El dulce encanto de mi suegra
Me llamo Juan y soy un padre de familia de 45 años. Mantengo una relación con mi mujer de lo más satisfactoria, pese al tiempo transcurrido en nuestro matrimonio.
Este verano, alquilamos una casa de campo en las inmediaciones de El Escorial. Mis hijos , aun pequeños, disfrutaban de lo lindo con la piscina y el jardín.
Mi suegra, viuda, una mujer de trato jovial y altamente emprendedora se ofreció para venir a pasar el mes con nosotros.
Así ayudaría, sobre todo, los quince días en los que mi mujer se tendría que reincorporar a su trabajo, en Madrid. Aceptamos gustosamente.
A sus 69 años, conserva un cuerpo de bandera, quizá le sobren algunos kilos. Tiene por costumbre, desde siempre, cruzar las piernas al sentarse, y ofrecer a la vista de todo el que quiera mirar sus hermosos muslos…
Los primeros días transcurrieron muy tranquilamente. Mi mujer, Sonia y yo pasábamos casi todo el tiempo tomando el sol, o yendo a pasear por los bosques colindantes.
Mi suegra, Isabel, se ocupaba de los críos, nos preparaba sus excelentes guisos.
Cogió la costumbre, después de la siesta, de sentarse en una mecedora bajita, enseñando copiosamente sus muslos a todo el que se sentase enfrente, debajo del porche.
Al volver de nuestro paseo, Sonia y yo acostumbrábamos a sentarnos a su lado, y a comentar las noticias del día o las travesuras de los niños. Por un puro azar, yo me sentaba enfrente de ella.
Poco a poco empecé a interesarme por aquellas piernas, a observar sus cambios de posiciones, intentando llevar la vista lo más lejos posible, dentro de la bata suelta que solía llevar.
Así pasaron los días, hasta que Sonia tuvo que reincorporarse al trabajo.
Para no ir y volver todos los días, decidió quedarse durante la semana en Madrid. Vendría a pasar al campo los fines de semana.
A partir de entonces, me quedaba todo el día en la casa, jugando con mis hijos, o hablando con Isabel. Las veladas después de cenar empezaron a ser diarias, sentado frente a ella, escrutando cualquier movimiento de sus piernas, y la posible apertura de su bata.
Una tarde, sin querer, me torcí un tobillo al bajar por la escalera. Me dolía, cojeando, me acerqué a su mecedora, me senté en una silla baja, enfrente. Me dijo que le enseñase el tobillo dañado.
Me descalcé. Sin mirar, lo apoyé en su silla, de tal manera que quedó mi pie situado entre sus muslos.
Ella los separó para que mi tobillo cupiese bien.
La visión de sus muslos enteros, y de sus bragas negras, me llenó la retina.
Mientras me acariciaba el pie, yo empujaba para hundirlo un poco más. Ella no decía nada. Llegué a acariciar sus bragas con la punta de los dedos…
«Espera, me dijo, voy a por una pomada»
Volvió con el tubo en la mano. Aparté el pie para que pudiese sentarse otra vez, y los dos recobramos la misma posición.
Colocó mi tobillo sobre sus piernas para aplicarme la pomada.
Los movimientos de su brazo y de su brazo hicieron que la bata mostrase una enorme apertura.
Sus bragas negras estaban ahí, a un metro escaso de mis ojos…
Al acabar el masaje, dejé caer mi pie sobre su asiento, entre sus muslos. No dijo absolutamente nada. Me preguntaba si me dolía.
«Dentro de una hora, te daré otro masaje, y si se te inflama, iremos al ambulatorio del pueblo» decía.
Yo la escuchaba, me acariciaba el tobillo, al mismo tiempo que avanzaba mi pie sobre sus bragas. Medio pie lo tenía acariciándole la entrepierna.
Seguimos hablando. Yo movía los dedos, notaba el espesor de sus pelos bajo el suave tejido… Ella cruzaba de vez en cuando los lados de su falda, como para intentar tapar la visión de sus muslos, rozando mi pie con sus manos, acariciándolo, preguntándome si me dolía.
Así acabamos el día. Inútil decir que tuve que masturbarme unas cuantas veces para sofocar mi calenturón..
Los días siguientes los pasamos acompañados de unos primos que habían anunciado su visita…y el fin de semana, Sonia estuvo con nosotros. No pasó nada .
Un par de veces Isabel me aplicó la pomada, pero desde una postura de lo más adecuada, sin dejar de mostrarme sus preciosos muslos.
Yo esperaba a que dejase sus bragas en el cestillo de la ropa sucia para pajearme, oler su «perfume» y llenar el tejido con mi leche.
El martes siguiente, ya solos otra vez, ella, los críos y yo, recobramos nuestro sitio, bajo el porche, después de su siesta. Con el pretexto de que el esguince iba mucho mejor, coloqué mi pie entre sus muslos.
Ella los abrió, y coloqué de nuevo mis dedos sobre la tela que tapaba su coño.
Durante la tarde y parte de la noche, allí estuvimos, hablando, bebiendo refrescos. No me atrevía a hacer lo que mi mente me susurraba:
«Quita el pie e introduce tu mano entre sus muslos…» Dos veces tuve que ir al lavabo a pajearme. Las dos veces volví a poner el pie en el mismo lugar, sobre sus bragas.
Así transcurrieron los demás días, hasta que finalizaron nuestras vacaciones.
La idea de que se trababa de mi suegra, la madre de mi mujer, el miedo a que rechazase otro tipo de caricias, podía conmigo… Su trato era de lo más cordial. Los besos en la mejilla, me parecían más fogosos.
Desde entonces, no nos hemos vuelto a ver. Sonia y yo hacemos el amor bastante a menudo, pero necesito masturbarme pensando en su madre, en el tacto de sus bragas.
Va a venir a nuestra casa a pasar unos días. Le estoy dando vueltas a la cabeza para encontrar una manera de reiniciar nuestras caricias, e ir mucho más lejos.
Quiero follarla, chuparle su coño al descubierto…!