El primer día de trabajo suele ser bastante estresante.
Uno no sabe con qué tipo de gente se va a encontrar, si los compañeros de trabajo serán amigables, si encajara uno en el grupo, y esas cosas que uno siente al ser el recién llegado.
Afortunadamente todo mundo me recibió bastante bien y mi primera jornada como jefe de compras termino de forma satisfactoria.
Pronto me hicieron mis nuevos compañeros una advertencia.
El jefe de mantenimiento, Luis Montes, era toda una ficha. Me contaron que tenía muy mal carácter y que era un tipo prepotente que acostumbraba maltratar a sus subordinados, a los cuales pretendía dirigir con rígida disciplina militar.
Como veterano del ejército, tenía fama de ser un hombre enérgico y poco amigable, por lo que me recomendaron que tramitara sus pedidos sin demora para evitarme problemas.
Agradecí las advertencias y me propuse mentalmente ser especialmente atento con el tal Luis. Unos días después lo conocí.
Necesito que me surtas este pedido de inmediato – entró gritando en mi oficina.
A pesar de que ya me lo habían advertido no pude dejar de sentirme intimidado ante aquel hombre maduro y visiblemente enfadado que sin el menor rastro de amabilidad se atrevía a maltratarme aun sin conocerme.
No me considero un tipo violento y en este tipo de situaciones suelo buscar siempre una forma pacífica de solucionar las cosas, pero el tal Luis no estaba dispuesto a escucharme y me di cuenta que no podía dejarme amedrentar por aquel cabrón engreído o muy pronto estaría sufriendo las consecuencias.
Tengo otros pedidos previos al suyo – contesté de forma diplomática, tratando todavía de apaciguar los ánimos – y tramitaré su compra en cuanto termine con ellos.
No entendiste, ¿verdad? – preguntó en un tono bastante grosero. – ¡Dije que necesito este pedido ahora mismo, no cuando a ti se te hinchen los huevos!
La reacción más inteligente en ese momento hubiera sido la de ceder a su demanda y tramitarle el pedido tal como él quería, pero mi paciencia ya se había agotado.
Mis huevos están perfectamente – contesté bastante indignado poniéndome de pie tras mi escritorio para enfrentarlo.
Luis se puso rojo de indignación con mi respuesta. Las venas de su cuello se hincharon y sus puños se cerraron.
Dudo que una niñita como tú tenga huevos – comentó burlón tratando de humillarme.
La ira explotó dentro de mí antes de que me diera cuenta. Soy de complexión delgada y de estatura mediana.
Luis me sacaba más de una cabeza de altura, por no hablar de su impresionante físico, pero nada de eso me importó. Salté tras el escritorio y lo tomé por los cabellos sorprendiéndolo. Jalé su cabeza hasta mi entrepierna y la aplasté contra mi sexo.
¡Mira cabrón, – dije apretando su rostro contra mi regazo – tengo más huevos que tú! – Luis trataba de zafarse – los sientes? – pregunté a gritos empujando su cara contra el frente de mis pantalones.
A pesar de sus esfuerzos, mantuve a Luis pegado a mi entrepierna y continué gritándole.
¡Ándale puto!, no que muy machito? – le increpé – aquí tengo dos huevotes, y muy bien puestos como para que un hijo de la chingada como tú me venga con mamadas.
Yo mismo me sorprendí con aquella reacción tan visceral, y más me sorprendió que Luis dejara que yo le humillara de aquella forma sin oponer mayor resistencia.
Si él hubiera querido, razoné después, tranquilamente me hubiera podido hacer pedazos, pero no lo hizo, permitiendo que lo jaloneara y lo humillara. Finalmente lo solté y se enderezó mirándome con los ojos abiertos como platos. La adrenalina corría todavía por mis venas y decidí aprovechar el momento.
Y no te quieras pasar de verga conmigo – le advertí – porque para vergas aquí tengo ésta – le señalé tomando con mi mano mi miembro en una actitud machista y desafiante. De nuevo sorprendido noté que mi pene estaba medio erecto y que el bulto que le mostraba a Luis era gordo y espectacular. – Entendiste?
Luis no contestó nada. Miraba mi cara y miraba mi entrepierna, rojo de humillación, pero en una actitud totalmente pasiva. Al parecer la tormenta había pasado y yo había salido vencedor. Luis salió de mi oficina derrotado y afortunadamente para ambos nadie presenció el incidente.
Deliberadamente retrasé el pedido de Luis, obligándolo de esa forma a venir a mi oficina nuevamente.
¿Puedo pasar? – preguntó educadamente dos días después.
Pasa – contesté sin voltear a mirarlo ni ofrecerle asiento – y ponle el seguro a la puerta.
Luis permaneció de pie frente a mi escritorio en posición de firmes, tal vez recordando sus días en el ejército. Después de casi cinco minutos de tenerlo en esa posición me digné a mirarlo.
¿Qué deseas? – le pregunté secamente.
Únicamente quería saber cuándo podrá surtir mi pedido, señor – contestó.
No me pasó por alto la forma en que había terminado la frase, utilizando el «señor» como lo acostumbran los militares en señal de subordinación y respeto, por lo que decidí aprovecharme de eso y seguirle el juego.
Pues no estoy seguro siquiera de si lo surtiré o no – le informé muy pedante.
Señor, quisiera rogarle que considerara esa compra, señor.
Me puse de pie, y Luis mantuvo la vista al frente, los brazos firmes a los costados como buen soldado.
No sé – dije dando una vuelta a su alrededor – todavía me siento muy molesto contigo por haber dudado de si tengo suficientes huevos o no – terminé.
Señor, solicito disculpe mi torpe comportamiento. No fue mi intención dudar de sus…. – se interrumpió.
Dilo, vamos, – le animé – dime de qué dudaste.
Me puse de nuevo frente al. Me senté en el escritorio. Mis piernas abiertas, tensando la tela de mis pantalones de forma que se notara la redondez de mis huevos. Luis fue consciente de eso, y lo vi tragar saliva nerviosamente.
Dime de qué dudaste – pregunté de nuevo jalándole del pelo y obligándole a hincarse frente a mis piernas abiertas.
Luis hacía leves intentos de resistirse, pero lo mantuve firme y lo acerqué lentamente a mi entrepierna. Su rostro a escasos centímetros, su respiración agitada, sus ojos suplicantes pero ávidos.
Parece que no me crees que tengo un excelente par de huevos – dije bajando la cremallera de mis pantalones.
Luis no dijo nada. El sonido del zipper era lo único que se escuchaba en la oficina.
Expectante, Luis siguió el movimiento de mis manos. Saqué el faldón de mi camisa y me bajé los pantalones hasta medio muslo.
El bulto en mis boxers de algodón era notorio. Me acaricié un par de veces sobre la tela, sólo para estudiar su reacción.
Luis se relamió los labios de forma inconsciente, y eso me dio ánimos para subir una de las perneras del bóxer y dejar asomar mis huevos por el hueco. Empujé la cabeza de Luis sobre ellos.
Huélelos – le indiqué, y Luis inhaló el aroma íntimo de mis peludas bolas.
No lo dejé apartarse. Lo mantuve entre mis muslos separados, dejándolo inhalar el masculino olor de mis testículos por un buen rato.
Ahora lámelos – le ordené – para que los conozcas y aprendas a respetarlos.
Sí, señor – dijo el obediente soldado, aunque un poco renuente a hacerlo.
Su lengua aleteó tímidamente en mis bolas. La caricia cosquilleante me puso caliente.
Chúpalos bien, como hombre – le indiqué.
Luis se metió en la boca un huevo primero y el otro después, dejándomelos mojados y definitivamente con ganas de que continuara.
¿Has mamado vergas antes? – le pregunté de pronto.
Señor, no señor – contestó soltando mis huevos momentáneamente.
Pues no sé si será cierto, pero es buen momento para comprobarlo – le dije.
Me bajé entonces los calzones hasta las rodillas. Mi verga saltó frente a su rostro, dura y tiesa como nunca. Luis la miró fascinado, casi con reverencia. 19 centímetros de dura y turgente carne.
– Vamos – le indiqué – mámala y más vale que lo hagas bien – le advertí.
Luis la tomó entre sus labios. La sensación fue magnífica. La vista de aquel maduro hombretón hincado entre mis piernas y chupándome el pito era fenomenal. Noté que efectivamente no tenía experiencia.
Un par de ocasiones llegó a lastimarme con los dientes, por lo que le arrimé un par de coscorrones.
Hazlo con cuidado – le advertí junto con los golpes, y él, lejos de molestarse, se esforzó en chuparme el miembro de forma correcta.
Pronto sus lamidas me llevaron hasta el punto del orgasmo. Comencé a sentir que se acercaba y lo agarré por las orejas obligándolo a permanecer pegado a mi sexo, con la nariz enterrada en mi vello púbico, hasta que lancé mis copiosos chorros de semen en su boca, sin permitir que pudiera escupirlos y obligándolo a tragárselos.
¿Te gustó mi leche, cabrón? – le pregunté al terminar.
Señor, si señor – contestó humillado pero sincero.
Lo imaginaba – dije subiéndome los pantalones y acomodando mis ropas.
Noté que Luis tenía una enorme erección y que se moría de ganas de aliviar su tremenda excitación. Decidí hacerlo sufrir todavía más.
Parece que estas muy caliente, verdad soldado?
Señor, sí señor – contestó inmediatamente.
Pues quiero que permanezcas así por un tiempo – le ordené – por lo que te prohíbo terminantemente que te masturbes o tengas sexo, ¿entendido?
Sí señor – fue su respuesta.
Puedes retirarte – le dije dándole una nalgada en señal de que se marchara.
Ese golpe en el trasero me hizo darme cuenta de que el tipo tenía además un excelente par de nalgas. Lo miré al salir de la oficina. Un suculento y masculino culo que definitivamente merecía un poco de atención.
Seguramente Luis iba a pasar el resto del día caliente y excitado. Por el contrario, me acomodé la verga, yo me sentía completamente satisfecho.
Los días siguientes me dieron la oportunidad de toparme con Luis en varias ocasiones.
Trataba de aprovecharlas para mantenerlo en suspenso. En el comedor de empleados a veces me sentaba donde él pudiera observarme, y sin que nadie se diera cuenta me agarraba la entrepierna cuando él me estaba mirando.
Notaba que se ponía nervioso y comenzaba a transpirar agitado. Si coincidíamos en el elevador procuraba ponerme detrás de él y le acariciaba las nalgas sin que los demás lo notaran.
Me divertía mucho verlo salir del elevador tratando de ocultar la erección que seguramente le abultaba los pantalones. En las juntas de trabajo, dibujaba un enorme pene en una hoja en blanco y se la pasaba como si fuera algún dato que debiera revisar. El me miraba nervioso y yo le sonreía inocentemente.
Después de algunos días de estos juegos le llamé a su oficina y le dije que quería verlo, pero ya tarde, cuando no quedara casi nadie en la compañía.
Luis pasó todo el día alterado, según pude averiguar por algunos muchachos de su equipo, y yo lo dejé plantado marchándome antes de la hora prevista. La situación debió ponerlo como loco, pero no se atrevió a reclamarme nada. Al día siguiente lo cité a media mañana.
Cierra la puerta con llave – le indiqué nada más al entrar.
Señor, sí señor – contestó rápidamente y cerró la puerta presuroso.
Ahora bájate los pantalones – le ordené.
Pareció contrariado con la orden, pero de todas formas obedeció. Tenía unas piernas fuertes y macizas, velludas y muy bien proporcionadas. Llevaba una trusa blanca y ya mostraba un bulto gordo con una obvia gota de humedad al frente.
Daté la vuelta – ordené desde mi escritorio.
Luis obedeció. Su trasero era espectacular. Masculino y fuerte, llenaba la trusa de forma plena y tentadora.
Tienes buenas nalgas – observé.
Señor, sí señor, si usted lo dice – respondió.
Me acerqué para acariciarle las nalgas sobre la tela blanca y suave. Luis se mantuvo firme, dejándome explorar a mis anchas.
¿Te han cogido alguna vez? – le pregunte suavemente al oído.
Señor, no señor – contesto alarmado y sorprendido.
Me extraña, – comenté – con ese culo y en el ejército, más de un cabrón habrá querido cogerte.
Sí señor, – contestó – pero yo jamás lo permití.
Pues yo no pienso pedirte permiso – le informé, acariciándole las nalgas y metiendo un dedo bajo la trusa para acariciarle el ojo del culo.
Luis respingó, pero se mantuvo en su posición de firmes.
Me temo que ahora no es momento para hacerlo, con tanta gente alrededor y el teléfono sonando a cada rato – pensé en voz alta – y deberé conformarme con una mamada.
Regresé a mi escritorio porque el teléfono estaba sonando. Luis, con los pantalones abajo era un espectáculo digno de admirar, Mientras atendía la llamada comencé a acariciarme la verga sobre los pantalones.
Luis me miraba, excitado al ver mi excitación. Me abrí la bragueta y me saqué la verga, haciéndole señas a Luis para que se acercara. Se acomodó entre mis piernas y comenzó a mamarme la verga, con tanto empeño que terminé viniéndome en su boca. Se tragó todo mi semen hasta dejarme limpio.
Espero que hayas obedecido y no te hayas masturbado – observé.
Señor, no señor. He seguido sus órdenes al pie de la letra – contestó aun arrodillado a mis pies.
¿Ni siquiera has cogido con tu esposa?
No señor, ni con ella ni con nadie – contestó limpiándose la boca con el dorso de su mano.
Muéstrame tu verga – le ordené.
Luis se puso de pie y con cierta vergüenza se bajó los calzones. Tenía una verga hermosa. No muy larga pero sí bastante gruesa, con un pesado par de testículos seguramente rebosantes ya de leche.
Los tomé con mi mano y los apreté con fuerza. Luis gimió con el apretón, pero trató de mantenerse en la misma posición. Su verga cabeceaba y goteaba. Seguramente se vendría en mis manos si continuaba tocándola, así que la solté.
Pues la orden se mantiene – le indiqué – nada de sexo hasta que yo te diga.
Señor, sí señor – contestó.
Ahora vete que tengo que trabajar – le despedí.
Luis se acomodó los pantalones y a punto ya de salir le recordé.
Yo te aviso cuando quiero que vengas para cogerte.
Me miró como hipnotizado. Asintió con la cabeza y salió visiblemente alterado. Traté de olvidarme de su suculento trasero para continuar con el trabajo acumulado.
El viernes por la mañana le llamé a su oficina. No lo encontré, pero le dejé un mensaje con su secretaria.
Dígale que ya tengo la mercancía que me solicitó, que es bastante grande, pero que seguramente hallará la forma de darle acomodo y que estoy seguro que quedará completamente satisfecho.
Esa noche, Luis llegó a mi oficina sin demora. Cerró con llave incluso antes de que se lo pidiera y tomó su posición de firmes frente a mi escritorio.
Desnúdate – le ordené.
Se quitó toda la ropa. Era la primera vez que lo veía completamente desnudo y me encantó su cuerpo trabajado y firme, su pecho amplio y fuerte, sus caderas anchas y sus piernas macizas. Tenía una erección de campeonato y me miraba en silencio a la espera de mis órdenes.
Acomódate encima del sillón, con las nalgas hacia mí – le indiqué.
Luis obedeció. Su ancha y masculina grupa alzada era una invitación difícil de resistir. Sus nalgas ligeramente velludas se abrían mostrando el secreto de su oscuro agujero.
Me acerqué para acariciarle las nalgas, dispuestas como un banquete para mi disfrute. Luis brincó al contacto de mis dedos, tenso, con la piel caliente y expectante. Mis caricias viajaron por sus muslos separados, sus gordos huevos colgantes entre sus piernas, la raja de sus nalgas y el apretado y firme agujero de su culo.
Gemía mientras le acariciaba. Su respiración entrecortada, la frente recargada en el sillón, sin pedirme nada y dándomelo todo. Me excitó su entrega y su abandono, saberlo completamente a mi disposición, su cuerpo como un juguete al cual yo podría hacer lo que se me antojara. Ese poder era intoxicante.
Comencé a nalguearlo, fascinado con el sonido de mis palmadas en su carne, mientras sus nalgas danzaban bajo mi castigo. Aguantó sin rechistar, como los hombres, mordiéndose los labios para ahogar sus quejidos de placer o de dolor, no supe distinguirlo. Excitado, tomé mi cinturón y le di una serie de latigazos, descubriendo una vena cruel y sádica en mí mismo.
Luis se mantuvo firme, con la cola alzada y la espalda arqueada, sosteniendo el peso de su cuerpo sobre sus fuertes brazos y dejándome el placer de controlarlo todo.
Finalmente me arranqué la ropa. No podía soportar más la espera. Luis mi miró. Era la primera vez que me veía totalmente desnudo. Si le gustó lo que vio no dijo nada. No estaba en posición de opinar y lo sabía. Recargó la frente sobre el sillón a la espera de lo que se avecinaba. Su espalda y glúteos transpiraban y dejé resbalar mi miembro en el surco de sus nalgas, sólo para anticiparle lo que vendría y lubricar mi verga con su humedad.
Abre bien el culo, soldado – le indiqué – porque te la voy a meter hasta el fondo.
Luis arqueó la espalda, y yo le acomodé la punta de la verga en la entrada de su culo. Su ano estaba firmemente cerrado, y empujé con fuerza para abrirlo. Probablemente hubiera sido mejor hacerlo con cuidado, pero quería penetrarlo, desgarrarlo, romperlo y usarlo porque así era el juego que estábamos jugando, y se la metí con un sólo empellón.
Luis gritó, quebrantando su hasta entonces estoica actuación, de pronto traspasado de dolor con la intempestiva introducción, pero no tuve ninguna compasión, y seguí metiéndole el fierro hasta sentirlo completamente encajado en sus entrañas.
Lo tomé por las caderas, sus anchas y masculinas caderas. Me encantó la visión de sus nalgas abiertas y mi gruesa verga perdida entre ellas. El ajustado y angosto pasaje completamente abierto por mi pito hinchado y el gozo de poseer a aquel hombre fueron la combinación perfecta.
Comencé a moverme en su interior, consciente de que con cada movimiento su sufrimiento se acrecentaba. Lo escuchaba gemir en agonía, pero no me detuve, metiéndole la verga con fuertes y decididos empujones.
Entramos ambos en un ritmo de frenéticos movimientos. Me impulsaba desde sus caderas, desde su espalda, jalándole del pelo, obligándole a abrirse, a aceptarme, a reconocer que allí mandaba yo y mi deseo.
¿Te gusta, verdad cabrón? – le peguntaba en un paroxismo de desesperado goce – dime que te gusta!
Señor, sí señor – contestaba con dientes apretados.
Dímelo bien – apremiaba yo metiéndole la verga hasta el fondo.
Su verga…en mi culo…me gusta mucho – mascullaba él.
Terminó desplomándose sobre el sillón, y yo empotrado en sus nalgas me recosté sobre su cuerpo.
Seguí cogiéndomelo, bombeando incansable, subido ya en esa espiral sin retorno, donde cada músculo del cuerpo sólo persigue el placer, hasta venirme en su interior en un apoteósico final.
Luis continuó moviéndose a pesar de que yo ya había terminado, y se vino también, sin necesidad de tocarse, con las ansias reprimidas por tantos días y la violenta cogida que le di.
Satisfechos ambos, nos vestimos y nos despedimos. Le dije que ya le llamaría cuando tuviera otro pedido para él, y Luis asintió. Dejé pasar varios días.
En realidad, nunca antes me habían llamado la atención los juegos sexuales violentos, pero de pronto comencé a pensar mucho en ellos.
Luis buscaba pretextos para llegar a mi oficina, y yo lo ignoraba con el único placer de ver su expresión ante mi desinterés. Finalmente, un día le llamé a media mañana.
¿Qué traes puesto? – le solté en cuanto escuché su voz al teléfono.
No entiendo, señor – contestó apenas en un susurro.
De ropa, qué llevas puesto – le aclaré.
El uniforme, señor – contestó estúpidamente.
Debajo, tonto, que llevas debajo del uniforme – le dije impaciente.
Una trusa blanca – contestó con voz apagada.
Pues quiero que vayas al baño y te la quites – le indiqué.
Sí señor – respondió inmediatamente.
Luego me la traes a mi oficina – terminé y colgué.
Diez minutos después llegó Luis con un sobre, de esos de correspondencia. Lo dejó sobre mi escritorio.
Acércate – le ordené.
Metí mi mano entre sus piernas. Sentí sus huevos calientes y pesados a través de la tela y su verga tiesa. Le di la vuelta para acariciar sus nalgas y me encantó el contacto de la tela sobre sus firmes glúteos.
Así quiero que permanezcas todo el día – le advertí.
Sí señor – fue su inmediata respuesta.
Le palmeé las nalgas y lo despedí. Una vez sólo en mi oficina saqué el contenido del sobre, su trusa blanca. Me la llevé a la nariz, percibiendo inmediatamente el olor de su sexo, masculino e intoxicante.
Me sentí excitado. Todo el día tuve su ropa íntima en el cajón. De vez en cuando lo sacaba y lo olisqueaba, lo cual me mantuvo excitado casi toda la jornada. Ya tarde, le llamé y le dije que cuando se quedara solo me avisara. A eso de las ocho de la noche me llamó.
Voy a verte a tu oficina – le avisé -. Quiero que te desnudes y me esperes con las nalgas bien paradas. Quiero que lo primero que vea al entrar sea tu culo peludo esperándome, porque no tengo tiempo y quiero llegar a cogerte sin tener que esperar a que te prepares. ¿Está claro?
Sí señor – contestó rápidamente.
Cuando llegué a su oficina lo encontré acomodado a cuatro patas, como un perro, con el culo hacia la puerta. Seguramente había estado muerto de angustia por la posibilidad de que entrara alguien más en vez de mí, y suspiró aliviado al ver que era yo quien llegaba.
Muy bien – dije complacido por su obediencia – aunque debo disciplinarte de todas formas – dije tomando una regla metálica de su escritorio.
Me miró en silencio y asintió excitado. Le solté un reglazo en la nalga izquierda, y Luis saltó por el repentino dolor, aunque no quejó.
Sólo te daré diez reglazos – le avisé – porque hiciste las cosas tal como te ordené.
Sus nalgas terminaron rojas y calientes. Me abrí la bragueta y dejé salir mi verga hinchada y dura. No tuve ninguna dificultad en metérsela hasta el fondo.
Luis suspiró complacido y lo cabalgue rápidamente, gozando de su sumisa entrega. Le dejé el culo lleno de leche y le prohibí masturbarse. Quedó febrilmente excitado y lo dejé tirado y desnudo en la soledad de su propia oficina.
Días después, con el fin de mes, yo debía preparar el cierre de compras, para lo cual necesitaba que todos los ejecutivos me hicieran un reporte de sus necesidades.
Luis era uno de ellos, por lo que lo cité una mañana. Llegó perfectamente bañado y pulcro. Nada más entrar sentí la tensión sexual flotando en el ambiente.
Comenzamos a trabajar. Sobre mi escritorio había todos los útiles normales de una oficina, entre ellos esas pequeñas pinzas negras que se utilizan para sujetar las hojas. Tomé una y se me ocurrió una idea.
Ábrete la camisa – le ordené a Luis.
Miró nervioso la puerta abierta, por la que mi secretaria y mi asistente pasaban a cada momento.
Obedece y actúa normalmente – le indiqué.
Luis desabotonó su camisa. Su pecho velludo era espectacular. Le hice señas de que la abriera un poco más, hasta dejarme ver sus pectorales y sus tetillas.
Tomé la pinza y se la coloqué en el pezón derecho. Luis hizo una mueca de dolor, pero aguantó sin hacer ningún ruido. Mi asistente entró y Luis rápidamente cerró su camisa. Continuamos trabajando, aunque ambos éramos conscientes de la pinza pellizcando su carne.
Allí la tuvo durante todo el rato que trabajamos, hasta que terminamos y ambos nos pusimos de pie. Antes de marcharse cerré la puerta brevemente y le abrí la camisa. Su pezón estaba duro y rojo. Le quité la pinza y le lamí la tetilla erecta. Luis gimió descontrolado por la caricia.
Ahora puedes irte – le dije – y se marchó tratando de disimular la pronunciada erección bajo los pantalones.
Esa noche por supuesto me lo volví a coger, esta vez en mi oficina, y con una pinza en cada teta, lo cual indiscutiblemente disfrutó, según pude apreciar por sus gemidos de placer.
A partir de allí siempre estaba pensando en nuevas cosas que probar con Luis. En una ocasión llevé un consolador y se lo entregué.
Quiero que te lo metas en el culo – le informé.
Sí señor – respondió -. ¿Cuándo quiere que lo haga, señor? – preguntó ingenuamente
Ahora mismo, y lo traerás puesto hasta que yo te diga.
Luis me miró sorprendido, pero comenzó a desabotonarse los pantalones. Fue un verdadero placer verlo inclinarse y meterse él mismo el consolador.
Sus nalgas abiertas por sus propias manos, la punta del consolador tanteando la entrada de su, introduciéndoselo lentamente con suaves murmullos de dolor, hasta que fuera únicamente quedaron los falsos testículos de plástico.
Ahora ponte los calzones y los pantalones – le ordené – y vuelve a tus labores
Luis obedeció y lo vi marcharse caminando de forma muy extraña, envarado y tieso con aquel grueso falo metido en sus entrañas. Tres horas después llegue hasta su oficina para retirárselo. Cerré la puerta y le ordené bajarse los pantalones. Le bajé los calzones, maravillado de que hubiera podido aguantar tanto tiempo con el culo retacado con aquel consolador.
Eres muy buen soldado – le dije mientras le sacaba el aparato – y una grandísima puta – terminé al ver la potente erección entre sus piernas.
Luis asintió, mientras le metía y sacaba el consolador unas cuantas veces y él explotaba manchando la alfombra con su abundante descarga de semen.
Limpia esa porquería – le ordené al marcharme, y lo dejé allí tratando de eliminar la indiscreta mancha.
Pasó un buen tiempo antes de que intentara algo de nuevo. No quería perder la emoción de aquel juego y pensé muy bien cuál sería mi siguiente movimiento.
Finalmente, se me ocurrió una idea muy buena. Averigüé la dirección de Luis y me presenté en su casa un domingo por la mañana. Me atendió a la puerta una señora, madura y todavía bonita, que resultó ser la esposa de Luis.
Buenos días – saludé – estoy buscando a Luis, somos compañeros de trabajo – le informé.
Pase por favor, – contestó ella muy educada – ahora lo llamo.
Entré a la casa y me senté en la sala. Luis llegó poco después. Su cara al verme fue todo un poema.
Se puso tieso, no sabía que decir frente a su esposa, y salvé la situación hablando con ella como si nada, como si no me hubiera cogido a su marido tantas veces. Luis nos miraba callado. Llevaba puesto un pantalón para hacer ejercicio y una playera sin mangas que le entallaba el pecho ajustadamente.
Bueno – se disculpó su mujer – los dejo para que platiquen mientras les preparo un café.
En cuanto nos dejó solos le ordené a Luis que se acercara. Nervioso se sentó junto a mí.
¿Qué llevas debajo? – le pregunté.
Señor, por favor, aquí no – me rogó en un apagado susurro.
Metí una mano bajo su playera y le pellizqué una de sus tetillas con fuerza. Luis ahogó un quejido.
¿Me vas a desobedecer? – pregunté con voz autoritaria.
No señor – fue su respuesta inmediata.
Pues quiero ver lo que llevas debajo – insistí.
Mirando hacia el pasillo por dónde su mujer se había ido, Luis se bajó el pantalón de ejercicio.
Llevaba un calzón tipo joker, de los que usan los deportistas, que sólo cubren el frente y no el trasero. Palmeé sus nalgas desnudas, y Luis nervioso vigilaba ansioso que el sonido de los palmetazos no llamara la atención de su mujer en la cocina.
Empínate – le ordené.
Allí, en medio de su sala, Luis obedeció. Puso las manos sobre las rodillas y se inclinó, poniendo su majestuoso culo frente a mí rostro. Le abrí las nalgas con mis manos y le besé el ojo del culo. Luis suspiró de placer.
Comencé a lengüetearle el agujero, pasando mi lengua por los bordes de su rosado ano. El ruido de tazas tintineando nos alertó con el tiempo suficiente para que Luis se subiera los pantalones y se sentara rápidamente.
Aquí les dejo café y galletitas – dijo su amable esposa – y le ruego me disculpe por dejarlos solos por un rato, pero debo salir a hacer algunas compras.
No se preocupe, señora – le contesté con mi tono más encantador.
Luis, por favor atiende bien a tu amigo mientras regreso – recomendó ella a su taciturno marido.
Seguramente lo hará – completé sonriente.
Apenas escuché que la puerta se cerraba me abrí la bragueta y me saqué la verga, ya bastante dura.
Ven a tomar tu desayuno – le ordené.
Luis cayó de rodillas inmediatamente y comenzó a mamarme la verga. Ahora lo hacía ya de una forma estupenda, succionando el glande con una maestría impecable, al punto de casi hacerme venir.
Vamos a tu recamara – le dije apartándolo de mi verga. Luis renuente me indicó el camino. Detrás de él, comencé a acariciarles las nalgas.
Desnúdate – le dije sin mirarlo apenas entramos en su recámara.
El obedeció, y pronto estaba en pelotas mientras yo abría los armarios. Encontré el cajón de la ropa íntima de su mujer y elegí una pequeña pantaleta color melocotón, con femeninos encajes.
Póntela – le indique arrojándosela sobre la cama.
Luis dudó por breves instantes, pero reaccionó enseguida y se la puso. La prenda apenas y le cubría lo esencial. Una porción de sus huevos escapaba por los costados, y por detrás, la mitad de sus nalgas quedaban al descubierto.
Te ves como la puta que eres – le dije en tono desdeñoso.
Me senté sobre la cama matrimonial y lo jalé sobre mi regazo, acomodándolo boca abajo para zurrarlo.
Y te daré lo que una puta como tú merece – le dije mientras empezaba a darle nalgadas.
Su culo brincaba entre mis manos y disfruté mucho con aquel soberbio trasero, apenas cubierto por la femenina y delicada prenda. Lo castigué con rudeza, jalándole la pantaleta de modo que se le incrustó en la raja del culo.
Comencé a meterle un dedo en el ano mientras continuaba palmeándole las nalgas. Finalmente lo puse de pie y le ordené que se sentara sobre mi verga erguida. Por supuesto obedeció, haciendo a un lado la prenda sin quitársela y se acomodó sobre la punta de mi verga.
Lo jalé hacia mí, haciéndolo que se clavara mi estaca con un solo empujón.
Resopló de dolor y placer, y comenzó entonces a darse sentones sobre mi enhiesto palo mientras yo disfrutaba con ver su enorme y macizo culo descender sobre mi verga, absorbiéndola, tragándosela, comiéndosela con su apretado agujero. Me hizo venir rápidamente y loco de placer, todavía con mi verga dentro, comenzó a masturbarse.
No te di permiso de hacer eso – le indiqué.
Luis dejó de masturbarse con un supremo esfuerzo de voluntad. Lo hice a un lado y se recostó en la cama. Su verga estaba hinchada y goteaba líquido seminal.
Dime qué castigo mereces por estarte masturbando sin mi permiso – le pregunté.
Señor, el que usted decida – contestó. Me miraba con ojos turbios, demasiado excitado, demasiado inmiscuido en la fantasía que estábamos haciendo realidad.
Busqué en el armario. Encontré un grueso cinturón de cuero negro. Lo azoté sobre el colchón, a escasos centímetros de Luis, que respingó con el seco sonido.
¿Te parece suficiente castigo este? – pregunté sin esperar ninguna respuesta
Luis recargó el pecho sobre el colchón, con las rodillas en el piso. Sus nalgas preparadas para el castigo, su verga más dura que nunca. El primer golpe le arrancó un gemido y dejó una larga marca roja atravesando sus nalgas.
Ahora puedes masturbarte – dije empezando con una serie de cinco cinturonazos.
Luis comenzó a menearse la verga con ímpetu desenfrenado. Apenas alcancé a darle cuatro golpes cuando se vino con fuertes espasmos de placer. Le acaricié la espalda mientras aún se estremecía.
Me despides de tu mujer – le dije al cerrar la puerta.
Los días en la oficina eran una mezcla extraña de trabajo y placer. Comencé a disfrutar mucho con pequeños castigos y humillaciones que Luis siempre soportaba, con evidente placer.
Le ordenaba hacer tareas denigrantes, como limpiarme los zapatos con la lengua, esperarme por horas fuera de mi oficina, encerrarlo en uno de los baños de la oficina con el consolador bien metido en el culo con órdenes de no sacárselo hasta que fuera por él, y cosas por el estilo. Lo malo es que tanto él como yo siempre esperábamos más, y mi imaginación se estaba agotando.
En esos días conocí a unos tipos en un bar. Eran dos hombres como de mi edad que gustaban de incluir de vez en cuando a un tercero para ponerle emoción a su relación. Tuvimos una agradable sesión de sexo y se me ocurrió platicarles de Luis.
Inmediatamente se interesaron en conocerlo, dudando de si en verdad Luis me obedecería en todo y se dejaría coger por ellos. Yo mismo no estaba seguro de que lo hiciera. Una cosa era el juego personal que teníamos y otra muy distinta que Luis aceptara que otras personas supieran de lo que yo le hacía. De todas formas, acordamos que intentaría llevarles a Luis.
Elegimos la noche del viernes, y para facilitar las cosas les dije a mis nuevos amigos que deberían usar antifaces. Por la mañana le dije Luis que quería verlo esa noche.
Llevaba ya más de una semana sin cogérmelo, y le había prohibido tener sexo, por lo que estaba más caliente que nunca. Cuando llegó a mi oficina se encontró con una nota mía donde le indicaba que se presentara en una dirección a las nueve en punto. Era el departamento de mis amigos, donde los tres lo estábamos ya esperando.
Luis llegó puntual, intrigado pero obediente.
¿Esta es su casa, señor? – preguntó nada más al entrar.
Le crucé la cara con una bofetada que dejó una marca roja en su mejilla y una atolondrada expresión en su rostro.
No me gustan las preguntas – le espeté. – Tú debes callar y obedecer nada más.
Luis asintió en silencio. Su miembro ya estaba duro por el golpe recibido y sin aviso lo agarré con mi mano.
Ya estas caliente – le dije mientras le sobaba la verga – y apenas vamos comenzando. Eres una puta caliente. Una zorra ávida de verga y esta noche vas a tener más vergas de las que tu hambriento culo va a poder soportar.
Mientras las palabras aun flotaban en su mente aparecieron mis amigos. Uno con antifaz rojo, el otro con uno azul. Luis inmediatamente reaccionó. Perdió la compostura, indeciso entre quedarse o abandonar la casa. Le solté otra bofetada.
Ni creas que te vas a marchar – le advertí -. Estos hombres son mis amigos, y tienen mi permiso para usarte como se les antoje.
Señor, yo no creo ser capaz…. – otra bofetada y una mirada furibunda y Luis dejó la frase sin terminar.
Te callas y obedeces, puta – le grité.
Luis se calmó. Vi en su mirada su total sumisión. Me acerqué entonces y lo besé. Nunca lo había hecho antes y el beso lo tomó por sorpresa. Le metí la lengua en la boca, abriendo sus labios, sintiendo su bigote contra el mío.
Acaricié sus nalgas y le desabroché los pantalones. Luis me dejó hacer todo sin oponer ya ninguna resistencia. Mis amigos estaban cómodamente sentados en el sillón, mirando la escena fascinados. Sus braguetas mostraban lo mucho que les estaba gustando.
Luis quedó completamente desnudo frente a la atenta mirada de mis amigos.
Estos hombres están calientes – le dije señalando a mis amigos -. Sácales la verga y mámaselas – ordené.
Luis tuvo un último instante de duda, pero con el deseo bailando en sus ojos se acercó hasta el sillón. Se hincó frente a uno de ellos y le abrió la bragueta.
La dura verga asomó por la abertura y Luis se la metió en la boca. El otro desenfundó también y comenzó a masturbarse viendo la mamada que recibía su compañero. Luis dejó la primera verga y saltó sobre la segunda, mamándola con soberbia pericia. Me acerqué hasta sus nalgas, excitado yo también y comencé a castigarlas con sonoras palmadas.
Puta caliente – le decía mientras lo azotaba – ya estás de piruja mamando verga, no sabes estar sin un pito en la boca, eres una zorra.
Luis excitado lamía con desenfreno los penes de mis amigos que se fueron desnudando entre lamida y lamida.
¿Quién se lo quiere coger primero? – pregunté.
El antifaz rojo saltó sobre el culo ya dispuesto, y la gruesa verga desapareció entre las amplias nalgas de Luis. Mientras se lo cogía le pellizcaba las tetas peludas, le jalaba el pelo, le golpeaba las nalgas, y Luis parecía disfrutar de todo lo que le hacía.
Cuando se vino, su compañero tomó su lugar inmediatamente, sellando el culo de nuevo antes de que dejara escapar todo el semen que estaba en su interior. Luis cerró los ojos ante la segunda cogida de la noche. No le dejé descansar, le acerqué mi verga a la boca y rápidamente comenzó a mamármela.
Eso es, putita, comete mi verga, mójamela con tu saliva porque en cuanto termine mi amigo te la voy a meter en el culo y te lo voy a reventar a vergazos – le anuncié.
Cumplí mi palabra. En cuanto el antifaz azul dejó libre su hueco, le metí la verga hasta la empuñadura. Seguí pellizcando sus pezones, mordiendo su espalda mientras le arriaba implacables vergazos.
Al final Luis era sólo un juguete en nuestras manos. Le dejamos descansar un poco y aun desnudo le ordené que nos preparara algo de cenar.
Para aumentar su humillación mi amigo le colocó un delantal, y nos deleitamos viéndolo ir y venir con las hermosas y masculinas nalgas al aire.
Se las pellizcábamos al pasar, le decíamos guarradas, lo tratábamos de puta barata, y él corría diligente trayendo bebidas y comida.
Todavía desnudos cenamos en la mesa y Luis nos sirvió a todos. Los tragos al final nos calentaron nuevamente, así que mandamos a Luis a bañarse para una segunda ronda de sexo. Ni siquiera le dimos tiempo para salir del baño.
Uno de mis amigos se metió a la ducha y se lo cogió bajo el chorro del agua. El otro lo interceptó al salir del baño, y húmedo aún se lo cogió sobre la cama.
Yo preferí dejar mi turno para después, porque Luis mostraba ya evidencias de un total agotamiento.
Lo llevé hasta su casa porque no había traído coche y ya era bastante tarde. Durante el camino habló muy poco, y yo preferí dejarlo descansar. En el trayecto rememoré todo lo que le habíamos hecho, y la verga se me enderezó furiosa.
Llegamos a su casa ya de madrugada. Atravesamos el pequeño jardín hasta la puerta de entrada. Luis buscaba la llave tratando de no hacer ruido.
Lo abracé desde atrás, restregándole mi verga tiesa en las nalgas. Allí, sin pedir su consentimiento le desabroché los pantalones y se los bajé hasta las rodillas.
Metí mi mano entre sus nalgas para buscarle el ano. Luis gimió adolorido, pero no me importó. Acerqué mi verga hasta su agujero y comencé a metérsela. Luis se recargó contra la puerta, dejándome hacerle lo que yo quisiera.
El tipo era una joya. Me lo cogí rápido, con violentos empujones, preocupado de no hacer ruido para no alertar a su esposa, en las sombras, como un ladrón le di la última cogida de la jornada, y su culo fue violado una vez más.
Esta vez le dejé masturbarse, y temblando ambos obtuvimos nuestro esperado placer.
Que pases buena noche – me despedí subiéndome la bragueta -. Te veo mañana en el trabajo.
Luis me miró y dijo el esperado:
– Señor, sí señor.