Mi esposa con un conocido de la familia.
Cuando tenía 20 años, conocí a la mujer que más tarde sería mi esposa. En ese entonces, ambos estábamos estudiando en la universidad, y, aunque al principio no imaginábamos lo que nos depararía el futuro, nuestras vidas se entrelazaron de una manera tan profunda que, al terminar nuestros estudios, tomamos la decisión de unir nuestras vidas de manera oficial y nos casamos. yo conseguí trabajo en una compañía de seguros mientras que mi esposa trabajaba desde casa siendo contadora.
El inicio de nuestra vida juntos no fue fácil, pero siempre lo construimos con un equilibrio de trabajo mutuo, amor y confianza. Ambos sabíamos que un matrimonio no era solo una formalidad, sino una promesa diaria de compromiso y apoyo.
Cuando ambos teníamos 33 años, cuando ya habíamos formado una vida sólida juntos, un amigo cercano José, quien por motivos laborales había estado viviendo en otra ciudad, se vio obligado a mudarse de vuelta a nuestra ciudad por una mejor oferta de trabajo donde seria el supervisor de unos proyectos de diseño y pues también podría trabajar desde casa. debido a que la noticia fue repentina, José no tenía donde quedarse de momento y le sugerí que podría quedarse en nuestra casa a lo cual él aceptó. Aunque esta noticia no le gustó del todo a mi esposa termino aceptando. Cabe recalcar que ella lo conocía solo de vista ya que era un antiguo amigo.
A raíz de nuestra rutina, en la que yo a veces debía viajar a estados cercanos por motivos de trabajo, mi esposa se quedaba en casa, y también pasaba tiempo en la casa contigua, donde José se instaló. Poco a poco, todos nos fuimos adaptando a esta nueva dinámica.
Con el paso de los días, hablé con mi esposa sobre cómo se sentía con la presencia de José en casa. Me respondió que, debido a lo ocupada que estaba con su trabajo, le resultaba indiferente.
Al ver que no le incomodaba, le propuse a José que rentara nuestra habitación de huéspedes por un tiempo. Acordamos que se quedaría al menos durante las próximas semanas, mientras encontraba un lugar que se ajustara mejor a sus necesidades, y aceptó sin problema.
Mis llegadas tarde a casa eran, en ocasiones, algo habitual. Durante esos días, mi esposa y José se encargaban de las tareas que normalmente hacíamos juntos: cenar, lavar los trastes, e incluso cocinar. No me parecía extraño; después de todo, él era un invitado más en casa y confiaba plenamente en ambos.
Sin embargo, un día, José se acercó a mí con un gesto serio y me dijo:
—Oye, Alan, quiero ser sincero contigo. Esta mañana, como se me había hecho tarde, entré rápido al baño sin tocar. Al abrir la puerta, tu esposa estaba ahí, sin ropa, frente al espejo. Me disculpé de inmediato y ella me dijo que no pasaba nada, pero que no volviera a ocurrir. Te lo cuento para que no haya malentendidos.
Agradecí su sinceridad. La situación me tomó por sorpresa, pero preferí confiar en que había sido solo un accidente.
Una tarde, mientras estaba en horario de trabajo, aproveché un espacio libre para ir a una tienda de artículos de oficina en una pequeña plaza cercana. En una de las terrazas del en un restaurante distinguí dos siluetas familiares, era mi esposa y José, sentados frente a frente, con platos ya casi vacíos, conversando relajadamente. Me acerqué con naturalidad, pero no pude evitar una ligera sensación de sorpresa.
—¿Qué hacen por aquí? —pregunté, intentando sonar casual.
Mi esposa respondió con una sonrisa tranquila:
—Nos dio flojera cocinar y José propuso salir a comer algo rápido. Como estábamos por aquí, entramos a este lugar.
Como ya estaban terminando, José se despidió diciendo que tenía que regresar al trabajo. Mi esposa también se levantó para volver a casa, mientras yo retomé el rumbo hacia mi oficina. Todo volvió a la normalidad, al menos en apariencia.
Con el tiempo, empecé a notar ciertos detalles. Llegaba a casa y la cena ya estaba hecha, los trastes lavados, y mi esposa y José charlaban como si llevaran años de confianza. Nada fuera de lugar… pero algo en mí se sentía fuera. Pequeñas cosas, como su risa con él, su forma de mirarlo al contar una anécdota, me hacían sentir menos presente. No era celos exactamente, pero sí una incomodidad sorda, como si mi lugar en la casa empezara a desdibujarse poco a poco.
Una tarde, llegué a casa más temprano de lo habitual estaba en la sala y me percaté que nadie estaba sin embargo a los minutos ambos llegaron juntos en el coche de José. Al verme, sonrieron y me dijeron que, de nuevo, habían cenado fuera porque les dio flojera cocinar. Me comentaron que para mí habían llevado algo de comida para que no tuviera que preocuparme.
Sentí una mezcla de sorpresa e incomodidad, pero lo oculté. Más tarde, cuando estuvimos a solas, le confesé a mi esposa lo que realmente me molestaba: que saliera con José con tanta frecuencia y tan seguido. Ella me miró con calma y me dijo que, si quería, podía correrlo de la casa. La idea me pareció entonces exagerada y decidí no insistir más, dejar las cosas como estaban. Aun así, ella me aseguró que evitaría ese tipo de situaciones para no incomodarme.
Los días posteriores transcurrieron casi como antes. Pero, un día me comisionaron para asistir a una reunión en un estado cercano, por lo que no dormiría en casa esa noche. Ya me había preparado para estar fuera, cuando de repente la reunión se canceló debido al mal clima. Sin muchas opciones, decidí regresar a casa esa misma noche. Al llegar, sin embargo, me llevé una sorpresa que no esperaba…
Aguanté la respiración y abrí la puerta con cuidado. Al entrar, lo primero que noté fue una copa de vino medio vacía sobre la mesa, con un poco derramado al lado. Como nuestro cuarto estaba abajo, decidí revisarlo primero, pero todo parecía normal: la cama estaba hecha, nada fuera de lugar. Entonces pensé en subir al primer piso… y ahí fue cuando escuché unos ruidos y murmullos que provenía de la habitación que le asignamos a José y como se podrán imaginar, esos ruidos eran gemidos.
La habitación de José estaba oscura, pero la luz de la calle entraba sin obstáculos por la ventana descubierta, iluminando nítidamente el espacio desde nuestra posición en el segundo piso. El aire se me fue al reconocer las siluetas. Allí, en la cama de José estaba mi esposa sin ninguna prenda. Sentí el suelo inclinarse al ver a José recostado en la cama aun con los pies sobre el suelo con las manos en la cabeza como si estuviera gozando de un show, y mi esposa la mujer que aun con el anillo de compromiso en la mano, estaba frente a él de espaldas, ella se inclinaba sin doblar las rodillas dejándole ver a José todo su trasero y no solo eso, si no que una vez estando en esa pose, ella con sus manos se abría mas las nalgas. Después en unos segundos al parecer José no se pudo resistir más y procedió a sentarse y dirigir su rostro entre las nalgas de mi mujer lo cual alcanzo a hacer por que cuando las piernas me reaccionaron entre de golpe encendiendo la luz exponiendo cada detalle obsceno las sábanas revueltas, la piel sudorosa, sus caras de terror congeladas al verme.
Mi esposa gritó mientras se cubría torpemente con la sábana diciendo. «No es lo que piensas…»
José se incorporó de un salto, pero tropezó con las propias piernas. «Esto no tenía que pasar…».
No supe de dónde saqué el valor. Me di media vuelta y caminé hacia la puerta, dejando atrás sus gritos, sus excusas.
—¡Alan, espera! ¡Déjame explicarte! —Su voz sonaba aguda, falsa.
No me detuve. Bajé las escaleras, agarré las llaves del coche de la mesa del recibidor. Sentí sus pasos detrás de mí, descalzos, tambaleantes.
—¡Por favor! ¡No fue planeado! ¡José solo…!
Ahí fue cuando reaccioné. Me giré tan rápido que ella dio un paso atrás. No grité. No lloré. Solo la miré, con los ojos secos y una calma que ni yo mismo reconocía.
—No termines esa frase —dije, en un tono tan frío que hasta yo me sorprendí—. Porque si lo haces, te aseguro que nada de esto va a terminar bien.
Y entonces salí. La puerta se cerró tras de mí con un golpe seco, cortando su último gemido de protesta. El aire de la noche me golpeó la cara, pero no lo sentí. Solo subí al coche, encendí el motor y conduje sin rumbo, mientras el estruendo de mi propio corazón ahogaba todo lo demás.
Manejé sin rumbo hasta que el amanecer rasgó el cielo. En algún momento, estacioné junto a un acantilado vacío. Apagué el motor y por primera vez desde que todo ocurrió, respiré. No era aire lo que entraba en mis pulmones, sino libertad. Saqué mi teléfono, bloqueé su número y arrojé mi alianza al abismo. El anillo de plata giró en el aire antes de desaparecer para siempre, como nuestro matrimonio. No lloré. Ya no quedaban lágrimas. Solo silencio… y una extraña paz al saber que jamás tendría que volver a mirar atrás.
Será que la continuas oara saber que paso con ese par de joyitas jajaja