Capítulo 17

El padre Ángel XVII

Luis me hablaba de la suerte que tenía últimamente y me alegré mucho por él… por ambos.

Estuvimos charlando hasta que el último cliente marchó y Luis entro a recoger y fregar el bar. María ocupó su lugar, sentándose a mi lado y acariciándose esa pancita.

  • Le echo tanto de menos padre… menos mal que tengo conmigo un recuerdo inolvidable – me dijo mirando a la gente pasar y luego mirándome a los ojos para seguir acariciando ese pequeño bombo.
  • Bueno hija ahora con tu embarazo y Luis estás como una reina.
  • No lo niego… Luis es un buen hombre, cariñoso, atento, cuida mucho de mí.
  • Pues me alegro mucho.
  • Si padre, pero también me falta la vara de mando. Necesito algo de energía, una buena tunda, una buena polla… – añadió bajando la voz y mirando a los lados.
  • Como eres hija, como eres… Ahora céntrate, debes cuidarte tú y de tu pequeño ¿o pequeña?
  • Aun no lo sabemos.
  • Bueno, ya sabes que el señor te dará lo que tu desees, así que se buena y reza. Olvídate de los malos pensamientos, olvídate de los pecados y de la carne especialmente.
  • Creo que va a ser difícil borrarle de mi pensamiento. ¿Volverá pronto?
  • No lo sé, hija. Aún no lo sé.

Luis salió cerrando la persiana y los tres nos marchamos caminando a nuestras casas.

Pensé en dormir y descansar, ya que al día siguiente era mi último día antes del vuelo. Vuelo que saldría por la noche del domingo. Me tumbé en la cama y me quedé profundamente dormido en poco tiempo, creo que las copas de vino y el Magno, habían sido más copiosas de lo habitual, despidiéndome de Luis y María marche a mi casa.

Por la mañana, el timbre de la puerta me sobresaltó, eran las once y cinco, me había quedado dormido. Eva venía por su ración de rabo y de azotes. Le abrí la puerta y le comenté que era muy tarde.

  • Llevo cinco minutos llamando, padre.
  • No seas mentirosa.
  • Bueno un par de ellos.

Eva estaba espectacular con un top negro que hacía resaltar sus pechos y una falda ceñida que marcaba la forma de sus caderas. Se me quitó el sueño, porque lo que tenía delante despertaba a un muerto.

  • Muy bien. Desnúdate y deja tu ropa ahí. – ordené.

Eva se quitó el top, dejando sus pechos al aire, pues no llevaba nada más y meneando sus caderas, sin dejar de mirarme hizo caer la falda, quedando desnuda ante mí. La muy traviesa tampoco traía bragas, pues sabía cuánto me gustaba eso.

  • ¿Si te has perforado un pezón? – dije estirando mi mano para comprobar un piercing brillante.
  • Es por y para usted padre, me dijo que le gustaría que lo hiciera por usted y aquí está, lo que mande…

Tiré de ese piercing y ella torció un poco el gesto y luego se mordió el labio.

  • Gracias, hija, muchas gracias por ese detalle de despedida.
  • Bueno, pero volverá pronto, ¿no?

Era la segunda que me lo preguntaba y eso que ni a Dolores ni a Alba les había anunciado mi marcha, porque si lo hacía, seguro que me embaucaban y entonces llegaría a perder el vuelo y la razón.

  • Vamos, ven, sígueme. – le dije a Eva que iba tras de mí, meneando ese precioso cuerpo desnudo.

La llevé a las argollas de la pared y até su cuerpo en cruz. Le puse el antifaz y una bola roja que recientemente había comprado en el sex shop. Esa bola haría que no se escuchasen sus gritos y es que a esas horas todo estaba en silencio y no quería líos el último día antes del viaje.

Ella dijo algo, pero no pudo escucharse pues solo se oía un sonido gutural de su garganta.

  • Te daré veinticinco cintazos y después te follaré el culo, el coño y la boca.

Ella abrió los ojos de par en par y asintió.

Una vez la tuve atada, solté mi cinturón y lo doblé por la mitad. Le di fuerte sobre su culo haciendo que todo su cuerpo se tensara y el músculo de su glúteo temblara al tiempo que afloraba un color rosáceo. Pero no contento con eso, le apliqué unos cuantos más y al quinto cintazo ya lucía un bonito color rojo. Eva se retorcía sobre las cuerdas que le sujetaban intentando evitar los cintazos que sin remisión caían sobre su cuerpo.

Tras veinte impactos en su culo ya era carmesí casi morado. Desdoblé el cinturón y los últimos cinco, marcaron su espalda y sus pechos. Eva ya no gritaba, de entré sus piernas brotaba un pequeño rio, señal de que se había corrido con el castigo.

  • ¿Todo bien, zorrita? – le pregunté tirando de su pelo.

La chica asintió y noté como un hilo de baba caía de la bola que ocupaba su boca, así como una pequeña lagrimita recorría su mejilla. Esa preciosidad era toda una dulce sumisa y me complacía al máximo.

Viendo su cuerpo con aquellas marcas me sentí algo mal, pues había sido un poco más animal que otras veces, pero quería darle una buena despedida, que fuese inolvidable para ambos.

La desaté y tuve que sostenerla, pues el castigo le había dejado exhausta. La tumbé con mucho cuidado sobre el sofá. Fui a la cocina por un ungüento que le calmaría al menos momentáneamente. Eva gemía sobre la mordaza y unas cuantas lágrimas más afloraron en su bello rostro. Tras cubrir su culo, su espalda y sus pechos con una generosa porción de ungüento milagroso le pregunté.

  • Bueno, ya has tenido lo que querías… – añadí esparciendo esa crema que calmaba su irritada piel.

La chica negó con ojos asustados, queriendo seguir con el ritual.

  • ¿Estás segura?, ¿quieres seguir?

Eva meneó la cabeza afirmativamente y me miró muy fija a los ojos pidiendo que le quitase la mordaza, pero no lo hice.

Le acaricié los pechos y mordí, lamí y retorcí esos preciosos pezones que se erguían poderosos ante mí, tirando de ese piercing y dibujando la tersura de su culo. Acerqué mi mano a su sexo, notándolo completamente mojado, la levanté y la coloqué de rodillas sobre el respaldo del sofá. Unté mi dedo índice con una buena porción de lubricante y lentamente lo metí en su estrecho culito. Que delicia notar como mi dedo era oprimido por ese esfínter que lentamente se iba dilatando ante el movimiento rotatorio de mi dedo. Cuando lo creí oportuno, un segundo dedo se unió al primero, abriéndose estos dentro de ese culito para facilitar la dilatación. Eva movía su culito adelante y atrás, buscando la penetración máxima. Ahora, ahora era el momento. Blandí mi polla frente a ese ya notorio agujerito, la embadurné con una generosa porción de lubricante y lentamente fui entrando en Eva. Mi polla llegó sin demasiados problemas hasta tocar con mis huevos su coñito.

Sujeto a sus caderas esperé que Eva dejara de temblar y se acostumbrara a mi polla. Ella misma movió su culito buscando adaptarse al tamaño, queriendo enterrarla en lo más profundo de su culo. Excitado sujeté con fuerza sus caderas y le di con todas mis ganas, con todas mis fuerzas, haciendo chocar con ímpetu mi cuerpo sobre el suyo. Golpeando con energía mi pelvis contra su dolorido culito notaba las contracciones musculares atrapando mi verga dentro de ella con esa mezcla de dolor y placer para ambos. La bola no permitía gritar con libertad a Eva, ya que el sonido era amortiguado pero la chica temblaba de gusto sobre mi polla, a la vez que un chorro salía de su rezumante sexo, empapando el brazo del sofá. Eva cayó rendida mientras convulsionaba en un tremendo e interminable orgasmo. Le quité la bola y la abracé con fuerza.

  • Eres un hijo de puta, me has destrozado el culo a cintazos y a pollazos, no podré sentarme en una semana. !Jodeer, jodeer, jodeer. No puedo parar de correrme abrázame más fuerte! – aclamaba con los ojos vidriosos, el cuerpo sudado y el coño chorreante.

No quise decir nada. Durante unos minutos nos acurrucamos sobre el sofá, hasta que Eva consiguió calmarse. Desde luego me había empleado a fondo con esa despedida. Ella se volvió y me besó con ternura.

  • Me vuelves loca, curita. No voy a poder pasar sin esto – me dijo lamiendo mis labios.
  • ¿Quién te ha dicho que hayamos acabado?
  • Bueno, si quieres seguir tendrás que darme de comer. – me dijo sonriente y quejándose cuando toqué una de las marcas de los cintazos.

Miré mi reloj quedándome asombrado de la buena sesión que habíamos tenido, pues eran las dos de la tarde, así que si, podíamos comer algo. Me levanté y saqué unos espaguetis con bechamel y boletus, que precisamente me había preparado María la noche anterior. Los calenté al microondas y mientras, preparé unos filetes a la plancha con unas patatas fritas. Yo también estaba hambriento. Eva se levantó desnuda y fue al salón y cogió un cojín pues aún le dolía el culo y se sentó lentamente, engullendo cada bocado, como si llevara meses sin comer. Tras terminar, quiso complacerme y desnuda fue hasta el escritorio, cogió la caja de Farias, mojó la punta de ese cigarro en una copa de Magno y luego lo encendió en su boca, para ponerlo posteriormente en la mía.

Eva sabía que una de las cosas que más me gustaba, era degustar esa copa de brandy, fumarme el purito y sentir sus labios haciéndome una mamada, así que no tardó en arrodillarse entre mis piernas y hacerme una felación de diez.

  • ¡Me encanta cuando crece en mi boca! – dijo cuando logró ponérmela bien tiesa con sus labios.

Eva lamió con suma lentitud mi polla desde los huevos hasta el capullo, recreándose, para luego empezar a mamar haciendo ese maravilloso sonido gutural de su garganta mientras yo sujetaba su nuca con mi mano. La chica tragaba con ímpetu.

Me levanté de la silla hasta quedar de pie frente a ella. Eva lamía mis huevos a la vez que me pajeaba y yo apoyaba una de mis piernas en la silla facilitándole la maniobra. Su boca siguió avanzando hasta llegar a mi ano que lamio con fruición. Manejaba mi polla con suavidad y lentitud a la vez que su lengua avanzaba por mi agujero trasero. Esa lujuriosa joven, sabía cómo comer mi culo, hasta volverme loco. Lo lamía, introducía su lengua y me pajeaba lento. Ella no tenía prisa e intentaba alargar el momento lo máximo posible. Acariciaba mi polla, lamía mi ano, mis huevos y la totalidad de mi verga, para volver sin descanso. La sensación de placer crecía en mí, notaba como hervían mis huevos. Sujeté del pelo a Eva y enterré mi polla en su boca. La folle esa garganta con ímpetu. Una, dos, tres, cuatro impactos en esa boquita que tragaba sin rechistar hasta que exploté.

  • Jodeer Eva, jodeer, toma tu leche, tomaaa, no dejes nada.

Eva tragó con glotonería toda mi leche y me limpió y relimpió la polla. No dejó nada. Me miró a los ojos y una sonrisa apareció en su cara.

  • Ya tengo mi leche, ahora el café. – dijo sirviéndome una taza y otra para ella.

Aquella chiquilla desnuda, sentada, con sus piernas abiertas subidas en los travesaños de la silla era como ver un milagro.

  • ¿Te gustó la mañana, Eva? – le pregunté dando una lametada a su naricilla.
  • No ha estado mal. – dijo sonriente.
  • ¡Serás zorra!, ¡No tienes freno!
  • Ha sido fantástica, padre, pero estoy agotada y algo dolorida, creo que me iré a casa.
  • No me extraña, chiquilla, has tenido una buena tunda.
  • Y tanto.
  • ¿Sabes? Te voy a echar de menos, guarrilla.
  •  Igual me doy un paseo por Roma… – dijo sonriente.

Esa joven era capaz de cualquier cosa y si había conseguido llevarme al paraíso o al mismísimo infierno, ella estaba tanto o más enganchada a mí.

Se dio media vuelta, apuró su café y se fue a la ducha.

Creo que era la mejor mamada que había recibido en mi vida, aun me temblaban las piernas y eso que estaba sentado. Esa muchacha me había dado la mejor despedida posible.

Eva salió de la ducha radiante, con una sonrisa de oreja a oreja, se puso su ropa, me besó con pasión buscando mi ávida lengua y dándose la vuelta abrió la puerta y se quedó mirándome, por un instante no dijo nada, pero noté una lágrima en su rostro, hasta que salió de casa.

Esa chiquilla me había dejado temblando. Tomé mi café, mi copa y me fumé mi Farias suspirando con esa despedida.

Cuando terminé repasé mis documentos, el dinero, la maleta y lo dejé preparado para salir y cenar algo, pues debía estar en el aeropuerto esa madrugada. Recogí la casa y bajé a cenar al bar de María y Luis.

  • ¿Qué padre, cuando se va? – me preguntó Luis, mientras me preparaba mi mesa habitual.
  • Mañana muy pronto hijo, muy pronto.
  • Vaya, le echaremos de menos, padre, aunque seguro que vuelve pronto. Siéntese que enseguida le atiende María.
  • Gracias, hijo.

María apareció por la puerta de la cocina con una sonrisa pícara y esa incipiente barriguita. Me miró, se mordió el labio y se acercó a la mesa con un lento bamboleo.

  • ¿Qué tal padre, cuando marcha?
  • Esta madrugada.
  • ¿Pero, tan pronto? – dijo borrando su sonrisa y notando que sus labios temblaban.
  • Si, mujer, pero verás que pronto estoy de vuelta.
  • Que pena padre, hoy no puedo despedirle como se merece, después hemos quedado con los padres de Luis, pero ahora mismo le comía esa cosa tan rica que tiene entre las piernas.
  • No te preocupes hija, ya tendrás tiempo a mi vuelta. Viéndote tan radiante me voy más que contento. Además, no me gustan las despedidas.

Al decir eso, recordé a Eva y la buena sesión que tuvimos precisamente como último recuerdo, aunque desde luego mi mente pensaba en que debía regresar más pronto que tarde para seguir con esas bellezas y sus maravillosas habilidades.

María se retiró hacia la cocina con un meneo de culo que me puso la polla tiesa, recordando otros momentos vividos y ciertamente me hubiera gustado despedirme una vez más, pero tampoco debía quedarme nada en la “recámara”.

Cené tranquilo sabiendo que no tendría más sorpresas. Al terminar, como siempre, mi completo en la terraza. Luis me acompañó unos minutos y me dijo que cerrarían pronto. Al salir, María me dio dos besos en las mejillas, ya que estaba su marido delante, aunque sus labios estaban realmente cerca de los míos. Con los ojos vidriosos me deseó un buen viaje y a su vez Luis me estrechó la mano deseándome también un buen viaje, terminando con un abrazo de agradecimiento.

  • Usted quédese aquí el tiempo que necesite, esta mesa es suya, ya lo sabe y aquí nos tiene para cuando regrese. – me dijo ese hombre con cariño.
  • Gracias, Luis.
  • La pena es que tengamos que irnos tan pronto – añadió ella mordiéndose ligeramente el labio y acariciando su barriguita.
  • No os preocupéis, que nos vemos pronto. Ya veréis – añadí.

La pareja se fue calle abajo mientras yo me tomé mi copa con tranquilidad, a la vez que fumaba mi Farias y observaba el pasear de las gentes a esa hora de la noche. Al terminar recogí mi copa y me fui a casa. Dejé una nota agradeciéndoles su amistad, aunque era mucho más lo que había recibido de esa pareja y especialmente de María.

Me fui a la cama y dormí inquieto toda la noche. Me levanté una hora antes, me duché me preparé y llamé un taxi.

Ya en el aeropuerto, embarqué mi maleta y entré en la sala de embarque. Montamos en el avión y noté una extraña sensación de vacío, como si no fuese a volver nunca y miré por la ventanilla el nombre de Sevilla.

  • ¡Bobadas! – pensé – en diez días estarás aquí de nuevo.

Me acomodé en mi asiento y me puse a leer, aunque no pude evitar fijarme en las dos azafatas que atendían el pasaje que cuchicheaban y miraban con disimulo hacia mí. Eran dos preciosidades, una rubia y otra morena, a cada cual más explosiva, porque no sé qué tienen las azafatas italianas que desprenden sensualidad por todas partes, pero yo no hacía más que repetirme:

  • ¡No, Ángel, ¡no!

Coloqué mi alzacuello y pensé que debía dejar todo ese tortuoso camino y sentar la cabeza. Don Manuel me ayudaría con eso… el cambio me vendría bien.

La azafata rubia nos dio las instrucciones oportunas de seguridad y evacuación de emergencia y por fin partimos hacia Roma. En el despegue un ligero miedo me recorrió el cuerpo, hasta que el avión se despegó del suelo.

  • Ya está, ya no hay vuelta a atrás.

Me santigüé y recé unas oraciones para tener un buen viaje y volví a repetirme por enésima vez que ese viaje debía ser un antes y un después en mi vida. Debí quedarme traspuesto, pues al instante escuché al comandante que en menos de media hora estaríamos en el aeropuerto de Fiumicino. Aproveché para ir al baño antes de la maniobra de aterrizaje y no pude evitar escuchar a las azafatas a las que pude entender pues tenía un buen conocimiento de italiano. La que hablaba era la rubia.

  • Pero ¿tú has visto lo bueno que está? Si no estuviera de servicio, me lo follaba.
  • Marina, ¿estás loca? Es un sacerdote.
  • ¿Y qué? ¿Los sacerdotes no son hombres?
  • Mujer…
  • Seguro que tiene un buen rabo entre las piernas. ¿No te lo imaginas empotrándote?
  • ¡Qué bruta eres!

De buena gana me hubiera metido en el office donde ellas charlaban, pero volví a repetirme que no, no más locuras y, además, la voz del comandante me recordó a través de la megafonía que debíamos sentarnos y abrocharnos el cinturón.

El avión se enfiló a la pista y al rato ya estábamos preparados para desembarcar. Al avanzar por el pasillo, las miradas de las dos azafatas recorrieron mi cuerpo y una bonita sonrisa se dibujaba en su rostro. Puse mi gabardina delante porque esas dos bellezas habían conseguido ponérmela dura de nuevo.

  • Gracias por volar con nosotras – dijo la rubia mordiéndose el labio.
  • Que tenga un buen día – comentó la otra admirando mi cuerpo de arriba a abajo

Por fin llegué a la terminal, recogí mi maleta y en el hall principal me esperaba el padre Manuel de pie con una cara de felicidad infinita. Se veía que ese hombre era un santo, mientras que yo, me había convertido en el mismísimo demonio.

  • Hola Ángel, ¡Qué alegría verte! – me dijo dándome un afectuoso saludo.
  • ¡Don Manuel!

En ese abrazo volví a sentir la culpa recorriéndome, señalándome, con un reconcome por dentro, como si quisiera gritarle lo mal hombre que había sido, pero peor aún, un sacerdote que no merecía llevar ni alzacuello.

  • Bueno, ¿Qué tal todo por mi Sevilla? – me preguntó, mirándome con esos ojos que transmitían paz.
  • Muy bien, todo como siempre.
  • Me alegra mucho saberlo y sé que dejé en buenas manos toda la tarea. Gracias por atender a nuestros feligreses.

Sonreí a duras penas a don Manuel, que me estuvo diciendo lo mucho que trabajaba desde que había llegado a Roma y que le vendrían muy bien dos nuevas manos y jóvenes como él siempre me repetía.

Aquella era sin duda mi oportunidad de oro para redimirme, para arrepentirme y para encontrar la ocasión de confesarme. De una vez por todas debía olvidarme de Sevilla… de María y ese hijo que llevaba en sus entrañas, seguramente fruto de uno de los cientos de encuentros sexuales que tuvimos. Debía olvidarme de Eva y esa traviesa chiquilla que se entregaba en cuerpo y alma, literalmente o de la voluptuosa y viciosa Alba, la chica del sex-shop que me tenía idolatrado, por no hablar de Dolores, esa mujer que estaba más que enganchada a mi y a mi polla. Tenía que echar todo eso por tierra.

  • Hoy te llevaré a comer a una marisquería en donde me aprecian mucho y que está cerca del lugar donde te alojarás. – me dijo ese hombre.

Ahí el padre Manuel y yo degustamos los manjares de ese lugar, atendidos por su dueño y amigo de don Manuel que resultaba ser un sevillano que había emigrado a Roma. El buen hombre nos traía para deleite de nuestro paladar una selección de sus mejores viandas. El amable regente nos regaló unas ostras, pero yo le dije al padre Manuel que fuese él quien las degustase, pues a mi ese cuerpo gelatinoso me daba un poco de asco. Ya sé, ya sé, que no soy muy listo, pero ya ven, no puedo ni con las ostras ni con las vísceras… otras cosas gelatinosas me gustan más…

El padre Manuel dio buena cuenta de esas ostras que regamos con un muy buen vino blanco de la zona. Después de comer tomamos un digestivo y don Manuel me puso al día de sus andanzas. Esa tarde había planeado ir a visitar el coliseo, y al día siguiente iríamos al vaticano. El impresionante y bien conservado coliseo romano, me dejó impactado. Jamás había visto cosa igual. Imaginar las barbaries cometidas en su interior y como el pueblo se divertía viendo como animales salvajes devoraban a personas, me ponía los pelos de punta. A la vez admiraba la construcción de tamaño coliseo y lo bien que se mantenía en pie más de dos mil años después.

Don Manuel me fue enseñando distintas parroquias con las que trabajaba, me hizo un pequeño tour por los lugares más emblemáticos, como la fontana de Trevi y luego regresamos a Vía Vitellia, que era el lugar donde me iba hospedar.

  • Bueno, hijo, te llevaré donde vas a dormir. – me dijo don Manuel, tras ese amplio recorrido y una charla amigable, en la que tampoco fui capaz de soltarle ninguno de mis pecados.
  • ¿Es alguna pensión cercana o alguna abadía?
  • Ahora mismo no hay nada disponible, es época turística, pero hay un sitio donde te pueden alojar. Es austero y silencioso, te vendrá bien.

Por fin pensé en la paz que necesitaba.

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