Dulce
Continuó conduciendo en medio de una amplia avenida de árboles nimios i tiendas que pretendían ser de lo más fashion y cool y vete saber qué más.
Estaba seguro de que si se hubiera ido a otro extremo del mundo se hubiera encontrado con las mismas tiendas, una ciudad más o menos igual y un tipo que le hubiese mirado con cara de mala leche desde su reluciente Harley.
«Se trata de ser feliz. O al menos intentarlo».
Involuntariamente estaba convirtiendo su vida en un infierno. Pero no un infierno de lágrimas y dolor, sino en un infierno cuyo mayor castigo era la monotonía. Un infierno gris de paredes de hormigón gris, sin ningún tipo de relieve, en el cual sencillamente no pasaba nada.
No tenía ni mujer, ni hijos, ni nada que se pareciese remotamente a una familia. La única vida que conocía y alrededor de la cual giraba su limitado universo era su trabajo.
Y su trabajo tampoco es que le motivara mucho, sencillamente era eficaz y cumplidor como una máquina de precisión.
Era un hombre liso, sin relieve ni secretos, tan sencillo como un organismo unicelular.
Es que ya eran demasiados años interpretando el mismo papel, la misma pose estudiada, la misma cara inexpresiva que aún lo hacía más convincente a ojos de sus clientes.
Pero aceptaría. Aceptaría una vez más, por que sencillamente tenía que llegar a fin de mes como todo ciudadano de a pie.
Viró a la derecha i entró en una pequeña calle de casitas unifamiliares, pintadas de un color más claro que el de las otras construcciones que había visto hasta ahora.
En aquel lugar el blanco y el rojo de la obra vista de vez en cuando rompía el tono monocorde de aquella ciudad gris.
Hasta parecía que en aquel microclima los árboles no estaban tan asfixiados y las cacas de perro no abundaban tanto como en otros sitios.
La casa que le habían mencionado se encontraba al fondo de la calle. Era el número 17. Paró el coche en una plaza libre que había quedado a unos diez metros del inmueble.
Repasó mentalmente los datos de la mujer que le habían facilitado. Sacó la fotografía para estudiar por última vez los rasgos de su cara. Más que nada para no equivocarse como en su última víctima.
Se llamaba Mónica, tendría más o menos unos 29 o 30 años, no más. No era fea del todo. Era una mujer de finas facciones, ojos color marrón claro como la miel y pelo rubio y rizado. Pero no se permitió el lujo de ir más allá.
Sólo era un trabajo más. No le convenía creer que Mónica fuese un ser humano con sentimientos y una vida por delante.
Se puso los guantes negros de piel para empezar de una vez. Estaba tenso. Pero ya se le pasaría. Siempre le pasaba lo mismo antes de un trabajo. Tendría que ir al grano.
Si permanecía demasiado tiempo dentro del coche, tarde o temprano los vecinos se fijarían en él. Era un barrio demasiado tranquilo.
Salió del auto y abrió el maletero, sacando de él una pesada bolsa de deporte negra. Dentro había todo lo que necesitaba. No podía dejar rastro. Atravesó los escasos metros que lo separaban de la puerta de entrada.
Antes de pulsar el timbre comprobó con cuidado el nudo de su corbata negra. Las dos notas agradables y un poco metálicas del timbre provocaron que al cabo de unos segundos la misma mujer de la fotografía abriera la puerta.
Se quedó un poco extrañada al ver aquel hombre correctamente trajeado con gafas oscuras que la miraba imperturbablemente.
-¿Sí?- le dijo ella un poco intimidada.
-¿La señora Mónica Ribas?
-Si, soy yo. ¿Ocurre algo?- Le dijo con voz medrosa
-Ahora lo comprobará.
Sin darle tiempo a reaccionar introdujo la mano en la bolsa negra, con un gesto automático y expresión dura. En su mente todo ocurría a cámara lenta. La mujer retrocedió aterrada.
-Oh, Dios mío!- Una expresión de pánico se escapo de sus labios.
Despiadadamente el hombre sacó el amenazador objeto de la bolsa y le apuntó al corazón.
-Lo siento, señora. Espero que lo comprenda. No es nada personal. Le presento el nuevo Curso de Inglés «You never speak correctly».
Mónica se sintió acorralada sin remedio.
Tenía que aprovechar el momentáneo desconcierto de su víctima.
-Y además, con el curso audiovisual le regalamos un completo diccionario y unas estanterías para poner los libros- El hombre de piedra golpeó de nuevo sin piedad.
La vecina de al lado, que barría los dos escalones que separaban su jardín de la calle, paró un momento el movimiento de su escoba para poder escuchar mejor.
Mónica se dió cuenta. Se estaba comprometiendo. Reaccionó rápidamente.
-Está bien. Pase, por favor. Se va a resfriar en medio de la calle.- Le dijo, invitándolo a pasar.
«Que excusa más mala. Esta mujer es más cursi que una asesora de imagen».
Nada más cerrarse la puerta a su espalda Mónica se acercó y se restregó contra él como una gata en celo. Podía sentir la dureza de sus pezones a través de su albornoz blanco.
-¿Qué dice que regalan con el curso de inglés?- Le insinuó ella con voz emputecida y llevándose un dedo a la boca mientras sonreía peligrosamente.
«Cojones»- Pensó él con una erección de metro y medio que empezaba a abultar prominentemente bajo el pantalón.
-¿Que qué regalamos, señora? ¡Esto, señora! ¡Esto!- Le gritó fuera de sí el hombre mientras se desabrochaba los pantalones.
La chica se lo miró amedrantada, abriendo unos ojos como platos al ver el arma con la que era amenazada.
-¡Oh, Dios mío!- Solo pudo exclamar cayendo de rodillas.
Su boca se acercó sensualmente a la bragueta del hombre y su pequeña cabeza empezó un vaivén inequívoco.
«Joder, vaya vicio»- El hombre de las gafas oscuras se quedó mirando al techo con las gafas torcidas y los pantalones bajados hasta los tobillos.
Los rojos labios de la chica subían y bajaban por aquel poderoso instrumento. Estaba tan inflamado que casi no le cabía en la boca.
El hombre estaba aturdido y con estupefacción pudo ver cómo aquella hasta entonces esposa ejemplar introducía su miembro hasta el fondo de su garganta.
Notó como las cuidadas uñas de la mujer arañaban con cuidado sus testículos, haciéndolo retemblar hasta la médula.
-Demasiado convencional- Dijo de pronto la mujer abandonando su caricia.
-¿Perdona?- Le dijo él totalmente fuera de juego.
La chica se levantó. Le guió hasta la cocina con su sinuoso juego de caderas. Ambos entraron cogidos de la mano.
La luz radiante de la mañana bañaba la pequeña y deliciosa habitación. El blanco de los azulejos y el fregadero de metal resplandecían de puro placer.
La chica se abrazó a él y su mano le acarició en la nuca.
-Hazme daño- Le susurró con voz dulce la mujer
-¿Cómo?
-Hiéreme.
La muchacha tenia una voz agradable, clara. Sus ademanes eran reposados, hablaba con suavidad y de cada uno de sus gestos desprendía una dulzura que no dejaba indiferente.
Se acercó a la nevera, la abrió y extrajo un tarro de miel. Él se quedo mirándola intrigado.
-Adivina. Adivina lo que voy a hacer…- Canturreó como una fuente cristalina.
Dejó que el albornoz se deslizara por su piel delicadamente tostada por el sol. Un cuerpo esbelto de caderas estrechas y pequeños pechos juguetones se dibujó a contraluz. La luz solar baño su piel como un manto divino.
El hombre se quedó sin respiración.
El cuerpo menudo y un poco felino de Mónica se encaramó ágilmente sobre el fregadero.
«Dios. No puedo ni respirar»- La emoción atenazaba al desconocido.
La chica abrió el grifo. Empezó a juguetear con el agua, depositando pequeñas gotas que resbalaban traviesas sobre su pubis casi totalmente depilado. Luego, a la vista del rostro enrojecido y silencioso de su cómplice, se enjabonó un poco y acabó aclarando los restos de jabón.
Por primera vez en muchos años el hombre rogó. Rogó para que no se acabara nunca.
La chica abrió el tarro de miel y introdujo un par de dedos dentro.
-Ven. Ven, no te voy a comer…. por ahora- Le dijo con una risita perversa.
Como en un sueño el desconocido se acercó lentamente.
Le besó con los labios llenos de miel.
Era dulce, muy dulce. La chica volvió a meter los dedos en el tarro, luego los acercó a la boca de él. Los lamió con glotonería. La chica repitió el gesto, pero esta vez embadurnó un poco la punta de uno de sus senos.
Y él lamió. Gran parte del contenido del tarro se vertió sobre el escaso vello púbico de la chica y lentamente el dulce líquido bajó hasta la parte posterior de la chica, inundando cada milímetro de su dorada piel.
Y él lamió, lamió largamente el dulce más dulce de su vida como un niño consentido.
Hasta el último pliegue de la chica vibró.
Arqueó un poco la espalda como una gata, su cabeza y su cuello se tensó como una cuerda en un lento movimiento de retroceso y sus piernas quedaron abiertas mostrando hasta su último secreto. Sus dedos recorrieron el pelo de la cabeza del hombre y tiraron suavemente de él.
-Aún no lo has visto todo- Le dijo ella cuando estuvo satisfecha.
Bajo la mirada expectante de él, bajó elegantemente del fregadero. Se dirigió a la mesa subió encima. Se puso de cuatro patas con las piernas muy abiertas y elevando las nalgas para mostrar su parte posterior. Ese gesto a la vez vulgar y primitivo lo encendió aún más.
La chica vertió más miel sobre su culo redondeado y el fluido goteó desde su sexo hasta la impoluta madera de la mesa, mezclado con sus propios fluidos corporales.
-Ven, ven- Le invitó nuevamente.
Acercó su rostro a la grupa que ella le ofrecía hospitalariamente. Estaba a la vez pegajosa, ardiente y resbaladiza en según que zonas. Su lengua pasó de los pliegues húmedos de su entrepierna a la pequeña boquita en forma de «o» de su abertura posterior. Le tiró del pelo.
-Venga, tómame. No puedo más- Le suplicó la chica con inesperada urgencia.
Él también se encaramó a la mesa. La cogió por la cintura y entró sin prisa en ella pada poder sentir mejor como se estremecía hasta el último de sus músculos internos.
Se clavó hasta la empuñadura, mientras le besaba vampíricamente el cuello y iniciaba un ritmo creciente. La chica le espoleó con azucaradas obscenidades, sin dejar por ello su tono de voz meloso.
El ritmo se convirtió en una carrera loca, rápida, letal. La agarró tan fuertemente por la cintura y la embistió con tanta fuerza que creyó que la iba a romper. Pero la muchacha era increíblemente fuerte.
Explotó dentro de ella como un artefacto de gran potencia. Resollando y con lucecitas en los ojos aún, acarició su vientre plano y buscó sus labios.
Se quedaron encima de la mesa recostados uno encima del otro, él acariciando fascinado el rubio pelo de la muchacha, intentando ver el reflejo de su rostro en el fondo de sus ojos.
-¿Qué miras?- Le preguntó la chica.
-Nada. No entiendo nada.
Ella sonrió. Se levantó de la mesa. Acarició perversamente su miembro, se arrodilló y lo volvió a tomar entre sus labios.
Era diabólica.
Lo dejó en ese estado penoso y, riendo una vez más, le dió la espalda. Apoyándose en la mesa le ofreció su culo. La miró con una sombra de duda.
Vertió lo que quedaba de la miel en el trasero de la chica y se acercó a ella. Paseó su miembro por sus labios vaginales, pero intrigado notó como los dedos de la chica estaban jugando en aquel lugar. Se estaba masturbando ella misma compulsivamente.
-Por ahí no. Por detrás- Le advirtió ella con cara de niña mala.
Obedeció sin más. Empezaba a hartarse de sus caprichos. Empezó a presionar sobre el díscolo agujero.
-Espera- Le dijo ella mientras introducía un par de dedos untados en miel en su travieso y coqueto trasero.
Volvió a presionar. Se abrió con dificultad. Pero no cejó en su presión. Poco a poco la estrecha abertura se fué adaptando a su miembro hasta encontrarse como si estuviera en una apretada funda.
La chica se mordió los labios, reprimiendo gustosamente un mohín de dolor.
Perdió el control. Se sintió como una máquina. Un taladro, pistón y biela trabajando sin descanso, hasta notar como estaba a punto de reventar, salir de ella reventar un poco fuera de ella y volver a entrar para reventar definitivamente dentro.
Ni una queja, ni un chillido de dolor. Los dedos untados de la muchacha acariciando los bordes de su propio sexo y su gesto tranquilo, relajado, gozando en silencio entre el éxtasis divino y la baja pasión humana.
Quedó rendido encima de su cuerpo sudoroso de ninfa.