Capítulo 14
La mañana amaneció nublada y fresca, cosa poco común por aquí y la verdad que se agradecía. Me di un paseo antes de ir a la iglesia y al llegar, el padre Marcos me estaba esperando.
- Buenos días ángel, ¿usted sabía algo de electricidad, ¿verdad?
- Buenos días, Marcos, si algo se, si, di unos cursos para no aburrirme en Extremadura.
- Pues se ha saltado un diferencial y no hay manera de subirle, por más que mire…
- Eso es que hay un cortocircuito en la línea. Vamos a verlo.
Me acerqué al cuadro y efectivamente, había un cortocircuito. Lo busqué, ya que era la parte de fuerza donde iban los enchufes y rápidamente lo encontré. Un pequeño ventilador se había quemado y produjo el corto circuito. Salí a comprar un enchufe nuevo para reparar la avería y como era pronto, podía dar un pequeño paseo antes de volver a la iglesia. En el paseo me encontré con la carnicera.
- Buenas tardes, padre.
- Buenas tardes, hija. ¿Dando un paseo?
- Sí, estaba muy aburrida en casa ¿Y usted?
- Pues salí a comprar unas cosas para la iglesia y ya volvía.
- ¿Hará usted hoy el rosario?
- Claro hija, claro, como últimamente.
- Que bien… nadie como usted sabe dar el rosario.
- Bueno, mujer, gracias.
- Gracias a usted. Adiós padre. – añadió y noté que se mordía ligeramente el labio mirando los míos.
- Adiós, hija.
Esa mujer madura me excitaba y me desconcertaba a la vez, tenía un cuerpo voluptuoso, con una gran cara de puta sensual y excitante a la vez. Pero, curiosamente, al mismo tiempo, se le notaba que era tierna y frágil. Una mezcla muy explosiva. Volví a mis pensamientos y me encaminé a la iglesia, reparé el enchufe y volví a encender el magneto. Perfecto, ya no se saltaba. Eran ya las seis de la tarde y me fui hacia la sacristía. Leí un poco y sobre las siete menos diez me puse mi casulla blanca y me dirigí hacia el púlpito para impartir el rosario. Me coloqué en él, mientras veía llegar a las feligresas que iban disponiéndose debajo. Llegó la carnicera, toda de negro. Ese día estaba realmente espectacular, con esa camisa negra casi transparente, su falda negra pegada al cuerpo. Unas medias con una raya en medio que le hacían unas piernas de infarto, los zapatos de tacón altos que estilizaban aún más sus piernas y el sujetador de encaje que dejaba adivinar sus duros pezones. Hasta entonces esa mujer madura, se limitaba a vestir de forma sugerente, pero nunca tanto como esa vez, por lo que me costó mucho concentrarme.
Se sentó en la tercera fila y mirando hacia mí, se desabrochó un botón más de la blusa. Me miró y pasó la lengua entre sus labios relamiéndose, ofreciéndome sus pechos casi hasta llegar a su areola. Yo me agarraba al púlpito y pegaba mi cuerpo a él, para que el resto de las feligresas no notaran mi erección.
La carnicera se movía con mucha sensualidad y ese sujetador le quedaba divino y los guantes de rejilla le hacían aún más sexi. De vez en cuando recorriendo las cuentas de su rosario dejaba caer su cuerpo sobre el respaldo del banco, ofreciendo un bonito espectáculo al asomar todo el balcón de sus pechos. Me miraba y dibujaba con sus dedos el contorno de esos generosos pechos, acariciaba su pezón con la yema de su dedo y volvía a su posición de sumisión, sabiendo que nadie delante de ella podría verla, excepto yo.
Ahí de rodillas estaba radiante, esa visión era espectacular, divina y mi polla estaba como un mástil. Me costaba atinar en cada salmo, pero había de hacerlo. A duras penas conseguí terminar con el rosario y bajando del púlpito me dirigí a la sacristía totalmente empalmado. Me quité la casulla y sujeté mi polla con fuerza. La visión de esos pechos dentro de ese sujetador negro y transparente, me habían puesto muy cardíaco. Desde el púlpito muy bien podía ver la totalidad de esas enormes tetas, como asomaban entre la abertura de la camisa y como esos pezones estaban erectos, mostrando la excitación de su portadora. Jodeeer y ahora tenía que entrar una hora en el confesionario. Me dirigí hacia él y vi que la iglesia estaba vacía. Bueno, de lo malo, malo, no tendría visitantes. Abrí la puerta y me senté en mi banco cerrando la puerta y dejando la cortina abierta, intentando serenarme todo lo que podía, pues era difícil borrar la imagen de la carnicera. Como a los veinte minutos, una voz de mujer muy familiar se escuchó a mi costado, percibiendo que se ponía de rodillas.
- Ave María purísima. –
Era ella.
- Sin pecado concebida. ¿Qué te aflige hija?
- He vuelto a pecar…
- Bueno, mujer, serán cosas sin importancia.
- No, estoy obsesionada con usted.
- ¡Dolores! – dije nombrándola y dándome cuenta de que lo había dicho demasiado alto.
- Verá padre, sé que se ve con algunas chicas de por aquí. Me han dicho que tiene una muy buena polla y yo ando muy necesitada, hace mucho que no me dan una alegría.
- Pero hija, por Dios ¿cómo puedes decir eso?
- No se preocupe padre, no diré nada. Soy una tumba.
- Pero eso no puede ser, mujer.
- Vamos padre, que he visto como me ha mirado hoy en el rosario.
- Yo…
- Si, usted y yo lo sabemos, me he puesto especialmente guapa y he notado que a usted le ha gustado, ¿o no?
- Mujer, claro…
- Padre, quiero mi ración, yo soy muy sumisa. Ya sé que le gusta aplicar los mejores castigos a esas jóvenes pecadoras, pero yo soy de otra manera.
- Claro que sí. Una mujer como tú no… – ella me interrumpió.
- No, padre, entiéndame, me gusta el sexo con cariño, me gusta que me traten con dulzura y yo sé corresponder, es posible que no tenga dieciocho o diecinueve como ellas, pero le aseguro que va a disfrutar si me acepta.
Tuve que volver a sujetar mi polla sobre mi sotana pues parecía desbocada, alzándose al máximo ante esas palabras de Dolores.
- También me gusta que me exciten hablándome al oído y me gusta excitar y excitarme como antes en el rosario. Le aseguro que si me prueba… repetirá…
La carnicera se asomó fuera del confesionario y viendo que no había nadie en el templo, me entregó las bragas.
- Tenga padre, para que vea cómo me he puesto.
Recogí esas bragas que eran más un culote, las extendí, las miré y pude apreciar una buena mancha de humedad en su centro, las acerqué a mi nariz.
- Pero hija, ¿qué quieres que haga yo?
- Quiero que me folle padre, que me llene con su polla y que me haga gritar como hace con esas chiquillas.
- No se mujer, no sé, eso no es muy decente ¿Y tú marido?
- No se preocupe por él, él es feliz con su fútbol y su partida, lo demás no lo atiende.
- Hija… pero yo…
- Vamos padre, lo sé todo, pero conmigo su secreto está a salvo.
- Me pones en un brete, Dolores. Pero no puedo aceptar eso que propones. Soy un sacerdote.
Mi sensatez pedía a gritos que esa mujer se alejara de mí, bastantes problemas tenían ya, pero ella insistía.
- No se preocupe, mañana a las nueve de la mañana estoy en su casa, Seré muy discreta ¿O prefiere por la tarde? Lo que usted me ordene. – dijo muy convincente.
Aquella tentación sonaba tan bien, que era difícil resistirse, pero algo dentro de mí me decía que no debía entrar en esa vorágine, con el riesgo que eso conlleva, por su marido, por meterme en más líos…
- Hija, debes serenarte y volver con tu marido, que es con quien debes estar.
- Pero yo…
- Nada, no insistas, Dolores. Reza y recapacita.
- Padre…
Le di la absolución antes de que volviera a insistir y yo mismo me arrepintiera.
La carnicera salió del confesionario, se dirigió a las primeras filas, se puso esquinada para dejarse ver bien y se puso de rodillas a orar, aunque lo que pretendía era lucirse de nuevo ante mí. Su perfecto culo se le marcó a través de la falda que se subió ligeramente, dejando ver las blondas de sus medias. Estás eran de encaje negro y se sujetaban a la perfección a sus piernas gracias a un liguero del cual solo se apreciaban las pinzas y una porción escasa de sus tiras.
¿Cómo podría negarme ante esa nueva tentación? Yo era un hombre y ella una mujer arrebatadoramente bella, necesitada y muy caliente.
Yo no perdía ripio de ese espectáculo que se desarrollaba solo para mí, disfrutando de las curvas de la carnicera.
La mujer se levantó, estiró su falda hasta tapar sus piernas y moviendo con gran maestría su culo, se encaminó hacia la salida de la parroquia, no sin antes dirigir la mirada al confesionario, sabiendo que yo no perdía ojo.
“Jodeeer Ángel, joder, no puedes hacer eso, es un pecado muy gordo… y esa tía te va a destrozar, menuda hembra y ya te ha dejado claro que no le gustan los azotes, sexo tranquilo y poco más, acabarás rendido a ella.” – me repetí a mí mismo convencido de mi rendición ante esa nueva hembra en celo.
Aturdido y con una buena erección salí del confesionario, dejé la casulla y la estola en la sacristía, cerré la puerta de la iglesia y me fui a casa a meditar, que buena falta me hacía, pero en el fondo era de las pocas veces que me sentía orgulloso de haber tomado una buena decisión que era la de no volver a caer en las redes de una pecadora y enredarme en ellas… no podía, o, mejor dicho, no debía.
Unos días más tarde, acudí a cenar al Alameda, como hacía a menudo y vi que Luis estaba en la terraza y dentro no se veía a nadie.
- Muy parado está esto hoy, ¿no? – pregunté
- Así es padre, aunque también se agradece un poco de tranquilidad. – dijo Luis aprovechando para fumar un pitillo.
- Pues sí hijo, pues sí. ¿Qué tal María?
- Miré padre, esa no para, ahí en la cocina está trajinando, ya la he dicho de venir aquí y descansar un poco. Pero me dice que tiene muchas cosas que hacer.
- Pues en ese caso, que haga, que haga que además lo hace muy bien.
Por mi mente pasaba el carrusel con cosas que María sabía hacer tan bien, tanto con su boca como con su estrecho coñito y me había acostumbrado demasiado a tenerla en casa muy a menudo en esos últimos meses, esto hacía, qué uno se quedara enganchado a ella irremediablemente. De hecho, en esa última semana no había venido por casa y la echaba en falta.
- ¿Quiere un vinito padre? – me preguntó Luis sacándome de mis pensamientos lascivos con su esposa.
- Pues si hijo, estaría muy bien.
Justo en ese instante apareció María, estaba de nuevo arrebatadora, con un vestido negro muy pegado a su cuerpo, hasta los tobillos, que se estrechaba aún más a partir de la cintura, haciendo que se marcase su busto de una forma increíble, creo que más que nunca. A la vez que se pegaba a sus piernas rotundas que ella sabía lucir como nadie.
- ¿Está usted aquí padre? – me dijo.
- Si, hija.
- Le he echado mucho de menos.
- Y yo a ti, María. – dije fijo en esos pezones marcados en la tela del vestido.
- Tengo una noticia que darle y no se lo he confesado a nadie.
- ¿Quieres confesarte ahora?
Ella asintió mordiéndose el labio y mirándome con esos ojazos inmensos, pero cuando iba a empezar a hablar, apareció su marido con una copa de vino.
- ¿Ha visto que arrebatadora está mi señora? – dijo Luis acariciando los hombros de María.
- Luis, por Dios, ¿Cómo le dices eso al padre? – respondió ella comedida.
- Bueno, ya sé que don Ángel es un sacerdote, pero es de confianza, ¿no?
- Si, claro, hijo… y por supuesto, María está muy guapa. – afirmé dando un trago de vino.
Ella no sabía dónde mirar, pero de pronto dijo a su marido.
- Luis hijo, ve a por un par de barras de pan, que me puse a hacer sopas de ajo y no me acordé de la cena del padre.
- ¿En dónde tienes la cabeza, mujer?
- Vamos, que pronto darán las nueve. – insistió ella.
- Voy, ahora vuelvo. – afirmó Luis, saliendo hacia la panadería calle abajo.
- Bueno padre, ahora quiero confesarle algo. – me dijo María
- Pero no tengo ni la estola…
- No, padre, no es esa clase de confesión.
La miré sin comprender y ella se puso de pie, acariciándose la tripita y mirándome sonriente.
- Estoy de tres faltas. – dijo.
- ¿Qué? Pero… enhorabuena.
- Gracias. – respondió y entendí por qué se le notaban tan grandes y más rotundas sus tetas.
- Pero, me dijiste que tu marido no… a ver si va a ser un milagro.
- ¿Quién sabe? – dijo ella mordiéndose el labio de nuevo.
En ese momento lo comprendí todo y si lo que ella me había contado tiempo atrás de que su marido no podría dejarla embarazada, significaba que ese niño que llevaba en sus entrañas… ¡era mío!
- Pero, María, entonces… yo… – empecé a decir.
Ella guardó silencio durante unos instantes y luego sin dejar de sonreírme añadió:
- No, padre, por Dios. ¿En qué estará pensando?
Iba a decir algo más cuando vimos que su marido subía la cuesta regresando con los panes.
- Pero ¿él no lo sabe aún? – pregunté.
- No, se lo diré mañana, hoy he estado en el ginecólogo, pero quería que usted fuera el primero en saberlo. ¿No es maravilloso?
- Si, Luis se volverá loco de contento.
- Y todo gracias a usted, padre. -dijo ella.
Me alegré mucho de la noticia, no sé si tanto de tener en la mente que yo, su sacerdote, era quien le había dejado ese regalo, aunque si Luis no sabía nada y creía además en los milagros, ¿quién era yo para robarle la ilusión de pensar?… que a fuerza de insistir… creo que solamente debía alegrarme.
- Entonces, ya no podremos… – dije.
- ¿Follar? – añadió ella terminando mi frase.
- Claro, ahora, no…
- De eso nada, padre Ángel, ¿O acaso no se ha follado nunca a una preñadita? Esta noche le hago una visita. – dijo ella acariciando su incipiente vientre.
- ¡María! – dije.
No pude añadir nada más, ya que Luis llegó a la mesa y ella le arrebató las barras de pan.
- Padre, le voy poniendo la cena. Su mesa ya está preparada – añadió María mirándome de reojo.
Me senté en mi mesa de siempre mientras Luis me servía otra copa de vino y yo veía a su mujer atareada en la cocina, sin creerme lo que acababa de confesarme. Estaba en shock. Apenas era capaz de no sentir algo contradictorio en mi cabeza, por un lado, mi arrepentimiento continuo y por otro la máxima excitación de ver pasar a María trayéndome la cena, sabiendo que dentro de su barriguita traía un retoño, casi con total seguridad, mío.
Esa noche, María estaba ciertamente más guapa que nunca y entre plato y plato, me regalaba una sonrisa y me decía las ganas que tenía de sentirme dentro de ella… mi polla estaba a punto de reventar mi pantalón y mi mente seguía torturándome. No dejaba de dar vueltas y resultaba mareante pensar en ella, en todo lo que aquello significaba.
- María, creo que tú y yo no debemos… – dije poniendo mi mano sobre la suya cuando me trajo la cuenta.
- Pero…
De algún modo quería huir de allí, escapar de los problemas y sin darle tiempo a réplica puse un billete sobre el platillo y salí de allí apurado, nervioso y aturdido, diciendo:
- ¡Quédate la vuelta!
Caminé hasta mi casa, pensando en mi vida y en que mis despropósitos estaban convirtiendo mis pecados en algo inconcebible. Es cierto que le había devuelto la alegría a esa mujer, incluso a su marido, entregado a los placeres sexuales con su amada esposa, sin arrepentimiento, pero ¿y yo? ¿qué era de mí? ¿A dónde había llegado mi locura? En eso llegué a casa y sorpresivamente me encontré en el portal a Sebastián, el marido de la carnicera.
- ¡Sebastián! – dije preocupado al verlo
Ciertamente me asusté un poco pues aquel hombre era una mala bestia y se le conocía por saber usar los puños dejando K.O a más de uno. ¿Vendría a darme una tunda?
- Buenas noches, padre. – dijo el hombre.
Yo pensaba que su mujer le habría ido con cualquier cuento y como yo la había rechazado, repetidamente, igual le había contado cualquier cosa y ese hombretón querría pegarme una paliza, algo que, por cierto, estaba mereciendo…
- ¿Qué se te ofrece? – pregunté.
- Verá, necesito hablar con usted.
- ¿Qué ocurre, hombre?
- Se trata de Dolores.
- ¿Qué pasa? ¿Está bien? – volví a asustarme por si ella hubiera cometido alguna locura.
- Si… bueno, no sé. Desde hace unos días, está metida en casa y dice que no quiere salir, ni siquiera a misa y ya sabe que ella no se pierde un rosario.
- Ya, hace días que no la veo.
- Por eso, padre ¿no podría venir usted a casa? Creo que ella necesita de su ayuda, no deja de nombrarle. Creo que está perdiendo la cabeza.
- Pero, hombre, alguna explicación, habrá.
Recordé aquella conversación con su mujer y el hecho de haberla rechazado no debió sentarle nada bien y creo que su obsesión conmigo era mucho mayor de lo que yo creía.
- Ya sé, que no es de su competencia ir a visitar a sus feligresas, pero no sé, yo pensé que quizás ella se sienta aliviada al verle. – me confesó Sebastián.
- No sé…
- Padre, se lo ruego, no deja de nombrarle, ¿no será que está endemoniada o algo así?
- No, hijo… ¿cómo puedes pensar eso?
- ¿Podría venir mañana a visitarla?
En cierto modo, me sentía aliviado de no haber sido diana de sus puños y por otro, no entendía nada y de algún modo, aquel hombre compungido me pedía ayuda.
- De acuerdo, Sebastián, mañana me acerco a tu casa.
- ¡Qué Dios le bendiga! – dijo el hombre sonriente despidiéndose.
Muy buen relato lo único malo es que no llega hasta el final