Mi nombre es Susana. Tengo veintitrés años y soy veterinaria. La historia que les voy a contar me ocurrió haciendo las prácticas del último año de la carrera, hace apenas unos meses.

Soy una chica intelectual. Soy muy rubia, de pelo largo y lacio que aguanto detrás de mi cabeza con una coleta, y de piel muy blanca y no disimulo esto tomando el sol en la playa, lo que por otra parte haría que me pusiera colorada solamente. Desde que era pequeñita mi afición es el estudio. Tengo unas gafotas que disimulan mis ojos azules.

¿La vida ociosa? Para mí no existe. ¿El sexo? No lo había probado prácticamente hasta esta primavera. ¿El amor? Siempre oculto y en silencio.

Esta primavera hice as prácticas en el zoo de una ciudad que no voy a decir para que nadie se acuerde de mí. Este zoo tenía un pequeño laboratorio o sala de experimentación con tres jaulas ocupadas por unos chimpancés.

Mis prácticas consistían según el Doctor Grijandel en la participación en «El estudio el comportamiento del Chimpancé nigeriano en condiciones de estrés». El doctor Grijandel me pareció desde primera hora un presuntuoso engreído y fantasmón. No lo puedo ni ver.

El caso es que las tres jaulas estaban ocupadas por tres parejas de monos. Los monos se lo pasaban de puta madre. Me llamó la atención que no paraban de, usando una terminología especializada, copular. Tal vez lo hacían treinta veces al día, eso sí, la cópula duraba unos minutos. EL doctor Grijandel me dio unos cuestionarios que debía rellenar diariamente sobre el comportamiento de los simios. Cuánto comían, sucesos violentos y grado de violencia, si los simios se peleaban vociferando de una jaula a otra. Etc… Además me dio una serie de cometidos, como eran cuidar de los simios. Darles de comer, lavarlos.

Los chimpancés al principio se portaron muy bien. Dejaban que les echaba de comer, me cogían de la mano, con su mano de piel fuerte y dura. Dejaba que los lavara y eran muy obedientes en todo. Todo era como la seda hasta que empezó el experimento.

El doctor Jandel Grijandel retiró a las monas de los respectivos monos. La reacción de los monos fue desigual. Jimmy, el macaco más joven echaba de menos a alguien con quien jugar, apenas tenía tres añitos.

Desde que estaba sólo buscaba mi compañía. Quería jugar conmigo constantemente y me tiraba cosas desde la jaula para que se las devolviera. Pero notaba que tenía una especial capacidad para distraerse sólo.

Tato, el segundo mono era un mono algo mayor. No dejaba de hacerse pajas en su jaula. Una detrás de otra, machaca que te machaca, a mí esa actitud no me parecía decente y le afeaba su conducta, a lo que el jodido mono me respondía dándome la espalda y masturbándose de nuevo.

Lo peor era cuando lo tenía próximo. Más de una vez lo pillé subiéndome la falda. Le gritaba y se tapaba los ojos y me enseñaba los dientes, en señal de arrepentimiento, pero cuando me daba la vuelta, otra vez me lo encontraba con el borde de la falda en su mano.

Un día, mientras le enjabonaba el vientre, el jodido macaco me cogió con sutileza y poquito a poco llevó mi mano por debajo de su vientre hasta que para mi sorpresa, me encontré con su picha excitada. ¡Quería que le masturbara! Desde ese día, el baño del simio fue un pulso entre sus intenciones y las mías, de dejar su pelaje pulcro y brillante.

El peor era el Señor Jota, como llamábamos al simio de más edad. Era un simio de veinte años, un ejemplar adulto hecho y derecho al que la abstinencia sexual parecía que no le sentaba nada bien. Este chimpancé, que anteriormente era muy educado, se había vuelto agresivo, exigente e insolente. Era un gruñón que tiraba la comida al suelo nada más verla. Se cruzaba de brazos en una esquina y fruncía el ceño…, enfadado.

El señor Jota no quería bañarse, no quería salir de la jaula y cuando lo hacía era muy difícil volverlo a meter. Lo tomaba con todo. Tiraba las sillas, las cosas de la oficina, se metía con los otros chimpancés. -¡Mono cabrón! ¡Haz el favor de venir aquí, que te tengo que lavar la cabeza!- Le repetía mientras lo perseguía por todo el laboratorio. Llegaba a la nevera y robaba las cervezas del guardia de noche las bebía de un sorbo y tiraba el casco de cristal hacia detrás, sin importarle donde cayera. Vamos, de un insolente que no se podía aguantar.

Bueno, no voy a contarles mis disputas con el Señor Jota. Lo que si notaba es que cada vez me faltaba más el respeto. Empezó a cogerme de la pierna y no soltarme hasta que pensaba que había jugado bastante, y aprendió del segundo mono, el tato a levantarme la falda y más de un azote me llevé cuando despistada, me acercaba a la jaula y me daba la vuelta.

Era un insolente. Me lanzaba besos desde la jaula y me guiñaba el ojo. Luego lo soltaba y se empeñaba en darme un beso con sus morros en mi mejilla y en abrazarme. Yo no entendía en qué consistía que aquellos accesos de rabia se convirtieran de pronto en unas muestras tan grandes de cariño.

Un día lo pillé haciéndome un gesto extraño. Ponía el pulgar e índice unidos formando un círculo y el dedo índice de la otra mano lo metía y lo sacaba del círculo. Si hubiera sido un humano, le hubiera dado una guantá que lo habría sentado de culo. Pero un mono ¿Cómo podía saber lo que significaba? El caso es que mientras hacía eso el mono ponía una cara de chulo y de «salido» que faltas no me quedaban de estamparle un bofetón. Ese día lo castigué sin sacarlo de la jaula.

AL día siguiente me encontré al Señor Jota enfadado. No me tiró besos ni nada. Yo había venido con una minifalda más corta de lo normal y una camiseta sin sujetador. ¿Motivo? Porque quería ver si conseguía que el Doctor Jandel Grijandel me firmara los impresos para solicitar una beca de investigación. El mierda de él me dijo que si quería la firma de los impresos teníamos que jugar a que él era el «Clinton» y yo la «Lewinsky» y le dijo que si para que me dieran una beca tenía que ser la «Lewinsky», por lo menos me buscaría un «Clinton» de verdad y no un mequetrefe de bata blanca.

No tengo beca. No sé si ir vestida tan provocativa me perjudicó o me benefició, pero sin duda influyó en lo que sucedió a continuación.

El caso es que sea por mi forma de vestir o por un nuevo perfume que me puse, cuando el Señor Jota levantó el rabillo del ojo y me vio, se quedó como agilipollado. Comenzó a tirarme besos con más insistencia que nunca. 

Bueno, como yo ya estaba harta de las escenitas que me organizaba el macaco ese, esperé a que no hubiera nadie en el laboratorio para soltarle. ¡Animalico! Me dio lástima haberlo castigado el día antes. El caso es que le abrí la jaula y el Señor Jota salió «escopetao» de la jaula. Fue a mi bolso y el maleducado lo abrió y me cogió el tabaco. Me quedé de piedra, pues cogió un cigarrillo y lo encendió dando unas caladas largas y saboreadas.

Entonces, mientras preparaba el baño templadito del mono, sentí que el Señor Jota me subía la falda. Dí un respingo e intenté apartarme pero el mono, con su largo brazo lleno de pelos, me agarró de la cintura mientras me acariciaba las nalgas. El Tato y Jimmy nos miraba con expectación desde su respectiva jaula, comenzando a jalear a su colega-Uhm Uhm uhm.- Gritaban desde su cubículo cada vez con más energía.

Intenté zafarme del mono, pero este me agarraba. De repente, me cogió de las dos manos por la cintura y me llevó contra él. Sentí su hocico entre mis nalgas y lo sentir aspirar olerme profundamente una y otra vez. Los simios tienen una fuerza que no nos podemos creer. Me fue imposible soltarme de sus manos.

El señor Jota tiró de la falda hacia abajo y quedé en bragas. Aproveché para escapar y comencé a correr alrededor del laboratorio, pero el Señor Jota era más rápido que yo y pronto lo tuve de nuevo detrás de mí. Dio un tirón y mis bragas saltaron hechas un guiñapo, de mi cuerpo. El simio se abalanzó sobre mí y me tiró sobre el suelo. Quedé a cuatro patas. Lo volví a sentir olerme en una zona que podía ser bien las nalgas o el sexo.

De repente, sentí en mis nalgas la sensación de su vientre peludo y en mi sexo, pero sin llegar a penetrarme una presión que debía ser la de su miembro viril. Me llevé la mano y lo descubrí, un trozo de carne dura y suave, ligeramente húmeda. Lo sentí manar sobre mi mano. Eran unas gotitas de nada. Aquel mono se me había corrido encima. Salió disparado al otro lado de la habitación.

Me levanté para ir a zurrarle, pues estaba realmente irritada, pero cuando llegaba, el cabrón del mono salía corriendo jugando al «pilla pilla». Imagínense, desnuda de cintura para abajo, cubierta sólo por la camiseta, persiguiendo al Señor Jota. Para hacer un video, vamos.

Por fin lo dejé por imposible y cogí mis bragas y tras inspeccionarlas me di cuenta que no me las podía poner. Luego fui a por la falda y cuando me agaché a por ella, ahí lo tenía de nuevo. El señor Jota se subió encima de mí. Me volvió a poner a cuatro patas y volvió a encularme y hacerme sentir su vientre cubierto de pelo con unas cerdas duras. Esta vez tuvo mejor puntería. Lo sentí en mi sexo, aunque sólo me penetraba ligeramente. El mono se comenzó a agitar, y sentí una fugaz pero profunda penetración que me causó turbación y un poco de dolor, y el Señor Jota volvió a correr al otro lado de la habitación.

No puedo decir el asquito que me produjo saber que el mono me había echado dentro aunque fueran unas gotitas de semen. Así que pasé de inútiles persecuciones y me dirigí yo misma al grifo a lavarme. Pero mi sorpresa fue que mientras me afanaba en limpiarme, aunque sólo fuera por fuera, va el mono cabrón y me vuelve a acosar. Sí, lo veo que viene a por mí.

Me puse de espaldas a la pared. Entonces, el macaco me cogió de la mano y me arrastró hasta la mesa del laboratorio. Me hizo un gesto autoritario indicándome que me tumbara sobre la mesa. Lo obedecí, tumbándome de cara al techo porque la verdad es que puso una expresión de fiera que no me atreví a contradecirle.

El señor Jota se puso entre mis piernas me subió la camiseta. No puedo explicarles lo excitante que fue sentir su dedo jugando con mi pezón. Miré sus ojitos negros y adiviné su expresión de lujuria simiesca. Luego sentí su mano fuerte en mis tetas, amasándolas.

Lo mejor vino cuando comenzó a darme lametones en los senos con aquella lengua larga y áspera. Lamía con todo lo largo de la lengua una y otra vez. La verdad es que aquellas caricias de mono me estaban poniendo cachondísima. El Señor Jota, de repente se dio cuenta de mi monte de venus. Acercó su cabecita para ver bien lo que había entre aquellos pelos y de repente, seguro que por la atracción del olor de mi sexo húmedo, comenzó a lamerlo, dando lametones como si lamiera un tarro de mermelada.

Su lengua se introducía entre mis labios sexuales causándome un cosquilleo del que hubiera deseado no sentir, no por molesto, sino por inconveniente. Cogí al macaco de los pelos de la cabeza y me sorprendía a mí misma diciéndole: -¡Cómetelo todo! ¡Mono cabroncete!-

EL mono me lamía y me ponía calentísima. De pronto el mono comenzó a introducir su dedo dentro de mi sexo, como queriendo sacar miel de una colmena.

Lo metía, lo olía y lo chupaba. Así estuvo un rato hasta que ya. Sin poderlo aguantar más, comencé a correrme ante la mirada sorprendida del Señor Jota. Entonces, al señor Jota parecía que se le encendió una lucecita en su cerebro atrofiado y se volvió a colocar entre mis piernas y comenzó a presionar con su picha contra mí.

Si antes tuvo mi querido macaco buena puntería, esta vez se equivocó de agujero. Comencé a sentir la puntita carnosa y a diferencia de la humana, afilada entre mis nalgas e introducirse en mí levemente, tras lo cual, descargó en mi interior unas gotas de semen, mientras yo terminaba de correrme por el placer que había producido anteriormente su dedo en mi sexo y la excitación morbosa del miembro viril del señor Jota entre mis nalgas.

Quedé así tendida y el señor Jota a mi lado. Le acariciaba la espalda peluda y el Señor Jota estaba ahora calmado y de nuevo, después de un par de semanas de abstinencia, amable. Bueno, lo llevé de la mano hasta la jaula.

A la mañana siguiente, cuando viajaba en el metro, vi a un señor muy peludo enfrente de mí. Debajo de la camisa asomaba un brazo cubierto de negro vello. Me empecé a acordar del señor Jota y me excité. Luego pasé por una farmacia y compré preservativos, así, sin pensar en nada.

El caso es que cuando llegué al laboratorio, el señor jota me lanzó un beso desde su jaula que «se me hizo el chocho Pepsi cola». Tuvimos unos meses de pasión animal y cuando se acabaron las prácticas lloramos los dos como unos bobos.

El gran beneficiado fue el doctor Jandel Grijandel, responsable del laboratorio, pues por no separarme de mi mono, soy capaz de hacer de «Lewinsky» las veces que sea.

Y aquí estamos, mañana comienza mi investigación sobre «el comportamiento afectivo del chimpancé de Nigeria con los humanos». No me juzguéis mal. El amor es el amor. Aunque el tipo sea poco inteligente y lleno de pelos, el señor Jota es muy cariñoso.