Capítulo 2
No hay placer más exquisito que aquel que se roba a la moral, que se arranca de las fauces de lo prohibido con la ferocidad de una bestia hambrienta. Yo, Mónica, a mis 45 años, he saboreado el fruto más dulce y perverso que la naturaleza puede ofrecer a una madre: la semilla de mi propio hijo.
La primera vez que sus ojos, con la inocencia de sus 18 años aún en el arte del sexo, se clavaron en mí con esa mezcla de terror y fascinación, supe que había cruzado un umbral del que no habría retorno.
Fue en aquel atardecer sofocante, cuando el aire olía al intenso incienso de vainilla y las sombras se alargaban como dedos ansiosos. Él estaba sentado en el tresillo, con su cuerpo juvenil tenso bajo la camisa, los músculos definiéndose bajo la tela cada vez que respiraba. Yo me acerqué, fingiendo casualidad, y dejé caer mi mano sobre su pecho.
—Mamá… —murmuró, con una voz quebrada, como si ya supiera lo que iba a pasar y, sin embargo, no tuviera fuerzas para detenerme.
—Shhh… —susurré, trazando círculos lentos sobre la tela de su camisa, sintiendo el calor que emanaba de él—. Solo estoy… acariciándote. Nada más.
Él tragó saliva, sus pupilas se dilataron.
—Esto no está bien… —protestó débilmente, pero su cuerpo lo traicionaba.
—¿Por qué no? —me incliné, dejando que mi aliento rozara su oreja, comenzando a abrir su camisa —. ¿Acaso no te gusta?
Un gemido escapó de sus labios cuando mis dedos se deslizaron más bajo, rozando el borde de su pubis. Podía ver su erección palpitando bajo la tela del pantalón, con su cuerpo tenso como un arco a punto de romperse.
—No deberíamos… —intentó de nuevo, pero sus manos se aferraron al los posa brazos, como si temiera que, si las movía, ya no podría controlarse.
—Pero quieres… —afirmé, deslizando mi mano sobre el bulto que se marcaba en su entrepierna—. Lo sé. Lo siento.
Él jadeó, arqueándose levemente hacia mi mano.
—Mamá, por favor…
—Dime que pare —reté, apretando ligeramente su polla —. Dímelo y lo haré.
Calló. Su silencio fue más elocuente que cualquier palabra.
Y entonces, como una sacerdotisa de lo profano, me arrodillé ante él, desabroché su pantalón y me incliné hacia su erecta ofrenda, empapando mi olfato de ese inconfundible olor, y lo bese delicadamente. El primer contacto de mis labios con su piel lo hizo gemir, un sonido entre el éxtasis y la culpa.
—Dios… —murmuró, hundiendo los dedos en mi pelo, tirando sin querer, como si luchara entre empujarme lejos y atraerme más cerca.
Yo sonreí, saboreando ya no solo su cuerpo, sino su rendición. Porque en ese momento, ambos éramos cómplices de algo que jamás podría confesarse.
Y era delicioso
El glande, rosado y tenso, brillaba bajo la luz tenue del salón, como una fruta madura a punto de ser devorada. Mis labios, curtidos en mil batallas de placer, se cerraron alrededor de su cabeza con la precisión de una serpiente que engulle su presa. Un gemido escapó de su garganta, un sonido que alimentó mi lujuria como leña al fuego.
—Mamá… —jadeó, sus manos aferrándose a los cojines del sofá con fuerza—. No puedo… no puedo pensar cuando haces eso…
—No quieres pensar —corregí, deslizando mi lengua por el surco sensible bajo su glande—. Y no tienes que hacerlo.
Bajé lentamente, sintiendo cada pulgada de su tronco viril deslizarse entre mis labios, mientras mi lengua danzaba sobre las venas que latían con furia. Su piel sabía a sal y deseo, a juventud y pecado. Mis manos, mientras tanto, acariciaron sus testículos, esos guardianes del néctar sagrado, y al rodearlos con mis dedos, sentí cómo se contraían, mientras mi hijo respiraba de forma acelerada.
—Dios… —gruñó, arqueando la espalda—. Así… no pares…
—¿Te gusta? —pregunté, sabiendo la respuesta, pero queriendo oírla, queriendo que la admitiera en voz alta.
—Sí… —susurró, avergonzado pero incapaz de mentir—. Demasiado.
Con los labios aún húmedos por el sabor de su piel, sonreí contra la base de su hinchada polla, sintiendo el temblor de sus músculos bajo mi boca. Mis dedos acariciaron la base de su escroto, apreciando el peso de sus testículos antes de llevarlos a mi boca uno por uno, recorriéndolos con la lengua como si fueran uvas de una vid prohibida. Los chupé con devoción, saboreando la textura aterciopelada, la tensión que acumulaban cuando él contenía la respiración. Cada gemido suyo vibraba contra mis labios, cada movimiento involuntario de sus caderas delataba su desesperación.
Pero no eran sus testículos lo que yo más anhelaba.
Dejé escapar un suspiro caliente contra su piel y ascendí sin prisa, sin despegar mi lengua de ese camino que iba desde la base hasta la punta palpitante. Cuando llegué al glande —hinchado, rojizo, con esa forma tentadora que me recordaba a una fresa madura—, me detuve para relamerme los labios, disfrutando del espectáculo. El líquido brillaba en el orificio como rocío, y no pude resistirme.
— Mira cómo me espera — pensé, antes de inclinarme y envolverlo con mis labios, sorbiendo lentamente, como si quisiera extraerle cada gota de su esencia.
Él gritó, un sonido ronco y quebrado, y sus caderas se elevaron del cojín, empujando su carne más adentro de mi boca. Mis manos se aferraron a sus muslos para sostenerlo, para controlar ese ritmo animal que amenazaba con romper mi juego.
— Así no, mi amor — musité contra su piel, clavando las uñas levemente en su carne. — Yo decido cuándo y cuánto.
Pero él no podía evitarlo. Sus dedos se enredaron en mi pelo, tirando con una mezcla de súplica y dominio, mientras su voz repetía mi nombre entre jadeos.
— Más… por favor, más…
Y yo, cruel y generosa a la vez, le complací. Devolví mi boca a él, ahogando mis propios gemidos en su piel. Sabía que no tardaría en reventar, en llenarme de ese néctar que tanto deseaba probar. Pero, no me apresuraría.
—Joder… —maldijo entre dientes, los músculos de su abdomen tensándose—. Voy a… no puedo aguantar…
—No lo hagas —ordené, despegándome por un instante solo para ver cómo sus ojos se oscurecían de frustración—. No todavía.
—Pero… —protestó, casi suplicante.
—Shhh… —me llevé un dedo a los labios, manchados de su esencia y apreté su polla con mi mano, con la suficiente fuerza como para que mi hijo se tensara— Esto es mío. Y yo decido cuándo te dejo terminar.
Él tragó saliva, obediente y desesperado a la vez, mientras yo volvía a inclinarme, decidida a extraer cada gemido, cada temblor, cada gota de su rendición. Porque esto no era solo placer.
Era conquista.
Ajusté mis labios alrededor de su miembro con una presión más que estudiada, justo lo suficiente para hacerle sentir el calor húmedo de mi boca antes de descender con determinación. Su carne, gruesa y palpitante, desapareció dentro de mí, empujando más allá del límite donde la mayoría hubiera retrocedido. Pero yo no era como las demás. Mi garganta, entrenada en el arte de la felación, se abrió para él, relajada y obediente, sin un solo espasmo de resistencia.
El contraste era exquisito: la firmeza de su magnífica polla, tan joven y tensa, desvaneciéndose en la profundidad de mi ser, mientras mis músculos se adaptaban a su forma, envolviéndolo en un abrazo sofocante. No había lucha, solo entrega absoluta. Un gemido gutural vibró en su pecho cuando la base de su falo finalmente rozó mis labios, su pubis presionando contra mi nariz con un contacto que olía a deseo puro, a piel joven y a la esencia masculina que impregnaba el aire. Mis pestañas, cargadas de rímel, rozaron su abdomen inferior, dejando un rastro casi imperceptible sobre su piel sudorosa, marcando el territorio que ahora me pertenecía.
Podía sentir cada detalle, el rápido latido de su corazón transmitiéndose a través de las venas de su miembro, la tensión eléctrica de sus músculos cuando sus dedos se enredaron en mi cabello, no para guiarme, sino para anclarse, como si temiera que el placer lo arrastrara lejos de sí mismo. La saliva acumulada en las comisuras de mis labios brilló bajo la luz tenue, mezclándose con el líquido que brotaba de él en pequeñas gotas translúcidas, un anticipo del néctar que pronto exigiría en su totalidad. Los quejidos de mi garganta y el húmedo sonido que provocaba en ella se mezclaban con entrecortados suspiros.
Y entonces, con un movimiento casi imperceptible, me retiré lentamente, sintiendo cómo su piel, sensible y ardiente, se deslizaba contra mi lengua antes de volver a hundírmela, más profunda esta vez, meneando mi cabeza como si quisiera demostrarle que ningún centímetro de él escaparía a mi devoción.
Mis ojos no se apartaron de los suyos, quería que viera cómo su madre se convertía en su devoradora, en su diosa.
—Mírame —ordené con voz ronca, despegándome solo lo suficiente para que las palabras resonaran antes de volver a alojarla en mi garganta —. Mírame mientras te chupo la polla.
—¡Mierda…! —gritó, sus dedos enterrándose en mi pelo con urgencia salvaje—. No voy a… no voy a durar…
—No importa —susurré contra su glande, sintiendo cómo temblaba—. Esta vez no te contengas.
Entonces, comenzó el frenesí.
Mi cabeza se movió con furia salvaje, un ritmo animal que no buscaba placer, sino posesión. Cada descenso de mis labios era un acto de dominación, succionando con avaricia, como si quisiera extraer no solo su semilla, sino su voluntad, su inocencia, su alma entera. Mis uñas, se clavaron en sus muslos con suficiente fuerza para dejar marcas de arañazos, pequeños recordatorios de quién lo había reclamado. No eran caricias, eran sellos de propiedad, señales que gritarían en silencio cada vez que su piel rozara la tela de sus pantalones al día siguiente.
Cada embestida en mi garganta era una afirmación, un «esto es mío». Mi lengua, experta en el arte de la profanación, sobresalía de mi boca haciendo que su glande golpeara la campanilla sin oposición. Él jadeaba, sus músculos estaban tensos como sogas a punto de romperse, sus manos perdidas entre mis mechones, tirando sin control, como si no supiera si quería empujarme más profundamente o alejarme antes de que lo absorbiera.
Y entonces, en medio de aquella blasfemia de jadeos y húmedos gorgoteos—¡oh, sublime catástrofe!—su cuerpo se arqueó, un quejido desgarrador escapó de su garganta con su polla enterrada en la mía. El primer chorro de su semen estalló tan adentro que tuve que tragarlo, caliente y espeso, una oleada de placer y pecado que inundó mis sentidos. El sabor era diferente a todos los demás, más allá de lo meramente físico—era la esencia misma de lo prohibido, la confirmación de mi obscenidad. La textura viscosa se adhirió a mi lengua, a mi paladar, a mis dientes, mientras seguía succionando,
Un gruñido animal escapó de mis propios labios mientras deslicé su polla fuera de mi boca, deleitándome en la forma en que su cuerpo se sacudía, en cómo sus músculos se tensaban bajo mi dominio. Pero no me conformé con su sabor.
Quería más.
Quería ver, sentir, sufrir bajo el torrente de su juventud.
Me retiré apenas lo suficiente para que los siguientes disparos impactaran contra mi rostro. Chorros de un intenso blanco y ardientes salpicaron mis mejillas, mi mentón, mis párpados. Cerré los ojos un instante, saboreando la humillación, la degeneración de verme bañada en el fruto de la virilidad de mi propio hijo.
—Dios… mamá… —jadeó él, mirándome con una mezcla de horror y fascinación mientras su semen goteaba por mi barbilla—. Estás… estás…
—¿Preciosa? —completé con una sonrisa lasciva, pasando un dedo por mi mejilla y llevándomelo a la boca con deliberada lentitud.
Él sonrió entrecortadamente, sus ojos siguiendo cada movimiento de mi lengua limpiando su abundante corrida de mi piel.
—Esto no se termina aquí —murmuré, inclinándome de nuevo para limpiar con mi boca lo que quedaba de su orgasmo en su falo aún palpitante—. Solo es el principio.
Y en sus ojos, entre el remordimiento y la lujuria, supe que estaba perdido.
Como yo.
Como ambos.
FIN
Sígueme en X, ahí publico las portadas y más contenido: x.com/Zaphyre_85