Nunca pensé que el mensaje de Anita esa noche me cambiaría tanto las cosas.

“Che, ¿qué hacés esta noche? Euge y yo estamos tomando algo. Si te pintan unas birras, venite…”

Nada fuera de lo normal. Habíamos salido los tres varias veces. Euge, su novia, era intensa, de mirada filosa y sonrisa pícara. Siempre me había parecido increíble. Morena, tatuada, con ese aire desafiante que te hace dudar si querés hablarle o que te hable ella primero. Sabía que era lesbiana de toda la vida, pero cada vez que me miraba más de la cuenta, me costaba no imaginar cosas.

Esa noche, en el departamento, todo estaba distinto.

Euge estaba más suelta que nunca. Anita se le sentaba en las piernas, le susurraba cosas al oído. Euge la tocaba sin disimulo, y yo no podía dejar de mirar. En un momento, Anita me miró y me tiró una sonrisa cómplice.

—Che, ¿vos te quedarías si te proponemos algo indecente? —dijo, medio en joda.

—Depende qué tan indecente —le respondí, sintiendo cómo se me aceleraba el corazón.

Euge me miró fijo. Se paró, vino hasta mí y se me sentó encima. Su boca a centímetros de la mía.

—Nunca estuve con un hombre —me dijo—. Pero Anita me habló de vos. Y hoy tengo ganas de probar.

Anita ya estaba desnudándose cuando Euge me mordió el cuello.

No hubo más palabras.

Las manos volaban. Euge bajó mi pantalón sin miramientos mientras Anita se arrodillaba frente a mí, lamiendo con lentitud. Euge se sentó en mi cara, húmeda, exigente, y no paró de gemir mientras Anita me comía como si me hubiera estado esperando semanas.

Fue crudo, salvaje. Anita se montaba sobre mí mientras Euge se sentaba sobre su cara. Las dos gemían, se tocaban, me usaban. No había ternura, había hambre. Y yo era el festín.

Después del polvo, mientras las dos fumaban en la cama, sentí que algo se había roto… o abierto.

Y no iba a terminar ahí…