Eran poco más de las siete de la mañana cuando el edificio empezaba a despertarse. En el viejo corredor del tercer piso, una corriente de aire frío colaba los olores a café recalentado, pan tostado y cigarro barato.
En el departamento 303, Clara terminaba de abrocharse la blusa frente al espejo del pasillo. El reflejo le devolvía la imagen de una mujer de curvas generosas, rostro sereno y ojos que parecían esconder una tristeza permanente. No era infeliz, se repetía siempre; solo… incompleta.
Desde hacía meses, su matrimonio era una sucesión de rutinas. Su esposo, Hugo, salía temprano, regresaba tarde, y apenas cruzaban más que un «¿cómo estuvo tu día?» antes de caer rendidos en la cama, espalda contra espalda.
Clara miró de reojo su escote ajustado en la blusa blanca, el roce tenue del sostén delineando la curva de sus pechos. Demasiado para ir a la tienda, pensó, muy poco para que alguien me mire.
Mientras se acomodaba la chaqueta ligera sobre los hombros, un golpecito suave en la puerta la sacó de sus pensamientos.
—¿Sí? —preguntó, entrecerrando la puerta apenas unos centímetros.
Del otro lado, el viejo Don Marcos, su vecino del 304, le sonreía con esa mezcla incómoda entre ternura y deseo que Clara había aprendido a reconocer a la distancia. Cincuenta y tantos años, piel curtida por el sol y ojos que recorrían su silueta como quien admira una obra de arte prohibida.
—Buenos días, Clara… vi que ayer no bajaste por el correo. Pensé en traértelo. —Su voz rasposa se detuvo apenas un segundo de más en la «a» de su nombre, como si paladearla.
—Oh, gracias, Don Marcos… qué atento —respondió Clara, estirando la mano para tomar los sobres. El roce de sus dedos con los de él fue breve… pero suficiente para que un leve escalofrío le recorriera el brazo.
Por un instante demasiado largo, ambos quedaron mirándose. La ropa de Clara, semiabierta aún, dejó escapar el aroma de su loción, dulce y tibia, que golpeó de lleno al viejo, quien inspiró de manera casi imperceptible.
Ella, incómoda pero curiosamente viva, rompió el hechizo.
—Bueno, muchas gracias, Don Marcos… nos vemos luego —dijo, cerrando la puerta con suavidad, pero no sin antes notar cómo los ojos de él se demoraban en su figura un segundo más de lo necesario.
Apoyada contra la madera, Clara sonrió. No era amor, ni siquiera respeto. Era deseo, crudo y simple. Y, para su desgracia, hacía mucho que no sentía algo parecido.
Clara dejó caer los sobres en la pequeña mesa de la entrada, todavía sintiendo la vibración sutil en su mano derecha, el lugar exacto donde los dedos ásperos de Don Marcos habían rozado su piel.
«No seas ridícula», se dijo en voz baja. Sin embargo, su cuerpo no obedecía tan rápido como su razón: notaba su corazón golpeteando levemente en las costillas, esa misma sensación que había olvidado con el tiempo.
Sacudió la cabeza y tomó su bolso. Todavía tenía que pasar al supermercado antes de ir al trabajo. El ascensor, como casi siempre, estaba descompuesto, así que se dispuso a bajar por las escaleras.
Al llegar al segundo piso, escuchó voces y risas provenientes del descansillo. Un grupo de jóvenes estaba sentado en los escalones, botellas de refresco y bolsas de papitas entre ellos. Era común que los vecinos más jóvenes usaran las escaleras como sala de juegos improvisada.
Uno de ellos levantó la mirada cuando ella pasó. Sus ojos, verdes, brillaron de inmediato, clavándose en las piernas desnudas de Clara, que la falda ligera apenas lograba cubrir.
—Buenos días, señora —dijo con una media sonrisa, ladeando la cabeza como un cachorro travieso.
Clara sintió el rubor subirle por el cuello. Era apenas un chico, no más de diecinueve o veinte años, pero había algo en su forma de mirarla que no era inocente en lo absoluto.
—Buenos días —respondió ella, procurando no mirar más de la cuenta.
Cuando pasó junto a él, pudo sentir la intensidad de sus ojos siguiéndola, un calor invisible recorriendo su espalda, bajando hasta donde la tela se tensaba sobre sus caderas.
Solo al llegar al primer piso se permitió soltar el aire contenido en sus pulmones. «¿Qué demonios te pasa hoy?», se reprochó. Pero no podía negar lo obvio: había algo en esa mirada descarada, en ese descaro juvenil, que la había hecho sentir viva de nuevo.
Más tarde, en la oficina —una vieja agencia de seguros con paredes de tablarroca y cafetera descompuesta—, Clara intentaba concentrarse en su computadora cuando sintió un golpecito suave en su hombro.
Era Luis, su compañero de cubículo. Tendría unos treinta y tantos, con barba rala, lentes de pasta y una actitud que siempre bordeaba lo atrevido, pero sin llegar a ser ofensivo. Se llevaban bien, entre bromas y complicidades a media voz.
—¿Vas a querer ir a almorzar? —preguntó, inclinándose apenas sobre ella. Su voz grave, cercana a su oído, le provocó un escalofrío involuntario.
Clara giró ligeramente en su silla, y se encontró con su sonrisa ladeada, la misma que él usaba cuando planeaba decirle algo indebido.
—¿O ya tienes planes? —añadió, bajando la voz aún más, como si compartieran un secreto.
Ella negó con una sonrisa, sintiendo cómo el estómago le vibraba otra vez. Era extraño: en un solo día, parecía haber despertado algo que había estado dormido demasiado tiempo.
—Almuerzo está bien —dijo ella, mordiéndose levemente el labio inferior.
Luis asintió, su mirada deslizándose un instante hacia su escote antes de apartarla con falsa inocencia. Clara no lo pasó por alto. Y, en lugar de molestarse, sintió una punzada deliciosa de complicidad.
Luis le ofreció su brazo, en broma, cuando salieron de la oficina. Clara rió y fingió tomarlo, pero no evitó sentir, aunque fuera a través de la tela, la firmeza de su antebrazo. El pequeño restaurante al que fueron era uno de esos sitios baratos donde el olor a grasa flotaba en el aire, pero en ese momento, la atmósfera parecía casi íntima.
Se sentaron frente a frente, en una mesita junto a la ventana empañada por el vapor. Luis, como de costumbre, hacía chistes, comentarios sarcásticos sobre los clientes más complicados de la mañana. Clara reía, pero también sentía sus miradas furtivas, sus gestos.
En un descuido, mientras ambos estiraban la mano para tomar el salero, sus dedos se rozaron. Un contacto breve, inofensivo en apariencia, pero que se prolongó un segundo más de lo necesario.
Ella no retiró la mano de inmediato. Ni él.
Ambos sonrieron, como si compartieran un secreto, como si entendieran que ese pequeño gesto tenía más peso del que admitirían en voz alta.
Más tarde, mientras esperaban el postre, Luis dejó caer un comentario con esa voz grave que reservaba para las ocasiones especiales: —A veces siento que tú y yo somos como… un par de bombas de tiempo —dijo, girando el tenedor entre sus dedos—. Nada más estamos esperando que alguien apriete el botón.
Clara alzó las cejas, fingiendo sorpresa, pero la calidez que subió por su cuello la traicionó. Jugó con la servilleta entre los dedos, como si necesitara algo que hacer con las manos.
—No sé de qué hablas —respondió, en un tono dulce pero cargado de una falsa inocencia.
Luis soltó una risa baja, esa risa que parecía acariciar. —Claro que no —dijo, guiñándole un ojo.
Cuando regresaron a la oficina, ninguno mencionó lo que había pasado. Pero los dos sabían que algo había cambiado. Era sutil, pero real.
Una cuerda invisible se había tensado entre ellos, y bastaría el más leve tirón para romperla.
Al final de la jornada, mientras caminaba de regreso al edificio, Clara repasaba los momentos del día en su mente: El roce accidental de Don Marcos. La mirada descarada del muchacho en las escaleras. El almuerzo, las bromas, la mano de Luis rozando su rodilla «sin querer».
No era amor. No era lujuria. Era hambre. Hambre de ser vista, deseada, viva.
Al caer la tarde, Clara subió los pocos escalones hasta su piso, todavía con esa vibración deliciosa latiendo en su interior. Había algo perversamente excitante en saber que había cruzado una línea invisible, aunque nadie más lo supiera.
Y allí estaba Don Marcos, esperándola en el corredor, apoyado contra la pared como un centinela cansado pero vigilante. Su cigarro se consumía entre dos dedos temblorosos, y sus ojos, profundos y oscuros, no ocultaban nada: la deseaba.
Clara cruzó el pasillo sintiendo su mirada coserse a su piel. Cada paso, cada movimiento de sus caderas bajo la falda ligera, parecía arrastrar los ojos del viejo como si fueran imanes.
—Buenas noches, Clarita —gruñó, con voz áspera, apretando el cigarro entre los labios.
Ella sonrió, una sonrisa pequeña, tímida en apariencia, pero cargada de un brillo travieso. No era vanidad. No era coquetería barata. Era hambre, el mismo hambre que había sentido en la mirada del joven en las escaleras. El mismo que, en el almuerzo, había destilado de la voz de Luis.
Abrió la puerta de su departamento despacio, sabiendo que él la miraba. Saboreando, por primera vez en mucho tiempo, el poder que aún tenía sobre los hombres. Y, antes de entrar, giró ligeramente la cabeza. Lo suficiente para lanzar a Don Marcos una mirada fugaz, peligrosa, y luego desaparecer tras la puerta, dejándolo con el deseo suspendido en el aire como un perfume denso.
Cerró la puerta y se apoyó contra ella, permitiéndose un suspiro largo y tembloroso. La mirada de Don Marcos aún ardía sobre su piel, como brasas encendidas bajo su ropa.
Dejó el bolso sobre la mesa y caminó hasta la cocina, sirviéndose un vaso de agua fría. El apartamento estaba en silencio, salvo por el zumbido lejano del refrigerador y el crujir ocasional de las paredes viejas.
Clara se dejó caer en la pequeña silla de la cocina, mirando sin ver la pantalla de su celular sobre la mesa. Hasta que un pequeño destello de notificación la sacó de su ensimismamiento.
Luis. El nombre apareció en la pantalla, acompañado de un mensaje simple, pero cargado de una electricidad que casi podía sentir en la yema de los dedos.
«Hoy te veías espectacular. No sabes lo difícil que fue no mirarte más de la cuenta.»
Clara mordió su labio inferior, conteniendo una sonrisa que brotaba sin permiso. Sus dedos flotaron sobre el teclado antes de responder:
«¿Y quién dice que no me di cuenta?»
La respuesta llegó casi de inmediato, como si Luis estuviera del otro lado esperando ansiosamente.
«Entonces estabas jugando conmigo… Qué cruel eres, Clarita.»
El diminutivo le provocó un escalofrío involuntario. Se recostó en la silla, jugueteando con el borde del vaso. Era peligroso. Era estúpido.
Pero sobre todo, era adictivo.
Su celular vibró de nuevo. Otro mensaje.
«¿Te invito un café? Nada formal. Sólo dos compañeros de trabajo matando el tiempo…»
Clara dudó unos segundos. Pensó en Hugo, en su vida ordenada, en todo lo que podría salir mal. Y sin embargo, sus dedos se movieron por sí solos:
«¿Dónde y cuándo?»
Se encontraron en una cafetería modesta a unas pocas calles del edificio. Luis ya estaba allí cuando ella llegó, sentado en una esquina discreta, lejos de la vista de los transeúntes. Había pedido dos cafés, uno para ella. Sabía exactamente cómo le gustaba: sin azúcar, con un toque de canela.
Hablaron de cualquier cosa y de todo a la vez. Clientes odiosos. Jefes incompetentes. Noticias absurdas.
Pero debajo de cada palabra flotaba algo más. Miradas demasiado largas. Sonrisas cargadas de dobles sentidos. Rodillas que se tocaban «accidentalmente» bajo la mesa y no se apartaban enseguida.
Hubo un momento, justo después de que Clara soltara una carcajada sincera, en el que Luis se inclinó hacia ella, como si fuera a decir algo al oído. El aliento tibio rozó su mejilla, la comisura de sus labios.
Clara contuvo la respiración. Sintió la piel erizarse, el pulso desbocado.
Pero Luis no cruzó la línea. Se detuvo a unos centímetros de su boca, y en lugar de besarla, le sonrió con una ternura maliciosa. Luego se recostó en su silla, como si nada hubiera pasado.
El mensaje era claro: Podríamos cruzarla cuando tú quieras.
El resto del café pasó entre bromas y silencios tensos, hasta que Clara, sabiendo que se estaba metiendo en un terreno peligroso, se despidió primero, con una sonrisa que prometía, pero que también decía «aún no».
De regreso a su edificio, el cielo comenzaba a teñirse de rojo y naranja. La tarde olía a tierra caliente y humedad.
Clara subió las escaleras lentamente, repasando cada momento del encuentro, cada roce, cada palabra no dicha. No se dio cuenta que el joven del segundo piso —el mismo que la había saludado esa mañana— la observaba desde las escaleras.
Tenía una bolsa de papas en una mano y el celular en la otra, pero sus ojos estaban fijos en ella, descarados, abiertos, hambrientos.
Clara lo notó recién cuando estuvo a pocos pasos. Él sonrió, una sonrisa cargada de una audacia juvenil que rozaba la insolencia.
—¿Qué hubo, vecina? —saludó, arrastrando las palabras. Tenía una voz ronca, todavía en formación, pero segura, descarada.
Clara, sin pensarlo mucho, respondió con una sonrisa breve. Y entonces sucedió: Al intentar apartarse para dejarlo pasar, sus cuerpos rozaron inevitablemente, un contacto mínimo, pero cargado de electricidad.
La mano del chico, como por accidente, rozó su cadera. Ella notó el temblor leve en su propio cuerpo, el calor que subía por su abdomen.
El joven se detuvo apenas un segundo más de lo debido, como si esperara una reacción. Clara bajó la mirada, enrojeciendo, pero no se apartó de inmediato.
—Con permiso, señora… —murmuró el muchacho, su voz ronca vibrando junto a su oído.
Y cuando finalmente se apartó, Clara sintió que su piel aún ardía donde la había rozado. Subió los últimos escalones casi huyendo, el corazón golpeándole en las costillas.
Entró en su departamento, cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, igual que unas horas antes. Pero esta vez, su cuerpo entero temblaba. De miedo. De culpa. De deseo.
Sobre todo, de deseo.
Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro, profundo y tembloroso. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué estaba buscando?
Estaba en eso, perdida entre la culpa y el deseo, cuando escuchó las llaves girar en la cerradura. La puerta, contra la que estaba recargada, se estremeció suavemente.
Clara apenas tuvo tiempo de apartarse cuando Hugo empujó para entrar, cargando una mochila vieja y el cansancio a cuestas. Su camisa estaba arrugada, el cabello desordenado, el rostro surcado por el estrés.
—¿Qué haces parada ahí? —preguntó, más por costumbre que por interés real.
—Nada… —respondió ella, recomponiéndose rápido, enderezándose la falda. Forzó una sonrisa, de esas que no alcanzan a los ojos—. Pensaba salir a comprar algo.
Hugo soltó un gruñido que podría haber sido un «ah», pero no añadió nada. Caminó directo a la cocina, abrió el refrigerador y sacó una cerveza. Ni un beso. Ni un roce. Ni una mirada.
Clara lo observó desde el umbral, sintiendo cómo el entusiasmo que había brotado en su pecho durante la tarde se desinflaba como un globo pinchado.
—¿Cómo te fue hoy? —preguntó, intentando sonar animada.
Hugo bebió un trago largo antes de responder, sin mirarla.
—Lo de siempre… jefes idiotas, clientes peores. —Hizo una pausa, luego agregó, como quien tira un hueso a un perro—: Estoy muerto, Clarita. ¿Qué hay de cenar?
El tono era automático, casi mecánico. Nada en sus palabras indicaba que la hubiera extrañado. Nada en sus gestos mostraba que hubiera notado el vestido corto, el brillo sutil de labial, el ligero perfume dulce que Clara se había puesto sin saber bien para quién.
Ella sintió un nudo formarse en su garganta. Cenó. Cenó con él, como tantas otras noches. En silencio, cada uno en su propio mundo.
me gusta la 1 pero me gustaría que la conectes con el día que va pasando en la historia, por ejemplo cuando regresa a su departamento después del roce con el joven y mientras esta recargada en la puerta no lo sé, podría llegar el esposo
La casa estaba sumida en un silencio pesado, roto apenas por el zumbido lejano del tráfico y el golpeteo ocasional de una tubería vieja. En la habitación, las luces estaban apagadas, salvo por el resplandor pálido que se filtraba a través de la persiana rota.
Clara y Hugo yacían uno junto al otro, separados por un abismo invisible en la cama matrimonial.
Él ya había cerrado los ojos, respirando lento, como alguien que ha aprendido a desconectarse del mundo en segundos.
Clara, en cambio, permanecía despierta, sintiendo el peso del techo sobre ella, el hueco frío en las sábanas que la rodeaban. La noche olía a humedad, a cansancio, a distancia.
Se giró lentamente hacia él, contemplando su silueta apenas dibujada en la oscuridad. Sus labios, su cuello, su pecho. Todo tan cercano. Todo tan lejano.
Con un gesto casi infantil, casi desesperado, alargó una mano y la deslizó sobre el torso de Hugo, buscando su calor, su refugio. Sus dedos rozaron la tela de su camiseta, ascendiendo tímidamente hasta su pecho.
Por un momento, no hubo reacción. Clara acercó su cuerpo más al de él, apoyando su frente contra su hombro, dejando que su aliento cálido acariciara su piel.
Era una súplica silenciosa. Una última chispa en medio de las cenizas.
—Hugo… —susurró, apenas audible.
El hombre gruñó en respuesta, removiéndose apenas. Clara se atrevió a más: sus labios buscaron su cuello, un beso leve, tierno, lleno de necesidad más que de pasión.
Hugo se movió de nuevo, esta vez alejándose ligeramente, como quien sacude una molestia en sueños.
—Mañana, Clarita… estoy muy cansado —murmuró, su voz espesa de sueño y desgano.
El peso de esas palabras cayó sobre ella como una piedra fría.
Clara retiró su mano lentamente, como si tocara algo que la hubiera quemado.
Al siguiente día el despertador vibró a las seis y media, zumbando débilmente sobre la mesita de noche. Clara abrió los ojos con lentitud, como si su cuerpo luchara por aceptar que un nuevo día había comenzado. A su lado, la cama seguía vacía. Hugo ya se había ido hacía rato, como siempre. Sin beso, sin caricia, sin despedida.
Se sentó al borde de la cama, sintiendo el frío de la mañana mordiéndole las piernas desnudas. Los ruidos del edificio comenzaban a despertar: la radio desafinada de algún vecino, el rumor de las cañerías, el golpeteo de pasos apresurados en las escaleras.
Con movimientos automáticos, cruzó el pasillo hasta el baño. Se miró en el espejo empañado por la humedad. La imagen que le devolvió el cristal era una mezcla de belleza marchita y tristeza silenciosa. Los ojos hinchados, la boca pálida, la piel sin brillo.
Clara abrió el cajón y sacó su maquillaje. Aplicó una base ligera, colorete, un delineador sutil. Pasó el labial rojo por sus labios con cuidado, como quien intenta restaurar un cuadro antiguo. Cada trazo era un acto de fe. Un intento desesperado de recordar que aún era una mujer. Una mujer que podía ser deseada. Una mujer que merecía ser vista.
Eligió un vestido sencillo, de tela fresca, que se ceñía a su cintura y flotaba suavemente sobre sus caderas. Nada vulgar. Pero tampoco indiferente.
Cuando estuvo lista, bajó a la cocina. El café sabía amargo, incluso con azúcar. El pan tostado se enfriaba en su plato, intacto. Clara no tenía hambre. No de comida, al menos.
Antes de salir de casa, el celular vibró sobre la mesa. Un mensaje de Luis. Su corazón, traicionero, latió un poco más rápido.
«Hoy me desperté pensando en ti. No sé si sea correcto decirlo, pero… me encantaría verte con ese vestido rojo que usaste aquella vez. Me volviste loco, Clarita.»
Clara sonrió con tristeza. No había usado ese vestido rojo desde hacía meses. Lo guardaba para ocasiones especiales. Para Hugo. Para una noche que nunca llegó.
No respondió de inmediato. Guardó el teléfono en su bolso y salió al pasillo.
En las escaleras, el edificio olía a humedad y cigarro. Clara descendía con pasos lentos cuando lo vio.
El joven del segundo piso. Apoyado contra la barandilla, camiseta sin mangas, sonrisa descarada.
Cuando la vio, enderezó el cuerpo, como un lobo olfateando la presa.
—Vecina… —saludó, arrastrando la voz, cargándola de una intención que no se molestaba en ocultar.
Clara respondió con un leve asentimiento, pero su corazón martilleaba en su pecho.
—¿Siempre tan temprano y tan bonita? —añadió, mirándola de arriba abajo sin disimulo.
Ella sintió el calor subirle a las mejillas, pero no respondió. Siguió bajando, intentando que sus pasos no delataran su nerviosismo.
Cuando pasó junto a él, el joven se inclinó apenas, dejando que su hombro rozara el suyo. No fue un accidente. Fue una provocación. Una promesa silenciosa.
Clara no se detuvo. No giró la cabeza. Pero el cosquilleo que le recorrió el brazo tardó minutos en disiparse.
El día transcurrió entre papeleo, llamadas tediosas, y silencios pesados en la oficina. Luis la observaba de reojo, sonriendo apenas cuando sus miradas se cruzaban. Ella evitaba sostenerle la mirada demasiado tiempo. Sabía que un segundo de más sería peligroso. Sabía que se estaba desgastando esa delgada barrera que todavía los separaba.
En el almuerzo, apenas probó bocado. Su estómago era un nudo apretado de ansiedad y deseo no resuelto.
De regreso al trabajo, mientras esperaba el cambio de semáforo, vio una pareja joven besándose apasionadamente contra una pared. La chica reía entre besos, los brazos enredados en el cuello del chico. Él la apretaba contra su cuerpo como si fuera el tesoro más preciado del mundo.
Clara apartó la vista. Sintió los ojos humedecerse. Inspiró profundo. Parpadeó rápido para contener las lágrimas.
No era envidia. Era duelo. Duelo por todo lo que había perdido sin darse cuenta.
Al caer la tarde, Clara regresó al edificio, cansada, rota por dentro. Subía las escaleras lentamente, cuando oyó pasos detrás de ella. No tuvo que voltear para saber quién era.
El joven. Otra vez. Más cerca. Más osado.
Cada paso resonaba en el corredor vacío, un tamborileo que se mezclaba con el ritmo acelerado de su propio corazón.
Clara apretó la bolsa contra el pecho, subió un escalón más rápido. Pero él también. El calor de su presencia la envolvía, la empujaba.
Cuando llegó a su puerta, sus manos temblaban al buscar las llaves.
El joven no dijo nada. Solo se detuvo a pocos centímetros de ella, lo suficientemente cerca como para que Clara sintiera su respiración agitada en la nuca.
No la tocó. No la apresó. Solo estuvo allí, como una sombra tentadora, esperando.
Clara logró abrir la puerta, empujarla apenas, resguardándose detrás de la delgada barrera de la madera. Sus ojos se cruzaron un segundo. Un segundo que duró demasiado.
Ella no dijo nada. Él tampoco. Pero todo estaba dicho.
Cerró la puerta lentamente, recargándose una vez más en ella. El pulso desbocado. La piel ardiendo. La mente llena de imágenes peligrosas.
Y por primera vez en mucho tiempo, Clara supo que algo había cambiado en ella. Algo que ya no podría revertir.
La noche cayó como un telón pesado sobre el edificio. Las luces parpadeaban en los pasillos, los televisores encendidos detrás de puertas cerradas.
Clara, en su departamento, se movía en silencio. Había pasado la última hora preparando todo: Una cena ligera. Unas velas aromáticas. Una botella pequeña de vino barato, escondida en la despensa desde hacía semanas.
Se había bañado con esmero, dejando que el agua caliente borrara los restos de un día largo y vacío. Después, frente al espejo empañado, se cubrió con una bata ligera de satén color marfil. Nada debajo. Solo la promesa muda de un cuerpo que aún sabía amar.
Se sentó en el borde del sofá, nerviosa como una colegiala, esperando. El reloj avanzaba con lentitud cruel.
Cuando finalmente oyó las llaves en la cerradura, su corazón brincó en el pecho.
La puerta se abrió. Hugo entró, arrastrando los pies, el rostro desencajado por el cansancio. Tiró las llaves sobre la mesa, soltó un suspiro hondo y se pasó una mano por el rostro.
Clara se puso de pie, la bata apenas rozando sus muslos, dejando entrever su figura bajo la tela translúcida. Le sonrió, dulce, esperanzada.
—Hola, amor… —dijo, su voz temblando ligeramente.
Hugo la miró apenas. Una mirada rápida, desganada, casi indiferente.
—¿Qué haces vestida así? —preguntó, sin rastro de humor. Su tono era más de reproche que de sorpresa.
Clara sintió que algo se resquebrajaba dentro de ella, pero no dejó que se notara. Se acercó, rozándolo con la punta de los dedos, buscando su calor.
—Pensé que podríamos… pasar una noche especial —murmuró, subiendo lentamente su mano por el pecho de él.
Hugo soltó un bufido. Se apartó ligeramente, como quien esquiva un estorbo.
—Estoy hecho mierda, Clarita. No estoy para jueguitos hoy. Voy a ducharme y a dormir.
Y sin más, se alejó, dejando tras de sí un rastro de cansancio, frustración… y olvido.
Clara se quedó de pie en medio del salón, la bata colgando de sus hombros, el vino intacto sobre la mesa, las velas temblando inútilmente en la penumbra.
No lloró. No gritó. Simplemente se apagó un poco más.
Un par de horas después, cuando el departamento ya dormía en silencio, Clara se puso un abrigo sobre la bata, se metió en unos tenis viejos y salió al pasillo. La noche era fría, cortante. El aire olía a humedad, a cemento mojado, a abandono.
Se encendió un cigarro con manos temblorosas. El primer dragón de humo le quemó la garganta, pero también le dio una sensación áspera de alivio.
Caminó hasta las escaleras del tercer piso, donde el aire era más frío y el mundo parecía más lejano. Se sentó en el último escalón, abrazándose las piernas, viendo cómo el humo de su cigarro se mezclaba con la neblina de su aliento.
Allí, sola bajo la luz mortecina de un farol parpadeante, Clara se permitió sentir todo: La tristeza. La soledad. El fracaso.
Miró las ventanas iluminadas de los otros departamentos, escuchó risas apagadas, música lejana. Gente viviendo vidas que parecían tan ajenas a la suya.
Terminó el cigarro, dejó que el filtro ardiera hasta quemarle los dedos, como si ese dolor mínimo pudiera opacar el otro, el verdadero.
De regreso a su departamento, arrastró los pies como si cada paso pesara toneladas. Entró sin hacer ruido, cerró la puerta con cuidado y se dejó caer en la cama, todavía vestida con la bata y el abrigo.
El cansancio no logró vencerla de inmediato. Su mente repiqueteaba con imágenes sueltas: La indiferencia de Hugo. La mirada del joven en las escaleras. El mensaje insinuante de Luis.
Tardó horas en dormirse. Y cuando lo hizo, soñó con calor, con abrazos, con cuerpos que la buscaban como si fuera imprescindible. Soñó lo que en su vida real ya no tenía.
La luz del amanecer se colaba a través de las cortinas raídas, tiñendo el cuarto de un gris pálido, casi irreal. Clara despertó envuelta en una maraña de sábanas frías y sueños inconclusos. Su cuerpo pesaba como plomo. Su mente flotaba en un vacío denso, saturado de cansancio y tristeza.
Se sentó en el borde de la cama, frotándose el rostro con las manos. Todo dolía. El alma, sobre todo.
Instintivamente, buscó su celular.
Recordando y buscando los mensajes de Luis
«Clarita. Ese rojo que mata, que enloquece.»
Clara dejó caer el teléfono sobre las sábanas. Cerró los ojos. Inspiró hondo. Sintió una punzada de algo que no supo si era dolor, orgullo… o desafío.
Se levantó con lentitud, cada movimiento cargado de gravedad, como si el simple hecho de caminar fuera una declaración de guerra contra su propia tristeza.
Frente al armario, deslizó los dedos sobre las perchas gastadas, pasando prendas grises, blusas pálidas, vestidos apagados… hasta encontrarlo.
Allí estaba. El vestido rojo.
El satén acarició sus manos como un suspiro cuando lo descolgó. El color encendido parecía casi obsceno en medio de tanto olvido.
Con manos temblorosas, Clara dejó caer la bata al suelo. La tela rozó su piel desnuda en un susurro íntimo.
Se sentó en el borde de la cama, sacó cuidadosamente un par de medias negras de encaje del cajón inferior. No recordaba cuándo había sido la última vez que las había usado. Quizá nunca.
Enrolló la primera media en sus dedos, deslizando lentamente la tela sobre su pierna. El encaje abrazó su piel con una caricia firme, provocándole un escalofrío sutil. Después la otra pierna, el mismo ritual lento, casi reverente.
Se puso en pie, permitiendo que el vestido rojo se deslizara sobre su cuerpo, como una segunda piel. El satén cayó sobre sus curvas, ceñido en la cintura, flotando suavemente sobre sus caderas. El escote sugerente enmarcaba su pecho con descarada elegancia, insinuando más de lo que mostraba.
Frente al espejo, Clara se miró en silencio. Era una visión que dolía. Una mujer hermosa, viva, deseable… Y tan sola que el reflejo parecía temblar con ella.
Pasó los dedos por su cuello desnudo, dejando una estela invisible de promesas incumplidas. Se acomodó un mechón de cabello tras la oreja. Se pintó los labios de un rojo carmesí, el mismo tono de su vestido, sellando la transformación.
No era un disfraz. No era un juego.
Era una rebelión silenciosa. Un grito sordo de vida contra la indiferencia.
Clara cerró la puerta de su departamento tras de sí, el abrigo cubriéndole el cuerpo como un escudo frágil. Cada paso resonaba en el corredor vacío, acompañado solo por el eco de sus propios latidos.
Al llegar al segundo piso, se encontró de frente con el joven del edificio y una mujer de rostro endurecido por los años: su madre. Ambos estaban sentados en los escalones, compartiendo un desayuno improvisado en recipientes de plástico.
El joven la vio primero. Sus ojos se abrieron apenas un poco, como si no pudiera creer lo que veía. Su mirada recorrió la figura de Clara con descaro infantil, tragando saliva de forma audible.
Clara pasó junto a ellos, sintiendo el peso de esos ojos jóvenes sobre ella, pero también el de los de la mujer, fríos y críticos. Cuando estaba apenas a un par de escalones de distancia, la voz agria de la madre cortó el aire:
—Ahora esa ya se anda ofreciendo —murmuró, creyendo que Clara no la oiría, o quizá queriendo que la oyera.
El joven bajó la vista, avergonzado. Clara siguió caminando, erguida, sin voltear, sin detenerse. Pero por dentro, algo se retorció. Un escozor de vergüenza, rabia y tristeza.
No era tonta. Sabía lo que parecía. Sabía lo que provocaba.
Y aun así, no se detuvo.
Cuando Clara cruzó la puerta de la oficina, la atmósfera cambió de inmediato. Lo sintió en las miradas que se desviaban hacia ella. En las conversaciones que bajaban de volumen al pasar. En las sonrisas contenidas de algunos compañeros.
El vestido rojo abrazaba su figura como una segunda piel. El satén brillaba bajo las luces fluorescentes, atrayendo miradas como abejas a la miel. Las medias negras asomaban bajo el dobladillo, rematadas por tacones sencillos pero peligrosamente sugerentes.
Clara avanzó con paso firme hasta su escritorio, fingiendo no notar la tensión que su presencia provocaba.
Y entonces, lo vio. Luis.
Sentado en su cubículo, leyendo unos papeles con aparente concentración, ignorándola por completo. Ni un gesto. Ni una mirada furtiva. Ni una sonrisa cómplice.
Nada.
Clara sintió cómo algo se contraía en su estómago. Había esperado… no sabía qué. Un guiño. Una palabra. Una chispa.
Pero Luis, el mismo que le había mandado mensajes insinuantes, actuaba como si no existiera.
La frustración burbujeó en su pecho, mezclándose con la inseguridad y la rabia. ¿No era eso lo que había querido? ¿No era él quien la había provocado, despertado, tentado?
Clara se mordió el labio inferior, conteniendo la oleada de emociones. Y en ese instante, tomó una decisión peligrosa: Haría que Luis la mirara. Haría que la deseara. Aunque tuviera que incendiarse en el proceso.
Se quitó el abrigo con movimientos lentos, casi teatrales, dejando que el vestido rojo brillara bajo la luz pálida de la oficina. Cruzó la sala hacia la impresora, exagerando apenas el vaivén natural de sus caderas. Se inclinó a propósito para recoger unos papeles del suelo, sintiendo las miradas masculinas clavarse en ella como cuchillos.
Pero no era por ellos que lo hacía. Era por él.
Luis no levantó la vista. No aún.
Clara sonrió para sí misma, con esa mezcla peligrosa de tristeza y desafío.
La cacería apenas comenzaba.
El vestido rojo de Clara se había convertido en una especie de leyenda silenciosa entre los pasillos de la oficina. Cada vez que cruzaba la sala, las conversaciones bajaban de volumen. Las miradas la perseguían, insistentes, descaradas algunas, furtivas otras.
Un par de compañeros de otro departamento se acercaron a su escritorio bajo pretextos absurdos: preguntar por un trámite, pedirle ayuda con la impresora, ofrecerle un café.
Uno de ellos, más atrevido, sonrió al dejarle un papel: «Si algún día te cansas de ser perfecta, avísame.»
Otro, con un tono de humor forzado, murmuró: —¿No deberías ponerte un letrero que diga «peligro de infarto»? —y soltó una risa nerviosa.
Clara respondía con sonrisas educadas, pero su mente estaba en otra parte. No le interesaban ellos. No buscaba su aprobación.
Todo su cuerpo, toda su atención, todo su deseo, apuntaba a un solo hombre.
Luis.
Que seguía allí. Serio. Duro. Frío.
Cerca del mediodía, cuando Luis estaba revisando unos documentos de pie junto a su escritorio, Clara pasó a su lado. El corazón le latía en las sienes. Sabía que era una locura. Sabía que estaba cruzando líneas invisibles.
Y aun así, dejó caer su bolígrafo, como por accidente, justo entre los pies de Luis.
Se agachó lentamente, consciente de cada centímetro que su vestido rojo subía sobre sus muslos cubiertos de medias negras. Su cuerpo curvado hacia adelante, su perfume flotando en el aire como una trampa invisible.
Luis no dijo nada. No hizo ningún comentario. Pero cuando Clara se incorporó, lo sorprendió mirándola.
Una mirada lenta. De pies a cabeza. Como quien evalúa un tesoro prohibido. Como quien calcula el precio del pecado.
Sus ojos se encontraron por un instante que pareció eterno. Después, Luis simplemente volvió a sus papeles, como si nada hubiera pasado.
Pero Clara sabía. Oh, sí, sabía. La grieta en su coraza había aparecido.
A la hora de salida, el cielo estaba teñido de tonos grises y violetas, presagio de una tormenta lejana. Clara salió de la oficina con un cigarro en mano, fumando lentamente bajo el toldo del edificio. El humo ascendía en volutas perezosas, mezclándose con el aire pesado de la tarde.
Estaba perdida en sus pensamientos, mirando las luces de los autos pasar, cuando sintió una presencia a su lado. Luis.
No dijo nada. No pidió fuego. No hizo comentario alguno.
Simplemente le deslizó un pequeño papel entre los dedos libres de su mano.
Cuando Clara abrió la nota, encontró una única línea, escrita con la caligrafía apretada y firme de Luis:
«Cena en mi casa. Viernes. 8 PM.»
Sin firma. Sin explicación. Sin preguntas.
Una invitación. Una provocación. Un desafío.
Cuando alzó la vista, Luis ya se alejaba calle abajo, las manos en los bolsillos, el cuerpo relajado, como si acabara de firmar un contrato inevitable.
Clara sintió el corazón golpearle en las costillas. El cigarro se consumió entre sus dedos olvidados.
El cielo, que había amenazado todo el día con estallar, finalmente cedió. Las primeras gotas cayeron tímidas, pero pronto se transformaron en una cortina gruesa y persistente.
Clara caminaba con paso apurado, el abrigo apretado contra su cuerpo, pero inútil contra la fuerza repentina de la lluvia. En cuestión de minutos, el agua caló su ropa, el vestido rojo adhiriéndose a su piel como una segunda capa brillante.
Cada curva, cada línea de su figura, quedaba ahora delineada con una precisión indecente. Su cabello, empapado, goteaba pequeños ríos sobre su cuello y clavículas expuestas.
Bajo el delgado satén mojado, sus pezones se marcaban con descarada claridad, endurecidos por el frío y la humedad, tensando la tela en dos pequeños puntos que latían como un recordatorio involuntario de su vulnerabilidad y de su deseo callado. Cada paso apresurado la hacía más consciente de su propio cuerpo, prisionera de una piel que ya no podía esconderse.
Clara apretó el paso, sintiendo las miradas furtivas de los pocos transeúntes que compartían su ruta hacia el edificio.
Cada paso era una batalla entre la incomodidad y una chispa de algo más oscuro: El conocimiento de su propio poder. La certeza cruel de que, al menos en ese momento, nadie podía ignorarla.
Al llegar a la entrada del edificio, empapada hasta los huesos, Clara forcejeó con las llaves, las manos temblando por el frío y la ansiedad. El pasillo interior olía a humedad rancia y a concreto mojado.
Pensó que podría escabullirse directo a su departamento sin toparse con nadie. Pero el destino, como siempre, tenía otros planes.
Al pie de las escaleras, bajo la luz mortecina de un foco parpadeante, estaba Don Marcos. El viejo vecino, con su cigarrillo a medio apagar en los dedos, los ojos fijos en ella como dos brasas encendidas.
Cuando la vio, sus labios se entreabrieron apenas. No dijo nada. No necesitaba.
La mirada de Don Marcos recorrió el cuerpo de Clara de arriba abajo, lenta, devoradora, bebiéndose cada detalle del vestido rojo pegado a su piel, del cabello goteando, de los muslos delineados por las medias negras brillantes bajo el agua, los pezones marcados los cuales estaban bien levantados.
Un leve temblor recorrió a Clara, mezcla de frío y de excitación. Se ajustó el abrigo empapado contra el pecho, bajó la mirada y cruzó hacia las escaleras.
Pero cuando pasó junto a él, pudo sentir —sin verlo— que Don Marcos contenía la respiración, que el cigarro temblaba en sus dedos arrugados.
La deseaba. La deseaba como un hombre hambriento ante un banquete prohibido.
Clara subió las escaleras con el corazón retumbándole en los oídos. Cada paso era una huida, una negación, una provocación.
Al cerrar la puerta de su departamento, se recargó contra ella, sintiendo el agua fría resbalar por su piel, pero el calor creciendo dentro de su pecho. Su reflejo en el espejo del pasillo le devolvió la imagen de una mujer que ya no podía fingir ignorancia.
Era deseada. Era peligrosa. Y era, aunque le costara admitirlo, parte activa de todo aquello.
Dentro del departamento, Clara dejó caer el abrigo empapado sobre el respaldo de una silla. El vestido rojo, aún pegado a su cuerpo, era un recordatorio brutal de todo lo que había despertado en las últimas horas.
Caminó descalza hacia el espejo del pasillo. Se detuvo frente a él, observando cada curva dibujada bajo la tela mojada, cada sombra, cada promesa muda.
La mujer que la miraba desde el otro lado del vidrio no era la misma que había llorado en la madrugada. Era alguien nuevo. Alguien peligroso.
Se abrazó a sí misma un momento, cerrando los ojos, permitiendo que la sensación de deseo, culpa y poder creciera dentro de su pecho.
Mañana sería otro día. Mañana tendría que enfrentar las miradas, los juicios, las decisiones que ya no podría deshacer.
Pero esta noche, aunque fuera sólo por esta noche, Clara era dueña de sí misma.
Y en algún rincón oscuro de su mente, muy lejos del miedo, sabía que no pensaba detenerse.
pd:holaaa, yo de nuevo, decide darle un reinició a todo y espero que esta historia les guste, es lago que se va cocinando a fuego lento, asi que si buscas acción luego luego, esta historia no es, pero aun asi te invito a darle una oportunidad 🙂