Sexo, pudor y lágrimas en el hotel

Generalmente las habitaciones de hotel son frías, impersonales, en cambio en ésta habitaban sus objetos personales, su olor, su desorden.

Estaba recién bañado, el cabello aún mojado y vestía un short y una camiseta.

Me senté a su lado en la cama, una cama mullida, suave, que provocaba tirarse en ella y no levantarse más.

Conversamos un rato, al tiempo que hacía zapping hasta que nos enganchamos con una película que estaban pasando.

Nos recostamos en la cama a mirar el film, como si fuese un hábito.

La lluvia caía incesantemente y la noche invitaba a quedarse.

Sus dedos a penas perceptibles deambulaban por mi pelo, al igual que los míos por su brazo; la película era el pretexto para quedarme allí a su lado, aunque mis pensamientos fantaseaban en cómo sería gozar a ese hombre.

Su actitud pasiva me incitaba a abordarlo sorpresivamente, cual si fuese mi presa.

Una vez terminada la función, otra comenzó en nuestra cama.

Para él las horas eran escasas, para mí el deseo de disfrutarlo apremiaba.

Me estremecí al sentir su lengua dentro de mí, recorrer mis huecos, meterse en ellos y saborear mis jugos.

El goce era continúo, intenso.

Su miembro empinado, grueso, surgía de su entrepierna desafiante; me urgía acoplarme a él.

Lo recosté boca arriba sobre la cama y lentamente fui incorporándolo a mi cuerpo, hasta lograr una fusión precisa.

Ignorante a sus súplicas, continúe meciéndome sobre él acelerando el ritmo a medida que el hormigueo iba invadiendo mi cuerpo vertiginosamente.

De súbito me tomó por mis caderas, quedando él al dominio de la situación; doblegada, gozar era el único objetivo que me invadía.

Pretender controlar los instintos era una intento fútil.

Vertió sobre mi vientre, cual si fuese un trofeo el fruto de su gozo.

El sueño dispuso de nosotros, hasta que mi boca traviesa lo despertó recreándome con el mago.