El examen
Por aquellos días, cursaba mi tercer año de la carrera de Derecho, en la Universidad Católica, en Santiago.
Por diversas circunstancias, yo había cursado mi educación media en aquella ciudad y Mariana era todavía para mí, como aquella hermana, cómplice, encubridora, paño de lágrimas, que uno nunca tiene.
Por su parte ella, también hacía lo propio conmigo y me confesaba hasta sus aventuras más íntimas, como también sus desventuras, que extrañamente, para tratarse de una chica muy bonita, no eran pocas.
Pienso que aquella confianza mutua y recíproca amistad se vio aumentada cuando yo le comenté mis intenciones de ser sacerdote.
Cursábamos tercero medio por entonces y finalmente cuando le comenté que había desistido de mis intenciones, por el arrollador sentimiento que había nacido entre una religiosa y yo, mismo sentimiento que me lanzó a los abismos del ateísmo.
Ella esa vez solo sonrió. Finalmente, ambos ingresamos a la carrera de Derecho en la misma Universidad y en el momento cuando transcurren los hechos que voy a relatar, preparábamos una prueba de Derecho Administrativo, cosa que era habitual entre nosotros.
Mariana vivía en una gran casa del barrio Los Dominicos, cercana al Camino El Alba.
Era una familia numerosa, y a pesar de ello, cuando estudiábamos, nos quedábamos solos y casi en total aislamiento, en aquella sala de estar, ubicada en el segundo piso.
Cerré el cuaderno y dejé caer mi cabeza sobre mis brazos, que había dejado sobre la mesa, cubriendo el cuaderno. Ella se dejó caer sobre el sofá, a lo largo, visiblemente cansada por la intensa jornada de aquella tarde.
– Ya no me entra una sola letra más en la cabeza. – Comentó y yo repuse que también estaba cansado.
– Hemos hecho lo posible, lo humanamente posible y creo que no hay nada que nos puedan preguntar, que no hayamos estudiado. – Sentencié ratificando lo dicho por ella, mientras me echaba hacia atrás, apoyándome en el respaldo de la silla y dejando exhalar un suspiro de cansancio.
Nos quedamos callados un momento, con nuestras mentes en blanco y fue ella quien quebró el silencio.
– … Pensar que en dos meses más voy a ser la Señora De Urrejola…
– Es verdad, que te vas a casar. ¿Cómo está Juan Pablo? – Pregunté, pues también conocía, aunque superficialmente, a Juan Pablo Urrejola y para ser veraces no éramos muy amigos.
– Bien… Imagino que bien… -Respondió ella dubitativa, mientras se ponía de pié y se sentaba frente a mí. – ¿Tomémonos un café? – Completó Mariana, desviando el tema, que ella misma había iniciado.
– Me parece una excelente idea. – Repuse y la seguí hasta la cocina, en donde comprobamos que por raro azar estábamos solos en aquella enorme casa. No era primera vez y en verdad no me llamó la atención ya que yo era, después de tantos años, era como parte de la familia Vicuña Fuenzalida.
Bebimos el café, conversando trivialidades, acerca de nuestros compañeros y de la Universidad. La política era un tema que nos separaba.
Siempre he sido de izquierda y ella era «Gremialista», pero igual compartíamos nuestras apreciaciones respecto de aquellos temas, sin que eso significara distanciarnos o enojarnos, sin importar lo vehemente que fueran nuestras exposiciones.
Regresamos a nuestro refugio de estudios, en el segundo piso, ella colocó música y se sentó en el sofá. Yo hice lo propio al tiempo que reunía cuadernos, apuntes, libros y finalmente me senté en el otro extremo del mueble.
– Señora Mariana Vicuña de Urrejola… Si. Suena bien. – Comenté. – Ojalá que no dejes la carrera.
– Eso si que no y Juan Pablo lo tiene muy claro.
– Si, no lo dudo, pero una vez casada, vienen los niños y se complica la cosa.
– Eso se planifica y bueno… No creo que a ti te pueda ocultar algo…
– ¿Qué? – Inquirí sorprendido.
– Bueno… Que Juan Pablo y yo tenemos relaciones y por eso fui al médico y me cuido… Pastillas. Tu entiendes.
Su declaración me resultó tan extrañamente explosiva que me sorprendí a mí mismo.
Sin embargo era lógico, después de un noviazgo, que ya se prolongaba por algo menos de dos años y que acabaría pronto en matrimonio, no debía sorprenderme y sin embargo levanté la vista y contemplé aquellas pupilas verdes, su chasquilla pelirroja y su rostro pecoso de niña.
– ¿Qué pasó Pedro?- me preguntó con una sonrisa, que no pude entender y me sentí muy tonto, sin saber qué responder.
– Nada… Es solo que de pronto sucede que me doy cuenta de que eres una mujer…
– Por favor Pedro. Sé que soy delgada, pero ¿Te parezco otra cosa?
Ella se había puesto de pié y se había dado un giro enfrente a mí, luego de lo cual se sentó junto a mí. Bajé la mirada, sentía que me había ruborizado y eso me hacía sentir increíblemente estúpido.
Después de tanto tiempo, después de haber sabido de todo lo que su amiga había hecho y lo que no, incluida su primera relación, al día siguiente de haberla tenido. Había sido con un pololo anterior a Juan Pablo, un joven judío, que cuando ella terminó la relación, por presión de sus padres, que no veían con buenos ojos la disparidad de culto en el matrimonio; se había ido a Israel. Mariana estaba enamorada de él como creo que nunca va a estarlo de Juan Pablo.
Oskar Feldman había sido amigo mío también. Ella siempre me preguntaba si había sabido algo de él y lo último que le conté era que se había transformado en oficial de la Fuerza Aérea Israelí.
Quizás ahí estaba la diferencia con Juan Pablo. En efecto Juan Pablo era un tipo de una superficialidad irritante, por lo que jamás podría ser amigo como con Oskar, quien dotado de una aguda inteligencia y el apasionamiento propio de su raza, había sabido conquistar a Mariana, quien no cesaba de recriminarse su falta de coraje.
– !Mariana! Sabes que no es eso… – Respondí molesto conmigo mismo. – El asunto es que de repente dejaste de ser niña y no me había dado cuenta. De hecho si es evidente que eres una mujer…
Ella se había quedado callada, levanté la mirada y descubrí aquel brillo en sus ojos, que jamás había visto antes.
Mi corazón se aceleró de pronto y mis manos comenzaron a transpirar, quise bajar la mirada, pero había algo más poderoso que me lo impedía, las ideas se me estrellaban en la cabeza.
Era una locura, no podía estar pensando eso. Iba a cometer un suicidio, aniquilando la amistad más hermosa que había tenido en mi vida.
Era imperativo dar un golpe de timón a aquella situación, pero al ver que el pecho de ella, también se agitaba por su respiración, tomé sus manos y dejando mi mente en blanco posé mis labios sobre los de ella, que no retrocedieron, sino que por el contrario se entreabrieron de modo que nuestras lenguas se encontraron y recorrieron toda la cavidad de nuestras bocas que se habían fundido en un beso que se prolongaba más y más.
Sentía la dureza de mi virilidad queriendo romper mis pantalones y mi mano derecha, sin saber cómo entró en su blusa, recorrió su espalda hasta chocar con el elástico del sostén, que seguí hacia delante, en busca de aquel pecho pequeño y bien formado, cuyo pezón era una punta de lanza, enhiesta y gallarda apuntando hacia la vanguardia de su pasión.
La besé en el cuello, sus orejas y su boca, hasta que logré despojarla de su blusa y sus sostén. Amasé sus pechos con frenesí, los besé y mordí suavemente sus pezones, a lo que ella respondió con gemidos, que jamás había sentido. Ardíamos de pasión y reventábamos las fuentes del placer.
La empujé y solté sus pantalones dejándola solo con sus calzones de inocente algodón blanco, que sin ser pequeños y quizás por lo pueriles, eran muy excitantes, pude comprobar que su sexo estaba húmedo.
Ella entonces retomó la iniciativa que me había cedido y me quitó la ropa por completo. Entonces yo bajé sus bragas, recorriendo toda la extensión de sus piernas.
Me quedé sentado y ella se quedó de pie, frente a mí.
Acaricié sus nalgas, me entregué a disfrutar de la textura suave y firme de su piel, de fruta en su punto óptimo de maduración, comencé a besar su vientre, a introducir mi lengua por su ombligo y a girarla para hacer lo propio entre sus nalgas, suaves y redondas.
Sus curvas eran sinuosas y elegantes. La rodeé con mi brazo derecho y la tumbé sobre el sofá, con las piernas abiertas, exhibiendo su vulva excitada y llena de sus jugos vitales, que resolví beber sin tardanza, besando aquellos labios mayores y menores, rodeados de esa hermosa vellosidad incendiaria.
Finalmente me coloqué sobre ella, ella tomó mi falo, para guiarlo hasta la puerta de entrada en su húmeda intimidad.
Ella luego colocó sus manos en mis caderas y yo empujé suavemente, introduciéndome en ella, recorriendo centímetro a centímetro la suavidad de su vagina, que se contraía rítmicamente para acariciar toda la extensión de mi miembro que estaba adentro de ella, en su propia casa y en su propio cuarto de estudio.
Yo También me movía cada vez con mayor fuerza, bombeando en ella, que movía sus caderas para ir al encuentro de mis embestidas.
De pronto introduje mi dedo en su ano y ella comenzó a agitarse, a vibrar de un modo incontrolable, me abrazó con fuerza y a comenzó a gemir de placer con una intensidad que jamás habría imaginado en ella.
Pocos instantes después, yo eyaculaba adentro de ella, en lo más profundo de su sexo y nos quedamos así. Abrazados y sin decir palabra.
Solo entonces comprendí lo que había sucedido.
Mariana había sido mi amiga de siempre y yo había estado dentro de ella, había escuchado sus gemidos de placer y había estado en el centro del orgasmo más maravilloso que recordara. La niña se había despojado de la seda de la oruga y había desplegado sus alas de mariposa en una voluptuosa danza de placer.
Me había quedado tendido dentro de ella, permanecí así unos minutos, hasta que sentí que había perdido erección y me levanté deseando decirle que la amaba, que siempre la había amado y que nunca me había dado cuenta sino hasta ese minuto.
Cuando me levanté, vi que lloraba y entendí que no había nada que decir ya, que a esas alturas todo estaba dicho y resuelto. Era como interponer un recurso de apelación después del plazo. Era extemporáneo y un rotundo: «No ha lugar» me selló los labios.
Nos despedimos como siempre con la sola diferencia, que por demás nadie advirtió. Ella me acompañó a la puerta de calle, como siempre y nos besamos con suavidad en los labios, como no queriendo romper aquella magia y prolongarla todo lo que fuera posible, hasta que el leve estallido al separarse nuestras bocas, marcó el fin
– Mañana nos vemos en el Campus. – Le dije antes de subirme a mi auto y salir de ahí. Ella se quedó mirando hasta que me alejé. Pude verla por el espejo retrovisor, parada en la reja de su casa.
Por la mañana siguiente ambos aprobamos nuestro examen en Derecho Administrativo y en los meses que siguieron hasta el matrimonio de Mariana y Juan Pablo, al que acudí acompañado de Macarena, mi actual esposa, con quien comencé mi relación, una semana antes de que Mariana se casara.