Capítulo 1

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El tenedor choca contra el plato, un sonido metálico que corta el silencio como un cuchillo. Mi marido mastica con la boca abierta, los ojos clavados en la pantalla del televisor, donde un presentador vocifera noticias que a nadie le importan. A mi lado, mi hijo empuja la comida con el cubierto, fingiendo interés en el puré de papas. Pero yo sé. Oh, sí, yo sé adónde va su mirada cuando cree que nadie lo nota.

Bajo la mesa, aprieto los muslos. Mi coño late como un corazón extra, hinchado, hambriento. Cada vez que mi hijo inclina la cabeza, cada vez que sus labios se humedecen al beber, siento el calor treparme por el vientre. Mi ano palpita también, un cosquilleo perverso que sube por mi espina dorsal, recordándome lo vacía que estoy cuando no está dentro de mí.

Terminamos de comer. Mi marido se levanta sin una palabra, dejando el plato sucio sobre la mesa. Se ajusta el cinturón, gruñe algo sobre el trabajo y tumba en el sofá. Mi hijo se queda en el comedor, escuchando música, pero sus ojos—oscuros, herederos de los míos—me siguen mientras me retiro.

—Voy a dormir la siesta—digo, y mi voz suena demasiado ronca, demasiado fingida.

No espero respuesta. Subo las escaleras sintiendo cómo la humedad me corre por los muslos, cómo mis tetas oscilan, los pezones duros rozando contra el sostén. En el dormitorio, las cortinas están cerradas, la habitación sumergida en una penumbra dorada. No me molesto en encender la luz.

Las sábanas son frías al tacto, contrastando con mi calentura. En segundos, estoy desnuda, las piernas abiertas, con los dedos hundiéndose en mi coño empapado. Jadeo, arqueo la espalda, imaginando que son sus dedos, no los míos, los que me abren, los que juegan con mi clítoris hinchado.

—Ay, Dios…—susurro, mordiendo el labio.

Todo el día, un deseo impío me corroe, un anhelo que no es nuevo pero que cada vez arde con más furia: la carne de mi propio hijo. No es hambre, no es capricho, es la lujuria en su forma más pura, más depravada, más exquisita.

Soy una mujer madura, sí, pero mi cuerpo aún responde al llamado de la lascivia con la ferocidad de una fiera en celo. Y él, mi vástago, mi creación, es el manjar que mi boca, mi coño, mi culo, reclaman con desesperación.

Entonces, por fin, escucho la puerta de la calle cerrarse. Mi marido, pobre imbécil, se marcha a trabajar ignorante de nuestro pecado. Y si lo supiera, ¿qué haría? ¿Gritar? ¿Llorar? ¿Matarnos? No importa. Nada podría detener esta danza perversa que repetimos cada tarde, cuando el sol mantiene a todos en casa, reposando los almuerzos, cuando el sol se cuela entre las cortinas de mi dormitorio y su sombra se desliza hacia mi habitación.

El sonido del pomo girando congela el latido de mi corazón. Mi piel se eriza, mi respiración se acelera, mi coño palpita, húmedo y ansioso. La puerta se abre, y allí está: su torso desnudo, marcado por el sudor del verano, su olor a macho joven, fresco y salvaje, inunda el aire. Mis labios se separan, mi lengua se desliza sobre ellos, anticipando el sabor de su piel.

Él cierra la puerta con ese gesto de complicidad que ya conozco demasiado bien. Se acerca, y mis ojos recorren su cuerpo como buitres sobre la carroña. Cada músculo, cada vena, cada latido bajo su piel me pertenece. Y ahí, aprisionada por el tejido de su pantalón, está su polla, dura, arrogante, exigiendo su derecho a penetrarme.

No hace falta que hablemos. Mis dedos tiemblan mientras me acerco, mientras mi boca se abre como un sepulcro dispuesto a devorarlo. La primera lamida a sus peludos huevos es un ritual, la primera succión a su hinchado glande, un juramento. Él gime, sus manos se entierran en mi pelo, guiándome con esa mezcla de ternura y dominación que me vuelve loca.

Su falo entra en mi boca, empujando, jugando, ensuciándome la lengua con el sabor de su líquido preseminal. Me obliga a tragar más, más, hasta que mi garganta se abre como un pozo sin fondo, hasta que siento su punta golpeando mi esófago desde dentro. Mis lágrimas resbalan, mi rostro se tuerce con cada arcada, y el aire se vuelve denso, cargado de nuestros jadeos.

Pero hoy no quiero conformarme con mi boca. Hoy quiero más.

Me aparto, con la boca brillante de saliva, y voy al tocador. De un cajón saco un pequeño frasco, un lubricante anal, frío al principio, pero que pronto se calentará con el fuego de mi pecado. Lo esparzo dentro de mi ojete, sintiendo cómo mi culo se estira, cómo mi cuerpo recibe mis dedos con esa mezcla de dolor y placer que tanto me excita.

Vuelvo a la cama, me arrodillo, ofreciéndome. Mi coño gotea, mi culo late, ansioso por ser llenado. Él lo sabe. Sus manos agarran mis caderas, sus dedos juegan con mi ano, ya relajado por el lubricante, pero aún apretado, aún tembloroso en su esencia más profunda.

—Mamá —susurra, y esa palabra, cargada de tabú, me electriza.

La punta de su polla presiona, y luego, con un empujón lento pero implacable, entra. Un grito ahogado, un espasmo, una rendición. Me penetra, me posee, me convierte en su puta, en su esclava, en su madre degenerada. El lubricante dentro de mí facilita ligeramente cada embestida, pero cada golpe, cada latido de su polla dentro de mi culo me provoca un dolor agudo que intento mitigar con mis dedos masajeando mi hinchado clítoris.

El ritmo se acelera. Ya no hay pensamiento, solo carne, sudor, fluidos. Sus manos me marcan las blancas carnes de mis nalgas, sus gemidos me perforan, su fierro mastil me destroza y me reconstruye una y otra vez. Siento que me desgarro, que me rompo, que muero y revivo. Y entonces, el éxtasis.

Su semen inunda mi interior, caliente, espeso, pecaminoso. Mi cuerpo se sacude con un orgasmo que parece no terminar nunca, que me arrastra al abismo y me devuelve totalmente fuera de mi.

Cuando termina, me giro, tomo su semen con mis dedos y me lo llevo a la boca. El sabor es salado, amargo, delicioso. Él me mira, y en sus ojos veo el mismo fuego que arde en los míos.

Nos besamos, y en ese instante, somos iguales: dos depravados, dos monstruos, dos amantes.

La noche cae, pero yo solo pienso en la próxima siesta, en la próxima vez que su polla me abra, me llene, me haga sentir lo que soy. Porque esto es lo que soy ahora: la puta de mi hijo, su juguete, su entretenimiento favorito.

Y no hay nada en este mundo que desee más.

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