Capítulo 2

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Perseo se encontraba a la entrada de la cueva de Medusa, dudando si dar el paso que le permitiría ingresar al misterioso recinto. Una vez dentro, no habría vuelta atrás. Para darse valor, recordó las ventajas con las que contaba: el casco de invisibilidad de Hades, la hoz de Ares, las sandalias aladas de Hermes, el escudo de Atenea y una misteriosa caja que le había dado la diosa Afrodita. Cada objeto venía acompañado de un consejo que le sería útil para vencer a la criatura.

«Estoy preparado», se dijo a sí mismo.

Entró en la cueva oscura, alerta, pues el peligro acechaba en cada rincón. Solo se veían escombros y estatuas de piedra de aquellos héroes petrificados por la criatura. Cada estatua estaba desnuda, sin armadura, y su rostro no reflejaba dolor ni miedo, sino un placer inconmensurable.

Siguió avanzando y vio a la criatura de espaldas, con cabellos de serpientes que le llegaban casi hasta la cintura y una cola serpentina. Perseo se preparó para atacar, con las sandalias de Hermes y la hoz de Ares listos para sorprenderla. La misión era clara: lograr que Medusa perdiera la cabeza.

Pero, antes de que pudiera correr, el suelo se convirtió en lodo. Perseo no quería hacer ruido para no ser descubierto. Distraído intentando salir del barro, no se percató de una pequeña y delgada serpiente desdentada que salía de la tierra. La serpiente se deslizó bajo la falda de Perseo, introduciéndose en su ano, provocando una estimulación prostática exquisita. El animal giraba y lamía desde adentro. Perseo no podía explicar cómo su interior se contraía y empezó a menearse, casi deseando que el animal fuera más robusto.

Pero no había ido allí para eso. Tomó su hoz y cortó la serpiente, que se convirtió en un líquido grisáceo. Entonces recordó el consejo de Hermes: «Si algo te detiene, suéltalo; viaja siempre ligero». Así que se quitó las sandalias aladas de Hermes, atrapadas en el lodo, y decidió seguir descalzo.

Continuó acercándose a Medusa, quien hizo un movimiento brusco y le quitó el casco de invisibilidad.

«Los dioses te ayudan, guerrero», dijo la criatura, «pero hay más formas de mirar, no solo con los ojos».

Perseo recordó el consejo de Hades: «No la mires a los ojos».

Medusa atacó de nuevo. Perseo, hábil, la golpeó en la cara con la hoz de Ares, sin causarle daño.

«¿Te gusta jugar brusco? ¿Quieres castigarme? Hazlo, me he portado muy mal, pero te enseñaré cómo se hace».

Atrapó al héroe con su cola de serpiente, le subió la falda y comenzó a nalguearlo. Las nalgas de Perseo se veían tonificadas y gruesas, ahora un poco rojas por las nalgadas. Luego, lo puso al revés y empezó a chupar los dedos de sus pies uno por uno, para después pasarle la lengua por las nalgas.

«¿Qué rico, te gusta? ¿Qué tal esto?» Se dispuso a meter la lengua en el ano de Perseo.

Él había perdido el control de sus piernas, que temblaban incontrolablemente.

«Ah, ah, sí… Perseo, concéntrate… Ohhhh, Medusa, basta… Ohh, ohh…»

Apareció el consejo de Ares para salvarlo: «Utiliza la fuerza del enemigo contra él».

Perseo soltó su escudo y su hoz, y aprovechando que Medusa estaba ocupada metiéndole la lengua en el ano, se abalanzó sobre ella. Su cara quedó en medio de los enormes pechos de Medusa, y Perseo comenzó a chuparlos. Sus pezones se endurecieron.

Medusa lo estaba disfrutando y exclamó: «¡Por Zeus!»

Luego, se enojó. «Odio a los dioses, me has hecho invocarlos. Pagarás por eso».

Sacó su lengua del ano de Perseo y lo atrapó. Ella estaba encima de él. «Ahora sí, te haré abrir los ojos». Metió el pene de su víctima en medio de sus enormes tetas. Sus senos eran suaves y firmes, y esa paja con las tetas estrangulaba su miembro. Perseo soltó un enorme chorro de leche que cayó en la cara de Medusa. Ella sintió ese líquido espeso y su sangre fría de reptil empezó a calentarse. Estaba muy excitada.

«¡Por Zeus!», dijo por segunda vez. Soltó al guerrero, dándole un respiro. La suerte le había sonreído. «Haré que abras los ojos y te convertiré en piedra».

Oh, oh…

Un extraño sonido, como de descomposición, y un silencio sepulcral. Perseo recordó el consejo de Atenea.

«Medusa solo puede dañar a un hombre mirándolo fijamente a los ojos».

Perseo lo entendió: solo a través del placer Medusa hacía que sus víctimas abrieran los ojos. No podía herir ni producir dolor, solo mirarlos y convertirlos en piedra. Corrió hacia su escudo y la miró a través del reflejo.

Medusa sufrió una transformación. Ahora lucía más pequeña y ya no tenía cola de serpiente; en cambio, le habían salido unas hermosas piernas largas y esbeltas, de esas que cualquier hombre querría tener sobre sus hombros. Pero su vulva se veía joven, carnosa y mojada, goteando como nube en tormenta.

«Perseo, ven, que te daré un premio por llegar hasta aquí. Algo que solo Poseidón pudo poseer, pero solo tú lo harás por deseo mío».

El guerrero cerró los ojos y fue en su dirección, guiado por el sonido de las gotas que chorreaban de su vagina. Cuando la tuvo enfrente, ambos sabían que era la última prueba. Se besaron. Medusa subió una pierna y Perseo la atrapó con su mano. Metió su pene en su vagina, que no era una vagina normal. Tenía como un chupón que succionaba con fuerza, y su interior caliente y húmedo se movía como una serpiente deslizante.

Empezó el mete y saca, mientras Perseo le chupaba el cuello a la criatura. Ella movía la pelvis en todas direcciones, sus jugos y los del héroe se mezclaban y chorreaban. Medusa, mordiendo la oreja de Perseo, le susurró: «Espero que estés listo».

El pene de Perseo quedó atrapado, y el movimiento de Medusa aumentó de tal forma que no pudo evitar eyacular una y otra y otra vez sin parar. Pasaba el tiempo y habían transcurrido cuatro horas continuas de un orgasmo tras otro, sin descanso.

«Si no fueras un semidiós, ya habrías abierto los ojos. No sé cómo lo soporta tu corazón». La criatura decía la verdad: cuatro horas de orgasmos seguidos era algo que ningún hombre o dios había experimentado antes. Su corazón se sentía cansado y sus testículos empezaban a encogerse, ya no podían producir más leche.

Pero recordó el consejo de Afrodita: «Cuando todo esté perdido, abre la caja».

Abrió la pequeña caja que llevaba colgada al cuello y esta se transformó en un extraño objeto liso, suave y fálico. Intentó meterlo en el ano de Medusa, pero ella logró quitárselo. «No más trucos. Te daré de tu medicina». Y lo insertó en el propio ano de Perseo.

El pene de Perseo empezó a brillar, se hizo más grande y grueso, y había recuperado su energía. Empezó a embestir a Medusa con la fuerza de un meteoro. Este artefacto era una creación de Hefesto, dios de la forja, para poder satisfacer a Afrodita, y ahora le salvaba la vida al semidiós.

Embestida tras embestida, Medusa gritó: «¡Por Zeus! ¡Ohhhh, por Zeus! ¡Ohhhh, sí! ¡Oh, sí! ¡Por Zeus, Dios del Olimpo!»

Perseo lo entendió: el odio hacia los dioses hacía más fuerte a Medusa; al invocarlos, perdía poder. Medusa se hizo más pequeña y débil. Ahora Perseo era más fuerte. Medusa lo empujó con una patada en un intento de escapar. El guerrero corrió tras ella, la tomó por la espalda y abrió los ojos. Vio una mujer de cabellos rojos crespos, una espalda delicada y sus nalguitas respingadas.

Perseo comenzó a nalguearla. «Así te gusta, chica mala. Tac, tac, tac». Sus hermosas nalguitas ahora estaban rojas.

«¡Por Zeus, por Zeus!», gritó. «¡Ahhh, ahhhh!»

Una nueva transformación ocurrió. Su vagina reveló su pequeño y delicado clítoris, y sus ojos perdieron esa mirada de reptil. Ya no podía petrificar a nadie.

Perseo comenzó a penetrar más y más duro, mientras frotaba su pequeño botón. Un montón de agua escurría de la vagina de su contrincante.

Ella dijo: «Me rindo, tú ganas».

Perseo sacó el pene de la vagina de Medusa, la giró y comenzó a utilizarlo para darle golpecitos en la cara. Ahora podía mirarla a los ojos; tenía unos dulces ojos color miel. Medusa sonrió pícaramente, tomó el pene de Perseo y lo metió en su ano, diciéndole: «Ahórcame y mételo por detrás».

Perseo obedeció, empezó a penetrarla por el culo mientras la ahorcaba. «Escúpeme en la boca».

Perseo escupió dentro de su boca, ella se tragó su saliva y dio una carcajada que sonaba malvada: «Jajajaja, ¡qué rico!», exclamó, «más duro».

«¡Por Zeus!», empezó a gritar.

Pasaba el tiempo y Medusa empezó a tener orgasmos seguidos, un orgasmo Perseo, otro Medusa. De repente, la vagina de Medusa explotó. Un montón de agua, como olas del mar, siglos de orgasmos habían sido liberados. Medusa había perdido la cabeza, hasta sentía que estaba enamorada de Perseo.

Le dijo: «Has ganado y por eso serás leyenda».

Perseo dejó de ahorcarla y sacó el pene de su ano. Ella se quedó dormida, su vagina se veía rojita y su ano dilatado, ambos llenos de la leche de Perseo. Comenzó a encogerse hasta volverse una pequeña serpiente que cabía en la palma de la mano. Perseo la tomó y la guardó en la pequeña cajita que le había dado Afrodita. Se puso su armadura y salió de la cueva.

Los dioses lo estaban esperando. «Venciste, noble guerrero». Perseo había eyaculado 500 mil veces seguidas y ahora se veía flaco, canoso y envejecido 100 años. Los dioses recogieron sus artefactos, los guerreros convertidos en piedra volvieron a la normalidad, y Perseo quedó en la historia como el héroe que venció a la Gorgona.

Zeus le permitió a Medusa vivir en los Campos Elíseos en su forma de pequeña serpiente, y le pareció peligroso que un hombre eyaculara tantas veces seguidas, así que le dio al hombre humano un período refractario entre erección y erección para que pudiera descansar y no muriera deslechado.

Fin.

 

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