La última página del diario
Desde esta soledad de mis días vacíos, de mis noches sin ti, escribo las últimas páginas de este diario que te pertenece, como todo lo mío.
Estoy cansada, amor.
Cansada de buscarte en mi recuerdo, en el frío silencio de mis lágrimas, en esta prisión colmada de tu ausencia.
Escribo en el diario mi epitafio, colofón de nuestras vidas, que ya no tengo vida sin tu vida, pues no tengo más vida que la tuya.
Es hora de buscarte donde estés.
Si no te encuentro, amor, ven a buscarme.
Es mi último ruego, la última súplica de tu esclava.
Te lo imploro, señor, no me dejes perdida en un cielo distinto al tuyo.
En la primera página escribiste una frase de Etienne Rey: «El amor es la unión de un dueño y un esclavo; nunca de dos seres iguales». Aún parece la tinta fresca y nueva, recién escrita tu declaración de amor. «Yo soy tu dueño, Clara», me dijiste.
«Porque te amo». Yo temblaba de frío y de inocencia. Acababa de cumplir los dieciséis. «Yo quiero ser tu esclava, vida mía», te dijeron mis ojos más que mis labios. «Porque te amo».
Quedó abierto el diario sobre el escritorio, mientras los dos sellábamos nuestro amor, desnudos y henchidos de deseo. Tú tenías treinta años.
Aquella noche te entregué el primer dolor de mi sexo desflorado. Me dolieron las entrañas cuando tu carne desgarró mi carne.
También mi sangre parece fresca y nueva. Hay dos huellas digitales con mi sangre en la primera página del diario.
Nuestras huellas, señor, como firmas de un contrato reducido a aquella frase.
Hurgamos en mi sexo en busca de mi sangre.
La sangre de mi virginidad recién entregada a mi dueño. Por amor, amor mío, por amor. Que es la unión de un dueño y un esclavo; nunca de dos seres iguales.
Catorce años… Se cumplen esta noche en que la muerte viene a reclamarme como dueña. Pero yo no amo a la muerte, vida mía.
Yo no quiero ser la esclava de la muerte.
Muchas veces fui sometida por los amos que quisiste. A ti me sometía en cada uno de ellos.
A todos le entregué cada jirón de mi cuerpo desnudo, pero nunca el alma.
Penetraban mi boca con violencia, mi sexo con lujuria, mi ano con malicia. Pero el alma era tuya y solo tuya.
En ella se amasaba el dolor, la humillación consentida, la súplica descarnada y el placer descubierto y renacido.
Y a ti te lo entregaba, como una ofrenda, como un tesoro.
Porque a ti te pertenecía y te pertenezco, señor, donde quiera que estés te pertenezco.
Ya no aguanto este dolor clavado en lo más hondo de mi ser.
Yo que aprendí a soportar cada castigo, cada golpe, cada herida que abrías en mi piel, no logro soportar el dolor de este vacío, la tortura de tu ausencia definitiva.
Cuando me envuelvo en la noche y sueño que apareces, amor mío, desnudo y transparente, acaricio con desgana mi tristeza, recreando tu sexo con mis dedos que arrancan de mi sexo las últimas gotas del placer.
Y es un placer hiriente el que me estalla en el alma, un placer punzante, como agujas que se clavaran en mis pechos, como el tormento de una descarga eléctrica en mi vagina.
Me duele mi placer de cada noche cuando abro los ojos y no estás.
Es el insoportable dolor de esta libertad no querida ni consentida, que se interpuso entre nosotros, sin tú ordenarlo.
En la última página del diario, escribo una frase de Víctor Hugo:
«Desgraciado quien no haya amado más que cuerpos, formas y apariencias. La muerte le arrebatará todo. Procurad amar las almas y un día las volveréis a encontrar».
Sobre ella están cayendo las primeras gotas de mi muerte recién desvirgada.
Lo hice, amor.
No me queda vida sin tu vida. Ya he sido marcada por la muerte que arranca mi dolor a latigazos de soledad.
Espérame, señor, en tu cielo, donde eres dios, donde eres todo.
Voy a tu encuentro, desnuda y temblorosa, como la niña de dieciséis años que se hizo tu esclava para unirse a ti.
Otra vez virgen, de cuerpo y alma, para entregártelos, señor mío.
Para ser sometida eternamente a la eternidad de tu amor.