Capítulo 18

  • Se trata de un convento de monjas. Allí doy misa y confieso, ellas tienen una hospedería fuera del convento. – me comentó.
  • ¿Monjas?
  • Si, se trata de un convento que recoge novicias de familias desestructuradas o que han acabado en prisión por diferentes motivos, mujeres que por fin encuentran la devoción y el buen camino y ayudan a las familias más necesitadas y con el tiempo se ordenan como hermanas de la congregación.
  • Entiendo…
  • La madre superiora es muy buena y te dejará una habitación por unos días. No suelen alojar hombres, pero tratándose de un sacerdote que viene de lejos y recomendado por mí…
  • Muchas gracias, padre, es usted muy amable y se lo agradezco en el alma. Siempre me ha tratado con tanto afecto…
  • Es lo que mereces muchacho.

Don Manuel me acompañó al convento. Por suerte nos encontramos con la madre superiora que salió a nuestro encuentro en el patio. Esperaba ver a religiosas muy encerradas en su mundo, clausura y voz de silencio, como muchos monasterios que había visto, pero aquella superiora, era amable y simpática y bastante joven, teniendo en cuenta de que la mayoría de las abadesas a las que había conocido eran mujeres de avanzada edad.

Aquella monja, que no llegaría a los cuarenta años con una cara como la porcelana y unos ojos azules realmente impresionantes, que al mirarlos te cegaban, resultaba poderosamente atractiva, a pesar de su hábito. Al mirarla no pude más que abrir mi boca. La belleza de esa mujer era superlativa y el hábito le sentaba como el mejor vestido, del más prestigioso modisto de Milán. Aquella mujer, lejos de lo que yo había pensado a priori, antes de cruzar aquel patio, me había impresionado mucho y no sé por qué pensé que yo a ella también. Naturalmente aquello formaba parte de mi mente perversa, pues esa mujer no debía mirarme como yo a ella.

Don Manuel nos presentó, nos dimos cordialmente la mano y ofreciéndose para lo que pudiese disponer se marchó a su despacho.

  • Ella es sor Martina, él es don Ángel.

Me quedé pasmado notando esos finos dedos en mi mano y esa dulce cara angelical, que me miraba con descaro y cuando desapareció por el largo pasillo, Don Manuel me dijo:

  • Cierra la boca muchacho, que nos vas a dejar sin aire.
  • Perdone padre, me impresionó esa belleza.
  • No es para menos hijo, no es para menos, parece la mismísima virgen María.

Mi mente no iba por esos derroteros… había dibujado su cuerpo desnudo, queriéndolo entrever bajo su pardo hábito, que dejaba adivinar unas impresionantes curvas. Su altura y su porte, junto con su hermoso rostro eran dignos de admirar. Mi mente soñaba con su cuerpo desnudo, voluptuoso, como se adivinaba bajo esa leve túnica. Tuve que caminar con disimulo, pues mi erección había vuelto a las andadas. Parecía todo en mi contra, yo queria cambiar de actitud. Esta vez la superiora me la había puesto dura, con aquellos labios gordezuelos que imaginaba comiéndome la polla, mientras me miraba con esos atrapantes ojos.

  • Dígame don Manuel, esa monja… sor Martina, ¿no es demasiado joven para ser la superiora?
  • Si, bueno, supongo que es por amistad, vino recomendada por varias personas influyentes.
  • Vaya, ¿entonces ella no proviene de barrios humildes?
  • No, ella no. Su familia tiene muchos contactos, incluido algún Cardenal.
  • Vaya, ahora tiene sentido.

Don Manuel me fue enseñando las distintas partes del monasterio, donde emergía un gran claustro central en el que varias monjas se entretenían regando las flores. Por sus vestimentas blancas deduje que se trataba de novicias sin ordenar.

Justo en el momento en el que don Manuel se disponía a enseñarme la capilla para dar confesión, se retorció y se agarró las tripas.

  • Vamos un momento a tu cuarto, creo que he de ir al baño. – me dijo apurado.

Llegamos a la que iba a ser mi habitación y raudo don Manuel corrió hacia el baño.

  • ¿Necesita algo padre? – le dije detrás de la puerta.
  • No, hijo, pero no voy a poder moverme en un rato. Busca la capilla y procede a confesar a las novicias, creo que alguna ostra me sentó mal.
  • ¿Pero yo? ¿Está seguro?
  • Claro, la mayoría hablan castellano y además italiano que tu dominas. No tengas miedo, tu confiesa sus pecadillos y se algo estricto, eso les hace ser más devotas.
  • ¿Pero confesar…?
  • Ya lo haces muy bien en Sevilla y éstas mujeres apenas tienen pecados, te resultará muy sencillo.

El pobre hombre no sabía de mis confesiones en España, de lo que en ellas sucedía. Yo me maldecía por sentir que le traicionaba, debía retomar el camino correcto.

Busqué la capilla, entré en la sacristía y me puse la estola para empezar las confesiones. Intenté serenarme, porque no resultaba fácil ver a todas esas mujeres, la mayoría muy jóvenes, mirándome con devoción, pero yo veía que lo hacían con pasión. Aquellas caritas de ángeles que parecían no haber roto un plato en su vida, todas vestidas igual, con sus hábitos blancos de novicias. Resultaban impactantes para mi mente retorcida, yo las desnudaba en mi cabeza mientras oraban. Algunas arrodilladas con una vehemente expresión, mostraban lo ajustado de sus hábitos marcando sus tersos culos sobre la fina tela. Por fin llegó el turno de pasar por el confesionario, ahora podria relajarme.

Varias novicias pasaron por él, confesando pequeños pecados propios de la edad y de la inexperiencia. A pesar de que alguna venía de familias con problemas, era cierto que todas parecían haber encontrado la fe. Hubo confesiones de todo tipo, pero casi todos pecados demasiado banales, yo diría que, hasta aburridos, creo que o eran unas santas o simplemente me mentían, pero yo no era el más indicado para juzgarlas.

Fue casi al final, cuando una novicia llorando me sorprendió arrodillándose en el confesionario.

  • Ave María purísima, padre… snif, snif
  • Sin pecado concebida. ¿Qué te aflige hija para provocar tu llanto? – le pregunté adivinando su rostro a través del enrejado que separaba nuestras cabezas.
  • Verá padre, hace pocos días que llegué al convento y yo vengo de un pueblo muy pequeño, donde la vida aún sigue los cánones antiguos y llegar aquí, al convento a la capital, como que me ha trastocado un poco.
  • No te apures y cuéntame despacio. ¿Cuál es tu nombre hija?
  • Me llamo Concetta, padre.

Entendí, tal y cómo me había contado Manuel que aquellas chicas, venían de lugares diversos, algunas de barrios con delincuencia y otras de pueblos, como el mío, en el que no había demasiadas opciones para salir adelante y por eso las enviaban al convento. Por un momento recordé como yo, con esos mismos miedos, abandoné mi casa familiar.

  • Bueno, hija, eso es normal, si te sirve de consuelo yo pasé por una situación parecida, pero verás cómo rápidamente te vas haciendo a esto. Eres muy joven todavía. ¿Qué edad tienes?
  • Acabo de cumplir los 19.

Desde luego esa chiquilla dulce aparentaba incluso menos, con esa carita de porcelana, parecía una mujer excesivamente frágil.

  • Cuéntame, ¿qué es eso que tanto te preocupa?
  • No sé, es que me da algo de apuro… no se lo he contado a nadie. No sé si me atreveré a confesárselo.
  • Claro, dime, estás en confesión, no temas nada.
  • Verá, es que aquí en el convento es todo muy distinto a cómo lo había imaginado.
  • Es lógico… Las costumbres, los rezos, la vida más austera…
  • No, si eso lo entiendo.
  • ¿Entonces?
  • Es que veía que mis compañeras no dejaban de decirme que no me preocupara con la superiora, cuando tuviera la primera visita.
  • ¿Y qué problema había con ir a visitar a sor Martina?

Ella dudó.

  • Vamos hija…
  • Ayer la madre superiora quiso verme desnuda, para lo que me llamó a su despacho.
  • ¿Cómo es eso hija? No entiendo, ¿por qué quería verte desnuda?
  • Pues le cuento padre, ella me llamó a su despacho sobre las diez de la noche y me dijo que era muy guapa y tenía un bonito cuerpo que quería ver entero.
  • ¿Qué?

Alucinaba cuando escuché eso de la joven Concetta. Y luego siguió confesándome.

  • Yo me asusté, nunca había mostrado mi cuerpo a nadie, además eso es pecado. Pero como no sabía las costumbres de aquí, pensé que era algo más o menos normal y me desnudé.
  • Desconozco los motivos que llevaron a Martina para querer apreciar tu desnudez.
  • Yo tampoco sabía… pero me quité el hábito y la madre superiora se me acercó y acarició mis pechos.
  • ¿Y cómo reaccionaste?
  • No sé, me sentí rara y noté que mis pezones se pusieron duros y ella me miraba y sonreía.

Mi polla se tensó al instante, pues, aunque aquello no me parecía ni medianamente normal, imaginar a Concetta desnuda y siendo acariciada por Sor Martina, me tenía en éxtasis, dos bellezas comiéndose…

  • La verdad es que sentí algo dentro de mí, no sé padre, mi sexo se inundó.
  • Eso es algo natural. —dije, porque imaginar ser acariciado por Sor Martina, con esas suaves manos, debía ser celestial y notaba como mi polla comenzaba a gotear bajo mis pantalones.
  • Pero, eso es pecado padre, no hay que sucumbir a los placeres de la carne.
  • Puede ser hija, puede ser, pero cuenta, cuenta. Veamos la gravedad de los hechos.

Aquello se estaba poniendo interesante y no sabía muy bien los motivos de Sor Martina, pero me estaba pareciendo que era más perversa que yo mismo.

  • Pues la madre acarició mis pechos, bajó por mi cintura acariciando mi culo y buscó mi sexo con la mano.
  • ¿Tu sexo? – pregunté algo alterado.
  • Si, ya sé que eso es intocable, pero yo temblaba padre y mi sexo cada vez se mojaba más. Me tiró de los pelos y me dijo que volviese hoy con el pubis rasurado que no quería ver esa mata de vello.

Yo tragaba saliva, viendo a aquellas dos mujeres en esa situación que relataba la joven inexperta y asustada.

  • ¿Y qué pasó?
  • Pues he obedecido. Me parecía extraño que la madre me pidiese eso, pero supongo que es algo que hemos que hacer todas, aunque no sé el motivo, pero yo de momento, cumplí lo que ella me pidió.
  • ¿Te has rasurado tu pubis?
  • Sí, padre. No queda ni un pelito
  • Bien, el voto de obediencia, ¿no? – dije notando convulsiones de mi miembro.
  • Claro, padre, me lo he rasurado y he sentido cierto placer al hacerlo. Por eso estoy tan confusa también, ¿eso es malo padre?
  • No hija, es algo natural el cuerpo reacciona a las caricias.
  • Pero eso es pecado… mi madre siempre me lo decía, que una mujer decente no puede sentir esas cosas, pero yo no puedo frenar eso, incluso sin tocarme, la mente me juega malas pasadas. ¿Qué hago?
  • Quieres decir, que te pasa más veces hasta sin tocarte.
  • Si.
  • ¿En qué momentos?
  • No sé, cuando pienso en un hombre, mi cuerpo se transforma, incluso cuando uno me mira de esa forma extraña.
  • ¿Te excitas?
  • Si, padre, ¿es pecado?
  • ¿Te pasa con todos los hombres?
  • Bueno, con los jóvenes y atractivos especialmente. Por ejemplo, le veo a usted y lo veo como a un padre, claro y no siento nada.

Me di cuenta de que ella creía estar hablando don Manuel, y el hecho de estar susurrando me permitía seguir haciendo que lo creyera.

  • ¿Te gustaría sentir las manos de un hombre?
  • Si, claro, cuando me tocó la superiora, me gustó mucho, no lo voy a negar, pero claro, si fuera un hombre sería algo más natural… ¿o no?, estoy hecha un lío padre. Ayúdeme.

La chica parecía desesperada y yo cada vez más excitado. Tenía que serenarme…

  • Bien, centrémonos en lo primero que te angustia. Supongo que la madre Martina estará contenta de que hayas sido obediente, ¿no?
  • Eso espero. La veré esta noche.
  • ¿Esta noche volverás al despacho de la madre superiora?
  • Si padre, me dijo que lo hiciera a las diez y que fuese totalmente rasurada. Me dio un hábito nuevo y algo más justo y me despidió con un azote hasta hoy.
  • Pero a las diez estáis todas acostadas, ¿no?
  • Si, por eso quiere verme a mí sola.
  • Lo comprendo. ¿Estás asustada?
  • Si, padre, siento que estoy pecando. Yo sé que la carne nos traiciona.
  • ¿No tuviste experiencias antes de entrar aquí?
  • No, ninguna… bueno, tuve un novio que quería aprovecharse, pero no le dejé porque sé que eso está mal a pesar de que me hubiese encantado, una mujer decente y religiosa no debe hacer esas cosas…

Guardé silencio.

  • Entiendo que eres virgen.
  • Claro, padre. Me hubiese gustado hacerlo con mi novio, pero me lo pensé y sabía que estaba mal, y aun me parece peor entre mujeres, creo que va contra natura. Por eso me siento tan angustiada.
  • Bueno, tú no desesperes y actúa según te dicte tu cuerpo.
  • Pero la madre superiora me da mucho miedo porque quiere que guarde silencio y me asegura, que eso es un gran secreto entre nosotras. Ahora, incluso estoy asustada de confesárselo.
  • Conmigo no tienes nada que temer. Has actuado de buena fe y podré ayudarte.
  • Gracias, padre. Me alivia escuchar eso.

Aquella superiora no estaba haciendo ningún rito propio del convento ni nada parecido, estaba claro que se había quedado prendada con Concetta y le iba a llevar por “otros caminos” … consiguiendo extorsionarla con su poder y aprovechándose de la inocencia de la joven, confundiéndola y amenazándola.

Pensé con rapidez, aquello estaba mal, como lo estaba mi torcida mente queriendo hacer lo mismo con ella, pero era demasiado tentador saber que, si sor Martina era descubierta, la tendría a mi merced, como hacía ella con aquella novicia y vete a saber si con otras muchas, pues la confesión de esa chiquilla lo dejaba claro.

Tendría que verlo de cerca y si lo podía grabar, la madre superiora tendría que aceptar mis condiciones, seria mía para lo que quisiera, sería mi puta, la haría mía y la sometería a mis caprichos. Si ella era capaz de someter a vírgenes inexpertas, ¿cómo no iba a hacerlo yo con ella?, era lo que se merecía.

  • Vamos a ver hija, hoy rezarás cinco actos de contrición, diez avemarías, ocho padrenuestros y un credo.
  • Lo que usted ordene padre.
  • Irás a ver a la madre superiora y dejarás la puerta entreabierta. Yo me encargaré qué después de esta noche no vuelva a molestarte.
  • ¿En serio hará eso por mí?
  • Claro que sí. Ahora ve y recuerda lo que te he dicho. Guarda silencio de todo esto.
  • Si padre, si, no se preocupe y muchas gracias. Le estoy eternamente agradecida.

Terminé mis confesiones con cierto nerviosismo tras aquella conversación y al salir del confesionario Cóncetta aún estaba ahí, rezando su penitencia en uno de los bancos. Al verme su rostro se sonrojó.

  • ¿pero… usted no es don Manuel? – dijo asustada y mirándome de arriba a abajo, ya que sin duda no esperaba que mi apariencia fuera la que tenía delante.
  • No hija estaba indispuesto y tuve que tomar su lugar, ¿te supone algún problema hija?

Ella me miró de arriba a abajo y noté cierto apuro para luego decir:

  • No padre, no, usted es más joven y lo entenderá mejor, eso espero, no se le ocurra decir nada, por favor.
  • Tranquila hija, no diré nada

Noté como se marcaban los pezones de esa muchacha bajo la fina tela del hábito de verano. La miré con ternura y le dije.

  • No olvides dejar un poco abierta la puerta.
  • Descuide padre, descuide. – me dijo y noté como se humedecía los labios con su lengua.

Volví a mi habitación esperando ver a don Manuel y me encontré una nota.

“Perdona hijo, pero he tenido que ir al hospital, seguro que una ostra estaba mala y tengo una intoxicación. Te ruego atiendas mis obligaciones hasta mi regreso”

Joder, si era una intoxicación era para rato, al menos un par de semanas, porque yo había vivido una situación parecida en el seminario.

Bueno ya eran casi las nueve y media, así que me puse la sotana y caminé por el convento buscando el despacho de la directora. Miré en mi bolsillo y encontré el ultimo aparato del demonio, un teléfono móvil. Lo abrí y vi que podía hacer videos y tomar fotografías, justo lo que yo necesitaba. Absorto estaba en el aparato del diablo cuando una voz me sobresaltó.

  • ¿Qué hace por aquí padre? – la suave voz de la madre Martina sucumbía a mis instintos.
  • Pues venía buscándola precisamente.
  • ¿Cómo así?
  • El padre Manuel esta indispuesto y me ha pedido que lo sustituya, si usted no tiene inconveniente.

La madre superiora se me quedó mirando pensativa mientras yo me fijaba en su boca, sus perfectos labios, imaginando como deberían abarcar el grosor de mi verga.

  • No lo tengo, no. Pobre don Manuel, espero se recupere pronto. Es un buen hombre y un buen confesor. Además, es un hombre muy discreto y respetuoso…
  • Claro como debe de ser… pero por ahora tendré que ser yo quien oficie sus misas y quien confiese.
  • Entonces, ¿usted ha sido el que ha confesado hoy?
  • Si, espero que no le importune.
  • No claro… tampoco habrá muchos pecados.

Parecía algo inquieta con eso, pero yo supe salir airado.

  • No, Martina, en este convento son todas ustedes unas santas… apenas hay pecados reseñables.
  • Qué bien. Eso es que estamos haciendo un buen trabajo y encomendando por el buen camino a estas almas descarriadas. – dijo refiriéndose a las novicias.
  • Claro. Pues entonces yo me encargaré de los servicios de don Manuel.
  • Por mi perfecto, padre Angel. Se ve que es usted un buen hombre.

Al decir esto apoyó sus manos en las mías y no supe cómo interpretarlo, pero de algún modo creo que quería hacerme cómplice de sus fechorías o al menos que no la delatara. Ya en la puerta de su despacho nos despedimos, busqué un lugar donde esconderme hasta que llegase Concetta y no me fue difícil, a esa hora todas las novicias estarían durmiendo en sus celdas. Todas, excepto la madre superiora, Concetta y naturalmente, yo.

Cóncetta llegó puntual. Su hábito, era blanco inmaculado, pero extremadamente lujurioso. Se ceñía a sus curvas de una forma escandalosa, pues aquello no era lo que una monja o una novicia pudieran llevar habitualmente, ni muchísimo menos, casi me recordaba a los disfraces que usaban algunas jóvenes en los carnavales, ya que normalmente esas novicias llevaban hábitos austeros, sin embargo, Conceta, lucía ese atuendo más corto de lo normal, más que llamativo y que indicaba que era una futura monja sólo por el velo de su cabeza. Sus pechos lucían erguidos y marcados, como la rotundidad de sus caderas y su armonioso trasero.

La inocente chica llamó a la puerta y una suave y delicada voz la mandó pasar. Reconocí la voz de la madre superiora:

  • Cierra la puerta hija.

Cóncetta se volvió y dejó la puerta casi cerrada. Yo sé que intentaba buscarme en la oscuridad de ese pasillo, pero no se dio cuenta de mi presencia, cuando por fin entró en los aposentos de la madre Martina.

Yo me acerqué con prisa a la puerta y abrí una pequeña rendija que me dejaba maniobrar con mi pequeño aparato del demonio. Puse ese móvil en grabación justo a tiempo.

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