Cuando tenía 18 años, solía juntarme a jugar con Vale, mi vecina de la cuadra, de mi misma edad.
Aunque su madre era antipática, solía invitarla a jugar, al menos así fue por unos meses, hasta que sucedió lo que te estoy por contar.
Era una niña promedio para su edad: unos rulitos, pelo castaño, tes blanca, sin un cuerpo desarrollado aún. Sin culo ni tetas, bastante plana.
Una de esas noches de verano, se vino a jugar a casa. Sus viejos se habían ido de viaje y los míos estaban en casa, pero afortunadamente, estaban en la parte de adelante. Mi viejo regaba las plantas y mi vieja cocinaba, así que la puerta del frente siempre quedaba abierta.
Para refrescarnos, agarramos la manguera y empezamos a mojarnos por todo el frente.
Nos reímos como locos, salpicándonos el uno al otro. Mientras jugábamos, nuestros ojos se cruzaban pero no entre ellos, sino a nuestros cuerpos. Yo traía un pantalón tipo malla, y ella una bikini de dos partes. Nada extraño.
Los roces con las manos eran ya prácticamente intencionales: yo buscaba tocar sus piernas y ella las mías, y no podíamos evitar sonreír. En un momento, vale me apuntó con el chorro de agua justo en la entrepierna y yo hice lo mismo con ella. La sensación del agua fría contra mi piel era excitante, y la risa de Vale me ponía nervioso.
Nos quedamos ahí, mirándonos fijamente, sintiendo la tensión crecer. El agua corría entre nuestros dedos y marcando la tela contra nuestros cuerpos.
Cuando nos cansamos, nos tiramos en el pasto, todavía empapados. La noche estaba re linda, con las estrellas brillando. En un momento de silencio, Vale me miró y me preguntó, toda tímida: ‘¿Te animás a mostrarme algo?’ Yo, sin dudarlo, le dije que sí. Ella solo me miró y señaló mi entrepierna.
Me excité tanto, que se me marcó aún más la erección (bueno, mini erección, ya que mi pene apenas tenía 5 centímetros erecto).
Pero claro, había un pequeño problema: mis viejos estaban en casa. Teníamos que encontrar un lugar donde nadie nos viera. Pensamos un rato y encontramos el lugar perfecto: un pequeño espacio entre el frente de mi casa y la puerta de entrada. Era un punto ciego desde la calle y desde la cocina.
Nos fuimos a ese rincón. La adrenalina de poder ser descubiertos en cualquier momento hacía que todo fuera aún más emocionante. Vale tenía una curiosidad bárbara y yo estaba re nervioso.
Seguidamente bajé mi parte delantera de mi calzoncillo y se lo mostré.
Mi pene chiquito, de unos 5 centímetros, estaba expuesto, y de la excitación estaba con la piel baja y el glande al descubierto.
Lo agarré con firmeza con mi mano derecha y le baje y subí la piel unas dos o tres veces.
Me lo guardé y seguidamente le pregunté: ¿me mostrás lo que tenés vos? (señalando su entrepierna)
Hasta entonces no sabía qué tenían ahí las mujeres.
Ella tímida, se bajó apenas, más que bajar, se estiró hacia adelante su ropa interior y solo vi una pequeña línea, sin pelos, que partía su entrepierna
Después de eso, seguimos jugando en el jardín, pero todo era diferente.
Nos mirábamos con una complicidad que antes no teníamos. Nos perseguimos, nos mojamos, y en cada roce, en cada mirada, había una carga sexual que no podíamos ignorar.
Esa noche ambos dimos un paso más hacia nuestras aventuras sexuales (ya que aunque no lo afirmo de su parte, seguro era virgen, al igual que yo)
Justo cuando las cosas se estaban poniendo más interesantes, me llamó mi mamá a comer. Nos sobresaltamos y nos separamos rápidamente.
Nos miramos, sabiendo que ese momento especial nunca sería el mismo. Pero también sabíamos que habíamos compartido algo único, algo que nos uniría para siempre.