, haberme dejado guiar por la pasión y el instinto en lugar de por el conocimiento. Recordé todas esas noches en las que apenas hablábamos, sentados en la penumbra neblina de los bares, besándonos en cada esquina borrosa y polvorienta, la forma primigenia con la que nos entregábamos a un placer prohibido y lujurioso, sus maneras dominantes, artificiosas, que nunca supe combatir. Me imbuí así del papel que más me hacía gozar, con la certidumbre de que a él le ocurría lo mismo, pero sin habérselo preguntado jamás. La naturaleza de nuestros encuentros no dio pie a otro tipo de relación, más serena o comprensiva. La única comunicación posible era la que ofrecían y codiciaban nuestros cuerpos, la que nacía de la piel y del deseo inagotable de llevar el gozo hasta los límites de la resistencia. Eso era suficiente, o lo fue hasta que se marchó.
Desamparada de la intermitencia de sus brazos, me entregué a la carrera de buscar a otros hombres. Acudía sola a los mismos bares que había frecuentado con él, buscando la sombra de su presencia en otras pieles, sin hallarla jamás. Tardé varios meses en darme cuenta de que Dámaso no regresaría, como tampoco lo harían la paz con la que sus manos, su voz, sus labios, su cuerpo desmadejado, apaciguaban mi perpetua tempestad.
Dejé a un lado los lugares que habíamos transitado juntos y me concentré en los estudios, con el secreto e inaccesible objetivo de marcharme a Estados Unidos al terminar la carrera. Antes, alcancé la serenidad, con la ayuda de varias compañeras de la facultad que pronto se convirtieron en amigas. Con ellas recuperé el aliento de la diversión y mi pulso volvió a latir a la velocidad constante y agitada de mi juventud. El día en que conocí a Lía, ya había dejado atrás una vida que se me antojaba irreal y neblinosa.
Con Lía, atravesé un desierto de lujo y pasión desordenada en una relación desigual, alejada de cualquier atisbo de normalidad y vivida con una íntima y desbordante cautela. Me cansé de esperar sus idas y venidas hasta que no pude más que echarlas de menos el día que se marchó para siempre. Rompió conmigo con la misma pragmática naturalidad con la que me sedujo y de un día para otro me encontré de vuelta al mundo al que pertenecía.
La noticia de boca de Carolina de que Dámaso estaba en la ciudad me llenó de ira y estupor a partes iguales. Que el lugar para dejarse ver fuese el de mi antigua casa, teñía de sombras un camino que creí iluminado desde hacía un tiempo.
Me despedí de mi amiga sin atender a lo que Dámaso le había podido contar y llamé a Martín con un brusco y ardiente deseo naciendo entre las piernas. No vivía lejos y no tardé en tenerlo desnudo sobre mi cama al tiempo que yo cabalgaba sobre él como una amazona de camino a la batalla. Se corrió con excesiva celeridad, sin duda debido a mi frenético galope, y sin ocultar mi frustración, me masturbé con ira sobre su ya flácido sexo hasta desatascar un orgasmo contenido y recio entre alaridos de gozo.
– Te habrás quedado bien a gusto. – Me soltó Ainhoa cuando abandoné mi cuarto a Martín para acudir a por un vaso de agua y me la encontré en la cocina.
– Podría haber sido mejor. – Me sinceré alcanzando un vaso del armario.
– Eso es lo que yo necesito. – Respondió con una mueca de fastidio sin hacer caso a mis palabras.
– Pues con ese de mi habitación no cuentes ya. – Bromeé.
Ainhoa rio la gracia y continuó hablando.
– Vístete anda, que vas a coger frío. ¿O es que pretendes volver a la carga? – En su voz había tanta sorna como sana envidia y algo de tensa turbación.
No contesté más que con una sonrisa y caí en la cuenta de que tan solo me había puesto las bragas. Podía oler el aroma dulce de mi sexo ascender desde mi entrepierna y una línea de sudor empapada el estrecho surco que unía mis firmes y rotundos pechos.
Dejé a Ainhoa en la cocina y regresé con Martín. Seguía tumbado en la cama, desnudo. Observé su cuerpo huesudo y lampiño, casi infantil y sentí un breve acceso de lástima que no me detuve a descifrar. Sonreía con los ojos pardos opacos, mostrando apenas una hilera de dientes perfectos.
Me tumbé junto a su cuerpo claro, bañado por la luz del sol primaveral que entraba por la ventana. Desprendía el calor propio de la juventud. Acaricié su abdomen firme, juvenil y enredé los dedos en la mata de vello rizado sobre la que descansaba su sexo inerte.
– ¿Qué te pasa? – Le pregunté llevando mis dedos hasta su barbilla puntiaguda.
– Sé que no soy suficiente para ti – Me soltó tras un instante de duda.
– No digas eso, no es verdad. – Traté de disimular la sorpresa causada por la revelación, a pesar de que, desde hace algún tiempo, yo misma sospechaba algo parecido.
– Eres tan sexy, podrías tener a quien quisieras – Continuó hablando, apocado.
No contesté. Dámaso me vino a la cabeza y lo aparté de mis pensamientos con fastidio. No creía poder tener a quien quisiera, aunque nunca me hubiese faltado éxito entre los hombres.
– El próximo fin de semana hay una fiesta en mi colegio mayor – Celebré el cambio de tema de Martín, así como el tono resuelto de su voz grave.
– Tengo exámenes, no creo que pueda ir. – Dije con intención de convencerme a mí misma antes que a él.
– Un rato, aunque sea. – Insistió – Lo pasaremos bien. Vendrá mucha gente. Habrá muchos tíos.
– ¿Qué quieres decir con eso? – Esto sí que era toda una sorpresa.
– Nada, solo que habrá mucho tío, es un colegio solo para chicos, ya sabes. – De repente pareció intimidado, como si no quisiera continuar.
– Ya. ¿Y qué quieres? ¿Quieres que me líe con otro? – No sabía si era una broma o eran imaginaciones mías.
– No he dicho eso – Dijo a la defensiva, alzando ligeramente el torso para recostarse contra la pared.
– Pues lo parecía. – Refunfuñé, molesta.
Se produjo un silencio tenso, incómodo y novedoso. Con Martín no había lugar a la calma. En mi interior se empezaba a fraguar la hoguera del enojo.
– Solo es que… – Se detuvo cohibido. Así que sí era eso, quería que me liase con otro tío.
– ¿Qué? – Pregunté incrédula.
– Que conmigo no es suficiente, ya te lo he dicho, igual necesitas algo más. – Martín nunca ha sido de los que se muerden la lengua.
– Eres idiota. – Me senté en la cama de un salto y le apunté con un dedo amenazante – Aunque eso fuese así, debería decidirlo yo. ¿No crees?
– Sí, claro. – Su voz sonaba cauta en exceso, como si quisiera ocultar algo.
– Pero ¿de qué vas? ¿Qué me quieres decir? – Su actitud me empezaba a exasperar.
– Siempre he tenido la sensación de que necesitas a dos como yo para complacerte. – Habló por fin – O eso, o a alguien como Lía. – Era de las pocas personas que conocía mi relación con Lía y confiaba en él lo suficiente como para que siguiese siendo así.
– No digas tonterías. Lía no tenía esto – Le di una toba en el pene y dio un ridículo saltito. No lo tenía, ni falta que le hacía.
– ¡Puf! Pero debía de ser increíble. – Su pupila brilló exaltada durante un breve instante.
– Ya hemos hablado de ella, no te voy a contar nada íntimo. – Nunca me lo había pedido, al menos no de manera insistente, y esa era una de las cosas que me gustaban de él y por lo que le había contado lo de Lía.
– No es eso lo que quiero – Se apresuró a decir y supe que era cierto.
– Entonces ¿Qué es? Dímelo de una vez. – Le apremié con una irritante desesperación.
– Pues eso, que quizá necesites a dos como yo. – Sonaba a broma, pero sabía que lo pensaba de verdad.
– ¿Y qué piensas hacer? ¿Clonarte? Con aguantar las tonterías de uno tengo suficiente – Mi intento de bromear no tuvo mucho éxito.
– Hay otras opciones. – Dijo titubeando, volviendo la vista hacia la ventana abierta por la que se colaba el aroma de los altos cedros de la calle.
– Sorpréndeme. – Me crucé de brazos y fui consciente de nuevo de la desnudez de mis senos.
– Hay muchos chicos en mi colegio que estarían dispuestos a… – Seguía sin mirarme y tuve la tentación de obligarle a hacerlo, pero preferí no forzarle demasiado.
– ¿Te has vuelto loco? – Le corté enojada.
– Bueno, es solo una posibilidad – Dijo levantando las manos a la defensiva.
– ¿Quieres que me acueste con otros? – No sé si llegaba a comprender el alcance de lo que me estaba diciendo. Empezaba a sonar a broma de mal gusto.
– Y conmigo. Con dos sería más fácil, lo pasarías mejor. – Continuó él, envalentonado quizá ante mi falta de rotundidad para negar la posibilidad de que lo que proponía pudiese suceder.
– ¿Piensas que soy insaciable, una especie de ninfómana o algo así? ¿Acaso no me he corrido contigo hace un momento? – Alcé demasiado la voz y me sentí perdida en mi propia y furiosa tempestad.
– Sí, sí, lo has hecho, pero tú sola. Yo me había corrido mucho antes. – Se explicó. Como si aquello lograra explicar algo.
– Eso es porque eres idiota. – Le solté y me arrepentí enseguida de decir eso.
– Lo siento. Olvídalo. – Bajó la voz y desvió la mirada hasta su sexo. No supe si se disculpaba por lo que había dicho o por haberse corrido tan rápido. Sentí lástima por él y respiré hondo, tratando de calmar mi creciente estado de ebullición.
– Seguro que hasta has pensado con quien. – Dije intentando que mi voz sonara divertida, sin saber si quería conocer la respuesta.
– Bueno, alguien que te guste a ti – Solo faltaba que no me gustara.
– ¿Y si me gusta más que tú? – Quise advertirle del peligro de lo que estaba proponiendo y constaté al vocalizarlo que no era una posibilidad tan remota.
– Es un riesgo que puedo asumir. – Su sinceridad no hizo más que irritarme.
– Lo que te digo, eres tonto – Bufé volviendo la vista hacia la ventana. El día era espléndido, un cielo azul y luminoso bañaba toda la amplitud del cristal.
– Sí, es posible que lo sea, pero solo pienso en ti. En satisfacerte. Quiero que disfrutes como te mereces. No es más que eso. – Continuó Martín cargando de firmeza a su voz con sus exiguas razones.
– Qué bonito – dije con sorna. – Y seguro que también piensas que cualquiera que yo escoja va a estar dispuesto a acostarse conmigo ¿no?
– Estaría loco si no quisiera hacerlo – Su sonrisa se ensanchó por primera vez durante la conversación.
– ¡Puf! Estás más loco de lo que imaginaba. – Negué con la cabeza.
– Sabes que es así. – Seguía sonriendo, convencido de sus palabras y le acaricié la mejilla cálida y sonrosada.
– Lo dudo. Además, aunque fuese así, ese supuesto chico también tendría que acostarse contigo y eso le quitaría las ganas porque eres un cabeza hueca. – Aquella sonrisa plena y radiante tenía el poder de apaciguar mis aires enojados.
– Ríete todo lo que quieras, pero sabes que podrías tener a quien quisieras. – Siguió insistiendo, me había acostumbrado a su adulación excesiva y no me cogía por sorpresa, pero en ese momento creí que solo pretendía desviar mi atención.
– Gracias, cariño. Me miras con demasiados buenos ojos. De todas formas, no me creo que no tengas ya a alguien en mente. Te conozco. – Traté de sonar convincente y calmada, ahora estaba intrigada de veras.
De nuevo el silencio se instaló entre nosotros como un muro pegajoso. Martín siempre había mostrado un aspecto caótico, desenfadado, pero en el fondo le gustaba tenerlo todo controlado. Era una herencia de familia.
– Venga, dame nombres. – Insistí ahora con voz firme al tiempo que le golpeaba en el hombro con la mano.
– Quizá Samuel o Gabriel. – Susurró a regañadientes.
– ¿Estás de coña? Son tus amigos y son dos callos. – Aquello empezaba a ser interesante, quizá incluso podía ser divertido, siempre que no fuese real.
– Vale, vale… ¿Y Lorenzo? – Titubeó. Supe que él hablaba más en serio que yo y capté una alarma que se encendía en mi interior.
– Es mono, pero es demasiada poca cosa, como tú. Entre los dos no hacéis uno. – Me burlé con una sonrisa.
Esta vez Martín rio la gracia antes de seguir hablando.
– Quizá Valentín, no me digas que no es guapo.
– Demasiado, además me han hablado mal de él. – Objeté. Y esto sí era en serio, se comentaba en el grupo de amigas que no era bueno en la cama.
– ¿Ah sí? ¿Qué te han dicho? – Se mostró curioso y me deslicé entre los pliegues de la sábana para tumbarme y tapar la desnudez de mi torso.
– Nada que tú debas saber. Cosas de chicas. – Traté de sonar tajante sin conseguirlo.
– ¿La tiene pequeña? – Su voz estaba teñida de perplejidad y estupefacción.
– Que básicos sois – Bufé negando con la cabeza.
– Así que es eso. – Enarcó las cejas como si aquello fuese toda una revelación.
– No es eso. Sigue con los nombres. Que se estaba poniendo interesante. Y ya puestos que tenga una buena herramienta. – Añadí dando una ligera toba a su pene que le hizo encoger.
– Eso no te lo puedo garantizar. – Dijo con una fingida aflicción.
– Vamos, no me digas que no os medís las pollas en cuanto podéis. – Me constaba que era algo habitual entre los chicos de esa edad.
– No – Quiso ser rotundo, pero sabía cuándo mentía.
– No te tenía por un mentiroso. ¿Te avergüenza tu cosita? Las he visto mucho peores. – Y también mucho mejores, omití. Martín no tenía una polla grande, ni bonita. Se inclinaba hacia la derecha como si no pudiese soportar el peso de la erección, tenía una longitud aseada, pero era flaca en exceso y un principio de fimosis le impedía descapullar por completo.
– Cómo se nota que has visto muchas – Detecté un leve tonillo en su voz que preferí pasar por alto.
– Alguna que otra, ya lo sabes. Creí que eso no te importaba – Esa era otra de las cosas que me gustaban de él, su escasez de celos.
– No me importa, solo era curiosidad. – Reculó con sinceridad.
– El tamaño no es importante, solo para vosotros, que sois unos idiotas narcisistas. – Le aleccioné con algo de sorna.
– A algunas mujeres sí les importa. – Dijo obstinado, con algo de amargura en la voz, como si lo supiese por experiencia.
– Sabes que lo de las películas porno no es real ¿verdad? – No quería ahondar en su vida personal si él no me lo contaba.
– No lo sabía – Dijo con sarcasmo.
– Esta cosita es suficiente para mí – Abracé su sexo con los dedos y lo acaricié.
Sentí como reaccionaba y lo miré divertida. En el destello anhelante de sus ojos hallé confirmación para continuar. Masturbé con lentitud la dureza atrapada en mi mano y un cosquilleo se estableció entre mis piernas.
– ¿Quieres follarme? – Le pregunté con voz dulce, olvidado ya cualquier enojo anterior. – Esta vez lo haremos a tu ritmo.
– Sí… Si tú quieres. – Titubeó.
– ¿Cómo quieres que me ponga? – Pretendía que él tomase las riendas y me mostré solícita.
– Quédate así. – Estaba tumbada boca arriba, a su lado. Él permanecía sentado y acarició mis pechos con más delicadeza de lo que me hubiese gustado.
– Que soso eres – Me mofé con una sonrisa queda.
– Bueno, pues ponte como quieras – Capituló demasiado rápido.
– Así está bien, tonto – Y me metí su polla en la boca.
Unos instantes después se tumbó sobre mí y me penetró con suavidad. Jadeé más de lo que la ocasión requería y fingí un orgasmo en cuanto presentí que se iba a correr. Cuando lo hubo hecho, la duda tantas veces aplazada, se planteó clara ante mí ojos por primera vez. Quizá Martin tuviese razón y no era suficiente para mí.
La semana se deslizó entre mis dedos aprovechando cualquier mínimo resquicio para recordar esta conversación y hacer con ella una masa informe que no hizo más que alimentar mis dudas. Quise comentarlo con Carolina, pero sabía que no me sería de gran ayuda. Además, la sombra de Dámaso rondaba su persona y no me sentía preparada para afrontar su presencia de nuevo.
Tal y como preveía, el sábado no supe negarme a acudir a la fiesta con Martín. Había dedicado toda la semana a estudiar y apenas le había visto más que un día para echar un polvo apresurado. No habíamos vuelto a hablar sobre el tema de introducir a alguien más en la pareja y cuando me encontré con él en el vestíbulo de su colegio mayor, deseé que lo hubiese olvidado.
No le faltaba razón y la fiesta estaba llena de chicos. Las mujeres éramos minoría y temí que si me soltaba del brazo de Martín se abalanzaran sobre mí como una jauría hambrienta. Bailamos y bebimos bajo la tenue luz de los focos de una pista de baile improvisada en el salón de actos.
Un par de horas después, un caótico barullo se había adueñado del lugar. Liberada de la máscara de sospechosa, con ayuda de algo de alcohol, me encontré bailando en el medio de un corro formado por Martín y sus amigos. De golpe me vino a la cabeza la conversación del domingo anterior y un súbito acceso de calor me hizo enrojecer. Lo acompañó una repentina ira, proveniente del convencimiento de que Martín había preparado a sus amigos para ese supuesto trío en mi supuesto beneficio. Con la rabia dominando mis impulsos los atraje hacia mi uno a uno. Bailé con ellos frotando mi cuerpo de forma insinuante contra cada uno de sus estupefactos amigos. Fui tan sensual como pude, tanto que en más de uno pude notar una erección plena y ávida. En lo que todos coincidieron fue en una pudorosa cobardía que no me sorprendió en lo más mínimo.
No dejé de observar a Martín ni un solo instante, que observaba la escena con una sonrisa, sin dar muestras de enfado. Su actitud no hizo más que avivar mi irritación y caí en la cuenta con asombro de que los intentos por calentar a sus amigos habían terminado por calentarme a mí. Mis pezones estaban erizados bajo mi camiseta blanca de tirantes y podía notar la creciente humedad de mi entrepierna, que tan bien conocía.
Me acerqué a Martín y le mordisqueé el cuello con intención de provocarle. Pero se me ocurrió algo mejor.
– Ese sí que es guapo – Le dije al oído señalando con la cabeza hacia un grupo de chicos que había cerca de la barra.
– ¿Qué? ¿Quién? – Tardó en reaccionar, como si no supiese a qué me refería.
– Ese que está al lado de la barra, con una camiseta roja. – Era un chico alto, esbelto, de pelo lacio y labios llenos. La mandíbula parecía esculpida en mármol y una sombra oscura cubría sus mejillas, dándole un ligero aspecto desaliñado que redundaba en un desmesurado atractivo.
– Lleva un año más que yo aquí y no tiene pinta de que vaya a ser el último. Es del sur, su familia son terratenientes, agrónomos. Se llama David. – Me explicó Martín como si viera necesario darme todos esos datos que yo no le había pedido. – ¿Por qué lo dices? – Su pregunta solo podía ser fingida.
– Estaba bromeando – No supe si era cierto. David era el tipo de chico con el que no hubiese dudado en acostarme en el pasado.
– ¿Seguro? – Esta vez sí que dejó ver a las claras que sabía a lo que me refería.
Dudé si estaba segura o no. Titubee antes de contestar. Quizá el alcohol hablase por mí. Quizá fuese esa fuerza que siempre había estado presente en mí interior, ese oscuro instinto por entregarme a otros para buscar algo que sabía fuera de mi alcance.
– Tampoco iba a querer – Moví la cabeza como si quisiera espantar algún fantasma del pasado.
– Le conozco, podemos acercarnos a hablar con él. – Sonaba animado en exceso y eso impulsó a mi enojo.
– ¿Hablas en serio? – Una mezcla de estupefacción, ira y lujuria teñía mis palabras. Incapaz de ocultarlo me encaré con él, sin violencia, pero con un tono peligroso en la voz.
– Solo si tú quieres. – ¿Quería? No lo sabía, pero un cosquilleo se adueñó de mi cuerpo y me temblaron las piernas.
– Eres idiota. – Me dejé llevar por la cólera y le apremié fingiendo que le castigaba, cuando en realidad la curiosidad por conocer hasta donde podría llegar con esto me tenía atrapada sin remedio. – ¡Vamos!
Nos presentamos junto a la barra y enseguida me presentó a David y a sus amigos. Martin sacó a relucir su habilidad para atrapar a la gente con su conversación fluida y amena y pronto nos quedamos solos con David.
Movida por una singular e indiscreta avidez de conocimiento, empecé a insinuarme a este chico de modales rudos, pero sugerentes. Teñí mi voz de una suave lascivia mientras posaba mi mano en uno de sus brazos, de músculos firmes y pétreos, le miré con tanta intensidad que creí que podría abrasarle en cualquier momento, le sobé el pecho a la mínima ocasión y le sonreí con tanta sensualidad como fui capaz. Pronto advertí que respondía como suelen hacer todos los hombres y un prudente temor se adueñó de mí. Adquirí la certeza de que podría liarme con él si quisiera y se lo confesé a Martin en un aparte, mientras David bromeaba con uno de sus amigos.
– Me he dado cuenta. – En sus palabras había cierta irritante complacencia – Te dije que podías tener a quien quisieras.
– Idiota. ¿Así que vas en serio? – En mi tono de voz no había duda, su respuesta podía marcar un punto de inflexión en nuestra relación.
– Quiero que disfrutes – Tampoco en su respuesta había titubeos. Sus ojos me observaban con una firmeza que no había advertido el domingo anterior. Conocía esa mirada, sabía que había certeza en ella.
Bullí de una desconcertante rabia. Me di media vuelta y una confusa excitación se instaló entre mis piernas. Supe que iba a follar con ese hombre.
Regresé con David y me lancé definitivamente a por él. Llevada en volandas por ese enojo lascivo que no lograba comprender, me aferré a su cuello mientras le susurraba al oído con dobles intenciones. Advertí como su pupila se dilataba y sus músculos se tensaban. Le tenía en ese punto en el que había tenido a tantos hombres antes de llevármelos al baño de un bar o, más recientemente, a mi casa o a la suya.
Esta vez fue Martín quien se lo llevó al aseo, siguiendo mis indicaciones, y al regresar ya había trazado un plan.
David se había quedado en el baño y Martín me cogió de la mano y me arrastró entre la gente hasta la salida del salón. La música se fue alejando mientras nos adentrábamos en uno de los pasillos del colegio. La luz amarillenta se deslizaba a través de unas paredes blanquecinas con reminiscencias a las de un hospital. No era la primera vez que estaba allí y supe que nos dirigíamos a su habitación. Tenaz, no dije nada hasta que él abrió la boca.
– El vendrá enseguida – Me anunció por la escalera con seriedad. Supe que evitaba pronunciar su nombre a propósito. No había rastro de titubeo en su voz.
– Sigues queriendo hacer esto ¿verdad? – La mía sí se quebró más de lo que me hubiera gustado. Un nudo se aferraba a mi garganta, conectado con mi estómago y al hormigueo incesante de mi entrepierna.
– Sí. – No necesité escuchar más. Ya no había vuelta atrás.
Una mezcla de enojo y excitación me sacudió cuando llegamos a la habitación. Martín dejó la puerta entornada y me besó como tantas veces habíamos hecho entre esas cuatro paredes. En sus labios tibios no había indecisión, tampoco en las manos que recorrían mi cuerpo. Me abracé a él con la secreta intención de serenar el temblor de mis músculos y escuché el sonido de los goznes de la puerta a mi espalda.
Sabía que era David y me di la vuelta. Le encontré allí plantado, su postura transmitía una seguridad que, por alguna razón, me contagió.
– Ven – Le dije. No supe desde dónde me salía la voz. Era muy guapo. Los pantalones vaqueros le sentaban fenomenal y la camiseta se ajustaba a su cuerpo como un anillo a un dedo. Le agarré las manos y se las miré, sus dedos eran fuertes, ásperos y rugosos, no parecían los de un joven que no había cumplido los treinta años.
Se acercó despacio, desprendía calor, su aroma terroso rebosaba en el cuarto y sin mediar palabra le besé. Un beso largo, húmedo, casi violento. Martín había dejado de existir cuando me aferré a su nuca. Sus manos buscaron mis pechos con prontitud. Los amasó con ansia, con algo de desidia. Cuando le llegó el turno a mi trasero, mi entrepierna se desbordó.
Me colgué de su cuello sin dejar de besarle y él apretó mi culo, lo abrió con dedos férreos. Le arranqué la camiseta y sentí que Martín apartaba mi melena desde detrás de mí para besar mi cuello. Me estremecí con la familiaridad de sus labios y un angustiante temor me paralizó durante un leve instante.
Entre los dos se deshicieron de mi camiseta y de mi pantalón con rapidez. Sus ojos lobunos abrasando mi cuerpo a medio desnudar bajo la tenue luz que iluminaba el cuarto. Yo misma me desabroché el sujetador, dejándolo caer al suelo. Mis pechos se derramaron amenazantes sobre las manos de David. Mis pezones eran capaces de arañar las palmas de sus manos, que se afanaban por estrujarlos sin pausa. Tras unos instantes de deleite, un ansia desmedida se apoderó de mí. Le desnudé tirando de su ropa con precipitación, con torpeza. Su torso era más fornido de lo que había imaginado, un breve vello rizado lo tapizaba con gracia. Era suave y enredé una mano en él mientras con la otra palpaba su paquete. Lo encontré como una roca, extenso. Me relamí un instante antes de arrodillarme. Lamí la tela inmaculada de sus calzoncillos con una desesperación insana. Cuando los bajé, una polla curva, gruesa y de buen tamaño se alzó bamboleante ante mis ojos. No me dio tiempo a relamer mis labios y la devoré sin piedad. Era deliciosa. Un aroma intenso, animal y almizclado se coló en mis fosas nasales. La chupé con fruición, sin pensar en ello, tan sólo guiándome por mis más bajos instintos.
Me había olvidado de Martín, pero de pronto su falo apareció junto a la de David. Lo recibí casi con sorpresa. Al lado de la de David se me antojó la de un niño, pero no dudé en llevármela a la boca sin soltar el rígido miembro de mi nuevo amante. Temía que se pudiera escapar, quizá arrepentirse al ver a Martín a su lado, nunca por mi falta de destreza.
Me afané por saborear ambas pollas. Por turnos, siempre dedicando más tiempo a David, tanto por deseo como por practicidad. También por ira, por la rabia aún latente que me provocaba Martín.
Ignoré cuanto tiempo dediqué a la tarea de satisfacer a los dos hombres, pero no se me antojó el suficiente cuando Martín le dijo algo a David que no logré entender. A continuación, me levantaron con suavidad. David palmeó mi trasero con decisión y sonreí antes de besarle. Acaricié su torso y él hizo lo propio con mis senos. Un suspiro se escapó de mi garganta y aprovechó para lamer mis pezones. La contundencia de mis senos nunca escapaba al placer de mis amantes.
– Vamos a la cama. – Susurré vibrante, aferrada a su cabellera lacia y oscura.
Me tumbé boca arriba sobre la colcha azul, neutra, de una de las dos pequeñas camas que ocupaban las dos paredes laterales de la habitación. Martín compartía cuarto con su amigo Lorenzo. Observé el cuerpo atlético de David, sus pectorales firmes, su abdomen delineado, unos muslos poderosos, recordé que durante la fiesta me había comentado que hacía lucha libre. Su sexo se alzaba amenazante entre los dos.
Martín se mantenía en pie, en un segundo plano, observando como el otro hombre se acercaba hasta la cama. Seguía vestido, tan solo se había bajado los pantalones, que le conferían un aspecto ridículo sobre sus rodillas. Se acariciaba el sexo casi con desprecio, pero no me permití sentir lástima por él.
Una vez hubo llegado hasta la cama, David me arrancó las bragas sin miramientos, como un salvaje ansioso por mi sexo. Sin titubeos se lanzó sobre mí y me penetró con furia. No hubo roces, ni sutilezas, era como un animal indómito, montando a su hembra. Jadeé sin control, resoplando con cada una de sus enérgicas embestidas. Su verga se clavaba en mi interior provocando un torrente de placer que hacía temblar mi cuerpo por entero.
Fue apenas un instante, después me abandonó. Traté de retenerle dentro de mí, pero su boca tenía otros planes para mí. Sus labios se hundieron en mi sexo y solté un grito a camino entre el gozo y la sorpresa. Su lengua se reveló experta en la materia y se dedicó a mi clítoris con esmero. Cerré los ojos, extasiada, y cuando los abrí me encontré con la polla de Martín junto a la boca. Me la tragué sin pensar, no había otra opción, no deseaba otra cosa.
El placer que me ofrecía David se multiplicó con el sexo de mi novio en la boca. Por un instante olvidé el rencor, la ira, todos mis esfuerzos se centraban en disfrutar de aquellos dos hombres, en complacer sus deseos.
David pareció advertir mis pensamientos y volvió sobre mí. Esta vez me dio la vuelta, con facilidad, mi cuerpo ligero era una pluma entre sus brazos. Me colocó a cuatro patas y me montó como a una yegua brava. Tan solo el placer de sus embates me impedía disfrutar de la polla de mi novio, que se empeñaba en meterla en mi boca a toda costa. Acogí a los dos hombres con deleite. Cuando decidieron intercambiar la posición, mi coño era un océano de lujuria y de mi boca manaban cataratas de saliva.
Cuando volvieron a permutar el puesto, las piernas me temblaban sin control. El sexo de David me penetraba con saña. Cada una de sus acometidas era un paso más hacia un clímax que se me antojaba iba a ser brutal. David ya no acercaba su polla a mi boca, supe que estaba a un paso de correrse, pero no me importó. La busqué con desesperación, la misma con la que David me empalaba sin descanso. Tirité antes de dejarme caer sobre la cama, la mano hundida entre las piernas, presa de un poderoso orgasmo que me cortó la respiración, que me obligó a jadear con una furia descontrolada, mis gritos se sobrepusieron a la noche, los oídos dejaron de escuchar los jadeos perentorios de David y una luz brillante apareció ante mis ojos antes de que se cerrasen.
Cuando mis sentidos se recobraron lo suficiente, descubrí que David continuaba bombeando sobre mí, sin darse un respiro. Sus manos apoyadas en la cama, a los lados de mi cuerpo. Sus caderas empujaban sobre mi trasero. Martín nos miraba con la boca abierta, como si quisiera decir algo, pero no se atreviese. El placer, como un río de dorado oxígeno, se extendía arrollador por cada una de mis células. Mis jadeos se acomodaron a los de mi amante y recibí, de nuevo, el miembro de mi novio en la boca.
Los dos hombres abusaron de mi cuerpo laxo hasta que logré recomponer cierta dignidad. Con un escorzo de mi espalda, abracé la cabeza de David y le besé, obviando por un momento la polla de Martín. Le sentí tan excitado como fuera de control y me debatí debajo de él en un intento de acelerar su placer.
– ¿Quieres que te folle el culo? – Dijo David de pronto, deteniéndose, interpretando mis devaneos de manera distinta a como yo pretendía.
– Sí – jadeé ante esta inesperada posibilidad, sabedora de que ese era su auténtico y más ferviente deseo desde un principio.
Dámaso me había iniciado en el sexo anal con su habitual paciencia y habilidad. Solíamos practicarlo con cierta frecuencia, pero desde entonces, apenas había tenido experiencias de este tipo. No había resultado ser del agrado de Martín y solo lo habíamos probado en contadas ocasiones en los inicios de la relación, siempre a petición mía. Creí que podría costarme, pero me equivocaba.
Aproveché la pausa de David al erguirse para ponerme de nuevo a cuatro patas. Le ofrecí el culo con toda la lujuria de que fui capaz. Sabía que eso era del gusto de los hombres. Me lo abrí con ambas manos, una en cada nalga. Mi agujero palpitaba. Ambos lo hacían. Sentí la saliva de David cayendo sobre mi oscura gruta. Uno de sus gruesos dedos me penetró con sorprendente facilidad. Sin embargo, su miembro se coló de nuevo entre las paredes de mi vulva chorreante, arrancando un gemido a mi garganta.
– No hay mejor lubricante que este. – Le oí decir. Y le noté una sonrisa en los labios.
Estuve de acuerdo con él. Más aún cuando su polla se coló entre las paredes de mi recto como un cuchillo que hiende la mantequilla. Me asombró la ausencia de dolor, no tanto el placer olvidado al notar como mi agujero se abría. Su verga se acomodó en mi interior y pronto bombeó aupado sobre mis caderas como si de una montura se tratara.
Lo hizo con el mismo ímpetu con que me penetraba antes. Sus jadeos eran guturales, temibles. Sus dedos se aferraban a mis caderas como dos tenazas y obligué a mis dedos a masturbar mi sexo como único medio posible de canalizar el gozo que me producía su potencia.
Martín nos miraba con el rostro congestionado, me sorprendió su tardía desnudez, una sonrisa boba cubría su rostro. Quise saborear su sexo, pero apenas me permitió hacerlo. Me golpeó con él en la cara, lo que no hizo más que enardecer mi deseo. Al mismo tiempo, David hundió su miembro en mi trasero tanto como pudo. Grité. Luché por no caer sobre la cama, pero las rodillas me fallaron de nuevo. Y me encontré aprisionada por el peso rotundo de mi nuevo amante.
Poco después, David se dio por satisfecho y abandonó la tarea, sentándose en la cama. Se quitó el condón y, volteándome con ligereza, me ofreció en la boca su miembro rebosante. Lo chupé con ansia, a pesar del desagradable sabor de la goma que había quedado impregnado en él. Supe que estaba a punto de correrse, por eso había cesado de follarme el culo. Pero yo quería más.
Me incorporé y le obligué a tumbarse en la cama. Era mi turno. Me senté encima sin miramientos, clavándome su poderosa verga entre los muslos. Los jadeos de ambos se enredaron entre el vaho y el sudor de nuestros cuerpos. Mis pechos botaron cuando comencé a cabalgar sobre él. Apoyé las manos en su torso desnudo. Su rostro contraído me indicó que iba por buen camino, pero aún no había acabado. Me detuve, sentada sobre él. Todo su sexo en mi interior. Los quería a los dos.
– Métemela por detrás. – Le supliqué a Martín.
Este pareció no entender mis palabras, pero una vez hubo reaccionado se colocó detrás de mí.
– Qué guarra eres. – La voz de David era de una insoportable y lasciva codicia. Avivó mi deseo. Todo su sexo se mantenía palpitando en mi interior cuando Martín situó su miembro en las puertas de mi ano.
Su miembro penetró ligero en el hueco que David había dejado libre y bien dilatado. Se hundió con tal facilidad en mi interior que diría que se sorprendió. Contuve un gemido y me sentí plena, complacida, emparedada entre dos hombres, a merced del inmenso placer que me proporcionaban sus dos vigorosos sexos rellenando mis agujeros.
Me incliné sobre David como única posibilidad. Este apenas podía moverse, tampoco yo. Fue Martín el que tomó las riendas esta vez. Su sexo se perdía una y otra vez entre mis nalgas. Taladraba mi trasero con cautela, timorato, pero sus embates me provocaban oleada tras oleada de inconmensurable placer, avivado por el roce de mi clítoris contra el pubis de David, que acompañaba como podía el movimiento bamboleante de mis caderas. Era tal la sensación de plenitud, que cuando Martín vertió su semilla en el interior de mi oscura gruta, una descarga eléctrica recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Un brutal orgasmo me sacudió hasta casi perder el sentido. Me volqué sobre el cuerpo de David, que me acogió entre sus brazos. Esta vez sí, agitó sus caderas con toda la furia de la que era capaz hasta alcanzar con rapidez el orgasmo, entre berridos entrecortados, propios de un animal en celo.
No fui plenamente consciente de cuánto tiempo transcurrió desde que el inmenso placer del clímax me abatió sobre mi amante y el momento en el que volví a tener control sobre mis pensamientos y mis músculos. Pasé de un estado etéreo a uno gaseoso, de uno líquido a uno sólido, algo más reconocible, pero aún muy lejos de mi estado natural.
Martín fue quien primero que me abandonó. Sus flujos resbalaron desde mi agujero hasta la colcha arrugada. Cuando conseguí separarme de David, su sexo había comenzado a perder vigor. Relucía empapado por la catarata contenida en mi vagina y me asaltó un pudor familiar, angustioso.
Me aparté de los dos hombres y busqué mi ropa entre el amasijo de prendas tiradas por el suelo. No encontré las bragas y me vestí a toda prisa sin ponérmelas. Martín resoplaba sentado en la cama, apoyado contra la pared. David permanecía sentado en el borde del colchón, con los pies en el suelo y la respiración agitada.
– ¿Todo bien? – Preguntó con afectada alarma ante mis prisas por vestirme.
– Sí, sí – Mi voz apenas se escuchaba. – Es solo que tengo que irme.
– ¿Estás bien, Ra? – La voz de Martín me sacó de mis pensamientos. Una ira sorda se sobrepuso al remanente de placer que quedaba entre mis piernas.
– Sí – Mentí, confundida. Escueta. Sin ánimo de dar explicaciones, ni siquiera a mí misma. – Es tarde, no es más que eso.
– Espera, que te acompaño a casa. – Se ofreció Martín. David había comenzado a vestirse. El atractivo de su cuerpo me sacudió como si fuese la primera vez que le veía. Me reprendí en silencio.
– No es necesario. – Me negué, prefería ir sola. – Está aquí al lado.
Martín insistió, pero no le di opción. Me despedí sin mirar a David y desaparecí de su vista con un inusitado alivio.
Estaba exhausta, el sudor empapaba mi cabello y mi espalda. El aroma del sexo me acompañaba escaleras abajo, me embriagaba sin piedad y me obligué a arrinconarlo en un rincón de mi cerebro. Hubiese corrido si las piernas no me hubiesen temblado. Me crucé con algunos chicos a la salida del edificio y sentí que me observaban. Ignoré sus miradas y sus risas y caminé con prisa hasta la avenida principal. No solía coger taxis, pero esa noche paré uno y en apenas unos minutos llegué a casa.
Ainhoa estaba despierta, lo supe por luz que se filtraba bajo la puerta de su habitación. Llamé con los nudillos y me invitó a entrar. Tenía cara de sueño, pero acababa de llegar de fiesta. Quise contarle lo que había ocurrido, pero no supe ni como empezar. En lugar de eso, le dije que había terminado con Martín. No le di razones, ninguna explicación, ella tampoco me las pidió. Tan solo me dejó derramar un torrente de lágrimas en su hombro. Me obligó a dormir a su lado y agradecí la cercanía de su cuerpo enjuto, aterciopelado.
– Hueles a sexo. – Me dijo antes de que cerrase los ojos. Creí que se relamía. La sentí salir al cuarto de baño y me dormí arrullada por sus suspiros quedos, apresurados, ahondando la quietud de la noche. – Sabes que puedes contarme lo que quieras.
Lo sabía, pero no lo haría nunca, no del todo. Supe que a la mañana siguiente llamaría a Carolina. Que acudiría a ella, no para contarle lo ocurrido, sino para saber de Dámaso. Eso era lo único que sabía.