Claudia, la hija de mi amiga
Me llamo Daniel y voy por los treinta y tres; no soy guapo, pero según me dijo Laura hace cinco o seis años soy bastante atractivo.
Le gustaban mis ojos verdes y mis canas las cuales me acompañaban cada vez en mayor número desde los dieciocho. Me gustó creerle; ella tenía cuarenta y muchos y estaba separada de un prestigioso médico.
Era una mujer guapa y elegante y nos conocimos escuchando tangos en un pequeño agujero de la ciudad.
Nos hicimos amigos; charlamos mucho, salimos a cenar alguna vez, bailamos y bebimos y ahí se quedó todo, nunca hubo sexo entre nosotros, pero sí una bonita amistad; luego ella se encoñó con un abogado de su edad, también separado de su legítima.
Por eso le creí, porque me lo dijo sin interés alguno. Me había dicho que no le interesaba sexualmente un tío con la edad de sus hijos.
Volví a verla hace dos meses, en un caluroso sábado del verano, sentada en la terraza de un café; su rubio pelo pulcramente recogido en una coqueta coletilla, un ligero y ajustado vestido, que dejaba ver el comienzo de unos juveniles pechos y unas piernas bronceadas que se me antojaban suaves con sabor a café.
Nunca la había saboreado pero creo que ella sabía a café. A su lado estaba una chica hermosa; era Claudia su hija. Nos presentó, charlamos, tomamos otra cerveza, decidimos cenar juntos esa noche los tres. Laura no tenía compromisos ese día, quería estar con su hija, que pasaba por un mal momento, había terminado la relación con su novio aquellos días; me gustó que así fuera.
La cena fue muy agradable, los dos mujeres encantadoras, la comida muy rica, yo animadamente correspondiendo a las dos porque la verdad cada una por sí tenía suficientes méritos para ser deseada por el que les cuenta la historia. Me gustaban las dos, una por su juventud, la otra por su madurez.
En un momento en que Claudia fue al baño, su madre me dijo que era la primera vez que veía disfrutar y reír a Claudia, desde que había roto la relación con su novio.
Tal vez por eso, después de tomar unos cubatas y bailar varias canciones bien salseras, mamá dio por terminada la velada con el pretexto de estar cansada y alegando que su hija quedaba en buenas manos. (En mi mente apareció como Abrahán entregando a su hija en holocausto, pero a mi persona, que claro está, trataría de dar buena cuenta de aquel tremendo cuerpo, de aquella hermosa carita, de aquella mente despierta y culta, tan simpática.
También consideré que tal vez conocía bien a su hija y sabría que yo no tendría nada que hacer salvo pasarlo bien del mismo modo que hasta aquel momento). Laura se fue en su coche a casa, dejando conmigo aquella belleza, que ahora traía en su mano dos cubatas más y, tras un gran trago, sin palabras, nos estábamos abrazando en el cadencioso baile de una cumbia que hablaba de una porra de matar caimanes.
Con el roce del baile era mi porra la que podría matar un caimán y hasta una vaca, la tenía como el acero; dejamos de bailar y me senté sin disimular mi estado, de lo cual tal vez se percató ella , pero si lo hizo no dio muestras; seguimos con la animada conversación como si nada.
Salimos de aquel bar y de aquella penumbra sicodélica de luces insultantes y ahora sí, por fin la pude ver en todo su esplendor, caminando bajo la clara luz de las farolas del paseo marítimo. Era hermosa. Le calculé 1,70 m. de estatura, pelo rubio, suelto en media melena que despreocupadamente levantaba de su cara y enviaba hacia atrás con su mano izquierda, volviendo al instante a su posición; liso, brillante.
Tenía unos grandes ojos azules, que transmitían a mi modo de ver su fogosidad, su sensualidad.
El vestido azul se ceñía a su cuerpo como un guante a una mano. Pechos insultantemente firmes y altaneros, retadores creía yo. El vestido era abierto por detrás, dejando ver una espalda bronceada y allí, donde se cerraba, nacía aquel redondo y macizo culo, que a cada paso que daba su dueña vibraba terso y recio.
Paseamos por la playa y nuestra conversación adquirió un tono íntimo, tranquilo.
Allí donde las luces del paseo se atenuaban y ya se distinguía mejor el mar y se escuchaba el batir de las olas, que no era ni remotamente tan intenso como el batir de mi corazón que se agitaba bravamente disponiéndose al ataque; allí sobre la arena de la playa, tomé su carita angelical con mis manos y lentamente, mirándole a los ojos acerqué mis labios a los suyos y nos fundimos en un beso suave al principio, pero que fue aumentando en intensidad hasta que ya nos devorábamos y nuestras lenguas se engarzaban como si aquello fuera una lucha por ver cuál de las dos besaba más.
No hizo falta decirlo, cogidos de la mano caminamos hacia el coche; antes de subir nos besamos despacio pero intensamente, como si en este beso estuviera la aprobación, la disposición de los dos a realizar todo lo que en aquel momento pasaba por nuestras mentes.
Abrí la puerta de la habitación y encendí una tenue luz de la cabecera.
Nos besamos primero en los labios, luego mi lengua besó el lóbulo de su oreja izquierda y siguió besándole el cuello, otra vez su boca; mientras tanto su vestido caía al suelo y a la vez que Claudia me iba desnudando, ya sentados en la cama, yo recorría su cuerpo con mi lengua, con mis manos, con mis ojos. ¡Bendita sea tanta belleza para mí!, ¡Bendita mi suerte de hoy!
Desnudos los dos sobre la cama de aquel hostal, mi lengua ya iba por su ombligo, con dirección al triángulo dorado de su pelvis; ella se fue girando hasta que su lengua emprendió similar recorrido por mi cuerpo. Iniciamos un 69 extraordinario.
Cuando mi cara se acercó a su sexo, sentí el embriagador aroma de su excitación; sus piernas se abrieron y mi boca se dispuso a saborear aquella deliciosa concha marina, aquel manjar de Neptuno.
Apartando los bellos de oro que la cubrían deslicé mi lengua de abajo a arriba, saboreando su néctar, despacio, lamiendo sus labios interiores, que por momentos se hacían más gruesos, penetrando su entrada con mi lengua, dos, tres veces y prosigo la escalada hacia su clítoris.
Mientras tanto ella había comenzado a succionar mi pene lentamente, se lo introducía hasta el mismo fondo, lo sacaba apretándolo entre sus labios, como si quisiera extraer de él algo que la apasionaba, luego pasaba su lengua por la punta y saboreaba las primeras gotas que manaban.
Yo seguía castigando su «botoncito» con un masaje circular de mi lengua, lo que le hacía gemir, a la vez que su respiración se agitaba más y más. Sus jugos eran muy abundantes y cual cascada hacia la cama brillaban nalgas abajo. Metí dos de mis dedos en su cueva estimulando la cavidad por su parte superior con la esperanza de localizar su punto G.
Aquello fue definitivo, noté como aumentaba el ritmo de felación sobre mi miembro, a la vez que sus labios apretaban con más fuerza, sus gemidos se hacían más fuertes y su respiración se agitaba; noté como su clítoris se inflamaba de presión sanguínea y su cuerpo se estremecía; en aquel momento abandonó su boca mi pene, su cuerpo se arqueó y de su cueva bajó más néctar sublime. Por un momento toda su tensión explotó y dio paso a un relax liberador.
Giró su cabeza y terminó lo que había empezado; se apoderó nuevamente de mi miembro en un final apoteósico. Mamaba, lamía, besaba, mamaba y mamaba; pene, testículos, nada estaba sin su atención, sus manos aferraban mi culo fuertemente, y yo exploté en su boca que aprovechó golosamente todo el fluido que mi pene le regalaba. Ni una gota permitió que se escapara y yo en aquel momento, la quería. Me fui girando, abandonando su sexo y acercándome a su cara. Nos besamos, nos abrazamos; permanecimos así un tiempo, tranquilos, felices.
Al poco tiempo comenzamos a besarnos de nuevo y mi pene se incorporó cual soldado firme para entrar en batalla.
Comenzó de nuevo la pasión, los besos, los mordiscos suaves; yo tendido en la cama y Claudia encima de mi; se sienta sobre mi pene y comienza un rítmico sube y baja, parándose en la bajada y rotando su vientre a derecha e izquierda; yo acariciaba sus pechos, duros, brillantes y Claudia seguía arriba y abajo, a derecha e izquierda con mi pene atrapado en lo más hondo de su cuerpo y con su mano derecha estimulado su clítoris. Los músculos de su vagina estrangulaban mi pene cuando tuvo su orgasmo, yo estaba fuera de mí, trastornado por tanto placer, de ahí que no le permití ni un momento de relax; pasó a ocupar mi posición y allí en la cama, tan desnuda, tan bella; me coloqué entre sus piernas cual misionero entregándose a un santo lugar y la penetré lo más profundo que pude, queriendo tocar su alma con mi cuerpo. Sudábamos los dos a mares, nos pegábamos el uno al otro, pero el bombeo no cedía; entraba y salía de su cuerpo con furia con un deseo loco; por fin casi simultáneamente tuvimos nuestros respectivos orgasmos; intensos, violentos, liberadores. Nos dormimos abrazados, sudorosos, pegajosos; sintiendo que entre los dos habría para siempre algo especial.