Capítulo 1

Soy Tito, 40 años, físico normal, nada del otro mundo, casado con Lorena, una morocha de 40 que está muy bien para la edad que tiene. Los que no la conocen le dan menos. Mide 1,65, flaquita pero con unas curvas que te hacen babear: tetas operadas, armónicas y sutiles, el cirujano hizo muy buen trabajo, una cola redonda y dura, trabajada en el gimnasio con horas de sentadillas que la deja perfecta para agarrarla fuerte.

Tenemos dos pibes chicos, y la rutina nos estaba matando: las mismas poses de siempre, cuando se puede, sin chispa. Por eso, aprovechando el feriado del 8 de diciembre, dejamos a los chicos con los abuelos el viernes al mediodía y nos fuimos a Pinamar para intentar reconectar.

El viaje en auto fue largo, pero se puso picante desde el arranque. Entre charlas y risas, salió el tema de un trío, algo que ya habíamos hablado en otras oportunidades y nos había dejado a los dos con mucha calentura.

La idea de compartir a Lorena con otro tipo, de que otro se la coja, me pone la pija como un fierro. Imaginarla enredada con alguien más, sus labios rozando otra piel desconocida, sus manos explorando rincones prohibidos que no son míos, es de las cosas más excitantes que podría haber.

Tal vez conmigo presente, mirando desde un rincón sin hacer nada, solo mirar y tocarme, el aliento contenido mientras ella se entrega a ese ritmo ajeno, un susurro que no es para mí.

Sino esperándola en casa hasta que volviera con el pelo revuelto y los ojos brillando después de haber garchado con otro, cargando secretos que solo ella conoce, un leve temblor en sus labios que delata lo que acaba de pasar.

Podría ser esa espera la que me mata de excitación, el silencio cargado antes de que ella se acerque, con esa sonrisa pícara que promete revelarlo todo, un roce de su mano que enciende todo de nuevo.

Si me apurás para elegir entre las dos opciones, esta última sería lo que más me enciende.

Que ella me contara todo después, con voz baja y pausada, como un susurro que se enreda en la noche, describiendo cada roce fugaz, cada susurro ahogado en su oído, cada gemido que le habrían arrancado de lo más hondo mientras yo me revuelvo en la cama haciéndome una tremenda paja, muriéndome de celos que queman como fuego lento y un morbo que me ata las manos, impidiéndome parar de imaginarlo una y otra vez.

Es una sensación que no se explica con palabras, que te quema por dentro y al mismo tiempo te hace anhelar más, una mezcla retorcida de querer irrumpir y matarlo por atreverse a tocarla, y al mismo tiempo desear que lo haga de nuevo, solo para perderme en el relato de cómo ella se habría perdido en él, en ese placer que yo no controlo pero que, de algún modo, termina siendo mío también.

Ella lo pescó al toque, sabía que eso me enciende a mil. Empezó a jugar, rozándome el muslo con la mano, subiendo despacio hasta mi entrepierna.

Lore: ¿Posta te calienta tanto verme con otro? ¿Sentir que me besan, que me tocan, me chupan las tetas y la concha? —preguntó, con la voz ronca, mordiéndose el labio inferior como si ya estuviera mojada.

Yo: Lore, más de lo que imaginás. Verte gozar… me la pone durísima. Quiero que seas mi hotwife, que explores todo lo que te da la gana.

Ella se rió bajito, pero sus ojos brillaban de deseo, y su mano apretó mi verga a través del pantalón, haciendo que casi me salga del camino.

El resto del viaje fue una tortura deliciosa, llena de miradas cómplices y promesas de una noche donde ella sería la estrella y yo el cornudo feliz.

Llegando al hotel (Viernes, atardecer)

Después de un viaje lleno de charlas picantes, llegamos al hotel al caer la tarde. La habitación era amplia, con una cama grande que invitaba al descanso eterno y una vista espectacular al mar.

Lorena dejó su bolso en el sillón y se acercó a la ventana, y se quedó unos minutos sin hacer nada, mirando al mar.

Yo me quedé atrás, observándola en silencio.

Yo: ¿Qué estás pensando, Lore? —pregunté, acercándome despacio, mi voz un poco ronca por la tensión que ya se sentía en el aire.

Ella se giró lentamente, con una sonrisa pícara en los labios que me hizo tragar saliva, sus ojos encontrando los míos con una intensidad que parecía medir hasta dónde estábamos dispuestos a ir.

Lore: Estaba pensando en lo que hablamos en el auto… —Su voz era suave, pero cargada de una intención que flotaba como humo, envolviéndonos—. ¿De verdad te gustaría verme con otro hombre? ¿Sentir que alguien más me roza, me hace temblar, me lleva al borde mientras vos mirás o esperás el relato?

Yo: Más de lo que te imaginás —respondí, acercándome aún más, hasta que nuestros cuerpos casi se rozaban, el calor entre nosotros como un preludio—. Verte disfrutar, verte ser deseada, verte gozar de un modo que yo solo puedo imaginar… eso me excita como nada en el mundo, un morbo que me quema y me ata al mismo tiempo.

Ella bajó la mirada por un segundo, como si procesara mis palabras en ese silencio cargado, y luego me miró directamente a los ojos, con una vulnerabilidad mezclada con fuego que me dejó sin aliento.

Lore: ¿Y no te daría celos? ¿No te molestaría ver cómo otro hombre me toca, me besa, me hace suya en rincones que podrían ser nuestros? —preguntó, su voz un susurro que rozaba la piel, probando los límites de esa fantasía que acababa de encenderse.

Yo: Celos, tal vez un poco —admití, mi mano subiendo a su mejilla, rozándola con los dedos como si quisiera anclarla a mí—. Pero más que nada, me excitaría. Saber que sos mía, pero que también podrías explorar todo lo que te tienta, que volverías con ese brillo en los ojos solo para mí… eso me volvería loco, un nudo de deseo que no se deshace.

Lorena sonrió, satisfecha, con esa curva en los labios que siempre me desarma, y se acercó más, sus manos encontrando las mías en un gesto que era tanto ternura como promesa. Nos quedamos mirándonos por un momento, midiendo el peso de nuestras palabras, el aire entre nosotros espeso con lo que podría venir, como si el mar afuera susurrara secretos que solo nosotros entendíamos.

Lore: ¿Y si probamos? —preguntó, con una voz que era casi un susurro, cargada de nervios y excitación contenida—. ¿Qué tal si esta noche hacemos algo al respecto, si dejamos que la fantasía se acerque un poco más?

Yo: ¿Qué tenés en mente? —pregunté, sintiendo cómo el calor se extendía por mi cuerpo, la pija ya respondiendo al tono de su voz.

Lore: Podríamos salir, buscar a alguien que nos guste… y ver qué pasa —Sus ojos brillaban con una mezcla de excitación y nerviosismo que la hacía aún más irresistible—. Vos estarías ahí, observando o esperando el relato, y yo… yo me dejaría llevar, explorando ese borde que tanto te tienta.

Yo: Me encanta la idea —dije, acariciando su mejilla con el pulgar, sintiendo el pulso acelerado bajo su piel—. Pero tiene que ser algo que vos quieras de verdad, Lore. No quiero que hagas nada que no te haga sentir cómoda, que no te deje con ese fuego que compartimos.

Lore: Lo quiero —respondió, con una firmeza que me sorprendió y me encendió al mismo tiempo, su mirada fija en la mía como un juramento—. Lo he estado pensando todo el viaje. Quiero sentirme deseada, quiero que vos me veas disfrutar… o que esperes ansioso por el cuento, y quiero que después, cuando estemos solos, me hagas tuya de nuevo, reclamándome con todo lo que guardaste.

Sus palabras me electrizaron, un rayo que recorrió la espina dorsal y se acumuló abajo. La besé apasionadamente, mis labios encontrando los suyos con una urgencia que no podía contener, y ella respondió con la misma intensidad, su lengua enredándose con la mía en un baile que prometía más. Nuestros cuerpos se fundieron en un abrazo que parecía no tener fin, sus tetas presionando contra mi pecho, mis manos bajando a su culo para apretarlo como si quisiera marcarla, y por un momento, todo lo demás desapareció —el mar, el hotel, el mundo entero se reducía a ese roce que quemaba.

No sé por qué, pero no quise avanzar más. Esas palabras me habían puesto a mil por hora, la pija dura como piedra y el corazón latiendo desbocado, pero algo me indicaba que el fin de semana sería revelador si lo dejaba cocinar a fuego lento. Quería que esa tensión se acumulara, que estallara cuando menos lo esperáramos, como una ola que arrastra todo.

Después de acomodarnos en la habitación, nos dimos cuenta de lo cansados que estábamos. El viaje, aunque emocionante, nos había dejado agotados, con esa fatiga dulce que viene de charlas profundas y promesas cargadas.

Decidimos cenar algo rápido en el restaurante del hotel, algo ligero pero reconfortante —una ensalada, un par de copas de vino que nos dejaron relajados pero con esa electricidad sutil flotando entre nosotros—, mientras charlábamos sobre el día y las expectativas para el fin de semana.

Lorena bostezó un par de veces, y yo no pude evitar sonreír al verla tan relajada, con esa mezcla de cansancio y satisfacción en su rostro, como si ya estuviera saboreando lo que vendría.

Finalmente, nos fuimos a dormir temprano, abrazados en la cama grande, con las sábanas frescas envolviéndonos y el sonido del mar de fondo como un arrullo que ocultaba la tormenta que se avecinaba. Aunque estábamos agotados, había una energía entre nosotros, una tensión sutil que prometía que el día siguiente sería mucho más intenso, un preludio a lo que las fantasías del viaje habían encendido.

El sueño de Lore (Sábado, mañana)

A la mañana siguiente, me desperté antes que ella. La observé dormir, su rostro relajado y hermoso bajo la luz suave que se colaba por las cortinas, el pelo desparramado en la almohada como un secreto que invita a desvelarlo. Poco después, abrió los ojos y me miró con una sonrisa cómplice que ya llevaba un brillo de algo más, como si la noche hubiera plantado semillas que empezaban a brotar.

Lore: Tito, tengo que contarte algo —dijo, todavía medio dormida pero con una chispa de emoción en la voz, sentándose en la cama y arropándose con las sábanas que resbalaban lo justo para dejar ver un atisbo de piel.

Yo: ¿Qué pasó, amor? —pregunté, intrigado, sintiendo cómo el pulso se aceleraba sin razón aparente.

Lore: Tuve un sueño… un sueño muy caliente —Se sentó un poco más, la sábana ajustándose a sus curvas como una promesa, y comenzó a contarme con esa voz que se volvía ronca al recordar—. En el sueño, estábamos en una casa enorme, con varias habitaciones llenas de sombras y espejos que reflejaban todo dos veces, y había hombres por todas partes, figuras que se movían como sombras tentadoras, con miradas que prometían lo que no se dice. Yo estaba vestida con lencería negra, muy provocativa, algo que apenas rozaba la piel y dejaba poco a la imaginación, y vos me observabas desde un rincón, excitado pero sin intervenir, solo con esa intensidad en los ojos que me hace temblar.

Yo: ¿Y qué pasaba en el sueño? —pregunté, completamente intrigado, el cuerpo ya respondiendo al tono de su relato, como si pudiera oler el aire cargado de esa fantasía.

Lore: Los hombres se acercaban a mí, uno por uno, y yo los seducía con un roce, un susurro, permitiéndoles que me tocaran con manos que exploraban como si conocieran cada secreto de mi piel, que me besaran en lugares que enviaban escalofríos, que me hicieran suya en rincones donde el eco de los gemidos se perdía en la noche. Estabas allí, mirando, disfrutando cada segundo desde tu sombra, el aliento contenido mientras el calor se acumulaba en el aire. En un momento, uno de ellos me llevó a una habitación, y nos seguiste en silencio. Me desnudó lentamente, con dedos que rozaban como promesas, y vos te sentaste en una silla, observando cómo me hacía suya, cómo mi cuerpo se arqueaba en respuesta, cómo el sudor perlaba la piel en esa danza prohibida. Era tan real, Tito… podía sentir sus manos en mi piel, su respiración caliente en mi cuello, el peso de su deseo mezclándose con el mío.

Yo: ¿Y cómo terminaba el sueño? —pregunté, la voz ronca ahora, el morbo enredándose en el estómago como un nudo que aprieta y suelta.

Lore: Terminaba conmigo en la cama, rodeada de varios hombres, sus cuerpos enredados en un torbellino de roces y susurros, y vos en un rincón, tocándote con esa urgencia contenida mientras me veías disfrutar, perdido en el placer que no controlás pero que te consume. Fue tan intenso que me desperté mojada y con ganas de más, con el cuerpo palpitando como si todo eso pudiera ser real en cualquier momento.

Lorena se acercó a mí, su mirada una mezcla de deseo y complicidad que me envolvió, sus manos comenzando a recorrer mi cuerpo con un roce que era tanto invitación como reclamo. Mi mano se deslizó bajo las sábanas, buscando su piel, y cuando toqué su concha, la encontré empapada, resbaladiza de deseo, mojada y excitada como si el sueño aún la tuviera atrapada en esa danza de sombras. Ese calor húmedo bajo mis dedos fue como un relámpago, confirmando que la fantasía la había encendido tanto como a mí. No pude resistir más y bajé por su cuerpo, mis labios rozando su piel caliente, hasta llegar a su concha, donde la lamí con hambre, saboreando cada gota de su excitación, su sabor dulce y salado llenándome la boca mientras ella gemía suave, sus manos enredándose en mi pelo, empujándome más profundo. La besé apasionadamente allí abajo, mi lengua explorando cada rincón, chupándola con una urgencia que hacía temblar sus muslos, mientras el sonido de sus gemidos llenaba la habitación, un eco del sueño que aún resonaba.

Ella respondió con un gemido más fuerte, arqueando la espalda, y susurró contra mi oído cuando volví a subir, su aliento caliente rozando la piel:

Lore: ¿Te gustaría que eso pasara de verdad, Tito? ¿Que yo fuera tu hotwife y vos mi cornudo, esperando el relato o mirándolo todo desde las sombras?

Yo: Más de lo que podés imaginar, Lore. Verte disfrutar, verte ser deseada… eso me excita como nada en el mundo, un fuego que quema y no se apaga.

Esa mañana, garchamos con una intensidad que no habíamos sentido antes, como si el sueño hubiera abierto una puerta que no se cierra. La tiré sobre la cama, arrancándole las sábanas, y la penetré con fuerza, mi pija dura como piedra deslizándose en su concha empapada, cada embestida un reclamo urgente que hacía que sus tetas se sacudieran y sus gemidos se volvieran gritos cortos, casi desesperados. Ella clavó las uñas en mi espalda, sus piernas envolviéndome para pedirme más, y yo la cogí sin parar, el sonido de nuestros cuerpos chocando mezclado con el crujir de la cama, un ritmo salvaje que parecía querer romper el mundo. Cada vez que ella gemía, me imaginaba esa escena del sueño, a ella rodeada de hombres, y eso me hacía empujar más fuerte, como si quisiera reclamarla y al mismo tiempo dejarla libre para esa fantasía. Terminamos jadeando, sudorosos, ella temblando bajo mi cuerpo, su concha aún apretándome mientras el orgasmo la dejaba sin aliento, y yo descargando dentro de ella con un gruñido que era puro instinto. Sabía que estábamos al borde de algo nuevo, algo que cambiaría nuestra relación para siempre, un paso hacia ese morbo que nos llamaba desde el viaje.

En la playa (Sábado, mediodía)

Nos duchamos y bajamos a desayunar. Algo ligero en el hotel —café fuerte, medialunas que se deshacían en la boca, un jugo que no hacía nada para apagar la sed que el sueño de anoche había dejado— y nos fuimos a la playa.

El día estaba espectacular: un sol radiante que quemaba la piel como en pleno enero, sin viento y sin nubes, el cielo un manto azul que hacía que el mar brillara como un espejo roto. Había mucha gente, casi no había espacio para las reposeras, un mar de cuerpos bronceados que se movían al ritmo de las olas. Ubicamos un lugar cerca del agua y colocamos las reposeras y la sombrilla que nos dieron en el hotel, extendiendo las toallas con ese gesto que marca territorio en medio del caos.

Al lado nuestro había varias familias con pibes gritando y chapoteando, un grupo de chicas riendo con birras en la mano, y, justo al lado de nuestra sombrilla, tres muchachos de unos treinta y tantos años. Todos estaban en forma, con músculos definidos que el sol hacía relucir como aceite, parecían deportistas —no eran los típicos tipos que se matan en el gimnasio con pesas y cardio, más bien atléticos, tonificados, con ese aire natural de quienes corren por la playa o surfean al amanecer. Sus miradas no tardaron en posarse en Lorena, un escaneo lento que empezaba en sus piernas y subía hasta su cara, como si ya estuvieran imaginando lo que podría pasar si el destino los cruzara.

Lorena se sacó la remera y el short para ponerse a tomar sol, y cuando la vi, casi me muero. No la reconocí al principio: se había comprado un bikini nuevo, una tanguita colaless negra que se le enterraba en el orto, resaltando cada curva de su cuerpo como si estuviera hecho para tentar. El tejido fino contrastaba con su piel dorada por el sol, las tiras delgadas que sostenían todo pareciendo a punto de ceder con un movimiento. Le quedaba divina, y le dije que así iba a infartar a alguien, mi voz un poco ronca al imaginar las miradas que atraería.

Se tumbó boca abajo a tomar sol, con el culo en pompa que el bikini apenas contenía, y los muchachos de al lado no le quitaban los ojos de encima, susurrando entre ellos con sonrisas que decían todo sin palabras. Le comenté eso, inclinándome para que solo ella oyera, y ella me dijo que ya se había dado cuenta y que estaba haciéndose la distraída, pero sus ojos brillaban detrás de los lentes de sol. Los miraba de reojo, escuchando cómo comentaban entre ellos lo buena que estaba la «viejita», palabras que flotaban en el aire caliente y la ponían más viva, su respiración haciéndose más profunda, la piel erizándose bajo el sol como si cada mirada fuera un roce invisible.

Me acerqué a ella, mi mano rozando su espalda baja, y le pregunté en voz baja:

Yo: ¿Te gusta alguno?

Lore: No, ¿por? —respondió, pero su voz tenía ese tono juguetón que delataba el juego.

Yo: Si tuvieras que elegir.

Lore: No sé, son más jóvenes que yo.

Yo: Dale, como si no te gustara el colágeno fresco.

Lore: El morocho de malla azul —me dijo, con una sonrisa que se curvaba como una invitación.

Yo: ¿Te gustaría garchártelo?

Lore: No sé, capaz que sí.

Yo: ¿Te calienta la idea?

Lore: Sí, me estoy mojando toda.

Yo: Dale, pedile el número.

Lore: No, aquí no da.

Así estuvimos un rato de charla picante, las palabras bajitas entre el ruido de las olas y las risas ajenas, cada frase acumulando tensión como arena caliente bajo la piel. Hasta que ella me dijo, con la voz un poco temblorosa:

Lore: Hijo de puta, me hiciste calentar mal.

Los chicos se fueron poco después, recogiendo sus cosas con una última mirada a Lorena que dejó el aire cargado de lo que podría haber sido, y ella no pudo pedir el número, un detalle que flotó como una frustración dulce, un «quizás mañana» que alimentaba el juego.

Estuvimos todo el día en la playa, nos tomamos unas cuantas cervezas que enfriaban la garganta pero no el fuego que crecía, pero ya se estaba haciendo tarde, el sol bajando lento y tiñendo el cielo de naranja. Le dije:

Yo: Vamos, nos damos un baño y nos vamos al centro a picar algo.

Lore: Dale, pero en el hotel me cogés, me dejaste muy caliente.

Yo: Te dije que no, que lo dejábamos para la noche.

En la habitación (Sábado, atardecer)

Volvimos al hotel con el calor de la playa todavía pegado a la piel, la sal y la arena. Lorena se metió directo a la ducha, dejando la puerta entreabierta, como una invitación que no necesitaba palabras. El sonido del agua corriendo era un murmullo que se mezclaba con el eco de sus gemidos de la mañana, y no pude evitar asomarme. La vi bajo el chorro, el agua resbalando por sus tetas, siguiendo las curvas de su cintura hasta perderse entre sus piernas, su piel brillando como si el sol de la playa se hubiera quedado atrapado en ella.

Lore: ¿Qué mirás, Tito? —preguntó, con esa voz juguetona que sabía cómo desarmarme, mientras se enjabonaba el cuerpo lentamente, sus manos deslizándose por su concha con una provocación que era casi un desafío.

Yo: A vos, cómo no voy a mirar —respondí, apoyado en el marco de la puerta, la pija ya dura bajo el short, pero decidido a no ceder, a dejar que el fuego siguiera creciendo.

Ella salió de la ducha, sin secarse del todo, el agua goteando por su piel como una promesa líquida. Se acercó a mí, desnuda, sus tetas a centímetros de mi pecho, el olor a jabón y deseo llenando el aire. Intentó rozarme, sus manos buscando mi cintura, pero me aparté con una sonrisa, manteniendo la distancia.

Lore: ¿Qué hacés, boludo? No me dejes así —dijo.

Yo: Te quiero caliente para esta noche, Lore. Vas a ver cómo vale la pena —respondí, mi voz baja, cargada de la misma tensión que ella intentaba romper.

Se puso un vestido corto negro que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel, sin corpiño, los pezones marcados bajo la tela fina, y una tanga mínima que apenas se adivinaba. Luego, como si no fuera suficiente, empezó a moverse por la habitación, un baile lento, casi inconsciente, sus caderas ondulando al ritmo de una música que solo existía en nuestras cabezas. Cada movimiento era una provocación, un recordatorio de lo que me estaba perdiendo por mi propia decisión, y yo sentía la pija a punto de estallar, pero me mantuve firme, sabiendo que la espera haría que la noche fuera inolvidable.

Lore: Sos un hijo de puta, Tito. Me tenés empapada y no hacés nada —dijo, acercándose otra vez, sus manos rozando mi pecho antes de que diera un paso atrás.

Yo: Paciencia, amor. Esta noche vamos a romperla —le prometí, mi voz un susurro que apenas contenía el morbo que me quemaba por dentro.

Nos terminamos de arreglar, ella con ese vestido que gritaba peligro, yo con una camisa y un jean que intentaban disimular lo que ya no podía ocultar. Bajamos al centro de Pinamar, el aire fresco del atardecer rozando la piel, la ciudad empezando a encenderse con luces y promesas. La tensión entre nosotros era una cuerda a punto de romperse, cada mirada, cada roce accidental, un recordatorio de lo que estaba por venir.

En el pub (Sábado, noche)

Después de picar algo en el centro —una pizza rápida y un par de tragos que calentaron la garganta pero no tanto como la mirada de Lorena—, decidimos meternos en un pub tranquilo, con buena música de nuestra época, los 90 y 2000, sonando de fondo: un remix de Oasis que traía recuerdos y un toque de nostalgia que hacía el ambiente más íntimo. El lugar estaba tranquilo, luces tenues que dibujaban sombras suaves en las paredes, el aroma a madera y cerveza flotando en el aire. Nos sentamos en una mesa para dos en un rincón alejado, un refugio perfecto para nuestras miradas cómplices y la tensión que no paraba de crecer.

Vino la moza y pedimos un par de tragos: un gin tonic para ella, con ese toque cítrico que le encanta, y una birra fría para mí. Nos quedamos charlando, las palabras cargadas de dobles sentidos, los ojos de Lorena escaneando el lugar como si buscara una chispa que encendiera la fantasía que veníamos tejiendo desde el viernes. Estaba radiante, el vestido negro abrazando cada curva de su cuerpo, los pezones marcados bajo la tela fina como un desafío abierto, la falda subiendo apenas por sus muslos al sentarse, dejando entrever el borde de la tanga mínima que apenas la cubría. Cada movimiento suyo era una provocación inconsciente, o tal vez no tan inconsciente, y yo sentía el calor subiendo por mi cuerpo, la pija apretando contra el jean mientras la miraba.

De repente, lo vio. Un morocho alto, de unos treinta y pico, con una camiseta ajustada que marcaba un físico atlético, el mismo aire de confianza que el tipo de la malla azul en la playa. No podía ser casualidad, o tal vez sí, pero la forma en que Lorena se mordió el labio inferior, con un leve temblor de excitación, me dijo que ella también lo había reconocido, o al menos quería creer que era él. Pasó caminando al lado de nuestra mesa, con un grupo de amigos, y se sentaron a dos mesas de distancia. Desde ahí, sus ojos la buscaban disimuladamente, recorriendo el vestido negro que se pegaba a su piel, deteniéndose en los pezones marcados, en las piernas cruzadas que dejaban poco a la imaginación. Lorena se movía inquieta en la silla, nerviosa pero provocadora, ajustándose el pelo con un gesto que hacía que sus tetas se levantaran bajo la tela, consciente de cada mirada que atraía.

Lore: ¿Lo viste? —me susurró, inclinándose hacia mí, su aliento cálido rozándome la oreja mientras sus ojos no se despegaban del tipo.

Yo: Sí, parece el de la playa. ¿Qué vas a hacer? —pregunté, mi voz baja, el morbo apretándome el estómago como un puño.

Lore: No sé, no se me ocurre nada y no me animo a ir a encararlo —respondió, con un toque de incertidumbre que hacía su voz aún más sexy, sus dedos jugando con el borde del vaso de gin tonic.

Yo: Te apuesto que si vas al baño, te sigue —dije, mi voz un susurro cargado de desafío, sabiendo que estaba empujándola al borde de la fantasía.

Lorena no perdió tiempo. Sus ojos brillaron con una mezcla de nervios y deseo, se levantó con una gracia felina, el vestido subiendo un poco más por sus muslos mientras caminaba hacia el baño, sus caderas balanceándose con una provocación que no necesitaba palabras. Tal como había apostado, el morocho no perdió tiempo: a los segundos, dejó su cerveza en la mesa, intercambió una mirada rápida con sus amigos, y la siguió con pasos decididos.

Dentro del baño

El baño era un espacio pequeño pero cómodo, con azulejos blancos que reflejaban la luz suave y un espejo grande que duplicaba cada movimiento. Lorena entró primero, su corazón latiendo tan fuerte que podía sentirlo en la garganta, la adrenalina mezclada con un deseo que le quemaba la piel. Iba a cerrar la puerta, pero el morocho, ahora Diego, apoyó su mano en la puerta y entró con ella, cerrándola tras de sí con un clic que resonó como un disparo en el silencio. Sus ojos se encontraron en el espejo, los de ella brillando con una mezcla de nervios y desafío, los de él oscuros, hambrientos, recorriendo el vestido negro que abrazaba sus curvas.

Diego: No pude dejar de mirarte desde que entraste —dijo, su voz baja, acercándose hasta que el espacio entre ellos era apenas un suspiro, su cuerpo emanando un calor que ella podía sentir a través de la tela fina.

Lore: Lo noté —respondió ella, su voz temblando un poco, pero con esa chispa provocadora que lo invitaba a seguir—. ¿Y qué vas a hacer al respecto?

Sin esperar respuesta, Lorena dio un paso hacia él, sus tetas rozando su pecho, los pezones duros marcándose aún más bajo el vestido. Diego la besó con una intensidad que la hizo tambalear, sus labios aplastándose contra los de ella, su lengua invadiendo su boca con un hambre que la dejó sin aliento. Ella respondió con la misma urgencia, sus manos enredándose en su nuca, el beso un torbellino de deseo que hacía que el baño pareciera más pequeño, el aire más denso. Él la dio vuelta con un movimiento rápido, empujándola suavemente contra el lavabo, sus manos apoyadas en el borde frío, su rostro reflejado en el espejo: una expresión de pura lujuria, la «cara de puta» que ella misma no podía creer, los ojos brillando con un deseo que la consumía.

Diego, con una pierna, abrió las piernas de Lorena, sus muslos temblando bajo el vestido. Sus dedos rozaron su concha por encima de la tanga, encontrándola empapada, el tejido fino casi transparente por el deseo que ya no podía contener. Agarró el vestido, subiéndolo con un movimiento lento pero firme, dejando la tanga mínima a la vista, pegada a su piel como una segunda capa de deseo.

Diego: Estás empapada, ¿no? —susurró, sus dedos rozando la tela de la tanga, apenas tocándola, pero suficiente para hacerla arquear la espalda, sus uñas clavándose en el borde del lavabo.

Lore: Hacé algo con eso, entonces —respondió, su voz un gemido bajo, su cuerpo inclinándose hacia adelante, ofreciéndose en el espejo.

Él apartó la tanga con un dedo, dejando al descubierto su concha reluciente, hinchada de deseo, y la besó con una lentitud que era casi tortura, su lengua deslizándose por los labios externos antes de hundirse en ella, lamiendo con una precisión que la hizo temblar. Lorena gimió, un sonido profundo que resonó en el baño, sus piernas apretándose alrededor de su cabeza. Sus manos exploraron sus tetas, arrancando el vestido hacia abajo para liberarlas, sus dedos pellizcando los pezones con una mezcla de suavidad y rudeza que la hacía jadear más fuerte. Ella se movía contra su boca, buscando más, su cuerpo entero vibrando con cada lamida, cada roce, el orgasmo creciendo como una ola imparable.

Lore: No pares, por favor —susurró, casi suplicando, sus uñas clavándose en los hombros de él mientras el placer la atravesaba, su concha palpitando contra su lengua.

Diego la levantó con facilidad, sentándola en el borde del lavabo, y siguió chupándola, su lengua hundiéndose más profundo, sus dedos deslizándose dentro de ella, dos al principio, luego tres, abriéndola mientras la lamía con una hambre que parecía no tener fin. Lorena se arqueó contra el lavabo, el espejo reflejando su rostro perdido en el éxtasis, sus tetas temblando con cada espasmo, el vestido arrugado alrededor de su cintura como un trofeo de la lujuria. El orgasmo la golpeó como un relámpago, un grito ahogado escapando de su garganta, su cuerpo convulsionando mientras él seguía lamiendo, exprimiendo cada gota de placer hasta dejarla jadeando, temblorosa, al borde del colapso.

Pero Diego no terminó ahí. Se puso de pie, su pija dura marcándose contra el pantalón, y la besó con fuerza, sus labios sabiendo a ella, a su propio deseo. Lorena respondió con la misma intensidad, sus manos bajando hasta desabrocharle el cinturón, rozando la erección que palpitaba bajo la tela. Lo acarició por encima, sintiendo su grosor, su calor, y luego lo liberó, su pija dura y caliente en su mano, palpitando con una urgencia que la hizo jadear. Diego intentó ir más lejos, empujándola contra el lavabo, su pija rozando su concha empapada, buscando entrar.

Diego: Déjame cogerte, por favor —susurró, su voz ronca, sus manos apretando su culo, tratando de alinearse con ella.

Lore: No puedo… tengo que preguntarle a él primero —respondió ella, su voz temblando, el morbo de mi presencia en su cabeza deteniéndola, pero su cuerpo aún vibrando de deseo.

Diego: Dale, no se va a enterar —insistió, su pija rozando más fuerte, la punta deslizándose apenas entre sus labios, haciendo que Lorena jadeara, al borde de ceder.

Pero en lugar de dejarlo, ella se arrodilló frente a él, sus ojos fijos en los de Diego mientras tomaba su pija en la boca, lamiendo la punta con una lentitud que lo hizo gruñir. Su lengua recorrió cada centímetro, saboreando el calor salado, sus labios envolviéndolo con una presión perfecta mientras sus manos acariciaban sus bolas, apretándolas suavemente. Diego gemía, sus manos enredándose en el pelo de ella, guiándola mientras ella lo chupaba con una intensidad que parecía querer devorarlo. Lorena aceleró el ritmo, su boca deslizándose hasta la base, tragándoselo entero, sus gemidos vibrando contra su piel. Cuando él no pudo más, explotó en su boca, un chorro caliente que ella recibió sin dudar, tragándose cada gota con un gemido bajo, sus ojos cerrados como si saboreara el momento.

Lore: Esto no va a quedar así. Quiero sentir tu pija adentro, que me cojas, pero como se debe, no acá, en una cama —dijo, levantándose, su voz aún ronca, mientras se limpiaba los labios con el dorso de la mano.

Diego: Me llamo Diego —respondió, sonriendo, mientras le dictaba el número que ella agendó rápido en su celular, sus manos aún temblando.

Lorena se arregló el vestido, el pelo revuelto, los labios hinchados, y salió del baño con un brillo en los ojos que era imposible de disimular. Volvió a la mesa, sentándose a mi lado con una calma fingida, pero su respiración entrecortada y el leve temblor en sus manos la delataban. Se inclinó hacia mí y me dio un beso en la boca, profundo, con un sabor salado y cálido que no dejaba dudas de lo que había pasado, el gusto a pija de Diego impregnado en sus labios.

Yo: ¿Qué pasó ahí adentro, Lore? —pregunté, mi voz baja, el morbo y los celos peleando en mi pecho mientras mi pija latía bajo el jean.

Lore: Después te cuento, Tito… te adelanto que no cogimos, pero te juro que te va a encantar —susurró, su mano rozando mi muslo, su sonrisa prometiendo un relato que me haría perder la cabeza—. Pagá la cuenta, que en el camino te cuento. Tengo su número. Se llama Diego.

Continuará…