Hola, chicos. Mi nombre verdadero no importa. Podéis llamarme Ana. Soy una mujer adulta, de 33 años, casada y de acomodada posición social. Mi marido, Alfredo, me ama sinceramente, me colma de atenciones, y me permite vivir y trabajar con libertad y confianza, dentro de los límites del respeto al matrimonio que nos exigimos mutuamente.

Hasta que pasó lo que aquí os cuento.

Aunque llevé una vida salvaje y disoluta cuando era adolescente, y ya en la época de la Universidad, llevando a cabo locuras como acostarme bebida con quien quisiese saborear mis deliciosas partes, y sin acordarme por la mañana en brazos de quien había pasado la noche, o en la habitación vacía y desconocida de algún estudiante, con prisa por entrar a su primera clase, me enamoré locamente de aquel serio, pensativo hombre que me miraba cohibido, mientras yo bailaba como loca en la pista del local de moda, dejando que todo el mundo admirase mis piernas, y alguna que otra vez, casualmente, mis braguitas transparentes.

¡¡¡MMmmm…!!! De qué manera me devoraba con los ojos. Pero era muy tímido. Me atrajo desde el primer momento que le vi. Una compañera me lo presentó. Me dijo tartamudeando su nombre, y tras hablar un poco, se atrevió a invitarme a una copa.

Pasaron los días. Nos veíamos a menudo, y yo sentí que me estaba volviendo más recatada, más concentrada. Un día me pidió relaciones, con gran esfuerzo y voz plañidera, como si temiese un gran rechazo y fuertes risotadas por mi parte. En ese momento me pareció tan dulce, tan tierno…

Nos casamos al acabar nuestras respectivas carreras. Era un amante tranquilo, metódico. Aunque me había acostado con más de la mitad de los chicos del Instituto y la Universidad, no sabía con certeza lo que era el sexo bien practicado, el sexo de verdad. Él me hizo experimentar muy buenos orgasmos, aunque visto desde lo que sé ahora, había sexo y amor, pero faltaba algo de pasión, algo de cierta controlada animalidad. No sé explicarlo. No volví a pensar más en acostarme con nadie. Me gustaba la tranquilidad del matrimonio, y a la vez los dos estábamos asumiendo responsabilidades profesionales, tomando cada vez más experiencia y conocimientos. Pronto empezaron sus viajes de negocios, mi dedicación total a mi profesión, el distanciamiento, la monotonía…

Un día estaba en mi despacho, ultimando los pequeños detalles para una reunión del Consejo de la Empresa, que se iba a celebrar en este mes. Ya era tarde. Las 9 de la noche de un frío día de invierno. Desde la vidriera contemplé distraída los pequeños edificios iluminados de alrededor, el tráfico de la calle. Una llamada telefónica de mi marido, que estaba en otra ciudad, y no había cogido el vuelo para llegar y recogerme para nuestra cena de Aniversario de Boda. Pasaría otro día allí.

¡Vaya…! Hacía tiempo que no salíamos a tomar algo. Y me apetecía salir, ver la gente, bailar, sentirme joven… ¡Que leches! Pensé que no me vendría mal bajar a la calle. Cerca había un par de lujosos Locales de Copas y una Discoteca para gente de mi posición.

Ni corta ni perezosa terminé y me marché. Al poco rato estaba sentada a la barra del lujoso bar de la Disco. Una mujer sola, ataviada con un vestido negro, ajustado, algo cortito, y con un escote trasero que permitía ver toda mi espalda en su totalidad. 

Para que os muráis de envidia, soy una mujer alta, de 1,76 y mis medidas son 93-55-90, morena, de pelo muy largo, brillante y liso, y flequillo al estilo Cleopatra, como una vez me confesó mi maridito que le gusta. Como el vestido que llevaba puesto era muy ligero y se pegaba a mis turgentes formas, sólo llevaba unas medias negras, sin liguero, y unos preciosos zapatos de tacón de aguja. Preferí no ponerme braguitas, ni siquiera de tanga, pues no quería que se me notase ninguna costura, y además se supone que estaría con mi marido. Tampoco llevaba sujetador.

Un Vodka con Hielo me alegró lo suficiente para salir a bailar aquella música ligera, rítmica. Me dí cuenta de cómo me miraban algunos hombres, depredadores carnívoros de aquel curioso ecosistema.

También me excitó pensar en cómo se movían mis pechos, libres bajo la ajustadísima prenda negra, y los pezones me dolían, enhiestos, apretados a la tirante tela. Casi podía sentir en esos momentos que bailaba completamente desnuda para ellos, para los hombres que me contemplaban. Mientras seguía bailando, contorsionándome sin darme cuenta cada vez más voluptuosa, noté como ellos avanzaban, caminaban a mí alrededor, o bailaban aproximándose, casi rozando mis prietas formas, sin perder ni un solo detalle de mi lasciva anatomía.

A esas alturas yo ya estaba en el suave éxtasis que precede al estado de verdadera necesidad, notando el suave calorcillo de mis muslos, algo mojados con el flujo que emanaba de mi palpitante sexo.

¡¡¡Uuuuufff…!!! Alguien me tocó el culito, rozándolo, casi sin querer. Esa caricia me electrizó. En un momento de lucidez, salí de la pista, me fui a la barra, y pedí un refresco. Estaba muy excitada, y no quería hacer algo de lo que pudiese arrepentirme. Me sentía muy mojadita. Pletórica, henchida de deseo, de ser poseída.

– El caballero allí sentado le invita, Srta., y le suplica si es tan amable de acompañarle en su mesa.

Miré a quien me señalaba el camarero. Un elegante, atractivo hombre, de facciones duras, mirada obsesiva, fija. Sonrisa burlona, aunque agradable. ¿Por qué no? Me senté a su lado, en el diván de cuero. Charlamos durante largo rato. Me atraía su virilidad, su seguridad en sí mismo. Me invitó a bailar la música lenta.

Ya en la pista, abrazada a él, me dejé llevar. Cerré los ojos, notando sus lentos avances, sus manos que bajaban suavemente por mi espalda, sus besos en mi cuello, sus susurros en mi oído. Me acariciaba el nacimiento del culito, las caderas. Sentí de pleno su fuerte erección, pegada a mi vientre, y me apreté más a él, pegándole mis pechos a su fuerte torso. Sus dos manos se apoderaron de mi duro culo, me apretaron más si cabe, contra ese enorme bulto que pugnaba por romper las costuras de su pantalón.

Entramos a su lujoso apartamento del centro de la ciudad, con prisa, devorándonos, comiéndonos la boca. Le empujé al sofá, y contemplé triunfal la torpe mueca y la mirada perdida en mi cuerpo. Sonreí, me pasé la lengua por los carnosos labios, y dejando que los tirantes cayesen a los lados, tiré suavemente, y mi vestidito se deslizó recorriendo mi silueta, hasta quedar en la moqueta. Me quedé desnuda frente a sus asombrados ojos, sólo con las medias y los zapatos de tacón.

Me acerqué muy despacio, acariciándome, permitiendo que mis manos resbalasen por los pechos, el vientre, las caderas… dejando que se percatase de todos los detalles de mi cuerpo, me arrodillé, le tomé del cinturón, y después de bajarle la cremallera y el calzoncillo, me apoderé con verdadera hambre de su duro y enorme falo. Lo chupé con fruición, lo introduje hasta el fondo de mi boca, y no conseguí engullirlo por entero.

– ¡Follame, cabrón! ¡Hazme tuya…!

Él se incorporó, me empujó al sofá, quedé de pie, presentándole mi culito. Se acercó, tocó con sus dedos mi hirviente coñito, puso su hinchada polla en la entrada de mi vagina, presionó, y noté la entrada de aquel pollón en mi coño, causándome algo de daño, pero un placer que nunca había experimentado. Me corrí, una y otra vez, como nunca me había corrido. Y él no perdía el ritmo, me follaba, incansable, hasta que sacó su polla, me cogió violentamente del pelo, y me obligó literalmente a comerme el glande, justo cuando un fuerte chorro de espeso esperma saltó y llenó mi garganta, mi boca, y salpicó mi cara y mis pechos. Con placer, viéndole más relajado, y cuando se sacudía la última gotita de semen, metí toda su polla en mi boca, sorbiendo y dejando seco todo el glande, disfrutando del olor y el sabor a esperma, mezclado con mis fluidos vaginales y el sudor de mi amante. Estuve así un largo rato, chupándole la descomunal polla, que había quedado algo floja.

Se recuperó en mi boca, me tomó en brazos, y me llevó a la cama. Allí nos tumbamos, más tranquilos, abrazándonos, acariciándonos. Él me besaba muy dulcemente en la boca, me rozaba la piel con sus labios, me excitaba de nuevo, hasta que no pude más y le pedí que me penetrase, que me follase de nuevo. 

Incansable, me hizo el amor durante toda la noche, dejándome exhausta. Me pidió que le presentase el culito, y me hizo algo que me excitó y mojó, cuando ya pensaba que estaba en las últimas. Me chupaba el agujerito del ano, introduciendo un dedo y la lengua, suavemente lubricada con mucha saliva. Puso su polla en la entrada a mi culito, pero le dije que nunca lo había practicado.

– Calla, puta. Quiero darte por el culo. Te la voy a meter muy despacio.

Con mucho dolor, noté como poco a poco me taladraba con su duro miembro. Grité, supliqué, pero no paró hasta que después de un rato, me dijo que ya había entrado toda la polla. Yo lloraba de dolor, pero estaba mojadísima. Mientras él me follaba lentamente por el culito, me introdujo inesperadamente un gran consolador en el chorreante coño. No pude más, exploté una y otra vez en un largo orgasmo. El macho seguía fallándome, apretando y cogiendo más velocidad, notando mis espasmos, mi placer.

El corpulento hombre yacía a mi lado, dormitando pesadamente, su brazo ciñendo mi vientre. Me dolía todo. Me incorporé, me puse el vestidito, el abrigo y salí de allí en silencio. No sabía cómo se llamaba mi ocasional amante, ni me importaba. Todo me daba vueltas. Sólo quería llegar a casa, ducharme y dormir. Me sentía culpable. Todavía no me explicaba cómo pude llegar al extremo de ser infiel a mi esposo. Me sentía en ese momento, sucia, como una vulgar puta. Pensé, antes de quedarme dormida, que sería mejor no mencionar esto a Alfredo.

Pasaron las semanas. Mi marido y yo nos presentamos adecuadamente ataviados a una fiesta de su empresa. 

Yo iba cogida de su brazo, y él me presentaba a sus compañeros de trabajo, a su jefe, el Presidente, su esposa, una amable y sencilla mujer.

Dejé sólo a Alfredo, que charlaba con sus colegas, y fui a por una copa al bar. Cerca de mí un corpulento y elegante hombre con su esposa, charlaban con dos mujeres. Le reconocí. Él me vio, dejó que su mujer siguiese la conversación, y se acercó.

– Hola. ¿Cómo estás? Me quedé con la ilusión de verte de nuevo, pero desapareciste. No sé ni tu nombre.

– Es mejor así. No debí hacer lo que hice. Estoy casada, y mi marido es aquel de allí, el que me saluda. Si me perdonas, no quiero saber nada de lo que pasó. 

– No te preocupes, yo también estoy casado. Aunque no me importaría verte en otra ocasión, sin compromiso. Sólo sexo.

Me dio su tarjeta disimuladamente, y la metí en el bolso.

– No te hagas ilusiones. No quiero verte más.

Pasé muy nerviosa el resto de la velada. Hablaba sin hablar, sin enterarme. Al fin y al cabo, las conversaciones eran superficiales. Él se acercó a nosotros, lo que me alarmó.

– Alfredo, no me has presentado a tu bella mujer. Buenas noches, me llamo Ruiz, Alberto Ruiz, el nuevo director del Departamento, y jefe de tu marido.

– Encantada.

– ¿Te gusta mi mujercita? Pero, si me perdonáis, os dejo un momento. Me llaman.

Contemplé horrorizada como mi marido me abandonaba, sin saberlo, en manos de su jefe, quien, mirándome burlonamente, me guiñó un ojo, y me dijo:

– Presiento que este es el principio de una hermosa amistad. Je…Je…

Aquella tarde me presenté al lugar de la cita como él me pidió que fuese: una falda de tubo, una blusa blanca, una chaqueta de vestir negra, acorde con la faldita, zapatos de tacón de aguja, medias a juego… Me acordé que me dijo que fuese sin braguitas, y que si se me ocurriese presentarme con bragas, me las haría quitar en público, delante de él. Permanecí de pie, en la cafetería, notando las miradas de la gente. Los hombres me miraban con lascivia mal disimulada. Todo aquello me molestaba, me hacía sentir como una verdadera puta. Lo que a él le gustaba, humillarme, hacerme pasar vergüenza. Para luego imponerme sus más bajos instintos, hacerme experimentar las pasiones más sucias, vulgares.

Nos sentamos en una mesa. Pasé una vergüenza enorme, cuando me dijo que me quitase las bragas allí mismo. Como no me permitió ir al W.C., disimuladamente, forzando cierta postura, metí las manos bajo mi apretada falda, tomando con dificultad la costura de la braguita, tirando de ella. Todos los machos del lugar se dieron cuenta, como me pareció ver, que me bajaba las bragas por las piernas, sacaba un pie, y luego el otro, con la circunstancia de que la prenda se me enganchó en el tacón, y hube de forcejear, nerviosa, incorporándome y mostrando la totalidad de mis piernas, enfundadas en las negras medias, sujetas por los finos tirantes del liguero que se adivinaba.

Él me sonreía, mientras pude oír ciertos comentarios sobre «la puta que se quita las bragas», por parte de los parroquianos del lugar.

Yo estaba sobre Alberto, desnuda, con toda su polla introducida en mi coñito, excitadísima, follándomelo. Me gustaba que me hiciese sentir así, como una mujer vulgar, una zorra.

– Hoy tengo una sorpresa para ti. Puta mía.

Otro hombre entró silenciosamente en la habitación, desnudo, atlético. Era de color, y tenía una polla más grande, si cabe, que la de mi amante.

Aquel día fui doblemente penetrada. Según llegó, a petición de Alberto, el negro se subió, y metió su polla en mí ya acostumbrado ano. Los tres entramos en un cada vez más rápido ritmo. Me estaban ensartando, me follaban a placer, durante un tiempo que se me antojó eterno. Tenía dos pollas enormes dentro de mí. Estaba excitadísima. El negro se corrió en mi interior, gritando de placer. Se incorporó, y me metió la polla en la boca, para que se la limpiase. Mientras le chupaba la polla, y Alberto me seguía follando, noté como el espeso y caliente esperma me resbalaba fuera del culo, deslizándose muslos abajo.

Alberto me hizo bajar, y cogiéndome por el pelo, me forzó a tragarme su gran corrida. El espeso y abundante semen corría por la comisura de mi boca, rebosante. Alberto metió su polla, y se la chupé, hasta que quedó seca. Follamos los tres durante toda la noche.

Pasaron las semanas. Mi relación con Alberto comenzó a enfriarse. Él era un hombre ocupado, aparte de las obligaciones de su matrimonio. Aquella tarde llamé a mi marido. Me dijo que vendría a buscarme al trabajo.

Cuando monté en el coche, le vi muy serio. No hablamos una palabra hasta llegar a casa. Cenamos ligeramente. Nos sentamos en el sofá y charlamos, aunque le noté como extraño, distraído. Fui a la cocina, y cuando volví, le vi llorando.

– No puedo más. He de contarte algo.

Me senté a su lado, y me dijo que hacía tiempo, conoció en un viaje a una atractiva mujer, y no paró hasta llevársela a la cama. Luego se encaprichó de ella, y se encontraron en repetidas ocasiones, haciendo el amor.

Al cabo del tiempo se enteró de que ella estaba casada, y que su marido se había percatado de la aventura. El marido ofendido resultó ser su actual jefe, Alberto. Aquí no pude por más que experimentar cierta inquietud. 

Su jefe un día le llamó al despacho, avisándole que no pararía hasta hacerle pagar lo que había hecho, por más que Alfredo le pidió perdón.

Hasta que esta mañana se encontró en el buzón un paquete con una cinta de video VHS.

Alfredo pulsó el mando a distancia. Ya había visto el contenido del vídeo varias veces, entero, sin creer lo que veía. 

Me vi a mí misma, quitándome las bragas en la cafetería, delante de toda aquella gentuza, follando en habitaciones de motel, dejándome tomar por detrás, siendo doblemente penetrada por diversos amantes, negros, blancos…

Mi marido me dijo:

– No te preocupes. Seguiremos llevando nuestra vida de matrimonio. Alberto me ha ordenado que seas su pareja cuando a él se le antoje, pues si no, él mismo se encargará de que todo el mundo en mi trabajo tenga copia de la cinta VHS, y mi carrera se arruine. A partir de ahora, seguirás siendo mi preciosa y bella mujercita, y además su puta de alquiler. En cuanto a mí, espero que me perdones por mi infidelidad. Su mujer sabe lo que pasa, y también ha de aguantar esto. Tenemos prohibido vernos.

Alfredo me abrazó, viendo mi confusión. Aquella noche hicimos el amor apasionadamente.

El tiempo pasa. Mi marido se comporta normalmente, acepta mis salidas inesperadas. Y yo soy feliz, a pesar de ser una puta.

Y ahora espero bajo el sol de la tarde, con un ligero vestidito de verano, de color crema, translúcido, y sin nada debajo, parada en la acera, con mis pezones hinchados, dejando que la gente me desnude con la mirada, humillándome. ¿Qué me tendrá preparado mi señor?