Capítulo 3

En cierta ocasión, mi madre me invitó a tomar una copa en un bar en la ciudad de Medellín. La verdad es que no soy muy bueno con el alcohol: con muy pocos tragos me pongo ebrio.

Ese día, mi madre eligió un short de mezclilla corto y entallado. La prenda se ajustaba a sus nalgas, marcándolas con claridad, como si se hundiera ligeramente entre ellas. Arriba, llevaba una blusa de botones que dejaba ver el ombligo, y cuyos primeros botones abiertos revelaban apenas el borde de sus senos. Para ser sincero… a sus 39 años, mi madre estaba realmente bien buena.

Llegamos al lugar alrededor de las 9 p.m. El sitio tenía dos ambientes: arriba, en el primer piso, sonaba rock con luces tenues y mesas pegadas a la pared; abajo, en el sótano, el reggaetón retumbaba.

Permanecimos en la parte de arriba hasta las 12 a.m., charlando de cosas sin importancia y tomándonos alrededor de cinco cervezas. Yo ya estaba entonado, con ese leve mareo que hace que todo parezca más divertido, más fácil. Ella, en cambio, parecía estar en su son: relajada, con una sonrisa que no se le borraba.

En todo ese tiempo, solo pasó una cosa que vale la pena comentarles:

Mi madre fue al baño.

Estaba tardando un poco, y yo la miraba de reojo, pendiente de la puerta.

Fue entonces cuando el mesero se acercó con la bandeja vacía y, con una media sonrisa de complicidad, me dijo:

—Oye, vaya hembra que te estás tirando, ¿eh?

Reí.

Y él se fue, riendo, sin imaginar que, bajo esa ropa ajustada,

estaba la mujer que me dio la vida.

Decidimos bajar al sótano.

Al fondo, una mesa libre, pegada a la pared, medio escondida.

Justo lo que necesitábamos.

Mi madre se acomodó en la banca, cruzó las piernas despacio, como si no tuviera prisa.

Con ese short ajustado, la piel de sus muslos brillaba por el sudor.

Y el escote de la blusa, entreabierta, subía y bajaba con cada respiración.

No hacía nada especial.

Solo existía.

Y eso era suficiente.

Fue entonces cuando lo noté.

La mesa de al lado.

Dos hombres.

Uno más joven, con chaqueta de cuero, el pelo engominado.

El otro, más viejo, panzón, con una cerveza en la mano y los ojos clavados en ella.

No disimulaban.

Ni siquiera cuando ella los miró.

El viejo ni bajó la vista.

Se la comía con los ojos.

Del cuello, al pecho, al culo, de vuelta al escote.

Como si ya la hubiera desnudado mil veces en la cabeza.

En la próxima canción, ella se levantó y empezamos a bailar. Pegó su culo a mi pelvis y comenzó a moverse de tal manera que me dejó sin aliento. De reojo, vi a ambos hombres observando cada movimiento, y yo estaba a punto de estallar. A mitad de la canción, ella dio vuelta y se pegó a mí, con sus hermosas tetas presionadas contra mi pecho. Aproveché para darle una nalgada, sintiendo cómo su cuerpo respondía al mío. Viendo la reacción de los hombres, les sonreí con una mezcla de desafío y satisfacción.

Al terminar la canción, mi madre se inclinó hacia mí y susurró:

—Voy al baño. No tardo.

Asentí.

La vi alejarse, con ese andar suyo que no necesita prisa para encender miradas.

Me levanté.

Caminé hacia la mesa de al lado.

Los dos hombres —el gordo, con su camisa sudada, y el joven de chaqueta de cuero— me miraron como si hubiera perdido la cabeza.

—Oigan —dije, sentándome sin pedir permiso—.

Si ella baja… y no se niega…

báilen con ella.

Se miraron.

El gordo sonrió.

—¿En serio, hermano? ¿No te jode?

—No, es mi madre —dije, bajando la voz—.

El gordo abrió los ojos y después soltó una risa ronca, con la cerveza en la mano.

—Pues qué madre tan rica, hermano.

El de la chaqueta se quedó mirándome, como si no supiera si yo hablaba en serio o estaba loco. Pero el gordo no dudó: se pasó la lengua por los labios y giró la botella en su mano sudada.

—¿Y entonces? —me dijo, inclinándose hacia mí—. ¿La saco a bailar?

—Sácala —respondí, sin dudar—. Báilala… y si se deja, tócala un poco.

La sonrisa que me devolvió fue la de un degenerado feliz.

En ese instante, vi a mi madre volver del baño. Caminaba despacio, con ese short de mezclilla que parecía más pequeño a cada paso, marcándole las nalgas, hundiéndose entre ellas con cada movimiento. La blusa, medio abierta, dejaba ver el temblor suave de sus tetas cada vez que respiraba. No había prisa en su andar, pero cada hombre en ese sótano giraba la cabeza para verla.

El gordo no perdió tiempo. Se levantó de su silla con una torpeza sorprendentemente segura, dejó la cerveza sobre la mesa y se plantó frente a ella, justo cuando pasaba junto a nosotros.

—¿Me concede un baile? —le dijo, con esa sonrisa grasosa en la cara.

Ella arqueó una ceja, sorprendida. Me miró de reojo, como buscando mi reacción. Yo solo levanté el vaso y le sonreí, dándole permiso sin palabras.

Vaciló un segundo, pero al final asintió con una sonrisa leve, casi cómplice. El gordo extendió su brazo corto y grueso, y ella, con cierta gracia, se dejó llevar hacia la pista.

Me quedé sentado, con los ojos fijos en ellos.

el reguetón marcaba el ritmo . El gordo la tomó de la cintura de inmediato, y sus manos sudorosas se posaron sobre la tela apretada del short. Ella dio un pequeño brinco al sentirlo, giró el rostro como si fuera a quejarse… pero en lugar de apartarlo, movió las caderas, siguiendo el ritmo, dejando que las manos de ese desconocido se quedaran allí, firmes, amasando el borde de su culo.

El gordo, confiado, apretó más fuerte, deslizando una mano hacia abajo, intentando metérsela entre la nalga y el short. Ella lo miró con un gesto rápido, como de advertencia, pero luego, en vez de apartarlo, se giró de espaldas, pegando su culo contra la pelvis del hombre y moviéndose al ritmo de la música.

El sudor brillaba en sus muslos, y cada vez que bajaba hasta el suelo y subía lentamente, el gordo abría la boca como si se estuviera ahogando de placer.

Yo, desde la mesa, no podía dejar de mirar. La cerveza en mi mano temblaba, y sentía que todo el bar desaparecía, que solo existía ella, encendiéndose poco a poco en brazos de ese hombre que no paraba de sobarle el culo.

La canción terminó , y el gordo, sudado como un animal, todavía tenía sus manos aferradas a la cintura de mi mama. Ella se apartó con elegancia, dándole una sonrisa cortés, y se vino directo hacia mí.

Se dejó caer en la silla a mi lado, con el pecho agitado, la blusa pegada a la piel húmeda y el short aún más apretado después de tanto movimiento. Tomó aire, bebió un trago largo de cerveza y me miró con una mezcla de reproche.

—¿Y tú qué? —me dijo entre risas nerviosas—. ¿Ahora me prestas de juguete?

Yo me incliné hacia ella, bajando la voz, dejando que mis palabras le rozaran el oído:

—No seas mojigata… Mírate nada más. Tienes a todos aquí con la verga dura, y lo sabes. No te hagas la santa. Disfruta, mama.

Sus ojos se encendieron un poco, como si esas palabras le hubieran encendido una chispa que estaba esperando. No contestó, solo me sostuvo la mirada mientras daba otro trago, y sonrió de medio lado.

En ese momento, el joven de chaqueta de cuero se levantó. se acercó con una sonrisa, se inclinó hacia ella.

—¿Bailamos? —preguntó, sin mirar siquiera hacia mí.

Ella lo dudó un segundo, pero yo le toqué la pierna por debajo de la mesa y susurré:

—Ve. Déjate llevar.

La blusa se abrió un poco más cuando ella se incorporó. Se levantó y se fue con él a la pista. Yo me acomodé para mirar mejor.

El muchacho la agarró sin rodeos, fuerte, como quien sabe lo que quiere. Sus manos se posaron en sus caderas y la pegó a su cuerpo desde el primer segundo. Ella lo miró sorprendida, pero en lugar de apartarse, deslizó los brazos alrededor de su cuello y empezó a moverse al ritmo.

El hombre bajó una mano hasta la parte baja de su espalda, rozando el límite del short. Con la otra, subió por el costado de su cuerpo, lento, hasta el borde de la blusa. Mi madre soltó una risa nerviosa, moviendo las caderas contra él, y fue entonces cuando el tipo, con total descaro, metió la mano entre los botones abiertos y le agarró una teta, apretándola con fuerza.

Ella se tensó, abrió la boca como para protestar… pero lo único que salió fue un gemido ahogado que se perdió entre el ruido de la música. En vez de apartarlo, se pegó más a él, dejando que la bailara como si ya fueran amantes.

Yo, desde la mesa, bebía despacio, con los ojos clavados en la escena, sintiendo cómo el calor y el morbo me recorrían entero.

La canción terminó y mi madre regresó a la mesa con el pecho agitado y la blusa empapada. Se dejó caer a mi lado, bebiendo de mi vaso sin pedir permiso. Sonreía, nerviosa, todavía con las mejillas encendidas.

Antes de que dijera algo, el gordo y el joven se aparecieron y se sentaron con nosotros, como si ya fueran parte del plan. El gordo arrastró la silla y quedó frente a ella, con la mirada clavada en su escote. El joven se sentó al lado, demasiado cerca, con una sonrisa.

—Parce… —dijo el gordo, mirándome—, su madre es un espectáculo. Nunca había bailado con alguien así.

El joven asintió, riendo con la boca abierta.

—Es que con ese short, hermano… cualquiera pierde la cabeza. Y esa blusita, pegadita de sudor… uff.

Ella bajó la mirada, como si quisiera ocultar la sonrisa, pero la curvatura de sus labios la delataba. Dio un trago largo a la cerveza, y sus tetas se movieron bajo la tela húmeda de la blusa. Los dos la miraban como perros frente a un plato.

El joven se inclinó un poco hacia ella.

—Mujer, usted sabe lo que provoca. Y lo peor… es que le gusta provocarlo.

El gordo soltó una carcajada ronca y sacó del bolsillo unos billetes arrugados. Los agitó delante de todos, sin pudor.

—Mire, mami… cien mil aquí mismo, si se quita el brasier y se queda solo con la blusita. Nada más.

Ella lo miró incrédula, con los ojos bien abiertos, pero no se levantó de la mesa. Al contrario, bebió otro sorbo, más lento esta vez, mientras yo la observaba en silencio, disfrutando de la tensión.

El joven se rió y agregó:

—Eso sería un show, parce. Imagínese esas tetas sueltas, con solo esa blusa encima… aquí todos nos morimos.

Ella tragó saliva, se acomodó el cabello detrás de la oreja y me miró de reojo, como esperando una señal. La respiración le temblaba, y el calor de la propuesta parecía encenderla más que asustarla.

Yo solo le sonreí, despacio, como dándole permiso sin decir una palabra.

Cuando volvió del baño, lo notamos enseguida: la blusa se le pegaba al cuerpo húmedo, y ya no llevaba el brasier debajo. Los pezones se marcaban duros, como si la tela los estuviera delatando a propósito. Ella no dijo nada, solo tomó un sorbo de cerveza y, sin aviso, se levantó rumbo a la pista.

La música explotaba abajo, reguetón crudo. Se metió sola entre la gente, moviendo la cadera con un ritmo lento al principio, luego más descarado. El short diminuto se le subía con cada giro, mostrando la piel sudada de sus muslos, y la blusa mojada rebotaba en cada sacudida.

Entonces apareció él: un tipo alto, tatuado, camisa negra abierta hasta el pecho. No pidió permiso, la tomó de la mano y la jaló hacia sí. Ella se dejó llevar, sonriendo, pegando su cuerpo al del desconocido.

De inmediato las manos de él viajaron por su cintura hasta su culo, apretando con fuerza a través del short, haciéndola arquear la espalda contra él. La otra subió por la blusa, atrapándole un pecho sin vergüenza, amasándolo frente a todos.

Ella no lo apartó. Cerró los ojos, se mordió el labio y siguió moviéndose contra él, con la música golpeando en cada fibra del lugar. La blusa se estiraba tanto que cada roce dejaba ver más de lo que ocultaba, y él aprovechaba, jugueteando con la tela, buscando su piel caliente debajo.

Desde la mesa, los demás celebraban, riendo, comentando en voz alta lo que todos veíamos. Yo solo la observaba, hipnotizado: su cuerpo suelto, entregado, retorciéndose contra aquel hombre que la devoraba con las manos en medio de la pista, delante de todos.

Cuando la canción terminó, la soltó el tatuado, pero ella ya no era la misma. Volvió caminando hacia nuestra mesa con el pelo despeinado, el maquillaje corrido por el sudor, la blusa desabrochada hasta casi la mitad, los pezones duros marcando la tela empapada.

No trató de arreglarse ni de cubrirse. Al contrario: se apoyó en la mesa, nos miró a todos con una sonrisa cargada de fuego y se sentó despacio, cruzando las piernas de manera que el short se le subiera todavía más.

El gordo soltó una carcajada nerviosa, levantando el vaso.

—Mamacita… eso fue lo más rico que he visto en mi vida.

El joven de la chaqueta no podía dejar de mirarle el pecho, los ojos brillándole como un perro hambriento.

—Parce, está que se la comen viva…

Ella los escuchaba, y en lugar de ofenderse, se acomodó el cabello detrás de la oreja, respirando hondo, dejando que la blusa se le abriera un poco más. Sus pezones apenas ocultos eran ya parte de la mesa, como las botellas y los vasos.

Yo la miré fijo, y con voz baja, le dije:

—No pares ahora. Ya viste cómo te miran… disfrútalo.

Ella no respondió con palabras. Solo sonrió, tomó su vaso de cerveza y bebió un largo trago. Luego se echó hacia atrás, dejando que la blusa se abriera del todo, y se quedó ahí, ofrecida, sudada, temblando de adrenalina, mientras los tres hombres a su alrededor la devoraban con los ojos.

Ese fue el verdadero final de la noche: ella, rendida al deseo, volviendo a la mesa como reina, convertida en espectáculo, sin miedo, sin vergüenza, completamente nuestra.