León se hallaba tumbado boca arriba, desnudo sobre la gran y mullida alfombra color granate que ocupaba el centro del amplio salón. Sus brazos descansaban extendidos por encima de la cabeza, unidos por las muñecas mediante unas esposas metálicas, en tanto que sus piernas permanecían flexionadas y forzadamente abiertas a causa de una barra de madera unida a sus tobillos por sendas correas de cuero. En su situación poco era lo que podía ver a alrededor —una de las lámparas led que colgaba del estuco color crema del techo, parte del aparador sobre el que descansaba el televisor—, por no hablar de la imposibilidad de girar la cabeza, con su cuello inmovilizado y ciertas dificultades para respirar.
León era un hombre feliz.
Y es que su incapacidad para moverse se debía a que sobre su cuello estaba sentada a horcajadas Débora, con ingles y muslos cerrados como alicates de acero alrededor de la garganta; y su coño abierto y húmedo, pegado contra la boca y la nariz del hombre que, casi tan ahogado como excitado, succionaba, lamía y mordisqueaba aquella tierna y cálida hendidura.
La mujer restregaba su entrepierna contra el rostro de León, gimiendo y moviendo con ductilidad un cuerpo cincelado por horas de spinning, sentadillas y dominadas, con las que había logrado una moldeada anatomía —no musculada— sin un gramo de grasa. Su tersa piel de treintañera se deslizaba como mantequilla fundida sobre el duro abdomen, plano como una tabla de planchar, al tiempo que su melena color caoba se mecía al ritmo de sus movimientos. Como única prenda lucía unas sandalias que dejaban al descubierto sus uñas pintadas de rojo burdeos, y que ceñían sus tobillos con una cinta de cuero cerrada por una pequeña hebilla. El brillo metálico de los puntiagudos tacones combinaba con los destellos de la cadena de finos eslabones plateados que rodeaba su cintura.
León era consciente de que las entrenadas piernas de la mujer podían tronzar su pescuezo con un simple y rápido movimiento de cadera, lo cual lejos de amedrentarle le excitaba sobremanera, animándole a redoblar sus esfuerzos en el cunnilingus.
—¡Vamos cabrón! —ordenó Debora— ¡Chupa! ¡Cómeme el coño!
León, haciendo honor a su hombre, devoró con fiereza la empapada gruta, obviando sus dificultades para respirar con la nariz insertada entre las potentes nalgas de la mujer. También a la dulce satisfacción que suponía el enculamiento al que le sometía, al mismo tiempo, Lolita.
La tierna y aparentemente frágil Lolita, acoplada entre las inmovilizadas piernas de León, bombeaba con sus glúteos para sodomizarle con el gran consolador que llevaba fijado al arnés que rodeaba sus caderas. Movía con ritmo su grácil cuerpo, balanceando unas tetas pequeñas pero firmes y desafiantes, de puntiagudos pezones, y lucía una sonrisa de satisfacción en su rostro de facciones asiáticas, hermosas y dulces hasta el punto de aparentar muchos menos de los veinticinco años que tenía recién cumplidos. Rasgos heredados de su madre, al igual que la lacia, negra y brillante melena. Empujaba cada vez con más fuerza, logrando arrancar algún quejido —mezcla de dolor y placer— de la garganta de León, lo que desataba su musical y un tanto insidiosa risita, al tiempo que deslizaba la lengua entre los labios, humedeciéndolos. Junto a su pubis rasurado, una pequeña flor de lis tatuada bailaba al ritmo de sus movimientos.
La espalda de León se arqueó a causa del cóctel de sensaciones que la verga sintética le desataba al perforarle el esfínter y estimularle la próstata, sin dejar en ningún momento de comerle el coño a Débora.
Desde la perspectiva que le permitía la posición de su cabeza, pudo ver aproximarse a Jessy, vestida sólo con medias oscuras tejidas con un ornamental motivo enrejado y las ligas que las sostenían, engarzadas al liguero negro ajustado a su cintura. Caminaba sinuosa sobre sus zapatos de interminable tacón y punta afilada. El balanceo hacía temblar su jugosa anatomía, delineada en una interminable sucesión de curvas y meandros, de carnosas concavidades y convexidades, de largas piernas, anchas caderas, estrecha cintura y grandes tetas. Todo ello tintado con el cobrizo tono de la miel de su piel y coronado por una larguísima y ondulada melena que enmarcaba los sensuales rasgos de su rostro. Un conjunto arrebatadoramente femenino en el que destacaban, como una sabrosa anomalía, la polla y los testículos que oscilaban al ritmo de sus pasos.
Se situó junto al trío y se agachó para arrodillarse frente al pubis de León. Extendió su mano y le agarró los genitales, acariciándole los huevos, el fuste, el glande… antes de cerrarse como una presa sobre la bolsa escrotal y palmear con la otra mano la endurecida verga. El hombre lanzó un grito, deteniendo la comida del coño de Débora, lo que la enfureció.
—No te detengas, cerdo —le ordenó agarrándole por el cabello—. ¡Sigue chupando!
Al otro lado, Lolita, animada por la intervención de Jessy, empujó con fuerza dentro del culo del hombre, haciendo tintinear una de sus risitas.
León obedeció la orden de Débora, reintroduciendo la lengua en su coño, al tiempo que Jessy continuaba estrujándole dolorosamente los cojones mientras que con la otra mano se masturbaba. Cuando su propia polla se endureció, cesó el maltrato de las bolas de León y le comenzó a acariciar la verga que, pese al dolor, no había flaqueado un ápice en su erección. Tras masajearla un rato, aproximó su rostro al amoratado miembro que brillaba por la película de saliva y líquido preseminal que lo cubría, abrió los labios para formar un anillo y lo deslizó desde el glande hasta la base del fuste. Se la mamó durante un buen rato hasta que, al intuir el inminente orgasmo —la respiración agitada de León, sus ronroneantes gemidos, la elevación de sus caderas—, apartó la cara y agarró la polla para culminar con un virulento pajeo que desencadenó un geiser de semen, acompañado de gritos, gruñidos y jadeos del hombre.
De inmediato, quizá animada por el éxtasis de León, Débora se vio también asaltada por su propio clímax, acompañado por un abundante chorro de flujo vaginal que empapó el rostro de su esforzado amante.
—¡Ah, joder, joder, joder! ¡Me corro, me corro…!
La mujer apuró el orgasmo masajeándose el clítoris y regulando su flujo hacia la boca de León.
—¡Vamos, cerdo! ¡Trágatelo todo!
Lolita decidió unirse a la fiesta introduciendo su mano en el interior del arnés para masturbarse el coño sin dejar de follarse el culo de León. Su dedo corazón friccionó con habilidad el excitado clítoris hasta lograr desencadenar el orgasmo.
—Mmm, sí, sí… —dijo casi en un susurro, antes de soltar otra risita.
«Mami, qué rico», replicó Jessy, observando con deleite la catarata de placer que se desencadenaba ante sus ojos, antes de situarse sobre la entrepierna de León y masturbarse fuerte y rápido su grueso pene. Eyaculó sobre la polla del hombre, mezclando su espesa leche con la del orgasmo de León. Cuando apuró los espasmos, aún con la respiración agitada, mojó la yema de su dedo índice en las gotas que emergían de la uretra de León, se la aproximó a la boca y la lamió con un gesto de satisfacción.
—Mmm, chicos, qué bueno ha sido esto.
La palpitante atmósfera que flotaba entre los cuatro amantes, envolviendo toda la estancia, se vio rota de súbito por el sonido del timbre de la entrada. Se miraron entre sí, interrogativos, sin que ninguno pronunciara en alto la pregunta que todos se plantearon mentalmente.
—¿Quién será a estas horas?
Más allá de la puerta, sobre la pequeña escalinata en que desembocaba el camino que cruzaba el jardincito de la entrada, el cartero, vestido con su característica camisa amarilla y pantalón azul mahón, portando una bolsa de lona que colgaba de su hombro, aguardaba releyendo la dirección impresa sobre el paquete que sostenía entre las manos. Arrimó la oreja a la puerta para escuchar la —sugerente— música que emitía la minicadena, se inclinó para mirar hacia la ventana más próxima —la del salón, precisamente— que ocultaba su interior con la cortina, y volvió a apretar el timbre.
—¡Cartero! —dijo en voz alta— Es un paquete certificado. Necesito que alguien firme el recibí.
Los cuatro amantes, sin moverse, observaron a través de la cortina su silueta recortada contra el sol del mediodía, y volvieron a mirarse entre sí; hasta que León, con el consolador aún inserto en el culo, la polla cubierta de semen y el rostro empapado de jugos vaginales rompió el silencio.
—Bueno —dijo sin ocultar cierta sorna en la voz—. ¿Quién va a abrir?