Capítulo 1

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  • El Infierno

Hola! Digamos que me llamo Clara, tengo 22 años y vivo en Toledo, el lugar de mis amores. A veces pienso que aquí cada piedra guarda un secreto, y lo que aquí voy a contarles hoy da fé de ello.

Todo empezó hace como dos meses, cuando mi amiga (a la que apodaré Laura) y yo decidimos explorar un edificio abandonado cerca del casco antiguo. No es raro encontrar casas o conventos en ruinas por esta zona, pero esta construcción en particular tenía algo especial. Estaba completamente rodeada de maleza, casi como si la naturaleza hubiese querido esconderla del mundo. Laura la llamaba «La Casa de las Monjas», yo no tenía ni idea del lugar, aunque estaba segura de nadie sabía mucho más sobre ella.

Entrar no fue fácil; una de las ventanas traseras estaba medio abierta, y después de colarnos (con una buena dosis de adrenalina), descubrimos que el interior estaba cubierto de polvo y escombros. Había muebles viejos, restos de velas, e incluso un crucifijo tirado en el suelo. Pero lo que realmente captó mi atención fue un pequeño arcón de madera medio escondido bajo una pila de telas raídas en lo que parecía haber sido una capilla.

El arcón estaba cerrado, aunque la cerradura se había oxidado con el tiempo. Con un poco de paciencia y una varilla metálica desprendida de algún lugar en el suelo, conseguí abrirlo. Dentro había varias cosas: un rosario, algunas cartas amarillentas y, lo más increíble, un cuaderno de tapas de cuero oscuro, con un pedazo de madera adherido a su tapa trasera, como si se hubiera desprendido de algún lugar en el que alguien lo había escondido.

Lo separé de la madera. Estaba duro como un ladrillo. Tomé mi hallazgo y lo guardé en la mochila.

Ya en mi casa, pasé los días siguientes intentando al menos abrirlo sin hacerle daño. Cuando pude, me quedé helada. Era lo que parecía un diario. A juzgar por las palabras, parecía francés, lo que luego confirmaría como cierto.

El proceso de descubrir el objeto misterioso se convirtió en mi mejor pasatiempo, poco a poco lo iba dejando en mejor estado. Hace tres semanas logré que todas las páginas estuvieran despegadas. En ese momento todavía no sabía lo mucho que me impactaría el contenido del diario. Todavía pensaba en venderlo o al menos sacar rédito del hallazgo que hice con mi amiga, aunque me preocupaba que lo hayamos hecho de forma clandestina. Pero de algo estaba segura: yo quería ser la primera en descubrirlo.

Comencé a traducirlo, como pude, apoyándome en todas las herramientas de traducción posibles. Parece fácil pero no lo fue, los traductores automáticos están lejos de ser perfectos. Quería una traducción fidedigna, y creo haberla logrado. Al menos del primer capítulo, porque la autora en cuestión lo dividió en capítulos.

El primer capítulo me cambió y solo diré eso. De todo lo que pensaba que podría tratarse el diario, jamás había esperado esto. Estoy verdaderamente emocionada por traducir el segundo capítulo. Todavía tengo demasiadas preguntas de cómo llegó el diario a Toledo.

Cómo imaginarán esto no se tratará de mí. No seré la protagonista de esto. A medida que traduzca los capítulos, los iré publicando. Tal vez, vuelvan a leerme en algún que otro comentario en la introducción de algún capítulo, pero no será lo importante de estás lecturas.

Hasta pronto, Clara

Normandía. Miércoles, 2 de noviembre de 1853:

Capítulo 1: “El infierno”

Sé que no es la primera vez que comienzo un diario personal, de eso estoy bastante segura aunque no recuerde nítidamente las anteriores ocasiones. Pienso, habrán sido durante mis primeros años de claustro. La verdad es que una no recuerda todo lo que ha hecho. Y es lógico. Pero esta nueva ocasión, la voy a recordar para siempre.

Supongo que en aquellas otras ocasiones, sucumbí a la obediencia del quinto fundamento del manifiesto del convento. Donde se prohíben las correspondencias y diarios personales. He aquí:

Quinto: Escritura y comunicación personal: Las cartas personales y diarios están prohibidos, a menos que sean aprobados por la madre superiora en turno. Toda correspondencia enviada o recibida será revisada […]

Y aquí voy de nuevo, pero está vez por un secreto que me niego a callar. Un secreto clandestino, del que tú, mi confidente imaginario, formarás parte. Serás testigo de mi nuevo universo prohibido seccionado en capítulos. Universo que iniciaré desde todo lo alto de la intimidad. De mí intimidad. Desafortunada intimidad esclava de las normas que aquí rigen. Normas que no me dejan ver otra alternativa que no sea comenzar este diario ahora mismo.

Me verás empezar por la más prohibida de todo mi arsenal de anécdotas. Algo que no tiene lugar ni en la recámara de confesiones.

Es adrenalina lo que produce el pensamiento de que esta simple introducción y lo que voy a contar a continuación, significarían la condena social más impiadosa hacia mi ser. Se destruiría lo que trabajosamente he construido fuera de este diario, y dentro de esos muros.

Pero eso es la libertad, esa adrenalina de lo que no me permiten. Así que, ahora te encuentras advertido. De todas formas lo pondré en palabras más duras:

Si alguien alguna vez toma este diario, debe hacerse a la idea de que puede encontrar en él, tal vez, la lectura más controversial, vana y despojada de vergüenza que pudiera haber hallado de una monja tan devota de su fé como cualquier otra.

Todo comenzó con un sueño. Pero no fue un sueño ordinario. Fue, de hecho, el más vívido de toda mi vida. Tan pero tan vívido que llamarlo sueño es una mera formalidad. Un sueño tan explícito que sé que entre estos muros es pecado incluso hasta soñarlo, aunque yo no haya hecho nada para que suceda, o al menos no de manera consciente.

Este sueño me hizo cruzar una valla. Una valla para mí siempre negada y llena de culpas. Pero es que este sueño me cambió la vida, y eso que fue hace tan solo una semana.

Soñé que moría. Tal como suena. Al menos así comenzaba, o ese es el comienzo de mi recuerdo. Era aterrador. Sin explicación alguna se me cerraban los ojos mientras estaba en la cama de mi celda. Y aunque ello no signifique necesariamente la muerte, en este sueño yo simplemente lo sabía: estaba muriendo.

Tan pronto como me ví derrotada en mi lucha para mantener abiertos los ojos, comencé a caer. Caía en un vacío infinito. Frío. Y lo peor de todo: no ascendía. No ascendía como tanto anhelaba en cada momento de fé durante mi vida cristiana. No fue como me habían prometido, o como yo siempre quise que fuera. Pensaba que tal vez esto se debía a mis peores secretos, sentía remordimiento por haberlos escondido en mis múltiples confesiones.

Gritaba, o pienso que gritaba:

—¡Perdón Señor! ¡Creí que confesártelos solo a tí sería suficiente!

Pero no… y simplemente seguí cayendo…

De pronto, comencé a sentir que aterrizaba sobre ramas duras. Malvadas. Y aunque me hacían daño, frenaban formidablemente mi fatal caída.

Me descubrí, al aterrizar, en mi camisón de pijama. Herida en medio de un bosque muerto, infinitamente azulado. Respiraba el aire nocturno, inconfundible. La soledad absoluta… o eso creí. Porque inadvertidamente algo jaló de mi tobillo. Fue lento y tosco, pero con una fuerza imposible de vencer. De repente me encontré atrapada en una red de cuerdas negras, que comenzaba a ser arrastrada por una gigante figura tan misteriosa como aterradora.

Aquella cosa solo me arrastraba y me hería aún más. Sentía el dolor. Soñaba el dolor, en aquel bosque del miedo

Pude divisar aquella gran bestia captora bípeda, peluda y hedionda tomando la cuerda principal de una red que me tenía de víctima. Me estremecí por completo. El terror fue paralizante. Sé que gritaba, aunque no me saliera la voz.

Me llevó una distancia considerable hasta que el bosque muerto pareció terminar. El Nefilim me arrastró por un lugar tan terrorífico como imponente. Primero llegó el penetrante olor a humo, luego las oleadas de calor insoportable de los ríos de lava, estallidos sonoros del desmoronamiento de castillos en ruinas. Personas, o lo que quedaba de ellas, sufriendo para siempre al borde de los ríos infinitos, calcinándose por sus pecados. Quedaban ciegas, desmembradas, sin sentidos. La muerte era imposible. Solo existía sufrimiento.

Pude ver en el trayecto más Nefilims que salían desde el bosque donde yo había caído. Llevaban mujeres, ancianos, hombres, niños. Todos atrapados como yo. La tragedia y el horror eran la esencia de aquel universo.

Arrojaban a todos a la lava, pero mi monstruo no me arrojaba. Parecía que a mí me correspondería otro destino, tal vez más desdichado que el de aquellas almas desgraciadas.

Mi bestia iba recto, cual fiel seguidor de una macabra orden superior. Recuerdo luchar con todas mis fuerzas, siempre en vano. Aunque me contenía la red, iba rodando por aquel suelo pedregoso, mientras mi cabello se entremetía en mi rostro y mi visión.

Fue ahí cuando ví un enorme castillo custodiado por las más horribles pandillas de esbirros alados. Eran como murciélagos con cara humana, picos renegridos y graznido de cuervo. No quería mirar. No quería recordar las criaturas del horror. En bandada se acercaron desde lo alto y comenzaron el amedrentamiento indiscriminado. Intentaron darnos picotazos. Apuntaban principalmente a la bestia que me arrastraba. Pero este los ahuyentó eficazmente con su brazo libre, mientras no paraba de arrastrarme.

Lo que parecía ser un castillo por fuera, se descubrió tras grandes puertas de madera negra, una suerte de coliseo en el interior. Mi destino cambio solo un poco, ahora el suelo era de arena, que me lastimaba de manera más benevolente que las piedras. En las gradas, un público eufórico de demonios pareció aullar en su conjunto cuando el Nefilim me llevó al centro del anfiteatro. Me encadenó las muñecas, los tobillos, me liberó de la red y se retiró, dejándome a mi merced en aquel suelo de arena roja, con restos de hueso diseminados avaramente. Suplicaba clemencia. Pero quedé anclada en el suelo, rodeada por un enjambre de pesadísimas cadenas, que limitaban mi motricidad. Levantarme era imposible. En el heterogéneo público, entre demonios y ángeles desterrados, veía un conjunto de pupilas fluorescentes y erráticas, deseosas de que mi destino involucrase la mayor de las torturas.

Mirando el desordenado cielo de colores horribles y dragones en guerra, divisé que mis cadenas se alzaban hacia arriba y conducían a un sistema de poleas. El control del sistema estaba en un oscuro e irrelevante sector de la arena, manejado por los Nefilims. El sistema estaba flojo, sin tensión. Pero las bestias podrían ponerme en el aire cuando quisieran, solo tenían que manejar las poleas de mis tobillos o muñecas a su voluntad…

Ahí lo supe. Yo era la protagonista del macabro espectáculo, que aún no comenzaba.

Pero en un borde de la arena, sentado con un maligno desdén en un trono con cientos de antorchas y esbirros miedosos a su alrededor, lo ví: el epicentro de lo oscuro, el creador del pecado y la guerra, el inconfundible rey del infierno y el horror.

Era una criatura imponente, no era humano. Y aunque tenía una silueta similar a la de un hombre, poseía un vigor y una musculatura imposible para nuestra especie. Medía más de dos metros de altura. Tenía la piel como bañada en aceite, con una textura similar a la de una serpiente, cuernos de cabra, ojos de fuego, y un rostro que parecía estar hecho de piedra.

Cuando lo ví, pegué un grito que se escuchó en todo el anfiteatro, lo que no hizo más que aumentar la bulla e incluso algunas risas del perverso público.

La figura se levantó del trono. Toda acción del rey era festejada a modo de horribles gritos de aquella audiencia demoníaca. Caminó pisando especímenes moribundos a su paso, gritando felices de complacer al monarca con su propio sufrimiento.

Avanzó sin prisa, dirigiéndose al centro del espectáculo, directo hacia mí. En su terrorífico trayecto descubrí la cualidad más extraña de todas las suyas, sobre la que siento un inmenso pudor de escribir.

Desde abajo de su estómago, entre medio de sus piernas caía algo parecido a un antebrazo. Era un aparato grotesco, desvergonzado en sí mismo.

Es difícil de explicar, pero créeme que en su conjunto, la figura imponía un terror perfectamente equilibrado, y la dichosa parte de su cuerpo era como el ingrediente central de la imagen del sufrimiento eterno.

Recuerdo no parar de luchar, de sentirme impotente, ridícula. Aún en mi camisón de pijama, sucio y maltrecho, envuelta en un calor inaguantable.

El implacable se aproximaba con indiferencia a todo ello. Con una combinación de maldad y tranquilidad que solo podían provenir de aquel despreciable monstruo.

Cuando se encontró a aproximadamente menos de tres metros, se arrodilló con solo una de sus rodillas y me miró a los ojos.

—¡Por favor!… p… por favor—comencé a llorar.

El rey de la crueldad soltó un grito tan profundo que pareció hacer temblar aquel mundo hasta sus cimientos, ordenó a los esbirros alados algo que sonó como a un oscuro hechizo profesado en un idioma olvidado.

A su orden, una decena de esbirros comenzó a rasguñarme por todos lados en un ataque tan caótico como coordinado. Sentí como arrancaban mi ropa a mordiscos con el pico y zarpazos con las garras.

—¡Ayyhg!… ¡ah!… ¡Grhaay! —de mí solo se escuchaban jadeos y quejidos.

Cuando el ataque se detuvo no entendía lo que había pasado. Abrí mis llorosos ojos para corroborar el estado de mi cuerpo y me llevé una macabra sorpresa: si bien mi torso estaba aún cubierto por lo que quedaba de mi pijama, mis… mis… senos estaban al aire libre… ¡Cuánta vergüenza! ¡Aquel lugar era testigo de la maldad más pura e inimaginable mientras los demonios del público gritaban de emoción!

Para peor fortuna, en la zona entre mis piernas, aunque las intentaba cruzar como podía en un intento desesperado por salvar esa última gran parte de dignidad, tampoco había nada. Me decía a mi misma:

“Los senos ya han sido humillados Lucie… ¡pero entre mis piernas no! ¡De ninguna manera!”.

Los sectores de piel desnuda me ardían por el calor y aquellos arañazos que habían dejado marcas finas como un hilo, al rojo vivo.

Acto seguido, el rey del infierno solo se acercó gateando como un felino hacia mí. Sus brazos eran largos. Sus hombros tenían forma de esferas gigantes.

—No… no… n- no…—yo tan solo lloraba.

Cuando ví de nuevo hacia el medio de sus piernas, ese órgano misterioso iba siendo arrastrado con él, mientras su punta se deslizaba por el suelo. Noté un grupo de patrones ilustrados en su cuerpo, como dibujos casi imperceptibles, algo así como rayas de tigre. El terrorífico patrón de su superficie continuaba y parecía unificarse en el centro de su cuerpo, entre sus piernas. Cerré los ojos. Apreté mis labios. Sentía que nada iba a parar. Pero pasaron los segundos, y en un momento todo sonido o murmullo del endemoniado público pareció apagarse…

Hasta que sentí algo. No en mi cuerpo, pero lo sentía. Sentía que él me miraba directo a la cara, él quería que yo abriera los ojos. Tenía su cara sobre la mía, estaba segura.

—Ábrelos…—escuché con la voz más tranquila y oscura del universo.

Estremecida, entreabrí un ojo tras su orden. El terror fue total. Su rostro estaba sobre el mío, a menos de un metro de distancia. Apoyando cada brazo a cada lado de mi cabeza.

Grité con todas mis fuerzas. Le supliqué a Dios y a cada Santo por enésima vez. Pero el monstruo continuaba sereno.

No me tocaba en ninguna parte del cuerpo, estaba a cuatro patas sobre mí. Su órgano misterioso estaba apuntando hacia mis rodillas, cayendo desde su cuerpo. Ahora podía ver bien aquel demoníaco artefacto: circuitos de venas que parecían artesanalmente tallados recorrían toda su longitud. Era un poco más fino en la base, y en el centro se ensanchaba sutilmente. Brillaba como toda su fina piel. En la punta tenía una sección parecida a una fresa gigantesca y redondeada, del tamaño de un durazno. La figura completa de aquel artefacto orgánico era como la de una rama viviente. Ese órgano me intrigaba… nunca había visto algo así… menos en sueños…

Aunque dejé de llorar por un momento, mi trance duró muy poco. De un momento a otro, dos ásperas manos gigantescas y embadurnadas en un liquido viscoso me tomaban de las muñecas. El grito del horrible público volvió para ensordecerme. Las manos fueron lo primero que pude sentir del Diablo. Estaba realmente helado, ¡lo sentía!

Quedé con las piernas cruzadas y los brazos extendidos. Fue extraña la combinación de sensaciones: el calor infernal y la gélida temperatura de sus crueles manos.

El ambiente humeante del lugar me derretía viva. Estaba bañada en sudor. Mi ropa, o lo que de ella quedaba, estaba como pasada por agua, y su manos, fueron como paños fríos.

Repentinamente, el gigantesco ser soltó una mano de una de mis muñecas para llevarla a una de mis piernas. Comenzó a sacudirla agresivamente, como queriendo separar una de la otra. Yo me resistía sagazmente. No había tiempo de llorar, era hora de luchar. Pero él era realmente fuerte, y como al parecer no quería destrozarme la pierna en su cometido, procedió con una estrategia surreal.

Gateó hacia atrás sin soltarme con su mano sobre mi muñeca. Se detuvo cuando tuvo su cara a la altura del medio de mis piernas, en dónde aún me quedaba dignidad. Específicamente, llevó su boca a dicha altura, como a medio metro verticalmente. Abrió la boca y vi como un liquido de color rojo intenso y brillos rosados, que era lo más hermoso que habia visto en aquella pesadilla, comenzaba a caer a modo de saliva.

Cuando ví que caía por el aire moví la cadera a un lado y su líquido mágico impactó en la arena.

Al ver esto soltó un sonido gutural y alzó su puño libre en lo que creí que sería mi fin, pero lo aterrizó sobre la arena, levantando partículas por el aire. Estaba iracundo, pero no quería destrozarme por el momento. Me tomó violentamente de ambas piernas con aquella mano y se acercó a aproximadamente cinco centímetros de su objetivo. Justo cuando pude sentir su terrorífica respiración de oso escupió nuevamente. Intenté moverme, pero fue en vano. El espeso líquido impactó directo en mi intimidad.

No puedo explicar lo que sentí, pero fue hermoso. Mis piernas se aflojaron, ya no gritaba o luchaba. Me quedé quieta y relajada, aunque con mucho miedo, porque ahora era la mejor oportunidad del monstruo, cuando mi fuerza de voluntad estaba vencida.

Me abrió ferozmente a la vez comenzaba a escuchar un sonido mecánico: las cadenas de mis tobillos comenzaron a subir. Las bestias del sistema de poleas hacían su trabajo desde las sombras. Ahora yo tenía ambas piernas en el aire, como entregándome hacia él y hacia todo espectador de aquel macabro coliseo. Sentía mucha vergüenza y humillación. Había perdido aquella batalla que me propuse no perder. Todo el malvado público me veía hasta lo más íntimo, o eso era lo que me preocupaba. Noté que tomaba su llamativo órgano con la mano. Imaginé lo que se venía, fue ahí cuando comencé con los caderazos erráticos. No quería ser un objetivo dócil, quería luchar hasta el fin de los tiempos. Pero nuevamente el líquido rojo fue su recurso más letal.

Recuerdo pensar en lo placentero de aquel misterioso líquido. Incluso en darme cuenta de lo apetecible que se veía.

Su enorme rama viviente, estaba a punto de hacer contacto conmigo, en mi parte más vulnerable.

De un momento a otro sentí frescor ahí abajo, era él. Todo estaba perdido y no podía hacer nada. Pero esto no acababa aquí, aunque yo así lo quisiera.

El Diablo comenzó a empujar como queriendo abrirme en dos.

Restos de su saliva rosácea aún quedaban escurriéndose por mi piel más sensible, por lo que mentiría si dijera que solo sentía dolor, pero ya no le suplicaba clemencia al Señor.

Yo temblaba, como cuando uno realiza fuerza por encima de sus posibilidades.

Y en tan solo un instante, fui consciente de que ahora podía decir una frase que jamás creí que podría: algo me tocó desde el interior.

Miré como pude y noté que su parte redonda, su “fresa” gigante, ya no estaba en él, sino en mí. Sí, aquello… del tamaño de un durazno… por el medio de mi cuerpo.

Fue allí cuando divisé algo que transformaría mi sueño en algo muy diferente a una pesadilla: algo brotaba de su brillosa piel. Era sudor, y era rojizo, con brillos rosados. Era aquel líquido tan pero tan apetecible. No brotaba por todo su cuerpo, sino que comenzaba a brotar desde su abdomen hacia abajo, hasta la sección incrustada en mí.

Mientras el Diablo intentaba insertar más que solo su “fresa”, pude ver cayendo por su piel una gota más rápida y más grande que todas las demás. Se dirigía hacia mí y seguía el recorrido de una de sus venas. No voy a mentir, tenía ganas de que me toque, pero aquella gota se detuvo. La dichosa gota se quedó como estancada. Inerte. Pero mi monstruo no estaba conforme con lo poco, aunque para mí era demasiado, que me había incrustado. Por lo que la gota tarde o temprano entraría en contacto conmigo, además de otras múltiples gotitas.

Y tras una embestida, ambos logramos nuestro cometido. Lo que me dió… mucho placer, aunque me duela en el alma escribirlo.

Solté un sonido gutural, de alivio, inevitable.

La bestia comenzó con empujes incompletos. Pero segundos después, sus embestidas ya se enterraban por completo en mí. Recuerdo pensar que no sabía que todo ello era posible. Si me explico, digamos que no sabía que algo tan grande pudiera incrustarse en mi cuerpo, y menos en una forma en la que mi cuerpo estuviera tan predispuesto.

—Mmmmh… Ehhh…— yo carraspeaba.

Ahogaba algo que parecían quejidos, pero de placer. No podía evitarlo. Pero no sé escuchaban, los suyos eran verdaderos jadeos y el público era ensordecedor.

Ya no pensaba en Dios ni en la culpa, no pensaba en nada. Solo en su figura sobre mí, que a mis ojos se iba volviendo más hermosa.

El espectacular Diablo seguía entrando y saliendo de mí, pero no por completo. Siempre estaba conectado a mí.

Quería tocar su torso, pero mis muñecas estaban atadas. Quería tener más de él. Quería pecar. Después de todo, ya estaba en el infierno. Comencé a mirarlo a los ojos. Yo estaba fuera de mí. Quería que me viera a la cara. Quería que viera mi gesto de complicidad secreta, que entendiera mi señal, invisible al público, de que ya no me resistiría, de que ya podía soltarme y pecaríamos juntos como dos paganos. Quería disfrutar como él.

Pero él seguía. Yo no le importaba en lo más mínimo. Y opté por llevar mis señales al mayor de los descaros.

—Suéltame… mmmhh… sí…—me sentía ridícula.

Y me cuesta escribirlo, pero a mí diario no le miento. A tí, cómo puedes ver, te quiero confesar todo.

Intentaba subir el volumen de mi voz, en un acto muy desvergonzado. Él solo me ignoraba mientras jadeaba como la gran bestia que era.

De un momento a otro, inclinó su cabeza sobre mí.

—Sí… sí… eso… ¿Quieres… eso?… ¿Te… quieres ..acercar?… Ah…—quería entrar en complicidad con él, pero sentía que le hablaba a un animal.

De pronto comprendí el objetivo de acercar su cara, fue directamente a mis senos, con su boca.

Quiero que comprendas esto de manera fidedigna: durante los próximos minutos, mis senos fueron víctimas de su saliva del placer, con la que los bañó por completo. Quedaron pintados de aquel rojo rosáceo.

—Sí… mmmm… sí sí… suéltame—yo no desistía en el intento de comunicarme con él, aunque sea de manera entrecortada por mis quejidos de placer.

De a ratos, tenía una sensación que se repetiría varias veces. Comenzaba como algo parecido a ganas de orinar. Cada vez más fuertes, y en un punto culmine se desvanecían en un alivio infinito, mientras sentía que algo invisible se iba de mí.

—Ahh… —gritaba yo por cada una de estas oleadas, que mi cuerpo me obsequiaba.

—Uhhh… —mi voz temblaba.

Para el siguiente punto cúlmine que se avecinaba en mi cuerpo, ya reconocía a la perfección la sensación. El Diablo me incrustaba con gran velocidad. En nuestra conexión sentía como se escurrian la variedad de fluidos, era el espectáculo central de aquel eufórico anfiteatro. Yo quería colaborar en las embestidas y me movía a la par.

De pronto sentí que la bestia temblaba, yo también. Entre mis piernas comencé a sentir palpitaciones fuertes, como si algo se abriera y se cerrara. No sabía si eran mías, o de él. O de ambos. Él continuó aumentando su velocidad y sus jadeos de monstruo. Comencé a sentir como algo se iba de mí nuevamente, pero también cómo algo me llenaba. Sí. Sentía que algo espeso abandonaba su cuerpo para que el mío le diera la bienvenida, no sé cómo explicarlo fidedignamente. Era como si me estuviera inyectando algo por allí abajo que me hinchaba por dentro. Acto seguido, la bestia se quedó quieta por unos segundos.

—Uhgs… Ughgs… Ughgs…—jadeaba la bestia como un animal cansado.

—Uhhh…— solté con un hilo de voz mientras veía como el líquido se escurría desde dentro de mí.

De manera violenta, el Diablo salió desde dentro mío. Lo que generó una pequeña explosión de líquido mágico.

—¡¡¡Ayy!!!… ¡¡¡Síi!!!—era mi clímax.

Quería vivir en el infierno. Ser su esclava para siempre… pero a los pocos segundos… todo terminó.

Comencé a sentir una sensación de pesadez vagamente conocida. Al poco tiempo estaba despierta. Aturdida en la oscuridad de mi celda. A juzgar por el sonido del patio exterior del convento, aún era de madrugada. Pienso que aproximadamente serían las tres, ya que la campanada que nos despierta y da inicio a las Matutinas, nuestra rutina de comienzo de jornada, es a las cuatro y media. En este modo de vida una se acostumbra a saber el horario identificando los sonidos del exterior.

Sentía mucho calor, aunque el octubre en Sainte-Claire des Étoiles, en las colinas de Normandía, jamás ha sido caluroso, todo lo contrario.

Como estaba sudada hasta la médula, y porque sentía que no acababa de despertar del todo en la oscuridad, decidí prender mi lámpara de aceite con una cerilla que recuperé a oscuras de la mesita de noche.

Una vez prendida, regulé la lámpara hasta la luz más tenue, que para mí era suficiente.

En un acto extraño de poca cordura corroboré que mi pijama estuviera completo. Y efectivamente, lo estaba.

Pero estaba empapada, como si me hubiera zambullido. Noté que tenía los ojos llorosos, como si hubiera sufrido una gran tragedia. Alumbré la cama y estaba toda mojada. Un gran círculo en la zona media. Claramente provenían de mi cuerpo. Y mi zona más íntima era la más afectada por la abundante humedad. Era la fuente de toda la humedad, de hecho.

Limpié el desastre como pude, apagué la lámpara y me acosté durante lo que me quedaba de descanso, aunque no pude dormir. En lo que quedó de tiempo, decidí aferrarme a mi rosario. Las inquietudes no pararon de acosarme:

¿Qué había sido ese sueño? ¿Por qué me sentía culpable si no había hecho nada?

Ese no fue un sueño normal, alguna fuerza perversa lo había puesto en mi camino. Tal vez solo era otra prueba del Altísimo. Pero puedo decir que desde esa noche mi estado de ánimo cambió en una forma irreversible, o eso es lo que siento.

En aquel momento me quedé viendo el techo, extrañada. Sostuve mi rosario de madera con fuerza, aferrada a mi fé, hasta que sonaron las campanadas que daban inicio a las Matutinas.

Tengo muchas cosas más que contarte, tal vez esto solo sea el principio, y tú te conviertas en mi confidente de secretos. Pero no me he presentado, te presenté mi secreto más íntimo pero no sabes nada de mí. Así que aquí voy:

Mi nombre es Lucie Duvall y pertenezco a la Orden del Silencio Divino.

Vivo en la Abadía de Sainte-Claire des Étoiles, situada a las afueras de Caen, ciudad del Condado Francés de Normandía.

Provengo de una familia burguesa de Normandía. Ingresé al convento tras la muerte de mis padres.

Desde los diez años, ahora tengo treinta y uno. Pienso que soy reflexiva, curiosa, con una mente inquieta por el conocimiento. Desde la última semana, sin embargo, desde este maldito sueño mi devoción se encuentra en crisis. Hay veces que siento que no aguantaré toda la vida aquí, como se espera de mí. De cara a la pequeña sociedad que aquí se conforma, soy perfecta, pero dentro de mi mente comienzan a deslizarse como en un circuito de ríos ideas que me atormentan. Y este diario clandestino es prueba de ello, prueba de que quiero evacuar estos extraños pensamientos de alguna forma.

Aquí tengo el rol de Ayudante de Novicias, rol que comparto con otras cinco hermanas, todas subordinadas a la Maestra de Novicias, y esta subordinada a la Abadesa o Madre Superiora.

Y para que te hagas una imagen de mí: soy alta, de complexión delgada, con cabello castaño claro rojizo siempre recogido bajo el velo, ojos verdes, piel pálida y rosácea. Tengo manos delicadas, con pequeños callos de trabajar en el jardín y el scriptorium.

Pero ya te he escrito demasiado. Y espero hacerlo pronto.

-. Lucie Duvall. Hermana de la Orden del Silencio Divino.

Noviembre de 1853.